XIII
LA ERA DE LOS PURITANOS
Sería muy aburrido tener que leer el relato de una apasionante aventura o serie de aventuras en las que, sistemáticamente, se sustituyeran los nombres de las cosas o de los personajes principales por palabras sin sentido como «carabón» o «buléfago»[62]; si nos contaran que un rey se vio obligado a elegir entre convertirse en un carabón o entregar al buléfago, o que la exhibición pública de un buléfago enfureció a la multitud, que lo consideró una burda imitación de un carabón. Pues bien, algo muy parecido sucede con los intentos actuales de contar la historia de los problemas teológicos de los siglos XVI y XVII partiendo del desprecio por la teología característico de esta generación, o más bien de la anterior. Los puritanos, como su propio nombre indica, eran, antes que nada, unos entusiastas de aquello que consideraban la religión pura, y a menudo querían imponérsela a los demás, o aspiraban tan solo a que les dejasen practicarla en paz, pero no podremos hacerles justicia a sus mejores cualidades y a sus ideales prioritarios sin estar antes dispuestos a preguntarnos qué era lo que querían imponer o practicar. Los puritanos tenían muchas cosas buenas que ignoran por completo sus admiradores modernos. Se les alaba por cosas que o bien miraban con indiferencia o incluso odiaban con frenesí, como la libertad religiosa, pero siguen siendo muy mal comprendidos e incluso se tiende a subestimar su lógica preocupación por las cosas que más les preocupaban, como el calvinismo. Les hemos dotado de un aire pintoresco —que ellos habrían rechazado violentamente— en novelas y obras de teatro que habrían quemado en la plaza pública. Nos interesa saberlo todo de ellos, salvo lo único que verdaderamente les interesaba.
Hemos visto que, en Inglaterra y en un primer momento, las nuevas doctrinas no fueron más que una excusa para el pillaje plutocrático, y no hay nada que añadir al respecto. Pero las cosas fueron muy diferentes para los individuos de las generaciones posteriores, cuando el hundimiento de la Armada se había convertido ya en una leyenda de liberación nacional del Papado, tan milagrosa y casi tan remota como las liberaciones de las que leían con estilo tan realista en los Libros de los Hebreos que ahora estaban a su alcance. El augusto accidente de la derrota española tal vez concordaba demasiado bien con la lectura que hacían de las partes no-cristianas de las Escrituras, y es probable que suscitara en ellos la idea de que, igual que en el Antiguo Testamento, los tormentosos oráculos del mar y el viento habían vaticinado la victoria inglesa, lo que degeneró fácilmente en esa herejía del orgullo tribal que habría de aquejar aún más gravemente a los alemanes. Cosas así son las que hacen que un estado civilizado pase de ser una nación cristiana a ser un pueblo elegido. Pero su nacionalismo siguió siendo nacionalismo, aun cuando demostró ser muy peligroso para la concordia entre las naciones. Los puritanos eran patriotas desde el primero hasta el último, lo que les da una considerable superioridad sobre los hugonotes franceses. Políticamente, no hay duda de que, al principio, eran solo un ala más de la nueva clase acaudalada que había expoliado a la Iglesia y se preparaba para expoliar a la Corona. Pero, aunque todos fueran hijos de aquel gran expolio, muchos lo eran sin saberlo. Estaban poderosamente representados entre la aristocracia, pero la mayoría formaban parte de la clase media, y casi todos de la clase media de las ciudades. Los agricultores pobres, que seguían siendo la mayor parte de la población, simplemente los despreciaban y detestaban. Resulta significativo, por ejemplo, que, pese a dirigir la nación desde las más altas esferas, fueran incapaces de producir nada que recuerde a eso que solemos llamar con cierta mojigatería «folklore». Toda la tradición que se ha conservado, en forma de canciones, brindis, rimas o refranes, es monárquica. No hay ninguna leyenda que trate de los puritanos, y tenemos que contentarnos lo mejor que podemos con la «gran literatura».
