IV
LA DERROTA DE LOS BÁRBAROS
Por alguna extraña circunstancia empleamos la expresión «corto de vista» como una crítica, y en cambio no utilizamos «largo de vista», que, en buena lógica, debería ser una expresión elogiosa. Y sin embargo, tanto tiene de enfermedad visual lo uno como lo otro. Puede decirse con razón, y a modo de rechazo de una modernidad de vía estrecha, que mostrar indiferencia hacia todo lo que es histórico implica cierta cortedad de miras. Pero ser tan largo de miras como para interesarse solo por lo prehistórico no resulta menos desastroso. Y este mal aflige a muchos de esos eruditos que tantean en las tinieblas de épocas sin documentar en busca de las raíces de sus razas o casas favoritas. Las guerras, la esclavitud, los usos matrimoniales primitivos, las migraciones y las masacres en las que se fundan sus teorías, no forman parte ni de la historia ni, siquiera, de la leyenda. Y sería mucho más inteligente fiarse de las leyendas, por limitadas e imprecisas que nos parezcan, que confiar con total candidez en dichos eruditos. En cualquier caso no está de más señalar, aunque parezca evidente, que todo lo prehistórico es ahistórico.
Pero hay otra manera en la que puede emplearse el sentido común para criticar ciertas teorías raciales descabelladas. Por utilizar la misma figura retórica, supongamos que los historiadores científicos explicasen los siglos históricos en términos de una división prehistórica entre hombres cortos y largos de vista. Podrían citar ejemplos e ilustrarlos. Sin duda explicarían esa peculiaridad lingüística que mencioné al principio, diciendo que los cortos de vista eran una raza conquistada, por lo que su nombre habría adquirido connotaciones negativas. Nos proporcionarían vívidos retratos de violentas luchas tribales. Nos mostrarían cómo los largos de vista siempre salían derrotados de las batallas cuerpo a cuerpo con hachas y cuchillos; hasta que, con la invención del arco y las flechas, la ventaja recayó sobre los largos de vista y sus enemigos murieron a cientos bajo sus dardos. Sería muy fácil escribir un truculento novelón sobre este asunto y mucho más escribir una truculenta teoría antropológica. Basándome en la tesis que reduce todos los cambios morales a cambios materiales, podría explicar la tradición de que los viejos se vuelvan conservadores en política por el hecho bien conocido de que la gente, con la edad, se vuelve larga de vista. Pero creo que algo en esa teoría nos turbaría tanto a nosotros como, suponiendo que tal cosa sea posible, a los mismos historiadores científicos. Supongamos que resultara que a lo largo de tres mil años de historia, fecundos en todas las clases imaginables de literatura, no hubiera ni una sola mención acerca de esa cuestión ocular sobre la que tanto se habría dicho y hecho. Supongamos que ni una sola de las lenguas vivas o muertas de la humanidad tuviera siquiera una palabra para la expresión «largo de vista» o «corto de vista». Supongamos, por abreviar, que la cuestión capaz de dividir al mundo en dos no se hubiese planteado nunca hasta que un fabricante de gafas la sugiriera por primera vez hacia 1750. En tal caso pienso que sería muy difícil creer que dicha diferencia física hubiera desempeñado un papel tan crucial en la historia de la humanidad. Pues bien, esto exactamente es lo que sucede con las diferencias físicas entre los celtas, los teutones y los latinos.
No conozco ningún modo de impedir que los rubios se enamoren de las morenas y no creo que el que un hombre tuviera la cabeza redonda o alargada supusiera ninguna diferencia para cualquier otro que estuviera interesado en rompérsela. Parece claro que, según todas las crónicas y testimonios, los hombres se han matado o perdonado la vida, se han casado o mantenido célibes y han entronizado o esclavizado a sus semejantes debido a toda suerte de motivos excepto esos: estaba el amor a un valle o una aldea, a un lugar o una familia; el entusiasmo por un príncipe y su descendencia; había pasiones arraigadas a la localidad, emociones concretas hacia los pueblos del mar o de la montaña; estaba el recuerdo histórico de una causa común o de una alianza, y estaba, antes que nada, la prueba tremenda de la religión. Pero poco o nada hubo de una causa celta o teutónica que abarcara a toda la tierra. La raza no solo no fue nunca un motivo, sino ni siquiera una excusa. Los teutones nunca tuvieron un credo, jamás tuvieron una causa, y solo hace pocos años que empezaron a tener una jerga.
