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LA GUERRA DE LOS USURPADORES

El poeta Pope, pese a ser amigo de Bolingbroke, el mayor de los demócratas del partido tory, vivió en una época en la que incluso los tories estaban impregnados de las ideas de los whigs. Y nunca el ingenio de los whigs expresó con más claridad sus opiniones políticas que en aquel verso de Pope que dice: «El divino derecho de los reyes a gobernar torcido». Ya se verá, cuando me refiera a aquel periodo, que no pretendo justificar la sinrazón del derecho divino, tal como lo elaboraron Filmer[46] y otros pedantes partidarios de Carlos I que profesaban el absurdo ideal de la «no resistencia» ante cualquier poder legítimo y nacional, aunque no me parece que eso sea ni la mitad de servil y supersticioso que el ideal moderno de la «no resistencia» ante un poder extranjero e ilegítimo. Pero el siglo XVII fue un siglo de sectas, es decir, de manías; y los filmeritas convirtieron el derecho divino en una manía. Sus raíces eran más antiguas, en parte religiosas, pero mucho más realistas; y aunque enredado con otras muchas cosas —incluso opuestas a él— propias de la Edad Media, se ramifica a partir de una serie de cambios que deberemos estudiar ahora. Nada más fácil para comprenderlo que tomar el simplón epigrama de Pope y reparar en que, después de todo, oculta una filosofía muy pobre. «El divino derecho de los reyes a gobernar torcido», incluso si lo consideramos una simple chanza, escapa en realidad a todo lo que entendemos por «derecho». Tener derecho a hacer algo no es lo mismo que hacerlo bien. Lo que Pope dice satíricamente del derecho divino es lo que todos decimos seriamente del derecho de los hombres. Si alguien tiene derecho a votar, ¿acaso no tiene derecho a equivocarse? Si uno tiene derecho a elegir a su mujer, ¿no tiene derecho a equivocarse? Yo tengo derecho a expresar la opinión que ahora escribo, pero no por eso me atrevería a afirmar que mis opiniones son correctas.

La monarquía medieval, aunque no era más que un aspecto del gobierno medieval, se basaba, a grandes rasgos, en la idea de que el gobernante tenía derecho a gobernar, igual que un votante tiene derecho a votar. Podía gobernar mal, pero a menos que lo hiciera horrible y extraordinariamente mal, conservaba su cargo por derecho, igual que un particular conserva su libertad de movimientos y su derecho al matrimonio a menos que pierda horrible e irremisiblemente la cabeza. Aunque, en realidad, la cosa no era tan simple, pues en la Edad Media no imperaba una disciplina tan férrea y unívoca como se suele creer. Era una época compleja y controvertida y, tomando los hechos aisladamente, trátese del ius divinum o del primus inter pares, es posible demostrar casi cualquier cosa de los medievales; incluso se ha dicho con mucha seriedad que todos eran germanos. Pero también es cierto que la influencia de la Iglesia, aunque no la de todos los eclesiásticos, investía al gobierno de un carácter casi sacramental para hacer del monarca un hombre terrible, a menudo con el resultado de convertirlo en un tirano. Las desventajas de un despotismo semejante son más que evidentes, pero es preciso comprender mejor la exacta naturaleza de sus ventajas, no tanto por sí mismas como por la historia que debemos contar ahora.

La ventaja del «derecho divino», o legitimidad inamovible, es esta: que se impone un límite a las ambiciones de los ricos. «Roi ne puis», el poder real, fuese o no un poder celestial, se parecía al poder del cielo en una cosa: no estaba en venta. Los moralistas constitucionalistas han insinuado muchas veces que el tirano y la plebe tienen los mismos vicios. Pero tal vez no hayan reparado en la evidencia de que el tirano y la plebe tienen también las mismas virtudes. Y una virtud que comparten en particular es que ni el uno ni la otra son esnobs: les importa un bledo lo que les ocurra a los ricos. Es verdad que a menudo la tiranía se consideraba llovida del cielo en su sentido más literal: uno no esperaba llegar a ser rey más de lo que esperaba ser el viento del oeste o el lucero del alba. Pero al menos ningún molinero aprovechado puede encadenar el viento para que solo haga girar su molino; y no hay escolástico capaz de convertir el lucero del alba en su lámpara de lectura particular. Sin embargo, algo parecido le ocurrió a Inglaterra al final de la Edad Media, y el primer indicio lo proporcionó la caída de Ricardo II.