Todo esto, no obstante, son cosas en las que ya habían reparado otros, que carecen de verdadera importancia y, desde luego, nada tienen que ver con lo que ellos pensaban de sí mismos. El alma del movimiento se basaba en dos conceptos, o más bien en dos pasos: el primero era el proceso moral por el que llegaban a su conclusión principal, y el segundo, la propia conclusión a la que llegaban. Comenzaremos por el primero, sobre todo porque era el que determinaba toda la actitud social externa que tanto llamaba la atención de sus contemporáneos. El puritano honrado, que pasaba su juventud en un mundo arrasado por el gran pillaje, se armaba de un principio fundamental, que es uno de los tres o cuatro principios fundamentales que pueden regir la vida del hombre. Se trata del principio de que la mente humana solo puede tratar directamente con la mente de Dios. Por abreviar podríamos llamarlo el principio antisacramental, aunque en realidad se refiere, y ellos así lo entendían, a muchas cosas más que a los sacramentos de la Iglesia. También se refiere, y así lo entendían ellos, al arte, a las letras, al amor por la localidad, a la música e incluso a los buenos modales. La frase que dice que ningún sacerdote debe interponerse entre el hombre y su Creador no es más que un exiguo fragmento de toda una doctrina filosófica; el verdadero puritano tenía muy claro que ningún cantante, ni narrador, ni violinista debía traducir la voz de Dios a la lengua de la belleza terrenal. Es significativo que el único genio puritano de nuestro tiempo, Tolstói, llegase a esta misma conclusión, denunciara a la música como una simple droga y prohibiera a sus admiradores la lectura de sus admirables novelas. Ahora bien, los puritanos ingleses no solo eran puritanos, sino ingleses; y por tanto no siempre se caracterizaron por su claridad mental; como veremos, el auténtico puritanismo fue cosa más de escoceses que de ingleses. Pero en eso radicaba su fuerza y esa fue la dirección seguida; y al fin y al cabo, se trata de una doctrina que, aunque un tanto enloquecida, es defendible. La verdad intelectual era el único tributo adecuado a la más elevada verdad del universo, y el paso siguiente en este estudio consiste en comprender qué pensaban los puritanos que era cierto acerca de aquella verdad. La razón individual, desligada del instinto tanto como de la tradición, les llevó a un concepto de la omnipotencia de Dios que implicaba tan solo la impotencia del hombre. Con Lutero, la forma más temprana y moderada del proceso protestante no fue más allá de asegurar que nada que pudiera hacer el hombre, excepto su confesión de Cristo, podría servirle de ayuda; con Calvino se dio el último paso lógico y se dijo que ni siquiera eso podría ayudarle, puesto que la Omnipotencia habría dispuesto de antemano su destino y los hombres se crearon para perderse y para salvarse. Para los tipos más puros a los que me refiero esta era una lógica candente, y podemos rastrear la fórmula en todas sus fórmulas legales y parlamentarias. Cuando leamos: «El partido puritano exigía reformas en la iglesia», deberemos entender: «El partido puritano exigía una afirmación más plena y clara de que los hombres se crearon para perderse y para salvarse». Cuando leamos: «El ejército elegía a los hombres más piadosos», deberemos leer: «El ejército elegía a aquellos hombres que parecían más convencidos de que los hombres se crearon para perderse y para salvarse». Habría que añadir que esta terrible tendencia no se limitaba a los países protestantes; muchos grandes papistas la siguieron tímidamente hasta que fue prohibida por el Papa. Era el espíritu de la época, y debería servirnos como un aviso constante contra cualquier posible confusión entre el espíritu de la época y el espíritu inmortal del hombre. Quedan pocos cristianos y no cristianos capaces de contemplar el calvinismo, que a punto estuvo de conquistar Canterbury e incluso Roma con el genio y el heroísmo de Pascal o Milton, sin gritar, como la dama de la obra del Sr. Bernard Shaw: «¡Qué espléndido! ¡Qué gloria!… y ¡oh, por qué poco nos libramos!».
