III

LA ERA DE LAS LEYENDAS

Sin duda nos asombraría estar leyendo tranquilamente una prosaica novela moderna y que al llegar a la mitad se convirtiera sin previo aviso en un cuento de hadas. Nos sorprendería que una de las solteronas de Cranford[11], después de barrer cuidadosamente la habitación, saliera volando montada en el palo de la escoba. Nos quedaríamos boquiabiertos si una de las damiselas de Jane Austen que acabara de encontrarse con un oficial de dragones siguiera su camino y se encontrase con un dragón mitológico. Y sin embargo, al final del periodo estrictamente romano, se produjo en la historia de Inglaterra algo muy parecido a esta extraordinaria transición. Cuando estábamos ocupados con cuestiones racionales y casi mecánicas sobre campamentos y obras de ingeniería, una atareada burocracia y ocasionales escaramuzas fronterizas, bastante modernas en lo que se refiere a su eficacia e ineficacia, leemos de pronto acerca de campanas errantes y lanzas de magos, de guerras entre hombres altos como árboles o bajos como hongos. El soldado de la civilización no combate ya contra los godos sino contra los duendes; la tierra se convierte en un laberinto de ciudades de hadas desconocidas para la historia; y los eruditos pueden apuntar pero no explicar cómo un gobernador romano o un jefe galés se alza en el crepúsculo como el terrible y nonato Arturo. La era científica viene en primer lugar y le sigue la edad mitológica. Un ejemplo, cuyos ecos resonaron hasta hace poco en la literatura inglesa, servirá para resumir este contraste. Durante mucho tiempo se pensó que el estado británico que descubrió César había sido fundado por Bruto. El contraste entre el simple descubrimiento y la fundación fabulosa tiene algo indudablemente cómico, como si alguien tradujera el «Et tu, Brute» de César por «¿Cómo, por aquí?». Pero en un aspecto la fábula tiene tanta importancia como los hechos: ambos dan fe de la fundación romana de nuestra sociedad insular y muestran que incluso las historias que parecen prehistóricas raras veces son prerromanas. Aunque Inglaterra se convierta en el país de los elfos, los elfos no son los anglos. Todas las frases que nos sirven de guía a través de esa maraña de tradiciones son en mayor o menor grado frases latinas. Y no hay palabra más romana en nuestra lengua que «romance».

Las legiones romanas dejaron Britania en el siglo IV. Eso no significó que la civilización romana partiera con ellas, pero sí que la civilización quedó a merced tanto de la mezcla como de los ataques. Es casi seguro que el cristianismo llegó a Britania por los cauces establecidos por Roma, aunque sin duda mucho antes de la misión oficial romana de Gregorio el Grande. Y no hay duda de que las posteriores invasiones paganas de las costas desprotegidas contribuyeron a enturbiarlo mucho. Por ello parece lógico deducir que el abrazo, tanto del Imperio como de su nueva religión, fue aquí más débil que en ningún otro sitio y que la descripción de la civilización general esbozada en el capítulo anterior es irrelevante. Y sin embargo, no radica ahí la verdad de la cuestión.

Hay un hecho fundamental acerca de toda esta época que es necesario entender, pero para poder hacerlo el hombre actual debe cambiar su forma de pensar. Casi todo el mundo asocia en su interior la libertad y el futuro. Toda la cultura de nuestro tiempo se basa en la idea de «un futuro mejor», mientras que toda la cultura de las Edades Oscuras se basaba en la idea de que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Miraban hacia atrás en busca de la luz y hacia delante previendo nuevos males. En nuestro tiempo se ha producido una batalla entre la fe y la esperanza, que tal vez deba ser resuelta por medio de la caridad. Pero la situación era distinta entonces. Esperaban, sí, pero podría decirse que esperaban el ayer. Todos los motivos que impulsan hoy al hombre a ser progresista le empujaban a ser conservador en aquel tiempo: cuanto más pudiera conservar del pasado más podría disfrutar de una ley justa y de un estado libre, cuanto más cediera al futuro más tendría que soportar la ignorancia y los privilegios. Lo que hoy llamamos razón formaba un todo con lo que suele llamarse reacción. Y esta es la clave para entender las vidas de todos los grandes hombres de las Edades Oscuras: de Alfredo, de Beda, de Dunstano[12]. El republicano más extremista de hoy, trasladado a aquella época, sería un papista o incluso un imperialista radical. Porque el Papa era lo único que quedaba del Imperio y el Imperio era lo poco que quedaba de la República.

