XI
LA REBELIÓN DE LOS RICOS
Sir Tomás Moro, aparte de todas las disquisiciones sobre los embrollos místicos en los que se dejó enredar y que acabaron siendo la causa de su muerte, debería ser saludado por todos como un héroe de la nueva ciencia; aquel deslumbrante alborear de una luz más racional que hizo que muchos considerasen la Edad Media como una mera tiniebla. Se piense lo que se piense de sus opiniones sobre la Reforma, nada cabe discutir sobre sus opiniones acerca del Renacimiento. Fue, por encima de todo, un humanista, y muy humano por cierto. Incluso fue, en muchos sentidos, muy moderno, cosa que, pese a lo que parecen creer algunos, no es lo mismo que ser humano. Y también fue humanitario. Esbozó un ideal, o más bien un sistema social imaginario, con algo de la ingenuidad del Sr. H. G. Wells, aunque con mucha más ligereza que la que suele atribuírsele al Sr. Bernard Shaw. No es justo deducir sus ideas utópicas de su moralidad, pero todo lo que abordan y sugieren apunta a lo que (a falta de una palabra mejor) solo podemos llamar su modernidad. Así, la inmortalidad de los animales implica un trascendentalismo que anticipa la teoría de la evolución, y los estudiantes de eugenesia deberían tomarse muy en serio sus bromas más groseras acerca de los preliminares del matrimonio. Propuso una especie de pacifismo, aunque los utópicos lo llevaran a la práctica de un modo un tanto curioso. Fue en suma, como su amigo Erasmo, un satírico de los abusos medievales y muy pocos se atreverían a negar hoy que el protestantismo le venía más estrecho que ancho: si bien es evidente que no fue un protestante, pocos protestantes negarían que fue un reformador. Pero fue un innovador en cosas que resultan más atractivas para la mentalidad moderna que la teología, y es que en cierto sentido fue lo que podríamos llamar un neopagano. Su amigo Colet encarnó esa liberación del medievalismo que podríamos definir como el paso del mal latín al buen griego. En las superficiales discusiones modernas suelen echarse en el mismo saco, pero la enseñanza del griego supuso una novedad en la época: el latín popular, aunque fuese un latín lamentable, nunca había dejado de utilizarse. Sería más cierto decir que los medievales eran bilingües que asegurar que el latín era un lengua muerta. El griego, por supuesto, nunca llegó a tener tanta difusión, pero no es exagerado decir que quienes lo aprendían se sentían como si respirasen aire fresco por primera vez. Gran parte del espíritu griego encuentra su reflejo en Moro: su universalidad, su educación, su equilibrio entre la razón jubilosa y la fría curiosidad. Es incluso probable que compartiera algunos de los excesos y errores de gusto que contaminaron inevitablemente el espléndido intelectualismo de la reacción contra la Edad Media; es muy probable que las gárgolas le parecieran góticas, en el sentido de bárbaras, o que la trompeta de Chevy Chase[56] no le conmoviera tanto como a Sydney. La riqueza del mundo pagano antiguo, su ingenio, encanto y heroísmo cívico, se le reveló a aquella generación con una profusión y perfección tan deslumbrantes que resulta comprensible que cometieran alguna que otra injusticia con las reliquias de las Edades Oscuras. Por ello, cuando contemplamos el mundo con los ojos de Moro, lo hacemos desde las ventanas más amplias de la época y observamos por vez primera el paisaje inglés a ras del suelo, igual que el primer sol de la mañana. Le tocó en suerte contemplar la Inglaterra del Renacimiento: la Inglaterra que estaba dejando de ser medieval para hacerse moderna. De modo que vio muchas cosas y dijo otras muchas, todas estimables y muchas ingeniosas, pero también reparó en algo que es a la vez una horrible ilusión y un hecho real y cotidiano. Después de contemplar aquel paisaje dijo: «Los corderos se están comiendo a los hombres».