La siguiente cuestión destacable es que, aunque su concepción del gobierno de la iglesia se parecía mucho a un verdadero autogobierno, este resultó ser, por diversos motivos, bastante egoísta. Era igualitario y sin embargo exclusivo. Internamente el sínodo o conventículo tendía a organizarse como una pequeña república, pero una república que, por desgracia, era demasiado pequeña. En relación con la gente de la calle, el conventículo no era una república, sino una aristocracia. Y además, de la peor clase de todas: la de los elegidos, pues no se basaba en el derecho de nacimiento, sino en otro anterior incluso al nacimiento, y por tanto era la única nobleza que ni siquiera la muerte podía igualar. Así tenemos, de un lado, entre los puritanos más sencillos, un círculo de auténtica virtud republicana, una repulsa ante el tirano y una defensa de la dignidad humana, y, por encima de todo, una llamada a la primera de las virtudes republicanas: la publicidad. Uno de los regicidas, al ser juzgado, lo expresó de un modo que, pese a toda la artificialidad de su escuela, no carece de nobleza: «No lo hicimos a escondidas». Pero su idealismo más drástico no hizo nada por recobrar el rayo de luz que antes había iluminado a todos los nacidos a su llegada a este mundo: la fraternidad de todos los hombres por medio del bautismo. Eran, sin duda, como el mismísimo cadalso que el regicida no dudaba en señalar. Puede que les moviera el bien público, pero nunca fueron populares, y no parece que nunca se les ocurriera que fuese necesario serlo. Inglaterra nunca fue menos democrática que durante el breve periodo en que fue una república.
La lucha con los Estuardo, que es el siguiente pasaje de nuestra historia, surgió de una alianza, que muchos podrían considerar accidental, entre dos cosas. La primera era la moda intelectual del calvinismo, que afectó a las personas más cultivadas, igual que la reciente moda intelectual del colectivismo. La segunda venía de lejos y era la que había hecho posible aquella fe y, probablemente, el surgimiento de aquel mundo tan cultivado: la revuelta aristocrática bajo los últimos Tudor. Fue, podríamos decir, como un hijo y un padre que se unieran para echar abajo un ídolo dorado, uno por odio a la idolatría y el otro solo por amor al oro. Es, al mismo tiempo, la tragedia y la paradoja de Inglaterra que la pasión eterna pereciera y perdurase en cambio la pasión terrenal. Pero lo que es cierto para Inglaterra, lo es menos para Escocia; y ese es el sentido de la guerra entre ingleses y escoceses que terminó en Worcester. Los primeros cambios fueron igual de prosaicos en ambos países: un mero saqueo por parte de los barones; e incluso John Knox[63], aunque se haya convertido en un héroe nacional, fue un político extremadamente antinacional. El partido patriótico en Escocia era el del cardenal Beaton[64] y María Estuardo. Sin embargo, la nueva fe sí se hizo popular en las tierras bajas de Escocia en un sentido desconocido en nuestro país. Así, en Escocia, el puritanismo era lo principal y se mezclaba con el Parlamento y otras oligarquías. En Inglaterra lo principal era la oligarquía parlamentaria y se mezclaba con el puritanismo. Cuando empieza a cernirse la tormenta contra Carlos I, tras el periodo más o menos transitorio en que gobernó su padre, el sucesor escocés de Isabel, los ejemplos más citados señalan las diferencias entre la religión democrática y la política aristocrática. Frente a la leyenda escocesa de Jenny Geddes, la pobre mujer que le arrojó al cura un banco de la iglesia, tenemos la leyenda inglesa de John Hampden, el noble que levantó en armas a un condado entero contra el rey. El movimiento parlamentario en Inglaterra era, en efecto, patrimonio casi exclusivo de los nobles y sus nuevos aliados, los mercaderes. Unos nobles que bien podían considerarse a sí mismos los verdaderos señores naturales de los ingleses y que no permitían ningún motín entre sus seguidores. Desde luego no hubo ningún Hampden en el pueblo de Hampden.
