XIV
EL TRIUNFO DE LOS «WHIGS»
Se piense o no que la Reforma reformó algo en realidad, hay pocas dudas de que la Restauración no restauró nada realmente. Carlos II nunca fue rey en el sentido antiguo, sino un jefe de la oposición a sus propios ministros. Como era un político inteligente, conservó su puesto oficial, y como su hermano y sucesor fue un político increíblemente estúpido, lo perdió; pero el trono ya era solo un puesto oficial más. En muchos sentidos Carlos II estaba bien dotado para el mundo moderno que acababa de nacer; parece más un hombre del siglo XVIII que del XVII. Era tan ingenioso como un personaje de comedia, y de comedia de Sheridan, no de Shakespeare. Y aún era más moderno cuando disfrutaba del puro experimentalismo de la Royal Society y contemplaba entusiasmado los juguetes que darían lugar a las terribles máquinas de la ciencia. No obstante, tanto él como su hermano tenían dos puntos de contacto con el bando perdedor; y las tensiones que eso provocaba acabaron por echar a perder sus opciones dinásticas. El primero, cuya importancia disminuyó con el paso del tiempo, era, por supuesto, el odio que suscitaba su religión. El segundo, que creció en importancia al aproximarse el nuevo siglo, eran sus lazos con la monarquía francesa. Antes de pasar a otra época mucho más irreligiosa, abordaremos el estudio de las luchas religiosas, cuestión muy enrevesada y nada fácil de seguir.
Los Tudor habían empezado a perseguir a la antigua religión antes de dejar de pertenecer a ella. Se trata de una de esas complejidades de las épocas de transición que solo pueden expresarse mediante contradicciones. Cualquier persona típica de la época isabelina estaba firme y a veces violentamente convencida de que los curas debían ser célibes, y al mismo tiempo estaba dispuesta a dar tormento y descuartizar a cualquiera a quien sorprendiese conversando con uno de los pocos curas que se mantenían célibes. Semejante misterio, que podría explicarse de varias maneras distintas, se extendía a toda la Iglesia de Inglaterra, y a gran parte del pueblo inglés. Llámeselo una continuidad católica del anglicanismo o simplemente una lenta extirpación del catolicismo, pero no hay duda de que, en una época tan tardía como la de la Guerra Civil, un párroco como, por ejemplo, Herrick[66] seguía imbuido por «supersticiones» católicas en un sentido que hoy podríamos llamar europeo. No obstante, muchos párrocos similares habían desarrollado ya una pasión paralela y opuesta, y consideraban el catolicismo continental no ya la iglesia errada de Cristo, sino la auténtica iglesia del Anticristo. Por eso resulta tan difícil calcular hoy las proporciones del protestantismo, pero de lo que no hay ninguna duda es de su presencia, sobre todo en centros de la importancia de Londres. En la época de Carlos II, tras las purgas del terror puritano, se había convertido en algo más humano y connatural que el mero exclusivismo de los credos calvinistas o las marrullerías de los nobles Tudor. La rebelión de Monmouth demostró que tenía respaldo popular (aunque insuficiente). Y es que, pese a que nunca llegó a hacerse con el pueblo, la fuerza antipapista se hizo con la multitud. Era, probablemente, una multitud cada vez más urbana y sometida a esas mismas epidemias de minuciosos engaños con las que manipulan hoy en día los periódicos sensacionalistas a las masas urbanas. Una de esas inquietantes primicias (por no emplear el término menos técnico de mentiras) fue la conspiración papista[67], tormenta que Carlos II supo capear con prudencia. Otra fue el «cuento del calentador»[68], o del falso heredero al trono, que terminó llevándose por delante a Jacobo II.