Este singular resumen de la gran época de nuestra emancipación y educación no suele encabezar los breves relatos históricos que se refieren a ella. No tiene nada que ver con la traducción de la Biblia, ni con el carácter de Enrique VIII o de sus mujeres, ni con las discusiones a tres bandas entre Enrique, Lutero y el Papa. No eran los corderos papistas los que estaban devorando a los protestantes, ni a la inversa. Ni tampoco Enrique, durante su breve y más bien desconcertante papado, mandó arrojar a los mártires a los corderos igual que los paganos se los echaban a los leones. Lo que quería decir con esa expresión tan pintoresca era que la agricultura intensiva estaba cediendo su puesto a pastos mucho más extensos. Los grandes espacios de Inglaterra, que hasta entonces se habían repartido entre los granjeros, estaban cayendo bajo la soberanía de un pastor solitario. La cuestión la ha tratado de modo epigramático, a la manera del propio Moro, el Sr. J. Stephen, en un deslumbrante estudio que me temo que hoy solo pueda encontrarse en los archivos de The New Witness. En él expone la paradoja de que se considerase un asesino a aquel individuo admirable capaz de hacer crecer dos hojas de hierba en lugar de una. En el mismo artículo, el Sr. Stephen traza los orígenes morales del movimiento que hizo crecer así la hierba y condujo al asesinato, o al menos a la destrucción, de tantos hombres. Para ello se remonta, como debe hacer cualquier investigación seria acerca de dicha transformación, hasta el desarrollo de un nuevo refinamiento —en el sentido de que era más racional— entre la clase gobernante. El señor medieval, en comparación, era un tipo bastante tosco que se había limitado a vivir como un granjero en una enorme granja. Bebía vino cuando podía, pero no le hacía ascos a beber cerveza; y la ciencia aún no había cubierto de asfalto sus caminos. Todavía tiempo después, una de las más grandes damas de Inglaterra le escribía a su marido que no podía ir a verle, porque los caballos de su carruaje estaban tirando del arado. En plena Edad Media los más grandes eran los que sufrían más impedimentos, pero en tiempos de Enrique VIII la transformación ya había comenzado. En la siguiente generación se popularizó la frase que proporciona una de las claves para entender ese periodo y los ambiciosos planes territoriales. Se decía que tal o cual gran señor estaba «italianizado». Lo que implicaba una belleza de formas más sutiles: cristales dúctiles y delicados, oro y plata trabajados, no ya como toscas piedras, sino como tallos y guirnaldas de metal fundido, espejos, naipes y toda esa clase de adornos recargados de hermosura; la perfección, en suma, de la bagatela. Ya no se trataba, como en la artesanía gótica popular, de dar casi inconscientemente un toque artístico a los objetos más necesarios, sino más bien del derramamiento del alma en un arte apasionadamente consciente, y aplicado, en particular, a las cosas más innecesarias. El lujo cobró vida al dotarse de un alma. Debemos tener muy presentes estas ansias de belleza, pues son una explicación…, y una excusa.
Los viejos barones habían quedado muy debilitados por las guerras civiles que concluyeron en Bosworth, y la artera política económica del nada majestuoso rey Enrique VII acabó de recortar sus privilegios. Él mismo era un «hombre nuevo» y poco a poco los barones fueron dejando paso a una nueva nobleza de hombres nuevos. Pero incluso las familias más antiguas miraban ya en la nueva dirección. Algunas, los Howard por ejemplo, figuraban a la vez como familia nueva y antigua. En cualquier caso, puede afirmarse que el espíritu de toda la clase superior se fue renovando cada vez más. La aristocracia inglesa, que es la principal creación de la Reforma, merece sin duda cierto aprecio, cosa que, hoy en día, casi equivale a todo nuestro aprecio. Siempre fue progresista. Se acusa a los aristócratas de enorgullecerse de sus antepasados, pero de quien se enorgullecía verdaderamente la aristocracia inglesa era de sus descendientes. Planearon para ellos enormes apoyos y acumularon montañas de dinero; lucharon por puestos más y más altos en el gobierno del estado; y sobre todo, alimentaron toda ciencia nueva o cualquier nuevo plan de filosofía social. Se aprovecharon de las enormes ventajas económicas que proporcionaban los derechos de pasto, aunque también drenaron los marjales. Quitaron de en medio a los sacerdotes, pero toleraron a los filósofos. A medida que fueron pasando las generaciones por la nueva casa Tudor, se fue construyendo una civilización más nueva y racional; los estudiosos criticaban los textos originales; los escépticos cuestionaban no solo a los santos papistas, sino a los filósofos paganos; los especialistas se dedicaban a analizar y racionalizar las tradiciones, y los corderos a comerse a los hombres.
