II
LA PROVINCIA DE BRITANIA
La tierra en la que vivimos disfrutó una vez del elevado privilegio poético de ser el fin del mundo. Su extremo era ultima Thule, el más alejado confín de ninguna parte. Cuando los fanales romanos iluminaron por fin a estas islas, perdidas en la noche de los mares norteños, todos sintieron que se había hollado el más remoto rincón de la tierra; y más por orgullo que por verdadero afán de poseerla.
Dicha sensación no era del todo inexacta, ni siquiera geográficamente. Estas regiones en la frontera de todo realmente tenían algo que solo podía definirse como fronterizo. Britania no era tanto una isla como un archipiélago y, como mínimo, un laberinto de penínsulas. En pocos países puede encontrarse con tanta facilidad el mar en la tierra y la tierra en el mar. Los grandes ríos parecen no solo desembocar en el mar, sino perderse entre los montes: todo el país, aunque llano en conjunto, se inclina en altas montañas hacia el oeste; y una tradición prehistórica le ha enseñado a mirar hacia el sol poniente en busca de islas aún más ensoñadoras que la suya. Los isleños están en sintonía con sus islas. Por diferentes que sean las naciones en las que hoy se dividen, los escoceses, los ingleses, los irlandeses, los galeses de las tierras altas occidentales tienen algo que los distingue de la monótona docilidad de los alemanes del interior, o del bon sens français, que puede ser agudo o banal a voluntad. Los britanos tienen algo en común que ni siquiera las Leyes de Unión[7] han logrado deshacer. Su definición más exacta es la inseguridad, algo muy adecuado para unos hombres que pasean sobre acantilados y por el límite de las cosas. La aventura, un deleite solitario por la libertad y un humor poco ingenioso dejan tan perplejos a sus críticos como a ellos mismos. Sus almas son tan intrincadas como sus costas. Experimentan un azoramiento que perciben todos los extranjeros, y que quizá se exprese en los irlandeses en cierta confusión en la expresión y en los ingleses en cierta confusión de pensamiento. Pues la bula irlandesa no es más que una licencia con los símbolos del lenguaje, mientras que la bula de John Bull, la bula inglesa, es una «reflexión bovina», una perplejidad permanente de la imaginación[8]. Hay algo duplicado en su pensamiento como en un alma reflejada en muchas aguas. De todos los pueblos, son los menos apegados a lo puramente clásico: a esa claridad imperial con la que tan bien se desenvuelven los franceses y tan mal los alemanes y nada en absoluto los britanos. Son eternos colonos y emigrantes: tienen fama de encontrarse en casa en cualquier país, pero son como exiliados en su propia tierra. Están divididos entre el amor por su hogar y el amor por algo más, cosa de la que el mar podría ser la explicación o tan solo el símbolo, y que se encuentra también en una canción de cuna sin nombre que incluye el mejor verso de la literatura inglesa y el estribillo mudo de todos los poemas ingleses: «Tras las montañas y más allá…».
El primer gran héroe racionalista que conquistó Britania, fuese o no el frío semidiós de César y Cleopatra, era sin duda un latino entre los latinos y describió estas islas, cuando las encontró, con el seco positivismo de su pluma de acero. Pero incluso el breve informe de Julio César acerca de los britanos nos deja en parte con esa sensación de misterio que no se debe solo a la ignorancia de los hechos. En apariencia estaban gobernados por esa terrible institución que es el clero pagano. Piedras hoy sin forma, aunque ordenadas de forma simbólica, dan fe del orden y el trabajo de quienes las levantaron. Su culto era probablemente un culto a la Naturaleza; y aunque semejante base pudiera explicar en parte la cualidad elemental que siempre ha impregnado las artes de la isla, la colisión entre dicho culto y el Imperio tolerante sugiere la presencia de algo que suele surgir del culto a la Naturaleza: lo sobrenatural. Pero César guarda silencio acerca de casi todas las cuestiones que hoy causan controversia. Guarda silencio acerca de si su lenguaje era «céltico»; y algunos topónimos incluso permiten insinuar que, al menos en parte, era ya teutónico. Soy incapaz de pronunciarme sobre la verdad de tales especulaciones, pero sí puedo hacerlo sobre su importancia, al menos desde el punto de vista de mis sencillos objetivos, y no hay duda de que su importancia se ha exagerado mucho. César no pretendía proporcionar más que la visión fugaz de un viajero; pero cuando, bastante tiempo después, los romanos regresaron y convirtieron Britania en una provincia romana, siguieron demostrando una peculiar indiferencia hacia las cuestiones que han inquietado a tantos eruditos. Lo que les preocupaba era dar y obtener de Britania lo mismo que habían dado y obtenido de la Galia. No sabemos si los britanos de entonces, y en ese sentido ni siquiera los de ahora, eran íberos, gaélicos o teutónicos. Sabemos que en muy poco tiempo fueron romanos.
