VI
LA EDAD DE LAS CRUZADAS
Si el capítulo anterior comenzaba con una alusión, aparentemente fuera de lugar, al nombre de san Eduardo, este bien podría empezar citando a san Jorge. Se dice que su primera aparición como patrono de nuestro pueblo ocurrió con motivo de la campaña de Ricardo Corazón de León en Palestina, que, como veremos, simboliza una Inglaterra nueva que bien merecería un santo nuevo. Pero el Confesor es un personaje de la historia inglesa, mientras que a san Jorge, dejando aparte el lugar que ocupa como soldado romano en el martirologio, difícilmente podría considerársele un personaje histórico. Y no hay mejor manera de comprender la más noble y olvidada de las revoluciones que estudiar la paradoja de cuánto progreso e ilustración representó el paso de la crónica a la leyenda.
En cualquier rincón intelectual de la modernidad pueden encontrarse frases como la que acabo de leer en una controversia periodística: «La salvación, como tantas otras cosas buenas, no debe llegar del exterior». Eso de llamar externo y no interno a algo espiritual es la última moda de la excomunión moderna. Pero como el objeto de nuestro estudio es medieval y no moderno, deberemos oponernos a esa aparente simpleza justo con la idea contraria. Deberemos ponernos en el lugar de unos hombres que pensaban que prácticamente todo lo bueno llegaba de fuera, como las buenas noticias. Confieso que no soy imparcial en cuanto a mis simpatías y que la frase del periódico que acabo de citar me parece un despropósito sobre la naturaleza misma de la vida. No creo, dentro de mis modestas capacidades, que un bebé obtenga su mejor alimento físico chupándose el dedo, ni que un hombre obtenga su mejor alimento moral sorbiéndose el alma y negando su dependencia de Dios u otras cosas buenas. Me atrevería a defender que el agradecimiento es la forma más elevada del pensamiento y que la gratitud es la felicidad amplificada por la sorpresa. Pero semejante fe en la receptividad y respecto a las cosas exteriores a uno mismo, no ha de servirme más que para explicar lo que debería explicar cualquier versión de esta época. En nada es más moderno, o más loco, el alemán moderno que en su sueño de encontrar un nombre alemán para todo; en devorar su propio idioma o, en otras palabras, en morderse la lengua. Y en nada eran más libres y cuerdos los medievales que en su aceptación de los nombres y emblemas procedentes del exterior de sus amadas fronteras. El monasterio a menudo no solo admitía lo extranjero, sino que casi lo canonizaba. A un simple aventurero como Bruce lo entronizaron tan agradecidos como si su advenimiento hubiera sido el de un verdadero caballero andante. Y era muy frecuente que una comunidad apasionadamente patriótica tuviese a un extranjero por santo patrón. Así, hubo huestes de santos irlandeses, pero san Patricio no era irlandés. Así, a medida que los ingleses se fueron convirtiendo poco a poco en una nación, dejaron atrás, en cierto sentido, a los innumerables santos sajones, superaron por comparación no solo la santidad de Eduardo, sino la sólida fama de Alfredo, e invocaron a un héroe semimitológico que luchaba en un desierto oriental contra un monstruo imposible.