Hemos visto que en el siglo XIV se produjo en Inglaterra una auténtica revolución de los pobres. Poco faltó para que tuviera éxito, y no necesito ocultar mi convicción de que, si hubiera triunfado totalmente, habría sido lo mejor que nos hubiera podido pasar. Si Ricardo II hubiera ocupado de verdad el puesto de Wat Tyler, o más bien si su propio Parlamento no lo hubiera quitado de allí después de ocuparlo, si hubiera confirmado la nueva libertad de los campesinos mediante alguna fórmula de autoridad, como la carta real con la que acostumbraba a confirmar la existencia de los gremios, la historia de nuestro país habría sido, con toda probabilidad, todo lo feliz que podamos imaginar teniendo en cuenta la naturaleza humana. El Renacimiento habría llegado, a su momento, en forma de educación popular y no como la cultura de un club de estetas. La nueva ciencia podría haber sido tan democrática como lo fue la antigua en los días del París y el Oxford medievales. El arte exquisito de la escuela de Cellini podría haber sido simplemente el grado superior de la escala de oficios de un gremio. Las obras de Shakespeare podrían haberlas representado los trabajadores sobre tablados instalados en plena calle, como los teatros de marionetas, y no habría habido mejor culminación para los autos sacramentales que ser representados por un gremio. Los actores no habrían tenido necesidad de ser «los sirvientes del rey», sino que habrían sido sus propios amos. El gran Renacimiento habría podido ser más generoso con sus generosas enseñanzas. Quizá esté fantaseando, pero al menos es imposible demostrar que no habría ocurrido así: la revolución medieval fracasó demasiado pronto como para que nadie pueda probar que estaba destinada al fracaso. Prevaleció el parlamento feudal y redujo a los campesinos a una situación dudosa e incierta. Decir más sería exagerado y supondría adelantarse a los acontecimientos. Puede que los gremios estuvieran ya oprimidos cuando Enrique VIII ascendió al trono, pero no parecían haber sufrido ningún cambio, e incluso es posible que los campesinos hubiesen recuperado algo de terreno; muchos seguían siendo teóricamente siervos, pero en su mayor parte vivían bajo el cómodo señorío de los abades, y el sistema medieval se mantenía en pie. Por lo que sabemos, es posible que hubiera podido volver a desarrollarse; pero todas las especulaciones se estrellan contra nuevas y extrañas evidencias. Al fracaso de la revolución de los pobres le siguió una contrarrevolución: una triunfal revolución de los ricos.