Las obras históricas de Shakespeare son mucho más que históricas: son tradicionales; en ellas pervive aún el recuerdo de muchas cosas, aunque otras se hubieran olvidado. Es un acierto encarnar en Ricardo II la pretensión al derecho divino y en Bolingbroke la ambición de los barones que terminó por quebrar el viejo orden medieval. Pero en tiempos de los Tudor el derecho divino se había vuelto a la vez estéril y ficticio. Shakespeare no pudo captar su aspecto más fresco y popular porque en su época ya habían comenzado las rigideces que caracterizan al medievalismo tardío. Es posible que el propio Ricardo fuera un príncipe retrógrado y exasperante, el eslabón por donde se rompió la fuerte cadena de los Plantagenet. Puede que hubiera verdaderas razones en contra del golpe de estado que llevó a cabo en 1397, y que su pariente, Enrique de Bolingbroke, contara con el apoyo de poderosos sectores de descontentos cuando, en 1399, cometió la primera usurpación de la historia inglesa. Pero si queremos comprender en toda su amplitud una tradición que ni siquiera Shakespeare pudo abarcar, debemos remontarnos a lo que le sucedió a Ricardo en los primeros años de su reinado. Fue sin duda un acontecimiento de suma importancia, y posiblemente el más importante de cuantos estamos estudiando en este libro. El verdadero pueblo de Inglaterra, la gente que trabajaba con sus manos, alzó los brazos para golpear a sus señores, probablemente por primera y última vez en la historia.

El esclavismo pagano había perecido lentamente, no tanto porque sufriera una decadencia, como porque se transformó en algo mejor. En cierto sentido no murió, sino que cobró vida. Al propietario de esclavos le ocurrió como a quien clava unas estacas para hacer una cerca y se encuentra con que echan raíces y retoñan para convertirse en arbolitos. Así se hicieron al mismo tiempo más valiosas y menos manejables, en particular menos transportables; la diferencia entre una estaca y un árbol era exactamente la misma que entre un esclavo y un siervo, o incluso un campesino libre, que es en lo que el siervo tendió a convertirse rápidamente. Fue, en el mejor sentido de una frase ya manida, una evolución social, y como tal conllevaba un mal implícito. Dicho mal consistía en que, a pesar de haber sido en esencia ordenada, continuaba siendo literalmente ilegal. Es decir, la emancipación de las tierras comunes había avanzado ya mucho, pero no lo suficiente para ser recogida por la ley. La costumbre, igual que ocurre con la Constitución Británica, no estaba escrita y (como sucede también con esa entidad evolutiva, por no decir ambigua) siempre podía ser anulada por los ricos, que hoy pasan con sus carruajes sobre las leyes del Parlamento. El nuevo campesino seguía siendo legalmente un esclavo, y no tardaría en comprenderlo gracias a uno de esos vuelcos de la fortuna que aúnan la fe más ingenua con el sentido común de las constituciones no escritas. Las guerras con Francia habían terminado por ser un azote casi tan nefasto para Inglaterra como lo eran para Francia. Inglaterra estaba arrasada a raíz de sus propias victorias; el lujo y la pobreza aumentaban en los extremos de la sociedad; y debido a un proceso cuyo estudio encaja mejor en un capítulo posterior, todo lo que tenía de bueno la Edad Media se desequilibró. Por último, estalló en la región una furiosa plaga, conocida como la Muerte Negra, que diezmó la población y cambió el curso de la historia. El trabajo escaseó, se hizo más difícil conseguir productos de lujo y los grandes señores hicieron lo que era de esperar: se convirtieron en abogados y defensores de la letra de la ley. Apelaron a leyes casi olvidadas para devolver al siervo a la servidumbre de las Edades Oscuras. Comunicaron su decisión al pueblo y este se levantó en armas.