Por tanto, podemos comparar al hombre de dicha época con alguien que deja atrás ciudades libres y campos despejados y se ve obligado a adentrarse en un bosque. Y el bosque es aquí la mejor de las metáforas, no solo porque fuera esa salvaje vegetación europea la que habían labrado aquí y allá las calzadas romanas, sino también porque otra idea que siempre se ha asociado con los bosques creció en importancia a medida que decaía el orden romano. La idea del bosque implicaba la idea del encantamiento. Se tenía la sensación de que las cosas adquirían una doble naturaleza o se volvían diferentes, de que los animales se comportaban como hombres, y no solo —como dirían los chistosos de ahora— los hombres se comportaban como animales. Pero es precisamente en este punto cuando es más necesario recordar que a la edad de la magia le había precedido una edad de la razón. El pilar central que ha sostenido desde entonces el edificio de nuestra imaginación ha sido la idea del caballero civilizado rodeado de salvajes encantamientos: las aventuras de un hombre todavía cuerdo en un mundo desquiciado.

Hay una cosa más que añadir y es que en esta época de barbarie ningún héroe es bárbaro. Solo son héroes en tanto que antibárbaros. Hombres, míticos o reales, o más probablemente ambas cosas, se abrieron paso en el leve recuerdo y los relatos de los humildes en la medida en que habían dominado la locura pagana de la época y preservado el racionalismo cristiano venido de Roma. Arturo debe su renombre a que mató a los paganos; los paganos que lo mataron a él carecen de nombre. Los ingleses que desconocen por completo la historia inglesa, y aún más la historia irlandesa, seguro que han oído hablar alguna vez de Brian Boru, aunque ellos lo pronuncien Ború y tengan la vaga sensación de que se trata de una broma. Una broma cuya sutileza nunca habrían podido apreciar si el rey Brian no hubiera vencido a los paganos en la gran batalla de Clontarf. El lector inglés medio jamás habría oído hablar de Olaf de Noruega si no hubiera «predicado el Evangelio con su espada»; ni de El Cid si no hubiera combatido contra la media luna. Y aunque los méritos personales de Alfredo el Grande parecen hacerle merecedor de ese título, no fue tan grande como la obra que tuvo que realizar.

Aun así, la paradoja continúa siendo que Arturo es más real que Alfredo, pues la suya es una época de leyendas. Ante las leyendas casi todo el mundo adopta una actitud sensata, y de las dos opciones la credulidad resulta mucho más sensata que la incredulidad. Poco importa si la mayoría de esas historias son o no ciertas; y (como ocurre en los casos de Bacon y Shakespeare) darse cuenta de ello es el primer paso para hallar una solución. Pero, antes de rechazar cualquier intento de reconstrucción de la historia antigua del país por medio de sus leyendas, el lector haría bien en tener presentes dos cosas, ambas dirigidas a corregir el escepticismo crudo e insensato que ha vuelto tan estéril esta parte de la historia. Los historiadores del siglo XIX siguieron el curioso principio de descartar a los personajes de quienes se contaban leyendas y concentrarse en la gente de quien nada se decía. Así se despersonalizó a Arturo, porque todas las leyendas son falsas, y en cambio de una figura como Hengist[13] se hizo una personalidad de importancia, solo porque nadie lo consideró lo suficientemente importante como para mentir acerca de él. Esto es contrario a todo sentido común. A Talleyrand se le atribuyen muchas frases ingeniosas que en realidad fueron dichas por otras personas. Pero el caso es que nunca se las habrían atribuido a él si Talleyrand hubiese sido un necio, y mucho menos si hubiese sido una fábula. El hecho de que se cuenten historias ficticias acerca de alguien es, en nueve de cada diez casos, una prueba evidente de que había alguien acerca de quien contarlas. Es verdad que hay quien admite la realidad de ciertos hechos maravillosos y que pudo haber un hombre llamado Arturo en la época en que se llevaron a cabo; pero para mí la distinción se vuelve demasiado borrosa, pues no logro entender cómo se puede decir que hubo un arca y un hombre llamado Noé y no creer en la existencia del arca de Noé.