Los historiadores ortodoxos modernos, con Green a la cabeza, insisten en la singularidad de que Britania fuese la única provincia romana completamente repoblada por una raza germánica y no consideran, ni siquiera como atenuante de dicha singularidad, la posibilidad de que tal cosa no sucediera nunca. De ese mismo modo abordan lo poco que puede decirse de la sociedad teutónica. El retrato ideal que hacen de ella se completa con pequeños detalles que resultan dudosos hasta para un aficionado. Así, se referirán al teutón con una frase del tipo: «La base de su sociedad era el hombre libre»; y al romano con una frase de este estilo: «El trabajo forzado en las minas debió de ser una fuente infinita de opresión». Pese a que los hechos se reducen a que tanto teutones como romanos tenían esclavos, tratan al hombre libre teutón como si, no solo entonces sino hoy en día, fuera lo único que valiera la pena tener en cuenta, y prosiguen su razonamiento diciendo que si los romanos trataban mal a los esclavos, los esclavos eran maltratados. Les produce «suma extrañeza» que Gildas, el único cronista británico, no describiera el sistema teutón. La opinión de Gildas, que en eso parafraseaba a Gregorio, era que se trataba de un caso de non Angli sed diaboli. Al teutonista moderno le «extraña» que sus contemporáneos no vieran en los teutones más que a los lobos, perros y cachorros de las jaurías de la barbarie. Pero es que es muy difícil que pudieran ver otra cosa.
En todo caso cuando, san Agustín llegó a tierras tan barbarizadas, en lo que podríamos llamar la segunda o tercera gran incursión meridional de las que civilizaron estas islas, no se encontró con ningún problema etnológico, aun admitiendo que lo hubiera. Con él y sus conversos se reanuda la cadena de testimonios literarios y debemos mirar el mundo con sus ojos: había un rey gobernando en Kent y, más allá de sus fronteras, otros reinos, aproximadamente del mismo tamaño, al parecer gobernados por paganos. Los reyes tenían en su mayoría eso que suele llamarse nombres teutónicos, pero quienes escribieron los casi hagiográficos registros no dijeron, y por lo visto ni siquiera se preguntaron, si las poblaciones eran o no de sangre pura. De modo que es posible que, tal como ocurría en el continente, tan solo los reyes y la corte fuesen teutónicos. Los cristianos encontraron conversos, bienhechores y perseguidores, pero no antiguos britanos, pues no se dedicaron a buscarlos, y si llegaron a estar entre anglosajones puros no tuvieron el placer de reparar en ello. Hubo sin duda, tal como atestigua la historia, un notable cambio de actitud hacia las marcas de Gales. Pero la historia demuestra también que así ocurre siempre, sin que medien diferencias de raza, en la transición entre las tierras bajas y los territorios de montaña. Pero de todo lo que encontraron lo más relevante para la historia de Inglaterra es lo siguiente: que al menos algunos de los reinos se correspondían con auténticas divisiones humanas, que no solo existían entonces sino también ahora. La Northumbria de entonces es incluso más real que Northumberland. Sussex es todavía Sussex y Essex sigue siendo Essex. Y ese tercer reino sajón cuyo nombre no aparece siquiera en los mapas, el reino de Wessex, se conoce como la región occidental y es hoy el más real de todos.
El último reino pagano en aceptar la cruz fue Mercia, que se corresponde más o menos con las actuales Midlands. Su rey no bautizado, Penda, ha adquirido cierto carácter pintoresco por ello, y por los pillajes y la furiosa ambición que contribuyeron a edificar el resto de su reputación. Tanto que el otro día uno de esos místicos dispuestos a creer en todo salvo en el cristianismo propuso en Ealing «continuar la obra de Penda», aunque por fortuna no a gran escala. Hoy es imposible, y tal vez innecesario, averiguar en qué creía o dejaba de creer el príncipe; pero el hecho de que el último bastión fuese un reino del interior no carece de importancia. El aislamiento de los mercios pudo deberse tal vez al hecho de que el cristianismo avanzó desde las costas orientales y occidentales. El avance desde el este coincidía, por supuesto, con la misión agustiniana, que había hecho ya de Canterbury la capital espiritual de la isla. Desde occidente avanzó lo que quedaba del cristianismo británico. Ambos chocaron, no tanto por sus creencias como por sus costumbres, y terminó por prevalecer la corriente agustiniana. No obstante, la labor hecha en occidente ya era enorme. Es posible que parte de su prestigio procediera de la posesión de Glastonbury, que era como un pedazo de Tierra Santa; pero detrás de Glastonbury había un poder aún más portentoso e impresionante. Desde allí se irradió a toda la Europa de la época la gloria de la edad dorada de Irlanda. Allí los celtas se convirtieron en los clásicos del arte cristiano, iniciado con el Libro de Kells cuatrocientos años antes de tiempo. Allí el bautismo de un pueblo entero había sido un festival popular tan espontáneo que hoy casi nos parece una merienda campestre; y desde allí partieron multitudes entusiastas del Evangelio que casi literalmente corrían a anunciar la buena nueva. Conviene tener esto presente al considerar el destino doble y oscuro que nos ha unido a Irlanda, pues hay quien ha arrojado dudas sobre una unidad nacional que no fue desde el principio una unidad religiosa. Pero si Irlanda no fue un reino es porque fue, en realidad, un obispado. Irlanda no fue convertida, sino creada por el cristianismo, igual que se erige la piedra fundacional de una iglesia; y todos sus elementos se reunieron bajo el manto protector del genio de san Patricio. Fue más individual porque para ella la religión era mera religión sin ninguna de las ventajas seculares. Irlanda nunca fue romanizada y siempre fue católica y romana.