Aun así, no podría haberse asestado el último golpe de no ser por uno de esos ilógicos y casi encantadores localismos por los que siente tanta inclinación el temperamento inglés. Tanto entonces como ahora, el debate sobre la Iglesia anglicana se diferenciaba de casi todos los demás en un punto esencial: no se trataba de un debate sobre lo que debería hacer o cambiar una institución, sino sobre lo que dicha institución era en realidad. Tanto entonces como ahora, uno de los partidos se preocupaba por ella solo porque la consideraba católica, y el otro porque la consideraba protestante. Pues bien, no hay duda de que a los ingleses les había sucedido algo casi inconcebible para un escocés o un irlandés. Muchísima gente corriente era adepta a la iglesia anglicana sin tener muy claro qué es lo que era. Su influjo era visiblemente distinto del de la iglesia medieval, pero también del estéril prestigio de la nobleza que la abrazó durante el siglo siguiente. Macaulay, con propósito muy distinto, dedicó algunas páginas a demostrar que, en el siglo XVII, un clérigo anglicano era tan solo un servidor de mayor rango social. Es posible que esté en lo cierto, pero se le escapa que eso no era más que la continuidad decadente del sacerdocio democrático de la Edad Media. A un cura no se le trataba como a un caballero, pero a un agricultor se le trataba como a un sacerdote. Y por aquel entonces en Inglaterra, igual que ocurre hoy en Europa, muchos tenían la impresión de que el sacerdocio estaba muy por encima de la nobleza. En suma, la iglesia nacional fue al menos verdaderamente nacional en un sentido muy vívido por lo que se refiere a los sentimientos, pero muy vago desde el punto de vista del intelecto. Por eso cuando Jacobo II pareció amenazar aquella comunión practicante, levantó en su contra algo que, como mínimo, era más popular que la simple severidad de los señores whigs. Hay que añadir, además, algo que suele pasarse por alto. Me refiero al hecho de que la llamada influencia papista se consideraba entonces revolucionaria. Los jesuitas eran para los ingleses no solo unos conspiradores, sino una especie de anarquistas. Hay algo en las especulaciones abstractas que espanta a los ingleses; y las especulaciones abstractas de algunos jesuitas como Suárez giraban en torno a una democracia extrema y a otra serie de cosas que aquí eran inconcebibles. Por eso las llamadas a la tolerancia del último Estuardo a muchos les parecieron tan vacías como el ateísmo. Los únicos ingleses del siglo XVII con cierta capacidad de abstracción trascendental fueron los cuáqueros; y el acomodaticio equilibrio inglés se convulsionó al ver que ambos se daban la mano. Y es que, precisamente porque ambos eran filosóficos, hacía falta mucho más que una intriga de los Estuardo para que aquellos dos extremos se pusieran de acuerdo y se produjera la alianza entre el espíritu fatigado pero irónico de Carlos II y la mentalidad más sutil y distanciada de William Penn[69].
De modo que gran parte de Inglaterra estaba muy alarmada respecto a los planes de tolerancia de Carlos II, pues, sinceros o no, parecían muy teóricos y por tanto fantásticos. Eran demasiado avanzados para la época o (por emplear un lenguaje más inteligente) demasiado sutiles y etéreos para aquella atmósfera. Y al apego de los ingleses moderados por lo concreto hay que añadir (no sabemos en qué proporción) una persecución y un odio casi frenético hacia el Papado. Como hemos visto, hacía ya mucho que el Estado se había convertido en un instrumento de tortura contra los curas y los amigos de los curas. Se habla mucho de la revocación del Edicto de Nantes; pero los torturadores ingleses nunca tuvieron un edicto tan tolerante que revocar. Aunque, en la época, al menos los torturadores ingleses —y los franceses— oprimían tan solo a una minoría. Por desgracia, había otra provincia en la que el gobierno persiguió, y con más ahínco, a la mayoría. Fue entonces cuando llegó a su cénit y adoptó su carácter más terrorífico ese crimen prolongado que recibía el nombre de gobierno de Irlanda. Sería demasiado prolijo detallar la tupida red de leyes antinaturales que atenazaron al país hasta finales del siglo XVIII; baste con decir que la actitud hacia los irlandeses quedó trágicamente ligada y tipificada a nuestra expulsión de los Estuardo, en uno de esos actos que nunca se olvidan. Jacobo II, para escapar de la opinión pública londinense —y tal vez de Inglaterra—, buscó refugio en Irlanda y esta se levantó en armas en su favor. El príncipe de Orange, a quien la aristocracia había ofrecido el trono, desembarcó en ese país con un ejército inglés y holandés, ganó la batalla de Boyne, pero vio cómo el genio de Patrick Sarsfield detenía el avance de su ejército a las puertas de Limerick. El tropiezo fue tan grave que la única forma de restaurar la paz consistió en asegurar la libertad religiosa completa de los irlandeses a cambio de la rendición de Limerick. El nuevo gobierno inglés ocupó la ciudad e inmediatamente rompió su promesa. No cabe añadir mucho más. Que los irlandeses recordaran aquel acto era una trágica necesidad, pero todavía más trágico fue que los ingleses lo olvidaran. Pues quien olvida sus pecados vuelve a repetirlos una y otra vez.