Los dos dramáticos sucesos que relacionan confusamente a Wat Tyler[47] con el comienzo y sin duda con el final de la revuelta no carecen ni mucho menos de importancia, pese al deseo de nuestros actuales y prosaicos historiadores, que suponen que cualquier acontecimiento dramático carece de interés. La historia del primer golpe de Tyler es aún más significativa por el hecho de no ser solo dramática, sino también doméstica. Al vengar una afrenta a su familia convirtió la leyenda del motín, a pesar de todas sus indecencias incidentales, en una especie de rebelión en pro de la decencia. Esto es muy importante, pues la dignidad del pobre suele carecer de relevancia en las discusiones modernas; y hoy a cualquier inspector le basta con un impreso oficial y un poco de palabrería para hacer eso mismo sin que le rompan la cabeza. El motivo de la revuelta, y la forma que adoptó la reacción feudal en un primer momento, fue un impuesto de capitación. Pero eso no era más que una parte de un proceso generalizado para imponer el trabajo servil a la población, lo que explica la ferocidad con la que, una vez fracasada la revuelta, el lenguaje gubernamental amenazaba con convertir la condición del siervo en mucho más servil que antes. Los hechos que ocasionaron dicho fracaso son mucho menos discutidos. El populacho medieval, demostrando una gran cooperación y una considerable fuerza militar, se abrió paso hasta Londres, donde salió a recibirlo a las puertas de la ciudad un grupo encabezado por el rey y el lord mayor, que no tuvieron más remedio que parlamentar. El alevoso apuñalamiento de Tyler a manos del lord mayor fue la señal para que comenzaran la batalla y la masacre. Los campesinos se arremolinaron gritando: «¡Han asesinado a nuestro capitán!», y entonces ocurrió algo extraño, algo que nos proporciona un breve y último atisbo del hombre coronado y sacramental de la Edad Media: durante un terrible momento, el derecho divino fue divino.

El rey era poco más que un muchacho; su voz debió de sonar como la de un niño en medio de aquella multitud. Pero, por algún extraño motivo, el poder de sus padres y de toda la Cristiandad parecieron poseerlo cuando cabalgó solo ante el pueblo y gritó: «¡Yo soy vuestro capitán!», y prometió concederles todo lo que pedían. Más tarde rompió su promesa, pero quienes ven en ello una prueba de la perfidia del joven y frívolo rey no solo pecan de superficialidad, sino que ignoran por completo el carácter de la época. Lo que debemos comprender, si queremos asistir con imparcialidad a lo que ocurrió después, es que el Parlamento animó, y casi obligó, al rey a repudiar al pueblo. Pues, una vez depuestas las armas y tras traicionar a los alegres revolucionarios, el rey pidió al Parlamento un trato humanitario y este lo rechazó furioso. El Parlamento había dejado de ser un mero cuerpo gubernamental y se había convertido en una clase gobernante. Trató con tanto desprecio a los campesinos del siglo XIV como a los cartistas[48] del siglo XIX. Aquel consejo convocado originariamente por el rey, como se convoca a un jurado o algo parecido, para que la gente común pudiera expresar sus reticencias hacia los impuestos, se había convertido ya en objeto de ambición, y, por tanto, en una aristocracia. Se había declarado la guerra, y en este caso literalmente a cuchilladas, entre los Comunes con C mayúscula y la gente común con minúscula. Y hablando de cuchilladas, vale la pena mencionar el hecho de que el asesino de Tyler no fuera un noble, sino un magistrado electivo de la oligarquía mercantil londinense, aunque probablemente no sea cierto que su daga ensangrentada figure en el escudo de la ciudad de Londres. Los londinenses medievales eran muy capaces de asesinar a un hombre, pero no de colocar un cuchillo tan repulsivo junto a la cruz del Redentor, en el lugar que en realidad ocupa la espada de san Pablo.