Su eje giraba aparentemente en torno a ciertos acontecimientos políticos e incluso personales, que pueden resumirse en dos: los matrimonios de Enrique VIII y el asunto de los monasterios. Los matrimonios de Enrique VIII han sido objeto de bromas populares hasta el hastío; y toda broma popular, sobre todo si es lo suficientemente popular y se ha repetido hasta el hastío, encierra una verdad sobre la tradición. Una broma no se repite hasta el hastío a menos que contenga un elemento de seriedad al mismo tiempo. Enrique fue bastante popular durante los primeros días de su reinado, y los contemporáneos extranjeros lo retratan como un glorioso príncipe del Renacimiento, radiante con todos los nuevos logros. Pero en sus últimos días se parecía más a un loco: ya no inspiraba amor, y cuando lograba inspirar temor, era más el temor que inspira un perro rabioso que el que inspira un perro guardián. No cabe duda de que la incoherencia e incluso la ignominia de sus matrimonios de Barbazul influyeron mucho en ese cambio. Y decir que, quizá con la excepción de la primera y la última, fue casi tan infeliz con sus esposas como ellas con él, es hacerle justicia. Pero fue, sin duda, su primer divorcio el que quebró su honor y, de paso, otras muchas cosas más valiosas y universales. Para entender el sentido de su furia antes debemos comprender que él no se consideraba un enemigo, sino un amigo, del Papa; y ahí planea todavía la sombra de la vieja historia de Becket. Había defendido al Papa en el terreno de la diplomacia y a la Iglesia durante sus controversias, y cuando se cansó de su reina y se encaprichó apasionadamente de Ana Bolena —una de sus damas de compañía—, pensó que, en una época de concesiones cínicas, bien podría hacerle un amigo una pequeña concesión cínica. Pero el destino de la fe cristiana, cuando se deja en manos de los hombres, consiste en que nadie sepa cuándo se manifestará en su forma más elevada, aunque solo sea por un instante; y en que incluso en sus épocas más negras la Iglesia pueda, como por casualidad, hacer o decir algo digno de sus mejores momentos. El caso es que Enrique creyó apoyarse en los almohadones de León y vio cómo su brazo se estrellaba contra la roca de Pedro. El Papa no autorizó el nuevo matrimonio y Enrique, en un negro y tormentoso ataque de ira, rompió todas las antiguas relaciones con el Papado. Es probable que en aquel momento no calibrara el alcance de sus actos; y también es posible que ni siquiera hoy seamos capaces de hacerlo. Desde luego él no se consideró anticatólico y, en un sentido casi ridículo, tampoco podemos decir que se considerase antipapista, puesto que, aparentemente, él mismo creyó ser un papa. De aquel día data algo que desempeñó un importante papel en nuestra historia: la doctrina moderna del derecho divino de los reyes, en un sentido muy diferente del medieval. Este asunto continúa embrollando la cuestión de la continuidad del catolicismo en el anglicanismo, pues supuso una gran novedad introducida por el partido más antiguo. La supremacía del rey sobre la iglesia nacional inglesa no fue, por desgracia, una manía solo del rey, sino que se convirtió durante un tiempo en una manía de la iglesia. Pero, controversias aparte, la continuidad de nuestro pasado se rompe peligrosamente en este punto, al menos en un sentido humano e histórico. Enrique no solo separó a Inglaterra de Europa, sino que hizo algo peor: separó a Inglaterra de Inglaterra.
El gran divorcio produjo la caída de Wolsey, el poderoso ministro que había nivelado la balanza entre el Imperio y la monarquía francesa y había instaurado un moderno equilibrio de poder en Europa. A menudo se le describe recurriendo a la sentencia latina Ego et Rex Meus; pero si ha pasado a la historia inglesa es más bien por haberla sufrido que por haberla dicho. Ego et Rex Meus podría ser el lema de cualquier primer ministro actual, y es que hemos olvidado que la palabra «ministro» significa solo «servidor». Wolsey fue el último alto servidor al que despidieron sin más, la marca de fábrica de una monarquía que todavía era absoluta; los ingleses se quedaron atónitos cuando, en la actual Alemania, despidieron a Bismarck como si fuera un simple mayordomo. Un acto aún más horrible acabó con el más noble de los humanistas y demostró así que la nueva fuerza se había vuelto inhumana. Tomás Moro, que a veces parecía un epicúreo de la época de Augusto, sufrió la muerte de un santo de la época de Diocleciano. Murió bromeando gloriosamente y su muerte sacó a la luz los tonos más sagrados de su alma: su ternura y su fe en la verdad divina. Pero para el Humanismo debió de suponer un sacrificio monstruoso, algo así como si hubieran martirizado a Montaigne. Y ese es su verdadero sentido: el naturalismo del Renacimiento había sido invadido por algo que nada tenía de natural, y el alma de aquel gran cristiano se rebeló. Señaló al sol y dijo: «Estaré por encima de él», con esa familiaridad franciscana que puede permitirse amar a la Naturaleza porque no la adora. Y dejó el sol para su rey, que durante tantos días y años lo vería ponerse sólo sobre su propia cólera.