Pero aquí, una vez más, la posición de los Estuardo era mucho más vulnerable en lo que se refiere a la política secular, y sobre todo a la política exterior. Los aristócratas, en quienes recayó el poder tras la revolución, ya habían dejado de tener una fe sobrenatural en el protestantismo como algo opuesto al catolicismo; pero seguían teniendo una fe muy natural en Inglaterra como algo opuesto a Francia; e incluso, en cierto sentido, en las instituciones inglesas como opuestas a las instituciones francesas. E igual que aquellos hombres, los menos medievales de la historia, podían seguir jactándose de ciertas libertades medievales, como la Carta Magna, el Parlamento y el jurado, también podían apelar a una auténtica leyenda medieval sobre la guerra con Francia. Un oligarca típicamente dieciochesco como Horacio Walpole se quejaba de que, en una vieja iglesia, el guía le incomodara con detalles sobre una persona irrelevante llamada san Fulano, cuando lo que él buscaba eran los restos de Juan de Gante. Y lo decía con toda la ingenuidad del escepticismo, sin imaginar siquiera lo mucho que se alejaba de Juan de Gante al hacerlo. Pero, aunque su idea de la historia medieval no fuese más que una mascarada, quienes combatían con los franceses todavía podían, en cierto sentido casi ornamental, embutirse la armadura del Príncipe Negro o ceñirse la corona de Enrique de Monmouth. En eso es más que probable que los aristócratas fuesen tan populares como lo son siempre los patriotas. Es verdad que los últimos Estuardo fueron todo menos antipatrióticos; y de Jacobo II puede muy bien decirse que fue el fundador de la Armada Británica. Pero sus simpatías estaban con Francia, entre otros países extranjeros; en Francia se refugiaron, primero el mayor, y luego el más joven tras el periodo de su gobierno; y Francia apoyó los posteriores esfuerzos de los jacobitas por restaurar su dinastía. Y para la nueva Inglaterra, sobre todo para la nueva nobleza inglesa, Francia era el enemigo.
La transformación que sufrieron las relaciones exteriores de Inglaterra al final del siglo XVII la simbolizan dos etapas concretas y claramente diferenciadas; en la primera se produjo el acceso al trono de un rey holandés y en la segunda el acceso al trono de un rey alemán. La primera tiene todas las características que convierten un hecho antinatural en algo natural. La segunda reúne una serie de condiciones que hacen muy difícil considerarla natural y solo permiten llamarla necesaria. Guillermo de Orange fue como un cañón introducido por la grieta de un muro; un cañón extranjero, desde luego, y utilizado en una guerra más extranjera que inglesa, pero aun así una guerra en la que los ingleses, y sobre todo los aristócratas ingleses, podían desempeñar un papel de relevancia. Jorge de Hannover solo fue algo con lo que los aristócratas ingleses taponaron un agujero en un muro, conscientes de que se limitaban a rellenarlo con escombros. En muchos sentidos, Guillermo, pese a su evidente cinismo, continuó la tradición del puritanismo más imponente y adusto. En su fuero íntimo era un calvinista. Pero nadie sabía lo que pudiera ser Jorge, y a nadie parecía importarle, salvo porque no era católico. En su tierra Guillermo había sido un magistrado, en parte republicano, que había participado en lo que una vez fue un experimento puramente republicano, y compartía los ideales más fríos y racionales del siglo XVII. Jorge en su tierra era más o menos como el rey de los caníbales: un gobernante personalista y bárbaro, que ni siquiera actuaba con la suficiente lógica como para ser considerado un déspota. Guillermo era un hombre de una aguda, aunque limitada, inteligencia. Jorge carecía totalmente de inteligencia. Y en cuanto a los efectos de su advenimiento, Guillermo se casó con una Estuardo y ascendió al trono de la mano de una Estuardo; era una figura familiar y formaba ya parte de la familia real. Con Jorge entró en Inglaterra algo que casi nunca se había visto antes por estos pagos; algo apenas mencionado en los escritos medievales y renacentistas, salvo como cuando se menciona a un hotentote: el bárbaro de más allá del Rin.