Podría sospecharse que los Estuardo tomaron de Escocia una idea más medieval y por tanto más lógica de su propia función, pues la nota más característica de su nación era la lógica. Es proverbial que Jacobo I era tan pedante como escocés; y apenas se ha insistido lo suficiente en que Carlos I no era menos pedante y tenía mucho de escocés. Poseía también otras virtudes de los escoceses: valor, una cierta dignidad natural y afición por los asuntos del intelecto. Al ser medio escocés, era muy poco inglés y no se le daba bien contemporizar: en lugar de eso, trataba de ser inflexible y daba la impresión de violar sus promesas. Y sin embargo, habría podido ser mucho más contradictorio si hubiese sido más jovial y confuso, pero era de esos que lo ven todo en blanco y negro, y así se le recuerda, sobre todo por lo que vio en negro. Desde el primer momento batalló con su Parlamento como si fuera su enemigo y tal vez incluso como si fuera un extranjero. El asunto es bien conocido, y no tenemos por qué ser como aquel caballero que ansiaba terminar el capítulo para saber lo que le ocurría a Carlos I. Su ministro, el gran Strafford, fracasó en el intento de fortalecerlo a la manera del rey francés, y murió en el cadalso como un Richelieu fallido. Puesto que el Parlamento ejercía el poder del dinero, Carlos apeló al poder de la espada, y al principio pareció convencer a todos; pero la fortuna terminó por ponerse del lado de la acaudalada clase parlamentaria, la disciplina del nuevo ejército y la paciencia y el genio de Cromwell, y Carlos sufrió la misma muerte que su fiel servidor.
Históricamente la disputa se resolvió, a través de una serie de ramificaciones que, en general, tal vez hayan sido estudiadas con más detalle del que merecen, en la gran cuestión moderna de si el rey puede gravar un impuesto sin la autorización del Parlamento. El problema lo planteó Hampden, el gran magnate del condado de Buckingham, al cuestionar la legalidad de un impuesto aprobado por Carlos, supuestamente para la armada nacional. Como incluso los innovadores necesitan buscar una justificación en el pasado, los nobles puritanos convirtieron en leyenda la Carta Magna medieval; y al hacerlo acertaron de pleno con una tradición auténtica, pues ya hemos visto que la concesión del rey Juan había sido antidespótica sin ser democrática. Estas dos verdades atañen a dos aspectos muy inciertos del problema de la caída de los Estuardo y deben considerarse por separado.
En lo que se refiere a la democracia, ningún ingenuo, al enfrentarse a los hechos, podrá llamarse a engaño. Es muy posible que en el siglo XVII el Parlamento combatiera por la verdad; pero es insostenible que lo hiciera por el pueblo. Tras el otoño de la Edad Media, el Parlamento fue siempre activamente aristocrático y antipopular. La institución que prohibió a Carlos I recaudar dinero para los barcos era la misma que antes había prohibido a Ricardo II liberar a los siervos. El grupo que le reclamaba carbón y minerales a Carlos I fue el mismo que después reclamó las tierras comunales de los pueblos. Era la misma institución que dos generaciones antes había ayudado activamente a destruir no solo algo tan ligado a los sentimientos populares como los monasterios, sino todo aquello que tenía utilidad para el pueblo, como los gremios, las parroquias y los gobiernos locales del comercio y la ciudad. La labor de los grandes señores puede que tuviera, como de hecho tuvo, un lado más patriótico y creativo; pero fue exclusivamente obra de los grandes señores y llevada a cabo por el Parlamento. La mismísima Cámara de los Comunes se convirtió en la Cámara de los Lores.
