I
INTRODUCCIÓN
Se preguntarán con mucha razón por qué, de no mediar una especie de apuesta, iba yo a aceptar el encargo de escribir siquiera un ensayo popular sobre la historia de Inglaterra, si no puedo invocar ningún tipo de erudición especializada y no soy más que una persona corriente. La respuesta es que sé lo suficiente como para estar seguro de algo: que no se ha escrito ninguna historia desde el punto de vista de la gente corriente. Lo que solemos llamar historias populares más bien deberían llamarse historias antipopulares. Todas sin excepción se escribieron contra el pueblo, y en ellas o bien se le ignora o bien se prueba de manera enrevesada que estaba equivocado. Es verdad que Green tituló su libro Breve historia del pueblo de Inglaterra[3]; pero da la impresión de que debió de pensar que era demasiado breve para mencionar en él al pueblo. Así, por ejemplo, una gran parte de su narración se titula «La Inglaterra puritana». Pero Inglaterra nunca fue puritana. Casi habría sido igual de injusto titular la ascensión al trono de Enrique de Navarra «La Francia puritana». Y muchos de nuestros historiadores whigs más extremados no habrían sido menos capaces de llamar a la campaña de Wexford y Drogheda «La Irlanda puritana».
Pero es sobre todo al tratar de la Edad Media cuando las historias populares pisotean las tradiciones populares. En este aspecto se produce un contraste casi cómico entre la información general proporcionada sobre la Inglaterra de los dos o tres últimos siglos, cuando se estaba edificando el actual sistema industrial, y la información general suministrada acerca de los siglos anteriores que en términos generales denominamos medievales. Baste con un pequeño ejemplo de esa historia de guardarropía que suele considerarse suficiente para ilustrar la era de los abades y los cruzados. Hace pocos años se publicó una enciclopedia popular que, entre otras cosas, se jactaba de enseñar historia de Inglaterra a las masas; en ella encontré una serie de retratos de los reyes de Inglaterra. No cabía esperar que todos fuesen auténticos, pero es que los más interesantes eran los que tenían que ser necesariamente imaginarios. Hay en la literatura contemporánea abundante material para componer un vívido retrato de hombres como Enrique II o Eduardo I, pero daba la impresión de que no lo hubieran encontrado o de que ni siquiera se hubieran molestado en buscarlo. Mientras vagaba por un dibujo que representaba a Esteban de Blois, mi mirada tropezó con un caballero con uno de esos yelmos de alas de acero curvadas como una medía luna, que se usaban en la era de las calzas y las gorgueras. Estoy tentado de pensar que la cabeza pertenecía a un alabardero sacado de alguna escena como la ejecución de María, reina de Escocia. Pero llevaba un yelmo, y en la Edad Media llevaban yelmos, así que cualquier yelmo viejo valía para Esteban.
Imaginemos ahora que los lectores de dicha obra de referencia hubieran buscado un retrato de Carlos I y se hubieran encontrado con la cabeza de un policía. Imaginemos que lo hubieran sacado, con su casco moderno y todo, de alguna instantánea publicada en el Daily Sketch del arresto de la señora Pankhurst[4]. No parece descabellado suponer que los lectores se habrían negado a aceptarlo como el vivo retrato de Carlos I. Habrían llegado a la conclusión de que se trataba de algún tipo de error. Y sin embargo, el lapso de tiempo transcurrido entre Esteban y María es mucho mayor que el que ha pasado entre Carlos y nosotros. La revolución experimentada por la sociedad entre la primera cruzada y el último de los Tudor fue inconmensurablemente más colosal y completa que ninguno de los cambios sufridos entre la época de Carlos y la nuestra. Y, por encima de todo, dicha revolución debería ocupar el primer y el último lugar en cualquier cosa que merezca el nombre de historia popular, ya que trata de cómo nuestro pueblo logró grandes cosas, aunque hoy las haya perdido todas.
Por tanto, defenderé modestamente que conozco mejor la historia inglesa y que tengo tanto derecho a hacer un resumen popular de ella como el caballero que cogió al cruzado y al alabardero y les hizo cambiar de sombreros. Pero lo más curioso y sorprendente acerca del descuido, casi podría decirse omisión, de la civilización medieval en esa clase de historias, radica en un hecho que he mencionado ya: que sea precisamente la historia del pueblo la que se deja fuera de la historia popular. Por ejemplo, incluso a un obrero, un carpintero o un tonelero le han enseñado que la Carta Magna fue algo así como la Gran Alca, salvo porque su monstruosa soledad se debe a que se anticipó a su tiempo en lugar de quedarse atrás[5]. No se les ha enseñado que toda la Edad Media estaba acartonada con el pergamino de las cartas, ni que la sociedad fue antaño un sistema de cartas y privilegios de un tipo mucho más interesante para ellos. El carpintero ha oído hablar de una carta concedida a los barones, y básicamente en beneficio de los barones, el carpintero no ha oído hablar de ninguna de las cartas concedidas a los carpinteros, los toneleros y la gente como él. O, por citar otro ejemplo, los niños y las niñas que estudian las toscas historias simplificadas de las escuelas prácticamente no oyen hablar de los burgueses, hasta que aparecen en camisa con un lazo alrededor del cuello. Desde luego no imaginan siquiera el papel que representaron en la Edad Media. Los tenderos Victorianos no se veían a sí mismos tomando parte en ninguna aventura romántica como la de Courtrai, donde los tenderos medievales hicieron algo más que ganarse las espuelas…, puesto que conquistaron las de sus enemigos[6].
Tengo un motivo y una excusa muy sencillos para contar lo poco que sé sobre esta historia verdadera: en mis vagabundeos he conocido a un hombre criado en el sótano de una gran mansión, alimentado solo de sobras y sobrecargado de trabajos. Sé que para acallar sus quejas y justificar su estatus se le cuenta una historia. Se le dice que su abuelo era un chimpancé y su padre un salvaje que vivía en la selva, al que atraparon unos cazadores y domesticaron hasta volverlo casi inteligente. En vista de eso debe estar agradecido por la vida casi humana de la que disfruta y puede contentarse con la esperanza de dejar tras de sí a un animal aún más evolucionado. Lo raro es que darle a esta historia el sagrado nombre de «Progreso» dejó de satisfacerme en cuanto comencé a sospechar (y a descubrir) que no era cierta. Ahora al menos sé lo bastante de sus orígenes como para saber que no evolucionó, sino que simplemente lo desheredaron. Su árbol familiar no es un árbol apropiado para los monos —ningún mono habría podido trepar por él—, sino que es más bien como ese árbol que aparece, arrancado de raíz y con el nombre de «Desdichado», en el escudo del caballero desconocido.