La segunda cuestión que conviene tener presente es que en los últimos años la investigación científica ha tendido más a confirmar que a desmentir las leyendas populares. Por dar solo el ejemplo más evidente: arqueólogos modernos con medios modernos de excavación han encontrado un laberinto de piedra en Creta como el que se asociaba con el Minotauro, al que siempre se había considerado un ser tan nebuloso como la Quimera. A muchos esto les habrá parecido tan descabellado como encontrar las raíces del arbusto de habichuelas mágicas de Periquín, o los esqueletos en el armario de Barbazul, y sin embargo se trata de hechos probados. Por último, es necesario recordar una verdad que apenas se tiene en cuenta al considerar el pasado. Se trata de la paradoja de que el pasado está siempre presente: aunque no sea tanto lo que fue como lo que nos parece que fue, y es que todo el pasado es un acto de fe. ¿Qué creían aquellos hombres de sus padres? Cualquier nuevo descubrimiento sobre este particular es inútil precisamente por ser nuevo. Es posible encontrar hombres equivocados acerca de lo que creían ser, pero no acerca de lo que creían pensar. Por ello resulta de gran ayuda exponer, de ser posible en pocas palabras, lo que un habitante de estas islas en la Edad Oscura hubiera dicho de sus ancestros y sus descendientes. Trataré de situar aquí, por orden de importancia, varias cosas sencillas tal como él las habría visto; y si hemos de entender a nuestros padres, que fueron quienes hicieron de este país lo que es hoy, es muy importante que recordemos que, si bien no fue este su verdadero pasado, sí se trata de sus verdaderos recuerdos.

Después de consumado el crimen bendito, tal como lo denominó el ingenio de los místicos, un acontecimiento que para estos hombres fue solo inferior en trascendencia a la creación del mundo, san José de Arimatea, uno de los escasos devotos de la nueva religión que parece haber gozado de cierta prosperidad, se hizo a la mar como misionero y después de largos viajes llegó a esas islas desperdigadas que a los hombres del Mediterráneo debían de parecerles como las últimas nubes del crepúsculo. Desembarcó en la parte más occidental y escarpada de estas tierras tan escarpadas y occidentales y encaminó su andadura hacia un valle que en los más antiguos documentos se llama Ávalon. Fuese debido a sus abundantes lluvias y a la benignidad del clima de sus prados o a algunas tradiciones paganas ya desaparecidas, siempre se le había considerado una especie de paraíso terrenal. Después de su muerte en Lyonesse, llevaron allí a Arturo como si lo llevaran al cielo. Y aquí plantó el peregrino su báculo, que arraigó como un árbol que florece el día de Navidad.