Las Cruzadas se encarnan en esa transición y en ese símbolo. En su leyenda y realidad supusieron el primer contacto de los ingleses no solo con lo externo, sino con lo remoto. Inglaterra, como todo lo cristiano, se había alimentado de cosas externas sin ningún pudor. Había buscado su alimento celestial en las calzadas de César y en las iglesias de Lanfranc. Pero ahora las águilas alzaban el vuelo oteando una presa mucho más lejana y, en lugar de limitarse a recibirlas, salían en búsqueda de cosas extrañas. Los ingleses habían dado el salto de la aceptación a la aventura y daban así comienzo a la épica de sus barcos. La amplitud del gran movimiento religioso que barrió Inglaterra y todo el Occidente alargaría de forma desproporcionada un libro como este, aunque más valdría eso que despacharlo de forma fría y distante, como suele hacerse en esta clase de resúmenes. Los defectos de los métodos insulares de abordar la historia popular se hacen claramente evidentes en el trato dispensado a Ricardo Corazón de León: se nos narra su marcha a las cruzadas como si se tratase del caso de un escolar que se hubiera escapado a ver el mar. Según ese punto de vista, tan solo fue una especie de travesura adorable y digna de perdón, pero, en realidad, su partida recuerda mucho a la del inglés responsable que se ve obligado a partir hoy hacia el frente[22]. Entonces la Cristiandad era casi una nación y el frente estaba en Tierra Santa. Es cierto que Ricardo era de temperamento aventurero e incluso romántico, aunque no me parece tan descabelladamente romántico que quien ha nacido soldado haga lo que mejor sabe hacer. Pero la clave de mi argumento contra la historia insular la ilustra particularmente la total ausencia de comparación con lo que ocurrió en el continente. Basta con cruzar el estrecho de Dover para poner en evidencia la falacia: Felipe Augusto, el contemporáneo francés de Ricardo, tenía fama de ser un estadista particularmente cauto y frío, y sin embargo participó en la misma cruzada. La razón era, por supuesto, que las Cruzadas fueron, para todos los europeos sensatos, un asunto de la más alta política e interés público.
Unos seiscientos años después de que el Cristianismo naciera en Oriente y se extendiera hacia el oeste, otra gran fe surgió casi en las mismas tierras, y lo siguió como una sombra gigantesca. Como toda sombra, era al mismo tiempo una copia y un contrario. La llamamos Islam, o credo de los musulmanes, y la forma más clara de describirla tal vez sea decir que fue el estallido final de los orientalismos acumulados, quizá de los hebraísmos acumulados, que fueron siendo rechazados a medida que la Iglesia se iba haciendo más europea, o que el Cristianismo se iba convirtiendo en la Cristiandad. Su mayor motivación era el odio hacia los ídolos y, desde su punto de vista, la Encarnación era una forma de idolatría. Las dos cosas que más perseguía eran la idea de que Dios pudiera hacerse carne y que Él pudiera ser representado en madera o piedra. El estudio de las cuestiones que dejó ardiendo tras de sí el fulminante incendio de la conversión cristiana, apoya la idea de que ese fanatismo contra el arte o la mitología fue al tiempo un desarrollo y una reacción contra esa conversión, una especie de programa minoritario de los hebraístas. En ese sentido, el Islam fue una especie de herejía cristiana. Las primeras herejías habían estado repletas de subterfugios y locas rectificaciones de la Encarnación para tratar de rescatar a Jesús de la materialidad de su cuerpo, aun a expensas de la sinceridad de su alma. Y los iconoclastas griegos habían recorrido Italia destrozando las estatuas populares y denunciando la idolatría del Papa, hasta que los frenó, de manera bastante simbólica, la espada del padre de Carlomagno. Todas estas negaciones frustradas fueron las que inflamó el genio de Mahoma, y las que lanzaron desde aquella tierra ardiente una carga de caballería que estuvo a punto de conquistar el mundo. Y si alguien piensa que semejante disquisición sobre sus orígenes orientales poco tiene que ver con la historia de Inglaterra, la respuesta es que este libro, ¡ay!, podrá contener muchas digresiones, pero esta no es una de ellas. En particular es necesario tener muy presente que este dios semita rondó al cristianismo como un fantasma en todos los rincones de Europa, pero sobre todo en nuestro rincón. Y si alguien lo duda, que se dé un paseo por las iglesias parroquiales de Inglaterra en un radio de treinta kilómetros a la redonda y pregunte por qué esta virgen de piedra no tiene cabeza o aquella vidriera ha desaparecido. Pronto descubrirá que no hace mucho que regresó el éxtasis del desierto, incluso a las propias casas y caminos, y la furia de los iconoclastas volvió a recorrer esta helada isla del norte.