Hemos subrayado arriba que, por el mero hecho de ser objeto de ambición, el Parlamento se había convertido en una aristocracia. La verdad tal vez sea un poco más sutil, pero cuando veamos a la gente suspirar por formar parte de un jurado podremos deducir que probablemente los jurados hayan dejado de ser populares. En cualquier caso es preciso tenerlo presente, como contrapunto a la idea del ius divinum o autoridad fija, si queremos entender la caída de Ricardo. Si lo que lo destronó fue una rebelión, se trató de una rebelión del Parlamento, de la institución que había demostrado ser mucho más despiadada que él ante una rebelión popular. Pero esto no es lo más importante. Lo importante es que, depuesto Ricardo, se hizo posible por primera vez ascender un paso más allá del Parlamento. La transición fue enorme, pues la corona pasó a ser también algo codiciable. Lo que uno le podía quitar a otro, alguien podía quitárselo a él; lo que la casa de Lancaster obtuvo solo por la fuerza, la casa de York también podía conseguirlo por la fuerza. El hechizo que convertía al rey en alguien inalcanzable a quien no se podía destronar se había roto, y durante tres desdichadas generaciones, los aventureros combatieron y tropezaron con una resbaladiza escalinata ensangrentada que conducía a algo inconcebible para la imaginación medieval: un trono vacío.

Es obvio que la inseguridad del usurpador Lancaster, en gran parte debida a que era un usurpador, es la clave de muchas cosas que hoy consideraríamos buenas o malas con esa ligereza con la que despachamos las cosas lejanas. Obligó a la casa de Lancaster a apoyarse en el Parlamento, que ya hemos dicho en lo que se había convertido. Puede que en algunos sentidos fuera bueno para la monarquía que la controlase y vigilara una institución que al menos conservaba algo de la antigua frescura y libertad de palabra. Pero apenas caben dudas de que fue malo para el Parlamento aliarse aún más con las ambiciones de la nobleza, tal como ocurriría mucho más adelante. También llevó a la casa de Lancaster a depender del patriotismo, lo que tal vez fuera algo más popular; a convertir el inglés en la lengua de la corte por vez primera y a reiniciar las guerras con Francia utilizando el glorioso señuelo de Agincourt. Hizo que se apoyara de nuevo en la Iglesia, o más bien en el alto clero, en el peor sentido de la palabra. Una cierta morbidez, que fue oscureciendo cada vez más el final de la Edad Media, condujo a nuevas y más cuidadosas crueldades contra la última cosecha de herejías. El conocimiento superficial de dichas herejías demuestra lo mucho que se equivocan quienes piensan que profetizaban en cierto modo la Reforma. Es difícil comprender cómo podría nadie llamar protestante a Wycliffe[49], a menos que se diga lo mismo de Pelagio o Arrio; y si John Ball fue un reformista, entonces Latimer[50] no pudo serlo. Pero, aunque en las nuevas herejías ni siquiera apuntasen los comienzos del protestantismo inglés, sí que señalaron tal vez el final del catolicismo inglés. Cobham no encendió una vela para las capillas no conformistas, pero Arundel[51] encendió una antorcha y le pegó fuego a su propia iglesia. La impopularidad que aquejó en la época al viejo sistema religioso, y que después se convertiría en una auténtica tradición nacional contra María, nació sin duda de la enfermiza energía de los obispos del siglo XV. La persecución podrá ser una doctrina, incluso defendible, pero para algunos de aquellos hombres la persecución era más bien una perversión. Al otro lado del canal, uno de ellos presidió el juicio de Juana de Arco.

Pero esa perversión, esa energía enfermiza, llegó al poder durante toda la época que sigue a la caída de Ricardo II, y sobre todo durante las disputas que encontraron un símbolo tan irónico en las rosas —y las espinas— inglesas. Las limitaciones de un libro como este nos impiden internarnos en el laberinto de las guerras de los York y los Lancaster, o cualquier intento de seguir las terribles liberaciones y venganzas de Warwick, el hacedor de reyes, y la belicosa viuda de Enrique V. Los rivales no luchaban sin motivo, como a veces se ha sugerido exageradamente, y ni siquiera combatían (como el león y el unicornio) exclusivamente por la corona. Todavía es posible trazar la sombra de una diferencia moral, incluso en el tormentoso crepúsculo de aquella época heroica. Pero cuando dijimos que los Lancaster defendían la idea de un rey apoyado por el parlamento y los obispos más poderosos, y los York lo que quedaba de la vieja idea de un rey que no permitía que nada se interpusiera entre él y su pueblo, dijimos todo lo que de interés político podía deducirse del recuento de las flechas de Barnet o las lanzas de Tewkesbury[52]. El hecho de que hubiera algo que podríamos llamar vagamente tory en los York no carece de interés, ya que le presta cierta justificación romántica a la última y más destacada figura de la aguerrida casa de York, con cuya caída terminó la Guerra de las Rosas.