Pero el proceso más impersonal, apuntado ya por el propio Moro (tal como señalamos al principio del capítulo), se define con mayor claridad, casi eliminadas ya las controversias, en la otra cara de la política de Enrique. Es cierto que sigue habiendo cierta controversia sobre el asunto de los monasterios, pero cada día se aclara y se suaviza más. No cabe duda de que la Iglesia durante el Renacimiento había alcanzado un considerable nivel de corrupción, pero las verdaderas pruebas que lo demuestran se apartan por completo tanto de las procedentes de las despóticas pretensiones de los contemporáneos como de las de los relatos del protestantismo. Es tremendamente injusto, por ejemplo, citar las cartas de los obispos y las autoridades eclesiásticas en las que se denunciaban los pecados de la vida monástica, por virulentas que sean a veces. De hecho, es imposible que lo sean más que las epístolas de San Pablo a las iglesias más puras y primitivas en las que el apóstol se dirige a esos primeros cristianos a quienes idealizan todas las iglesias refiriéndose a ellos como si fueran ladrones y degolladores. La explicación, para aquellos a quienes interesen estas sutilezas, tal vez pueda hallarse en el hecho de que el Cristianismo no es una fe para hombres virtuosos, sino simplemente para hombres. Cartas así se han escrito en todas las épocas, e incluso en el siglo XVI no prueban tanto que hubiese malos abades como que había buenos obispos. Además, ni siquiera quienes sostienen que los monjes eran unos disolutos se atreven a sostener que fuesen unos opresores. Cobbett tiene razón al decir que allí donde los monjes eran dueños de la tierra no imponían rentas abusivas y, por tanto, no podían ser absentistas. Pero aun así había debilidad en las buenas instituciones igual que había fuerza en las malas, y esa debilidad participaba de lo peor de la época. Siempre que se hunde algo bueno suele deberse a una deslealtad interna; y los abades fueron aniquilados con gran facilidad porque no supieron mantenerse unidos. No lo hicieron porque el espíritu de la época (que con frecuencia resulta ser el peor enemigo de cada época) había incrementado las diferencias entre ricos y pobres, y había terminado por dividir incluso al clero rico del clero pobre. Y la traición llegó, como ocurre casi siempre, de manos del siervo de Cristo encargado de custodiar la bolsa.
Por considerar un ataque moderno a la libertad, aunque en un plano muy inferior, todos estamos habituados a que los políticos visiten a los grandes cerveceros, o incluso a los grandes propietarios hoteleros, y se dediquen a denunciar la inutilidad de los tugurios de menor categoría. Eso mismo fue lo que hicieron al principio los políticos Tudor con los monasterios. Fueron a visitar a los prelados de las grandes casas monásticas y les propusieron la eliminación de las pequeñas. Los grandes señores monásticos no se resistieron, o en todo caso no se resistieron lo suficiente, y comenzó el saqueo de las casas religiosas. E incluso si los abades se comportaron por un momento como verdaderos señores, eso no bastó para excusarlos ante los poderosos por haber actuado frecuentemente como abades. Su momentánea adopción de la causa de los ricos no bastó para borrar la deshonra de un millar de triviales intervenciones a favor de los pobres; y pronto pudieron comprobar que corrían malos tiempos para el gobierno amable y la hospitalidad despreocupada. Las grandes casas se habían quedado aisladas y fueron derribadas una tras otra; y los mendigos, para quienes los monasterios habían sido una especie de tabernas sagradas, acudían a ellos de noche y los encontraban en ruinas. Acababa de venir al mundo una nueva y amplia filosofía que todavía hoy gobierna la sociedad. Según ella, la mayoría de las virtudes místicas de los antiguos monjes se habían convertido en grandes pecados, y el peor de todos era la caridad.