Una característica de la sublime, y al mismo tiempo siniestra, simplicidad del Islam fue que no conocía fronteras. Era apátrida desde su origen. Nació entre los nómadas de un desierto de arena y llegó a todas partes porque no procedía de ninguna. Pero en los sarracenos de la primera Edad Media ese carácter nómada estaba oculto tras un alto grado de civilización, más científica, aunque menos artística y creativa, que la de la contemporánea Cristiandad. El monoteísmo musulmán era, o parecía ser, la religión más racionalista de las dos. Ese refinamiento desarraigado estaba característicamente más avanzado en las cosas abstractas; la misma palabra «álgebra» es buena prueba de ello. En comparación, la civilización cristiana era aún enormemente instintiva, pero sus instintos eran muy fuertes y seguían caminos muy diferentes. Estaba llena de afectos locales, que tomaron forma en ese sistema de cercados que recorre como una trama todo lo medieval, desde la heráldica hasta la propiedad de la tierra. Había una forma y un color en todas sus leyes y costumbres, que puede contemplarse en sus tabardos y en sus escudos; algo alegre y estricto al mismo tiempo. Esto no supone un alejamiento del interés por las cosas externas, sino que más bien forma parte de él. Hasta la misma bienvenida que le daban a menudo al extraño desde el otro lado de las murallas era un reconocimiento de la existencia de dichos muros. Quienes conciben de manera autónoma la propia vida no ven sus límites como un muro, sino como el fin del mundo. Los chinos llamaban al hombre blanco «rompedor de cielos». El espíritu medieval amaba su parte de la vida como una parte, y no como un todo; su sanción provenía de otro lugar. Hay un chiste sobre un monje benedictino que empleó la fórmula habitual Benedictus benedicat y a quien un inculto franciscano le replicó orgulloso: Franciscus franciscat. Se trata de una especie de parábola de la historia medieval, pues si hubiese un verbo franciscare nos serviría como descripción aproximada de lo que san Francisco hizo después. Pero ese misticismo individual no había nacido aún y Benedictus benedicat es el lema más preciso del medievalismo más temprano. Quiero decir con eso que todo es bendecido desde fuera, por algo que a su vez ha sido bendecido desde fuera: solo bendicen los bendecidos. Pero el punto clave para la comprensión de las Cruzadas es que para ellos «fuera» no significaba el infinito, como ocurre con la religión moderna. «Fuera» era un lugar. El misterio de la localidad, muy arraigado en el corazón humano, estaba tan presente en los aspectos más etéreos de la Cristiandad como ausente en los aspectos más prácticos del Islam. Inglaterra le debía algo a Francia, Francia se lo debía a Italia, Italia a Grecia, Grecia a Palestina y Palestina al Paraíso. Y no era solo que a un labrador de Kent le bendijera la casa el cura de la iglesia parroquial, que era sancionada por Canterbury, a su vez sancionada por Roma. Roma ya no se adoraba a sí misma como en la época pagana. La propia Roma miraba al este, hacia la misteriosa cuna de su credo, hacia un lugar donde la tierra misma se consideraba santa. Y al volverse hacia allí se encontró con el rostro de Mahoma. Vio que sobre el lugar que consideraba su paraíso terrenal había un gigante devorador surgido del desierto para quien todos los lugares eran iguales.
Ha sido necesario detenerse a explicar las emociones subyacentes a las Cruzadas, porque el lector inglés moderno está completamente desligado de los sentimientos de sus antepasados y de otro modo no podría comprender el carácter único de ese enfrentamiento entre el Islam y la Cristiandad, que supuso el bautismo de fuego para naciones muy jóvenes. No se trató de la simple disputa entre dos hombres que querían quedarse con Jerusalén, sino de la lucha, mucho más cruenta, entre un hombre que quería quedárselo y otro que era incapaz de comprender por qué quería tal cosa. Los musulmanes, por supuesto, también tienen sus propios lugares santos, pero jamás los han considerado como un campo, o un árbol capaz de servirles de techo, como hacen los occidentales; el musulmán considera santa la santidad, pero no considera lugares los lugares. La austeridad, que le prohíbe la imaginería, y la guerra constante, que le prohíbe el descanso, lo apartan de todo lo que estaba brotando y floreciendo en nuestros patriotismos locales; exactamente igual que les dio a los turcos un imperio sin darles una nación.