El reinado de la reina Ana, que ocupa el periodo entre ambos reyes extranjeros, es por tanto la verdadera época de transición. Es el puente entre una época en la que los aristócratas eran lo suficientemente débiles como para solicitar la ayuda de un hombre fuerte y la época en la que eran lo suficientemente fuertes como para llamar a un hombre más débil que les permitiese ayudarse a sí mismos. Todo simbolismo supone una simplificación, y una simplificación excesiva, pero el conjunto bien puede simbolizarse como la lucha entre dos grandes figuras, dos caballeros y hombres de genio, tan valientes y claros acerca de sus fines, como violentamente opuestos en todo lo demás. Uno de ellos era Enrique St. John, lord Bolingbroke; el otro era John Churchill, el famoso e infame duque de Marlborough. La historia de Churchill es, ante todo, la historia de la revolución y su éxito; la historia de Bolingbroke es la historia de la contrarrevolución y su fracaso.
Churchill es un tipo representativo de esta época extraordinaria, pues ofrece una mezcla de gloria y deshonor. Cuando, pasadas unas cuantas generaciones, la nación empezó a ver a la nueva aristocracia como algo normal, produjo unos cuantos ejemplos no solo aristocráticos, sino caballerescos. La revolución nos convirtió en un país gobernado enteramente por caballeros; las universidades y escuelas populares de la Edad Media, como los gremios y las abadías, habían sido asaltadas y convertidas en lo que son ahora: fábricas de caballeros, cuando no de simples esnobs. Hoy es difícil caer en la cuenta de que lo que llamamos escuelas públicas lo fueron. La revolución las hizo tan elitistas como lo son ahora. Pero al menos el siglo XVIII nos dio grandes caballeros en el sentido generoso, tal vez demasiado generoso, que se le da hoy al título. La historia nos ha dejado nombres, como Nelson o Fox, de personajes no solo honrados, sino de una honradez romántica y temeraria. Ya hemos visto que el fanatismo de los últimos reformadores desfiguró las iglesias que los primeros habían desfigurado solo por avaricia. De forma muy parecida, los whigs del siglo XVIII alababan, por pura magnanimidad, lo que los whigs del siglo XVII habían hecho por pura mezquindad. Lo mezquino de su mezquindad solo puede concebirse si reparamos en que hasta un gran héroe militar carecía de las virtudes militares más elementales, la lealtad a la bandera y la obediencia a sus superiores, y se abrió paso en una serie de campañas, que contribuyeron a hacerlo inmortal, con el espíritu cauto de un salteador de caminos. Cuando, a petición de otros nobles whigs, Guillermo desembarcó en Torbay, Churchill, como si quisiera acercarse más al ideal de su imitación del Iscariote, acudió a ver a Jacobo con desvergonzadas protestas de amor y lealtad, se alzó en armas para defender al país de la invasión, y luego entregó tranquilamente el ejército al invasor. Pocos podrían aspirar al perfecto acabado de semejante obra de arte, pero, a su modo, todos los políticos de la revolución se regían por un modelo ético similar. Mientras pululaban alrededor del trono de Jacobo, apenas había ninguno que no mantuviera correspondencia con Guillermo. Después, cuando pululaban alrededor del trono de Guillermo, apenas había ninguno que no la mantuviera con Jacobo. Fueron esa clase de hombres quienes derrotaron al jacobismo irlandés mediante la traición de Limerick; y fue la misma clase de hombres la que derrotó al jacobismo escocés mediante la traición de Glencoe[70].