Pero el populacho que se había alzado contra Ricardo II no estaba desarmado del todo. Se había entrenado en la ruda disciplina del arco y la hoz y organizado en los grupos locales del campo, el gremio y la ciudad. En la mitad de los condados ingleses el pueblo se levantó y libró una última batalla por la vieja visión de la Edad Media. El principal instrumento de la nueva tiranía, un turbio sujeto llamado Tomás Cromwell, no tardó en ser identificado como el tirano, y lo cierto es que convirtió rápidamente el gobierno en una pesadilla. El movimiento popular fue reducido en parte por la fuerza; y hay un toque de militarismo moderno en el hecho de que los encargados de hacerlo fueran cínicas tropas profesionales, procedentes de países extranjeros y contratadas para destruir la religión inglesa. Pero, al igual que ocurrió con la vieja revuelta popular, la derrota se logró ante todo por medio del engaño. Tal como sucedió con el antiguo levantamiento, el motín tuvo el éxito suficiente para forzar al gobierno a parlamentar; y el gobierno tuvo que recurrir al sencillo procedimiento de calmar a la gente con promesas y después quebrantar, primero las promesas y luego a la gente, tal como hemos visto hacer tantas veces a los políticos actuales cuando tienen que enfrentarse a una huelga general. La revuelta adoptó el nombre de Peregrinación de la Gracia, y en la práctica su programa se reducía a la restauración de la vieja religión. Relacionarla con lo que imaginábamos que habría ocurrido en Inglaterra de haber salido victorioso Tyler, prueba, en mi opinión, una cosa: que su triunfo, aunque podría haber llevado o no a algo parecido a una reforma, habría hecho imposible eso que hoy conocemos como la Reforma.
El reinado de terror establecido por Tomás Cromwell se convirtió en una Inquisición del tipo más siniestro e intolerable. Los historiadores, que no suelen manifestar ninguna simpatía por la antigua religión, coinciden en que los métodos que se emplearon para arrancarla fueron, tal vez, los más horribles utilizados nunca en Inglaterra. Era un gobierno de torturadores a quienes hacían ubicuos los espías. El expolio de los monasterios en particular se llevó a cabo no solo con una violencia propia de bárbaros, sino con una minuciosidad que no merece otro apelativo que el de mezquina. Fue como si hubieran vuelto los daneses reconvertidos en detectives. La incoherencia de la actitud personal del rey hacia el catolicismo acabó de complicar la conspiración con nuevas brutalidades contra los protestantes, aunque se trataba de una reacción absolutamente teológica. Cromwell perdió el caprichoso favor del rey y fue ejecutado, pero el terror continuó de manera aún más terrible al limitarse solo a la cólera real. Culminó en un acto extraño que cierra simbólicamente la historia contada páginas atrás. Pues el déspota se vengó de un rebelde cuyo desafío parecía perseguirle desde hacía tres siglos. Arrasó el santuario más popular de Inglaterra —el santuario hasta el que cabalgara cantando Chaucer un día— solo porque el rey Enrique se había arrodillado allí para pedir perdón. La Iglesia y el pueblo llevaban tres siglos considerando a Becket un santo, cuando Enrique Tudor se adelantó y lo llamó traidor. Eso podría haber señalado el punto álgido de su autocracia, y sin embargo no lo fue.