Pues bien, el efecto que tuvo esta aventura contra un enemigo tan fuerte y misterioso en la transformación de Inglaterra fue enorme, igual que le ocurrió a todas las naciones que se estaban desarrollando codo a codo con ella. Aprendimos mucho, tanto de lo que hacían los sarracenos como de lo que no hacían. Al entrar en contacto con algunas de las cosas que nos faltaban, tuvimos la fortuna de saber imitarlos. Pero las cosas buenas de las que ellos carecían nos proporcionaron una determinación diamantina para desafiarlos. Podría decirse que los cristianos no supieron cuánta razón tenían hasta que entraron en guerra con los musulmanes. La reacción, al mismo tiempo más obvia y representativa, fue la que produjo lo mejor de eso que llamamos arte cristiano, y en particular las grotescas manifestaciones de la arquitectura gótica, que no solo siguen vivas sino también coleando. Oriente proporcionó un contexto, un glamour impersonal, que sin duda estimuló la imaginación de Occidente, pero más para quebrantar el dictado musulmán que para mantenerlo. Fue como si los cristianos se vieran impelidos, igual que un caricaturista, a cubrir todos aquellos adornos sin rostro, a ponerle cabeza a aquellas serpientes descabezadas y a colocar pájaros en aquellos árboles sin vida. La estatuaria se revigorizó bajo el veto del enemigo y volvió a la vida como bajo una bendición. La imagen se convirtió así, por el mero hecho de que el enemigo la considerara un ídolo, no solo en una enseña, sino en un arma. Una innumerable hueste de piedra surgió en todos los altares y calles de Europa. Los iconoclastas produjeron más estatuas que las que destruyeron.
El lugar que ocupa Ricardo Corazón de León en las fábulas y dichos populares se acerca mucho más a su verdadero lugar en la historia que el del apátrida inútil que le asignan nuestros utilitaristas libros de historia. Y es que casi siempre el rumor popular se aproxima más a la verdad histórica que la opinión «informada» de nuestros días, pues la tradición es más verdadera que la moda. El rey Ricardo, como el típico cruzado que era, obtuvo al conquistar la gloria en Oriente algo mucho más importante para Inglaterra que si se hubiera consagrado a los asuntos domésticos a la ejemplar manera del rey Juan[23]. Su prestigio y su genio militares le proporcionaron a Inglaterra algo que conservó durante cuatrocientos años y sin lo que no podríamos entender ese periodo: la reputación de estar a la vanguardia de la caballería. Las grandes leyendas de la Tabla Redonda y la adhesión de la caballería al rey británico datan de esa época. Ricardo no solo fue un caballero, sino un trovador; de este modo la cultura y la cortesía se asociaron a la idea del valor inglés. El inglés medieval incluso se enorgullecía de ser cortés, lo que, después de todo, no es peor que enorgullecerse del dinero y los malos modales, que es lo que en los últimos siglos han entendido muchos ingleses por «sentido común».