De vez en cuando se descubre en la Inglaterra moderna algún fragmento de una calzada romana. Esta clase de antigüedades disminuyen más que aumentan la realidad romana. Hacen que parezca muy distante algo que sigue estando muy cerca, y que parezca muerto algo que sigue vivo. Es como escribir el epitafio de un hombre en la puerta de su casa: el epitafio será probablemente un elogio, pero a duras penas servirá como introducción personal. Lo verdaderamente importante acerca de Francia e Inglaterra no es que tengan restos romanos, es que son restos romanos. En realidad no se trata tanto de restos como de reliquias; pues siguen obrando milagros. Una hilera de álamos es más una reliquia romana que una hilera de columnas. Casi todo lo que llamamos obras de la Naturaleza no han hecho más que crecer como hongos sobre esa obra original del hombre; y nuestros bosques son como musgo en los huesos de un gigante. Debajo de las semillas de nuestras cosechas y de las raíces de nuestros árboles se encuentran unos cimientos de los que los fragmentos de teja y ladrillo no son más que unos símbolos; y por debajo de los colores de nuestras flores silvestres están los colores de una calzada romana.
Britania fue completamente romana durante cuatrocientos años; más tiempo del que ha sido protestante, y mucho más tiempo del que lleva siendo industrial. Es necesario aclarar en unas pocas líneas lo que se entendía por ser romano, o se nos hará imposible entender lo que ocurrió después, y sobre todo lo que ocurrió justo después. Ser romano no significaba estar sometido, en el sentido en que una tribu salvaje puede esclavizar a otra, o en el sentido en que los cínicos políticos de épocas recientes esperaban con horrible esperanza la consunción de los irlandeses. Tanto conquistadores como conquistados eran paganos y unos y otros poseían las instituciones que nos parecen proporcionarle inhumanidad al paganismo: el triunfo, el mercado de esclavos, la ausencia total del sensato nacionalismo de la historia moderna. Pero el Imperio Romano no destruía naciones; en todo caso las creaba. Originalmente los britanos no se enorgullecían de ser britanos; pero se enorgullecían de ser romanos. El acero romano era, al menos, tanto un imán como una espada. En verdad era más bien un espejo redondeado de acero ante el que acudían a contemplarse todos los pueblos. Para Roma la misma pequeñez de su origen cívico era una garantía de la grandeza del experimento cívico. Roma por sí sola no podía someter el mundo más de lo que podía hacerlo Rutlandia[9]. Lo que quiero decir es que no podía someter a las otras razas del mismo modo en que los espartanos sometían a los ilotas o los americanos a los negros. Una maquinaria tan enorme tenía que ser humana, tenía que proporcionar un asidero al que cualquiera pudiera agarrarse. El Imperio Romano se fue haciendo necesariamente menos romano a medida que se fue haciendo más imperio; hasta que, no mucho después de que Roma le diera conquistadores a Britania, Britania le estaba dando emperadores a Roma. De Britania, tal como se jactaban los britanos, era la gran emperatriz Helena, que fue la madre de Constantino. Y fue Constantino, como todo el mundo sabe, quien promulgó el edicto que todos han tratado de proteger o derribar durante generaciones[10].