Pero al considerar el aspecto antidespótico de la campaña contra los Estuardo, nos encontramos con algo mucho más difícil de soslayar y mucho más fácil de justificar. Sobre los Estuardo se han dicho muchas estupideces, pero sin comprender apenas las verdaderas razones de sus enemigos, ya que están relacionadas con aquello que más suele olvidar nuestra historia insular: la situación en el continente. Es necesario recordar que, aunque los Estuardo fracasaran en Inglaterra, combatían por cosas que triunfaron en Europa. Nos referimos a grandes rasgos, en primer lugar, a los efectos de la Contrarreforma, que hicieron que los protestantes más sinceros consideraran el catolicismo de los Estuardo no como el último parpadeo de una vieja llama, sino como la chispa capaz de extender la conflagración. Carlos II, por ejemplo, era un hombre de enérgicas convicciones intelectuales, escéptico y casi malhumorado y, aunque a regañadientes, estaba casi totalmente convencido de que el catolicismo era una filosofía. La otra cuestión, y la más importante, era la tremenda autocracia que se estaba edificando en Francia como si fuera una nueva Bastilla. Era más lógica y, en muchos sentidos, más igualitaria e incluso equitativa que la oligarquía inglesa, pero acabó convirtiéndose en una tiranía en caso de rebelión o incluso de resistencia. Carecía de las rudas salvaguardas inglesas de los jurados y de las buenas costumbres establecidas por la vieja ley común; y a cambio tenía la lettre de cachet tan incontestable como mágica. A los ingleses que desafiaban la ley probablemente les iba mejor que a los franceses; aunque un satírico francés habría dicho que a quienes les iba peor era a los ingleses que la respetaban. El ordenamiento de la vida normal de las personas dependía del señor; pero cuando actuaba como magistrado tenía más limitaciones. Era más fuerte como señor de la aldea, pero más débil como agente del rey. Al defender este estado de cosas, los whigs no pretendían defender la democracia, aunque en cierto sentido defendían la libertad. Defendieron incluso algún resto de las libertades medievales, aunque no precisamente los mejores: el jurado, por ejemplo, y no el gremio. También el feudalismo había supuesto un localismo no del todo carente de elementos liberales que perduraban en el sistema aristocrático. Quienes amaban aquellas cosas debieron alarmarse ante el Leviatán del Estado, que para Hobbes era solo un monstruo y para Francia era un hombre solo.
Por lo que se refiere a los simples hechos, es necesario insistir en que, por desgracia, todo lo que era puro en el puritanismo estaba pasando ya a mejor vida. El mejor ejemplo de la transición que lo hizo desaparecer lo encontramos en un hombre extraordinario a quien precisamente suele atribuírsele el mérito de haber logrado su triunfo. Oliver Cromwell ha pasado a la historia más como el dominador del puritanismo que como su líder. No hay duda de que estuvo imbuido, sobre todo en su juventud, y probablemente durante toda su vida, de las sombrías pasiones religiosas de la época; pero a medida que su figura fue cobrando importancia, tomó partido por el positivismo de los ingleses frente al puritanismo de los escoceses. Era uno de los señores puritanos, pero cada vez se fue haciendo más señor y menos puritano, y con él apunta ya el proceso por el que los señores acabaron siendo paganos. Esa es la clave para entender todo lo que se ha alabado y criticado de él: tanto su relativa cordura, su tolerancia y la eficiencia moderna de muchos de sus actos, como su grosería, su pragmatismo, su cinismo y su falta de compasión hacia los demás. Era todo lo contrario de un idealista y es imposible idealizarlo sin caer en el absurdo, pero también era, como la mayoría de nuestros señores, un inglés genuino, que no carecía ni de preocupación por los asuntos públicos ni, desde luego, de patriotismo. La propia sinrazón de su toma personal del poder, que destruyó un gobierno ideal e impersonal, era, en el fondo, muy inglesa. Lo de matar al rey no me parece que fuera idea suya, y desde luego no es propio de él. Fue una concesión a los elevados e inhumanos ideales del pequeño grupo de puritanos sinceros con quienes tuvo que contemporizar, aunque después no llegara nunca a ponerse de acuerdo con ellos. Hubo más lógica que crueldad en aquel acto no cromweliano, pues aunque trató con una crueldad brutal a los irlandeses, a quienes el nuevo exclusivismo espiritual consideraba simples bestias —o, como diríamos hoy con un eufemismo, aborígenes—, su temperamento práctico le impulsaba más a esas carnicerías, en lo que le parecían los confines de la civilización, que a una especie de sacrificio humano en su mismo centro y foro. Cromwell no es un regicida representativo. En cierto sentido aquella decapitación le sobrepasó por varias cabezas. Los verdaderos regicidas actuaron dominados por una especie de trance o de visión, y a él no le atormentaban las visiones. Pero la verdadera colisión entre los aspectos religiosos y racionales del movimiento del siglo XVII se produjo simbólicamente en aquel tormentoso día de Dunbar[65], cuando los enardecidos predicadores escoceses sometieron a Leslie y le obligaron a descender al valle para ser víctima del sentido común cromweliano. Cromwell dijo que Dios los había puesto en sus manos, pero fue su propio Dios el que los entregó, el Dios sombrío y antinatural de los sueños calvinistas, tan todopoderoso —y tan efímero— como una pesadilla.