Podría decirse que la caballería fue el bautismo del feudalismo: un intento de implantar la justicia e incluso la lógica del credo católico en el sistema militar previamente existente; de convertir su disciplina en una iniciación y sus desigualdades en una jerarquía. A la gracia de la nueva época pertenece, por supuesto, el considerable culto a la dignidad de la mujer al que se reduce a veces la palabra «caballería», aunque otras veces tal vez se exagere. También eso fue una rebelión contra una de las mayores diferencias respecto a la refinada civilización de los sarracenos. Los musulmanes le negaban a la mujer incluso la posesión de un alma, puede que por el mismo instinto que les hacía aborrecer el nacimiento sagrado y la consecuente glorificación de la madre, o por el mero hecho de haber vivido originalmente en tiendas y no en casas y de haber tenido esclavas en lugar de esposas. No es cierto que el trato caballeresco con las mujeres fuese solo una ficción, salvo en el sentido de que todo ideal implica siempre una ficción. No hay frivolidad de peor género que la que impide apreciar la fuerza de un sentimiento general solo porque los acontecimientos lo contradicen; la propia Cruzada, sin ir más lejos, es mucho más vigente y poderosa si se concibe como un sueño que como una realidad. Desde el primer Plantagenet hasta el último Lancaster, planea sobre la imaginación de los reyes ingleses y proporciona el espejismo de Palestina como telón de fondo a sus batallas. Por eso una devoción como la de Eduardo I por su reina era todo un estímulo vital para muchos de sus contemporáneos. No sé si las multitudes de turistas ilustrados que, a punto de partir para burlarse de las supersticiones del continente, compran sus billetes y etiquetan el equipaje en esa gran estación de ferrocarril del extremo oeste del Strand[24] se dirigirán a sus esposas con una cortesía más meliflua que la de sus antepasados de la época de Eduardo, ni si se detendrán a meditar acerca de la legendaria desdicha de un marido, asociada al nombre mismo de Charing Cross[25].
Es un enorme error histórico suponer que las Cruzadas preocupaban solo a ese estrato de la sociedad para el que la heráldica era un arte y la caballería una etiqueta. La realidad es justo la contraria. La primera cruzada en particular fue un levantamiento popular mucho más unánime que la mayor parte de los motines y revoluciones. Con frecuencia los gremios, los grandes sistemas democráticos de la época, debían su creciente poder a la lucha colectiva por la Cruz, pero ya trataré de esas cuestiones más tarde. A menudo no se trataba tanto de una leva de hombres como del traslado de familias enteras, como unos gitanos modernos que viajaran hacia el este. Y ya es proverbial que los niños organizaron por su cuenta una cruzada con la misma facilidad con la que organizan ahora una pantomima. Pero lo entenderemos mejor si consideramos cada cruzada una Cruzada de los Niños. Y es que estaban imbuidas de todo lo que el mundo moderno venera en los niños, ahora que lo ha erradicado de los hombres. Sus vidas, igual que los toscos restos de sus artes más vulgares, están llenas de eso que todos vimos desde la ventana del jardín de infancia. Más tarde podrá apreciarse mejor, por ejemplo, en los interiores llenos de rejas y celosías de Memling, pero es omnipresente en el arte más antiguo y menos reflexivo de los contemporáneos: algo que domesticaba las tierras lejanas y acercaba el horizonte al hogar. Encerraban los confines de la Tierra y los límites del Cielo entre los cuatro rincones de sus pequeñas casas. Su perspectiva sería tosca y desquiciada, pero no dejaba de ser una perspectiva, y no la insipidez decorativa del orientalismo. En una palabra, su mundo, como el de un niño, está lleno de simplificaciones, como un atajo al país de las hadas. Sus mapas son más sugestivos que sus cuadros. Sus animales casi fabulosos son a la vez monstruos y animales de compañía. Es imposible expresar en palabras una atmósfera tan vívida, pero era una atmósfera y una aventura. Eran precisamente esas visiones exóticas las que llegaban al corazón de todo el mundo, mientras que los consejos reales y las luchas feudales parecían en comparación mucho más lejanas. La Tierra Santa estaba más cerca que Westminster del hogar del hombre corriente e inconcebiblemente más cerca que Runnymede[26]. Proporcionar una lista de los reyes y parlamentos ingleses sin detenerse a estudiar un momento esta prodigiosa transfiguración religiosa de la vida normal es una locura de la que solo podríamos hacernos una ligera idea al compararla, mediante un paralelismo moderno en el que se invierte la importancia de lo religioso y lo secular, con un escritor clerical o monárquico que nos diera una lista de los arzobispos de París de 1750 a 1850, señalando que este murió de viruela, aquel de viejo y aquel otro por un curioso accidente de decapitación, y a lo largo de todo su informe no mencionara ni una sola vez la naturaleza o siquiera el nombre de la Revolución Francesa.