Pero esto también es aplicable, aunque en menor grado, a nuestro objeto de estudio más inmediato. Es una paradoja característica de la época que solo las cosas no mundanas tuvieran éxitos terrenales. La política es una pesadilla: los reyes son débiles y los reinos inestables, y solo pisamos tierra firme cuando entramos en terreno consagrado. Las ambiciones materiales no solo son siempre infructuosas, sino que casi nunca llegan a cumplirse. Los castillos son todos castillos en el aire, solo las iglesias están construidas en el suelo. Los visionarios son los únicos hombres prácticos, como ocurre con esa institución extraordinaria, el monasterio, que fue, en muchos sentidos, clave en nuestra historia. Llegaría un tiempo en el que los arrancarían del país con llamativa y minuciosa violencia, por lo que el lector solo puede formarse una idea muy vaga de ellos y de la época en la que funcionaron. Por eso resulta indispensable dedicar unas palabras, incluso en estas páginas, a su naturaleza primordial.
En el tremendo testamento de nuestra religión hay ciertos ideales que parecen más terribles que impíos y que, en los últimos tiempos, han originado sectas no menos terribles que profesan una perfección casi inhumana en ciertos aspectos, como en el caso de los cuáqueros, que renuncian al derecho de defenderse, o de los comunistas, que renuncian a cualquier posesión personal. Con razón o sin ella, la Iglesia Cristiana consideró desde el principio esas visiones como aventuras espirituales propias de los más aventurados y las reconcilió con la vida humana normal al definirlas como especialmente buenas, sin admitir que apartarse de ellas fuese necesariamente malo. Adoptó el punto de vista de que en el mundo, e incluso en el mundo religioso, tiene que haber de todo, y utilizó al hombre que optaba por renunciar a las armas, a la familia o a la propiedad como una especie de excepción que confirmaba la regla. Y lo más curioso es que la confirmaba. Ese mismo iluminado que renunciaba a ocuparse de sus negocios acabó convirtiéndose en el hombre de negocios de su época. La propia palabra «monje» constituye en sí una revolución, pues significa soledad y llegó a significar comunidad, e incluso podríamos decir sociabilidad. Lo que sucedió fue que la vida comunal se convirtió en una especie de amparo y refugio para la vida individual; un hostal para todo tipo de hospitalidad. Después veremos cómo esa misma función de la vida comunal se trasladó a las tierras comunales. Es difícil hacerse una idea de ello en unos tiempos tan individualistas, pero todos conocemos el caso de algún amigo de la familia que nos echa una mano y se mantiene apartado como un hada madrina. Asegurar que monjes y monjas fueron para la humanidad una especie de liga santificada de parientes cercanos es más que una simple ligereza. Y decir que hicieron todo aquello que nadie estaba dispuesto a hacer ha llegado a ser un lugar común: las abadías llevaron el diario del mundo, se enfrentaron a las plagas de la carne, enseñaron las primeras artes técnicas, preservaron la literatura pagana y, por encima de todo, mediante el perpetuo entramado de la caridad, mantuvieron a los pobres muy lejos de su moderno estado de desesperanza. Todavía hoy nos parece necesario mantener una reserva de filántropos, pero confiamos en hombres que se han enriquecido, y no en hombres que han decidido empobrecerse. Por último, los abades y abadesas eran cargos electivos. Introdujeron el gobierno representativo, desconocido para la democracia antigua, que encierra en sí mismo una idea semisacramental. Si pudiéramos contemplar nuestras propias instituciones desde el exterior, veríamos que la sola idea de convertir a mil hombres en un solo gran hombre y encaminarlo a Westminster no es solo un acto de fe, sino un cuento de hadas. La fructífera y eficaz historia de la Inglaterra anglosajona podría reducirse casi por entero a la historia de sus monasterios. Palmo a palmo y casi hombre a hombre, ilustraron y enriquecieron al país. Y entonces, a principios del siglo IX, se produjo un cambio, súbito como un parpadeo, que hizo pensar que toda su obra había sido en vano.