Y es que entonces se hizo más evidente que nunca esa extraña paradoja que ya hemos sugerido antes en este libro: el todopoderoso rey era débil. Era inconcebiblemente más débil que los reyes más poderosos de la Edad Media; y, tanto si había previsto su fracaso como si no, el caso es que fracasó. La grieta que había abierto en el dique de las antiguas doctrinas dejó pasar una inundación que casi puede decirse que se lo llevó por delante. En cierto sentido desapareció antes de morir, pues la tragedia que llenó sus últimos días ya no es la de su propio personaje. Podemos plantearlo de modo más sencillo diciendo que no vale la pena discutir con Froude[57] si los crímenes de Enrique están justificados por su deseo de crear una poderosa monarquía nacional, pues tanto si lo quiso como si no, el caso es que no la creó. De todos nuestros príncipes fueron los Tudor los que menos supieron dejar tras de sí un gobierno central seguro, y el peor momento para la monarquía llegó sólo una o dos generaciones antes de que se debilitase por completo. Pero la historia nos cuenta que, pocos años después, las relaciones de la Corona con sus nuevos servidores cambiaron por completo hasta el punto de horrorizar al mundo; y el hacha que había sido santificada con la sangre de Moro y contaminada con la de Cromwell volvió a caer, por orden de uno de los descendientes de ese mismo esclavo, para matar a un rey inglés.
La marea que irrumpió así a través de la grieta y acabó por arrastrar al rey y a la Iglesia fue la revuelta de los ricos y, en particular, la de los nuevos ricos. Utilizaron el nombre del rey y no podrían haber triunfado sin su poder, pero el efecto final fue como si hubieran saqueado la Corona después de saquear los monasterios. Sorprendentemente, considerando el nombre y la teoría en que se sustentaba, solo una ínfima parte de la riqueza continuó en manos reales. El caos aumentó, sin duda, por el hecho de que Eduardo VI ascendiera al trono siendo solo un niño, verdad que se pone de manifiesto en la dificultad de trazar una línea de separación entre los dos reinados. Al enlazar con la familia Seymour y lograr así tener un hijo, Enrique le proporcionó también al país el prototipo de familia poderosa dispuesta a gobernar exclusivamente mediante el pillaje. Durante los años de impotencia del rey niño, aconteció una tragedia tremenda y antinatural —la ejecución de un Seymour por su propio hermano— y el Seymour vencedor figuró desde entonces como Lord Protector, aunque ni él mismo supiese a quién estaba protegiendo, ya que ni siquiera cuidaba de su propia familia. En cualquier caso, no es exagerar demasiado decir que las cosas humanas quedaron desprotegidas ante la avaricia de aquellos protectores caníbales. Hablamos de la disolución de los monasterios, pero lo que ocurrió fue la disolución de toda la vieja civilización. Los leguleyos y los lacayos y los prestamistas, los más mezquinos entre los afortunados, saquearon el arte y la economía de la Edad Media como unos ladrones desvalijando una iglesia. Sus nombres (cuando no se los cambiaron) llegaron a ser los de los grandes duques y marqueses de nuestros días. Pero si recorremos la historia con la mirada, tal vez el acto de destrucción más esencial ocurriera cuando la gente armada de los Seymour y otros semejantes pasó de saquear los monasterios a saquear los gremios. Los sindicatos medievales se vinieron abajo tras destrozar la soldadesca sus edificios y expoliar sus fondos la nueva nobleza. Y este sencillo incidente cobra todo su sentido en la afirmación (bastante creíble de por sí) de que los gremios, como todas las cosas, probablemente no atravesaban por su mejor momento. La proporción es la única cosa práctica; y aunque es posible que César no se encontrara bien la mañana de los Idus de marzo, asegurar que los gremios simplemente cayeron en decadencia es tan cierto como decir que César murió tranquilamente por causas naturales a los pies de la estatua de Pompeyo.