Así, la extraña y vistosa historia de la Inglaterra del XVII basa su grandeza en la pequeñez, como una pirámide que se sostiene sobre la punta. O, por utilizar otra metáfora, la nueva oligarquía mercantil podría simbolizarla, incluso por su apariencia externa, su hermana mayor: la oligarquía mercantil de Venecia. Toda su solidez radicaba en la superestructura; y toda su inestabilidad en los cimientos. El gran templo edificado por Chatham y Warren Hastings[71] se alzó en sus orígenes sobre algo tan inestable como el agua y tan fugitivo como la espuma. Por supuesto, relacionar la inestabilidad de ese elemento con la inquietud y la inconstancia de los señores del mar es solo mero capricho. Pero no hay duda de que en el origen, si no en las últimas generaciones, de nuestra aristocracia mercantil, se dio algo demasiado mercantilista, algo que se había empleado ya contra otro ejemplo aún más antiguo de la misma política, y que se conoce como Punica fides. El gran monárquico Strafford había dicho, camino del cadalso: «No confiéis en vuestros príncipes». El gran monárquico Bolingbroke bien podría haber añadido: «Y mucho menos en los príncipes mercaderes».
Bolingbroke representa toda una serie de convicciones que tuvieron un gran peso en la historia inglesa, pero que con el reciente devenir de los acontecimientos parecen haberse borrado de la vista. Sin embargo, es imprescindible comprenderlas para poder entender nuestro pasado, y yo añadiría que incluso nuestro futuro. Están curiosamente presentes en los mejores libros ingleses del siglo XVIII, pero la cultura moderna es incapaz de reparar en ellas ni teniéndolas ante sus ojos. Están en el Dr. Johnson, tanto cuando denuncia el gobierno de la minoría en Irlanda, como cuando dice que el primer whig fue el diablo. Están en Goldsmith, son la clave de su hermoso poema «La aldea abandonada» y están expuestas teóricamente con gran lucidez y gracia en El vicario de Wakefield. Están en Swift, quien descubrió en ellas un motivo de hermandad intelectual con el propio Bolingbroke. Y es muy probable que fueran la opinión predominante en Inglaterra en la época de la reina Ana. Pero no solo en Irlanda había empezado a gobernar la minoría.
Dicha opinión, expuesta con brillantez por Bolingbroke, tenía muchos aspectos; quizás el más práctico fuera el hecho de que una de las virtudes del déspota es la distancia. Es «el tiranuelo de los campos» quien envenena la vida de los hombres. Sus tesis implicaban la verdad de Perogrullo de que un buen rey no solo es algo bueno, sino que probablemente sea lo mejor. Pero también la paradoja de que incluso un mal rey es bueno, pues su opresión debilita a la nobleza y alivia la presión sobre el pueblo. El tirano tortura sobre todo a los torturadores; y aunque es probable que el asesinato de su propia madre no le reportara al alma de Nerón ningún beneficio, no supuso una gran pérdida para su imperio. Bolingbroke tenía una teoría totalmente racionalista del jacobismo. Era, en otros aspectos, el típico intelectual del siglo XVIII, un librepensador y un deísta, además de un escritor claro que se ha convertido ya en un clásico. Pero era también un hombre de espíritu aventurero y de un admirable valor político, y trató de romper una última lanza por los Estuardo. Lo derrotaron los grandes nobles whig que actuaban en representación del nuevo régimen de la nobleza. Y teniendo en cuenta quiénes fueron los vencedores, es casi innecesario decir que lo derrotaron mediante el engaño.