La anarquía universal del mundo exterior, que se extendía más allá de la Cristiandad, lanzó otra de sus olas colosales y casi cósmicas y lo barrió todo. A través de las puertas orientales, que habían dejado abiertas los primeros bárbaros, irrumpió una plaga de salvajes marinos procedentes de Dinamarca y Escandinavia y los bárbaros recién bautizados volvieron a sucumbir ante los no bautizados. Conviene recordar que, durante toda esa época, el mecanismo del gobierno central romano se había ido atrasando como un reloj al que han dejado de darle cuerda. En realidad, el impulso y la energía de los misioneros en los confines del Imperio competían con la galopante parálisis de la ciudad en su centro. En el siglo IX su corazón se detuvo antes de que las manos pudieran ayudarle. Toda la civilización monástica que había prosperado en Britania bajo una vaga protección romana pereció indefensa. Los reinos de juguete de los belicosos sajones se quebraron como ramas. Guthrum, el caudillo pirata, mató a san Edmundo, se ciñó la corona de la Inglaterra Oriental, recibió el tributo de la aterrorizada Mercia y se alzó amenazadoramente contra Wessex, el último reino cristiano. La historia que sigue, página tras página, no es más que el relato de su desesperanza y destrucción: una sucesión de derrotas cristianas que alternan con victorias tan fútiles que resultan aún más desoladoras que si fuesen derrotas. Tan solo en una de ellas, en la bella pero estéril victoria de Ashdown, vemos por vez primera en la oscuridad de la lucha, y en un papel secundario y desesperado, a la figura que dio su nombre al giro definitivo de los acontecimientos. Porque el vencedor no fue el rey, sino su hermano menor. Desde el primer momento percibimos algo humilde y accidental en Alfredo. Fue un gran sobresaliente. Y en eso radica precisamente el interés de los primeros años de su vida, en que fue capaz de combinar una frialdad casi vulgar, y su disposición a tomar parte en los incontables y volubles pactos y alianzas de la época, con la ardorosa paciencia de los santos en época de persecución. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo por la fe y a negociarlo todo salvo la fe. Era un conquistador sin ambiciones; un autor que se contentaba con ser traductor; un hombre sencillo, concentrado y cansado, atento a la suerte de una nave que gobernaba con tanta cautela como audacia y que por fin logró llevar a buen puerto.
Desapareció tras el aparente triunfo y establecimiento definitivo del paganismo y se cree que sobrevivió emboscado como un forajido en una isla solitaria que hay en los impenetrables pantanos del Parret, en aquella escabrosa región occidental que el destino parece haber reservado para las razas aborígenes. Pero Alfredo, como él mismo escribió en palabras que constituyen su desafío contra la época que le tocó vivir, creía que un buen cristiano debía ser impasible ante el destino. De nuevo comenzó a atraer hacia sí los arcos y las espadas de los ejércitos dispersos por los condados occidentales y, sobre todo, a los hombres de Somerset, y en la primavera de 878 los arrojó contra el campamento fortificado de los victoriosos daneses en Ethandune. El súbito asalto tuvo tanto éxito como el de Ashdown y el sitio que le siguió supuso el triunfo en un sentido distinto y completamente definitivo. Guthrum, el conquistador de Inglaterra, y sus aliados principales se encerraron tras sus empalizadas, y cuando por fin se rindieron, la conquista danesa había llegado a su fin. Guthrum fue bautizado y el Tratado de Wedmore aseguró la libertad de Wessex. El lector moderno se sonreirá ante lo del bautismo y se interesará más por los términos del tratado. Y con esa actitud tan aguda el lector moderno se estará equivocando de medio a medio. Es necesario soportar el tedio de las frecuentes referencias al elemento religioso en esta parte de la historia inglesa porque sin él no habría habido historia inglesa en absoluto. Y no hay mejor prueba de ello que el caso de los daneses. A la luz de los hechos que siguieron, el bautismo de Guthrum fue mucho más importante que el Tratado de Wedmore. El tratado en sí no era más que un compromiso y ni siquiera fue duradero; solo un siglo después Canuto, un rey danés, era el verdadero gobernante de Inglaterra. Pero aunque el danés se hizo con la corona, no logró desembarazarse de la cruz. Lo único que permaneció inalterable fue la imposición religiosa de Alfredo. Y a Canuto hoy solo se le recuerda como testimonio de la futilidad de un poder meramente pagano y como al rey que colocó su corona sobre la imagen de Cristo y rindió solemnemente a los cielos el imperio escandinavo del mar.