Una especie de materialismo místico marcó el cristianismo, cuya misma alma era un cuerpo, desde su nacimiento. Combatió ferozmente entre las filosofías estoicas y las negaciones orientales —que se contaron entre sus primeros enemigos— por la libertad sobrenatural de curar determinadas enfermedades con determinadas sustancias. Por eso la dispersión por doquier de sus reliquias fue como la dispersión de sus semillas. Todos los que aceptaron su misión tras la tragedia divina llevaron consigo fragmentos palpables de ella que después se convertirían en el germen de iglesias y ciudades. San José llevó a ese altar de Ávalon, que hoy conocemos como Glastonbury, la copa que había contenido el vino de la Última Cena y la sangre de la Crucifixión y que llegó a convertirse en el centro de todo un universo de leyendas y fábulas, no solo en Britania sino también en Europa. A lo largo de toda esa vasta y ramificada tradición, siempre se la ha conocido como el Santo Grial. Su contemplación fue la especial recompensa de ese círculo de poderosos paladines que comían con el rey Arturo alrededor de la Mesa Redonda, símbolo de la heroica camaradería que después imitarían o inventarían las órdenes de caballería medievales. Tanto la copa como la mesa son emblemas esenciales en la psicología del experimento caballeresco. Una mesa redonda no solo implica universalidad, sino igualdad. Contiene, aunque por supuesto modificada por otras tendencias diferenciadoras, la misma idea que hay en la palabra «pares» con que se denominaba a los caballeros de Carlomagno. En ese sentido, la Mesa Redonda es tan romana como el arco de medio punto, que también podría servirnos como símbolo; pues, en lugar de tratarse de una roca apoyada bárbaramente sobre las demás, el rey era más bien la piedra clave de un arco. Pero a esta tradición de dignidades iguales se le añadió algo sobrenatural que provenía de Roma pero no era romano, el vislumbre de un cielo que parecía tan maravilloso como un país de encantamiento: el cáliz volador que se le ocultó al héroe más encumbrado y se le apareció a un caballero que era poco más que un niño.

Con derecho o sin él, esta leyenda hizo de Britania, durante muchos siglos, un país con un pasado caballeresco. Britania había sido un espejo de la caballería universal. Hecho (o fantasía) que habría de tener enorme importancia en los sucesos venideros y en particular durante las invasiones bárbaras. Desde luego, esta y otras innumerables leyendas están enterradas tras la maraña de tradiciones populares que engendraron. Y resulta tanto más difícil para la imaginación moderna comprenderlas en cuanto que nuestros padres estaban familiarizados con ellas y solían tomarse libertades. Es muy probable que los versos que dicen:

Cuando el buen rey Arturo señoreaba estas tierras

era un rey noble,

y robó seis celemines de cebada.

se acerquen más al espíritu medieval que la aristocrática majestuosidad de Tennyson. Pero conviene recordar una última cosa acerca de estas chanzas de la imaginación popular, y es algo que deberían tener muy presente quienes viven solo de documentos y desprecian la tradición: por descabellado que pueda parecer prestar crédito solo a cuentos de viejas, no lo será tanto como los errores que acarrea el fiarse tan solo de las pruebas escritas cuando estas no resultan suficientes. Pues bien, todos los testimonios escritos acerca de la primera parte de nuestra historia cabrían en un pequeño librito. Se mencionan muy pocos detalles y no se explica ninguno. Un hecho aislado y carente de la clave que proporciona el pensamiento de sus contemporáneos será, pues, mucho más engañoso que cualquier fábula. Conocer qué palabra escribió un escriba arcaico sin estar seguros de lo que quería decir con ello puede llevar a resultados literalmente demenciales. Así, por ejemplo, parece una imprudencia aceptar la historia de que santa Helena no solo era originaria de Colchester, sino también hija del viejo rey Cole, pero no lo es tanto como lo que algunos pretenden deducir del estudio de los documentos. Es cierto que los naturales de Colchester veneraban a santa Helena y puede que tuvieran un rey llamado Cole. De acuerdo con la tradición más creíble, el padre de la santa fue un tabernero, y el único acto de Cole que recogen las crónicas encaja bien con dicha profesión[14]. No sería ni la mitad de descabellado admitirlo que deducir, a partir de la palabra escrita, como podría hacer algún crítico del futuro, que los naturales de Colchester[15] eran ostras.