XVIII
CONCLUSIÓN
Sería absurdo pretender haber logrado cierta proporción en un libro tan breve sobre un asunto tan extenso, y más habiéndolo acabado a toda prisa entre las necesidades de una enorme crisis nacional; aun así admito que he intentado corregir una desproporción. Se habla mucho de la perspectiva histórica, pero a mí me parece que hay demasiada perspectiva en la historia, pues la perspectiva hace parecer gigantes a los pigmeos y pigmeos a los gigantes. El pasado es un gigante visto en escorzo cuyos pies miran hacia nosotros, y a menudo son pies de barro. Centramos demasiado nuestra atención en el crepúsculo de la Edad Media, incluso cuando admiramos su colorido; y los estudios sobre un hombre como Napoleón suelen ceñirse a «la última fase». Hay cierto enfoque que considera lógico tratar en detalle de la antigua Sarum[87] y consideraría ridículo tratar en detalle de los usos y costumbres de Sarum, o que le erige a Alberto un monumento dorado en los jardines de Kensington mucho mayor que el que nunca se le haya dedicado a Alfredo. Según creo, la historia inglesa se malinterpreta sobre todo porque se equivoca el momento de la crisis. Normalmente se sitúa alrededor de la época de los Estuardo; y muchos de los memorandos sobre nuestro pasado sufren el mismo problema que el memorando del Sr. Dick[88]. Pero aunque la historia de los Estuardo fue una tragedia, mi opinión es que fue también un epílogo.
Tengo la sospecha —pues tampoco puedo ir más lejos— de que el verdadero cambio aconteció a la caída de Ricardo II y después de su fracaso en emplear el despotismo medieval en interés de la democracia medieval. Inglaterra, como las otras naciones de la Cristiandad, había sido creada no tanto por la muerte de la antigua civilización como por su escapatoria de la muerte, o por su rechazo a morir. La civilización medieval surgió de la resistencia a los bárbaros, a la cruda barbarie del norte y la más sutil del este. Incrementó sus libertades y el gobierno local, bajo reyes ocupados en controlar asuntos más importantes como la guerra y los tributos; y en Inglaterra, durante la guerra del campesinado del siglo XIV, el rey y el pueblo llegaron por un momento a una alianza consciente. Ambos cayeron en la cuenta de que un tercero en discordia era demasiado para ellos. El tercero en discordia era la aristocracia, que se apoderó del Parlamento. La Cámara de los Comunes, como su nombre implica, consistió al principio en una serie de hombres normales convocados por el rey para hacer de jurado, pero pronto se convirtió en un jurado muy especial. Llegó a ser, para bien o para mal, un gran órgano de gobierno que sobrevivió a la Iglesia, la monarquía y la plebe; hizo muchas grandes cosas, y no pocas fueron buenas. Lo que hoy llamamos el Imperio Británico fue obra suya y también algo mucho más valioso: una aristocracia, más humana, e incluso humanitaria, que la mayoría de las aristocracias del mundo. Con la suficiente comprensión de los instintos populares, al menos hasta hace poco, como para respetar la libertad y sobre todo la risa, que se había convertido casi en la religión de la raza. Pero además hizo otras dos cosas que le parecían parte natural de su política: ponerse de parte de los protestantes, y a continuación (en parte como una consecuencia) ponerse de parte de los alemanes. Hasta hace muy poco, casi todos los ingleses inteligentes estaban convencidos de que hacerlo era tomar partido por el progreso frente a la decadencia. La pregunta que muchos se hacen ahora, y se la harían sin necesidad de que yo se lo preguntara, es si no tomaron más bien partido por la barbarie frente a la civilización.
Al menos si algo cierto hay en mi propia visión de las cosas es que hemos regresado a los orígenes y volvemos a estar en guerra contra los bárbaros. Me parece tan natural que ingleses y franceses estén del mismo lado, como que lo estuvieran Alfredo y Abbo en aquel siglo negro en el que los bárbaros devastaron Wessex y sitiaron París. Aunque hoy tal vez haya menos pruebas que permitan distinguir los aspectos espirituales y materiales de la victoria de la civilización. Las ideas están más mezcladas, se complican con tenues matices o se ocultan tras nombres elegantes. Y en caso de que el salvaje deje tras de sí en su retirada el alma del salvajismo, como una corrupción en el aire, yo seguiré juzgándolo básicamente mediante un criterio político y moral. El alma del salvaje es la esclavitud. Pese a su máscara de maquinaria e instrucción, la reglamentación alemana de los pobres no era más que la vuelta de los bárbaros a la esclavitud. De salir adelante las reformas actuales, no veo cómo podremos librarnos nosotros mismos, a no ser que hagamos como hicieron los medievales tras la anterior derrota de los bárbaros: devolverles, poco a poco, sus propiedades a los pobres, mediante los gremios y otros pequeños grupos independientes, y reintegrar la libertad personal a la familia. Si esto es lo que quieren los ingleses, la guerra ha servido al menos para demostrarles a quienes lo dudaban que no han perdido la valentía y la habilidad de sus antepasados y que son capaces de lograr lo que se proponen. De lo contrario, si continúan moviéndose solo por la inercia de la disciplina social que aprendimos de Alemania, no queda ante nosotros otra perspectiva que lo que el Sr. Belloc, el descubridor de esta gran tendencia sociológica, ha llamado el Estado Servil. Y en ese caso, uno casi se inclina a pensar que mejor hubiera sido que la ola de barbarie teutónica nos hubiera barrido junto con nuestro ejército; y que el mundo no volviera a oír hablar jamás de los últimos ingleses, salvo para recordar que murieron por la libertad.