Cuando el insignificante príncipe alemán ascendió al trono, o más bien lo alzaron allí como a un muñeco, el gran monárquico inglés partió al exilio. Veinte años después, reaparece y reafirma su fe lógica y vital en una monarquía popular. Y es muy propio de su distinción y su frialdad intelectual que, en nombre de aquel ideal abstracto, intentara fortalecer al heredero de un rey al que había tratado de oponerse. Y es que siempre fue monárquico, pero nunca un jacobita. Lo que le preocupaba no era la familia real, sino el oficio de reinar. Y lo exaltó en su gran obra El rey patriota, escrita en el exilio. Aunque estaba convencido de que el nieto de Jorge era lo suficientemente patriota, le habría gustado que fuese mejor rey. Llegada ya la vejez, hizo un último intento, con instrumentos tan poco prometedores como Jorge III y lord Bute; y cuando se le rompieron entre las manos murió con la dignidad del sed victa Catoni. La gran aristocracia comercial continuó creciendo hasta alcanzar su máximo esplendor. Pero si queremos comprender las bondades y los males de su desarrollo, no hay mejor modo de resumirlo que considerar, desde el primero hasta el último, los golpes de estado frustrados de Bolingbroke. El primero le llevó a firmar la paz con Francia y a romper relaciones con Austria. El segundo volvió a llevarle a firmar la paz con Francia y a romper relaciones, esta vez con Prusia. En el ínterin, la simiente de los nobles prestamistas de Brandemburgo había prosperado tanto que se habían convertido ya en ese portento que representa hoy un problema tan grave para Europa. Al final de esta época Chatham, que encarnaba e incluso creó, al menos en sentido alegórico, lo que llamamos el Imperio Británico, estaba en la cima de su propia gloria y de la de su patria. Representaba en todo a la nueva Inglaterra de la Revolución, sobre todo en aquello que, pese a su gran coherencia, a muchos les parece intrínsecamente contradictorio. Así, era un whig, e incluso, en algunos aspectos, lo que hoy llamaríamos un liberal, igual que lo fue su hijo después; pero era también un imperialista y lo que hoy llamaríamos un patriotero; y es que el partido whig era sin duda el partido patriotero. Era un aristócrata, en el sentido en que lo eran todos nuestros hombres públicos, pero también era lo que podríamos llamar enfáticamente un mercantilista, casi podría decirse que un fenicio. En ese sentido tenía rasgos que tal vez contribuyeron a humanizar, aunque no pudieron impedir, los proyectos aristocráticos; lo que quiero decir es que tenía a la clase media de su parte. Quien cayó gloriosamente al expulsar de Quebec a los franceses fue James Wolfe, un joven soldado de bajo rango; igual que fue Robert Clive, un joven empleado de la Compañía de las Indias Orientales, quien le abrió a los ingleses las puertas doradas de la India. Pero uno de los puntos fuertes de la aristocracia dieciochesca fue precisamente que supo imponerse sin fricciones a la burguesía más acaudalada; por ahí no había de producirse la fractura social. Era un elocuente orador parlamentario, y aunque el Parlamento estaba tan limitado como un senado, fue uno de los más grandes senadores. La misma palabra nos trae el eco de aquellas nobles frases romanas que empleaban con tanta frecuencia y que puede que sean clásicas, pero en modo alguno frías. En muchos sentidos, nada se aleja más de toda esa elegante aunque florida erudición, esa afabilidad patricia y principesca y ese aire de aventura y libertad marineros, que el pequeño estado interior de los mezquinos sargentos instructores de Potsdam, dedicados a forjar simples soldados a partir de simples salvajes. Y sin embargo, su jefe supremo era algo así como la sombra que Chatham proyectaba en el mundo, una sombra que era una exageración y una caricatura al mismo tiempo. Los señores ingleses, cuyo paganismo se había ennoblecido mediante el patriotismo, vieron en ello una deformación de sus propias teorías. Lo que era paganismo en Chatham era ateísmo en Federico el Grande. Y lo que en el primero fue patriotismo en el segundo mereció solo el nombre de prusianismo. La teoría caníbal de una república capaz por naturaleza de devorar a otras repúblicas se había difundido entre la Cristiandad. Aquella autocracia y nuestra propia aristocracia se acercaron indirectamente, y por un tiempo parecieron unirse en matrimonio; pero no antes de que el gran Bolingbroke hiciera un ademán postrero, como tratando de impedir las amonestaciones.