Si queremos apreciar mejor los extraños tonos del crepúsculo de la Edad Media, y ver lo que había transformado —aun sin matarla del todo— a la caballería, no hay nada mejor que estudiar el misterio de Ricardo III. Por supuesto, no se parecía en nada a la caricatura que su mezquino sucesor ofreció al mundo tras su muerte. Ni siquiera era jorobado; tenía un hombro algo más alto que otro, efecto probable del furioso manejo de la espada por parte de alguien de constitución frágil y delicada. Sin embargo, su alma, ya que no su cuerpo, sí recuerda en algo a la encorvada sombra del erguido caballero de días mejores. No fue un monstruo sanguinario, y muchos de los hombres a los que ejecutó se lo tenían más que merecido; ni siquiera ha podido demostrarse la historia del asesinato de sus sobrinos y solo la cuentan los mismos que nos dicen que al nacer tenía colmillos y el cuerpo cubierto de pelo. Y aun así es imposible alejar esa nube rojiza de su recuerdo, y el mismo aire de la época está tan teñido de sangre que no podemos asegurar que no fuera capaz de hacer todas esas cosas de las que bien pudiera ser inocente. Fuese o no un buen hombre, parece que fue un rey bueno e incluso popular; pero siempre nos deja una vaga impresión, y me temo que no sin motivos, de sufrimiento. Se adelantó al Renacimiento en su atípico entusiasmo por el arte y la música, y parece haberse ceñido a la vieja senda de la religión y la caridad. Si echaba mano constantemente de la espada y el puñal no era, pues, porque su único placer fuera degollar a la gente, sino que probablemente lo hiciera porque era un hombre nervioso. La suya fue la época de nuestros primeros retratistas, y hay un bello retrato contemporáneo que arroja algo de luz al respecto, pues nos lo muestra toqueteando, y probablemente haciendo girar, un anillo en su dedo, un gesto típico de una personalidad crispada que lo mismo podría juguetear con una daga. Y en su cara, tal como aparece pintada, es posible reconocer lo que nos ha hecho demorarnos tanto tiempo en él: una atmósfera muy diferente de todo lo que le precedió y le sucedió. Es un rostro de una notable belleza intelectual, pero hay algo en él que apenas puede considerarse bueno o malo, y ese algo es la muerte: la muerte de una época, de una gran civilización, de algo que en otro tiempo cantó al sol en los cánticos de san Francisco y que navegó hasta los confines de la tierra en los barcos de la primera cruzada, pero que, hastiado en tiempos de paz, se había vuelto contra sí mismo, mataba a sus propios hermanos, quebrantaba sus propias lealtades, ponía en juego la corona e incluso discutía febrilmente la fe, y que al menos gozaba de un último privilegio: que, de todas sus decadentes virtudes, fuese el valor la última en desaparecer.

Pero independientemente de que Ricardo de Gloucester fuese bueno o malo, hay algo en él que sin duda lo convierte en el último rey medieval, y que se resume en la palabra que gritó mientras abatía enemigo tras enemigo en la última carga en Bosworth[53]: «traición». Pues para él, como para los primeros reyes normandos, la traición era lo mismo que la deslealtad. Y en este caso lo fue. Cuando sus nobles lo abandonaron antes de la batalla, él no vio en ello una nueva combinación política, sino el pecado de unos malos amigos y unos sirvientes desleales. Empleando su propia voz como la trompeta de un heraldo, retó a su rival a un combate personal como si fueran dos paladines de Carlomagno. Su rival no respondió, tal como era de esperar. Había empezado la era moderna. Su desafío resuena sin respuesta a través de los siglos, pues ningún otro monarca inglés ha combatido de ese modo. Aquel que había matado a tantos cayó por fin y su desbaratado ejército acabó siendo destruido. Así terminó la guerra de los usurpadores; y el último y el que menos la merecía de todos[54], un vagabundo de las marcas de Gales, un caballero llegado de ninguna parte, encontró la corona de Inglaterra debajo de un arbusto de espino[55].