Nadie ha podido ser imparcial respecto a dicha revolución. Y el escritor de estas líneas no ha de pretender serlo ahora. Que fue la más revolucionaria de las revoluciones, puesto que identificó el cuerpo muerto en un cadalso servil con el padre celestial, ha sido siempre un lugar común sin dejar de ser una paradoja. Pero hay otro elemento histórico en el que vale la pena fijarse: no hay por qué insistir en la importancia de su esencia, pero es muy necesario comprender por qué incluso la Roma precristiana conservó un halo místico para todos los europeos durante tanto tiempo. Dicho punto de vista culminó, quizá, en Dante, pero perduró durante todo el Medioevo y, en consecuencia, sigue obsesionando a la modernidad. A Roma se la veía igual que al Hombre, poderosa, aunque caída, porque era lo más elevado que había hecho el Hombre. Era divinamente necesario que el Imperio Romano triunfara…, aunque solo fuera para poder fracasar después. Por ello la escuela del Dante implicaba la paradoja de que los soldados romanos mataran a Cristo no solo por derecho, sino por derecho divino. Para que la ley pudiera fracasar al enfrentarse a la prueba suprema tenía que ser una ley real, y no una simple ilegalidad militar. De modo que Dios obró tanto a través de Pilatos como de Pedro. Por eso el poeta medieval se empeña en mostrar que el gobierno romano era simplemente un buen gobierno, y no una usurpación. El punto crucial de la revolución cristiana se basaba en sostener que el buen gobierno era tan nefasto como el malo. Ni siquiera el buen gobierno era lo suficientemente bueno como para distinguir a Dios entre unos ladrones. Esto no solo tiene importancia porque implica un cambio colosal en la conciencia; la caída del paganismo se basa en la completa suficiencia de la ciudad o del Estado. Promulgó una especie de gobierno eterno en torno a una rebelión eterna. Debemos recordarlo constantemente durante la primera mitad de la historia inglesa, pues ese es el significado de las luchas entre los reyes y el clero.
El doble gobierno de la civilización y la religión perduró, en cierto sentido, durante generaciones; y antes de que aparecieran los primeros contratiempos, debe considerarse como sustancialmente igual en todas partes. En cualquier caso terminó en gran medida en un estado de igualdad. Desde luego existía la esclavitud, como había existido en la mayoría de los estados democráticos de la antigüedad; y existía también el áspero oficialismo, como en la mayoría de los estados democráticos de nuestra época. Pero no había nada parecido a lo que conocemos en la época moderna por «aristocracia», y mucho menos a lo que entendemos por dominación racial. Por lo que se refiere a los cambios experimentados por esa sociedad con sus dos niveles de ciudadanos iguales y esclavos iguales, el único destacable fue el lento crecimiento del poder de la Iglesia a expensas del poder del Imperio. Es muy importante comprender que la gran excepción a la igualdad, la institución de la esclavitud, se vio lentamente modificada por ambas causas: perdió empuje tanto por el debilitamiento del Imperio como por el reforzamiento de la Iglesia.
Para la Iglesia la esclavitud no era un problema doctrinal, sino un esfuerzo de la imaginación. Aristóteles y los sabios paganos que habían definido las artes serviles o «utilitarias», habían considerado al esclavo como una herramienta, un hacha para cortar madera o cualquier cosa que fuese necesario cortar. La Iglesia no condenaba la acción de cortar, pero se sentía como si estuviera cortando cristal con un diamante. Y le obsesionaba el recuerdo de que el diamante es mucho más precioso que el cristal. Así, el cristianismo no podía basarse en la simple concepción del paganismo de que el hombre estaba hecho para trabajar, dado que el trabajo tenía mucha menos importancia inmortal que el hombre. En esta época de la historia de Inglaterra suele situarse la anécdota de Gregorio el Grande, y tal vez sea esa la mejor forma de entenderla. Según la teoría romana, los esclavos bárbaros eran considerados cosas útiles. El misticismo del santo prefirió considerarlos ornamentales; y su «Non Angli sed Angeli» significaba más bien «No esclavos, sino almas». Viene al caso recordar de pasada que en el país moderno más colectivamente cristiano, Rusia, a los siervos siempre se les ha llamado «almas». La frase del Gran Pontífice, por manida que resulte, tal vez sea el primer vislumbre de los halos dorados del mejor arte cristiano. Así, la Iglesia, cualquiera que fuesen sus otros errores, favoreció según su propia naturaleza una mayor igualdad social; y es un error histórico suponer que la jerarquía eclesiástica colaboró con las aristocracias o llegó a ser un todo con ellas. Era una inversión de la aristocracia: desde su visión ideal, al menos, los últimos iban a ser los primeros. La paradoja irlandesa que dice que «un hombre es tan bueno como otro y mucho mejor» contiene, como sucede con muchas contradicciones, una verdad: la verdad que servía de vínculo entre el cristianismo y la ciudadanía. El santo es el único de entre los seres superiores que no oprime la dignidad de los otros. No es consciente de su superioridad, pero es más consciente de su inferioridad que los demás.