Aquel día no triunfó tanto el puritano como el whig, el inglés de los compromisos aristocráticos; e incluso lo que siguió a la muerte de Cromwell, la Restauración, fue un compromiso aristocrático, y si me apuran un compromiso whig. Puede que la multitud se alborozara tanto como con los reyes medievales, pero el Protectorado y la Restauración se parecían más de lo que la gente imaginaba. Incluso cosas muy superficiales, que parecieron una liberación, no fueron más que una tregua. Así, el régimen puritano se alzó gracias a algo desconocido en la Edad Media: el militarismo. El nuevo y extraño instrumento del que se sirvieron los puritanos para hacerse con el poder fue una tropa profesional y escogida, duramente entrenada y muy bien pagada. Luego la disolvieron y tanto whigs como tories se opusieron a su regreso, pero su regreso pareció siempre inminente, porque estaba en consonancia con el espíritu severo del nuevo mundo de la Guerra de los Treinta Años. Un descubrimiento es una enfermedad incurable; y habían descubierto que una muchedumbre podía convertirse en un ciempiés de hierro capaz de aplastar a muchedumbres mayores y peor organizadas. Del mismo modo, hubo que rescatar los despojos de la fiesta de Navidad de las manos de los puritanos; aunque más tarde Dickens tendría que volver a rescatarlos de las manos de los utilitaristas, y alguien tendrá que rescatarlos de nuevo de las manos de los vegetarianos y los abstemios. El extraño ejército pasó y se desvaneció casi como una invasión musulmana, pero no sin antes producir ese efecto que siempre ejercen la victoria y el valor con las armas, aun cuando se trate de algo negativo. Señaló un corte decisivo en nuestra historia: supuso el final de muchas cosas y probablemente de las rebeliones populares en nuestro país. Es una especie de símbolo verbal que aquellos hombres fundaran Nueva Inglaterra en América, pues realmente trataron de fundarla aquí. Por una paradoja, hay algo prehistórico en la misma desnudez de su novedad. Incluso las cosas más antiguas y primitivas que invocaban parecieron volverse más primitivas al hacerse más nuevas. Para observar lo que suele llamarse su sabbath judío, habrían tenido que lapidar a los judíos más estrictos. Y fueron ellos (y desde luego la época en general) quienes convirtieron un episodio como la quema de brujas en una epidemia. Los destructores y las cosas que destruían desaparecieron al mismo tiempo; pero aún perduran en algo más noble que el insignificante legalismo de los cínicos whigs que se ocuparon de continuar su labor. Fueron, ante todo, antihistóricos, como los futuristas italianos; y les rodeaba cierta grandeza inconsciente, por el hecho de que su sacrilegio fuese tan público y solemne como un sacramento: hasta para ser iconoclastas seguían un ritual. Si lo pensamos bien, el que uno de ellos le cortase la ungida cabeza al hombre sacramental de la Edad Media en Whitehall, no fue más que un ejemplo secundario de su extraña y violenta simplicidad. Porque otro segó, en los lejanos condados occidentales, el espino de Glastonbury del que había brotado toda la historia de Inglaterra.