Y mientras un millón de pequeños clérigos y monjes iban royendo como ratones las ligaduras de la antigua servidumbre, seguía su curso otro proceso que aquí hemos llamado el debilitamiento del Imperio. Se trata de un proceso que resulta muy difícil de explicar incluso en nuestros días, pero que afectó a todas las instituciones de todas las provincias, en particular a la institución de la esclavitud. Y de todas las provincias fue en Britania, que estaba en la frontera o incluso más allá, donde su efecto fue mayor. El caso de Britania, no obstante, no puede considerarse aisladamente. La primera mitad de la historia inglesa se ha vaciado de significado en las escuelas al tratar de explicarla sin referencias al conjunto de la cristiandad de la que formaba parte orgullosamente. Acepto sin recato la verdad contenida en la pregunta del Sr. Kipling cuando dice: «¿Qué van a saber de Inglaterra quienes solo conocen Inglaterra?», y solo disiento de él en que el mejor modo de ensanchar las ideas sea el estudio de Wagga-Wagga y Tombuctú. Se hace por tanto necesario, aunque resulte muy difícil, ofrecer en pocas palabras una idea de lo que le aconteció a toda la raza europea.
Roma, que había edificado aquel mundo tan fuerte, era en realidad su eslabón más débil. El centro se había ido desdibujando y terminó por desaparecer. Roma había liberado al mundo tanto como lo había sometido, y ahora era incapaz de someterlo por más tiempo. Salvo por la presencia del Papa con su prestigio sobrenatural en constante aumento, la Ciudad Eterna se transformó en una de sus ciudades de provincias. El resultado fue un leve localismo, y no un amotinamiento intelectual. Había anarquía, pero no rebelión, pues toda rebelión debe sustentarse en unos principios y, por tanto (para quienes sean capaces de pensar), en una autoridad. Gibbon tituló su gran espectáculo en prosa La decadencia y caída del Imperio Romano. El Imperio declinó, desde luego, pero no cayó. Ha pervivido hasta hoy.
Por un proceso mucho más indirecto incluso que el de la Iglesia, esta descentralización y esta deriva trabajaron también en contra del estado esclavista de la antigüedad. No hay duda de que el localismo promovió esa elección de jefes tribales que llegó a llamarse feudalismo y del que hablaremos más tarde, pero ese mismo localismo tendió a destruir la posesión directa del hombre por el hombre, aunque su influencia negativa no pueda compararse en proporción a la influencia positiva ejercida por la Iglesia Católica. El esclavismo pagano posterior, como nuestro propio trabajo industrial, que cada vez se le parece más, se desarrolló en una escala cada vez mayor y llegó a ser demasiado grande para controlarlo. Para el esclavo, su Señor visible terminó estando más lejos que su nuevo señor invisible. El esclavo se convirtió en siervo; es decir, podía ser encerrado, pero no excluido. En cuanto pasó a pertenecer a la tierra, era cuestión de tiempo que la tierra le perteneciera a él. Incluso en el antiguo y más bien ficticio lenguaje sobre la propiedad de los esclavos hay una diferencia: la diferencia entre que un hombre sea considerado como una silla o como una casa. Canuto podía reclamar su trono, pero si lo que quería era su salón del trono tenía que ir a conquistarlo él mismo. Del mismo modo podía pedirle a su esclavo que corriera, pero solo podía pedirle a su siervo que se quedara donde estaba. Así, los dos lentos cambios de la época tendieron ambos a transformar a la herramienta en hombre. Su estatus comenzó a tener raíces y todo lo que tiene raíces termina por tener derechos.
En todas partes el declive implicó una descivilización: el abandono de las letras, las leyes, los caminos y los medios de comunicación y la exageración caprichosa del color local. Pero en los confines del Imperio dicha descivilización llevó a la más pura barbarie debido a la presencia de vecinos salvajes dispuestos a destruir tan ciega y sordamente como el fuego destruye las cosas. A excepción del lívido y apocalíptico vuelo de langosta de los hunos, tal vez sea una exageración hablar, incluso en esas épocas oscuras, de una ola de barbarie, al menos si nos referimos a la vieja civilización en su conjunto. Pero no es del todo exagerado hablar de una ola de barbarie cuando se trata de lo que ocurrió en algunas de las fronteras del Imperio, en los límites del mundo conocido descritos al comenzar estas páginas. Y Britania estaba en ese extremo del mundo.
Tal vez sea cierto, aunque hay pocas pruebas de ello, que la capa de la civilización romana fuese más tenue en Britania que en las otras provincias, pero en todo caso era una civilización muy civilizada. Se concentraba en las grandes ciudades como York, Chester y Londres, pues las ciudades son más antiguas que los condados y desde luego más antiguas que los países. Todas estaban conectadas por un esqueleto de grandes calzadas que eran y son los huesos de Britania. Pero con el debilitamiento de Roma, los huesos empezaron a romperse bajo la presión de los bárbaros, que llegaron primero del norte: los pictos que había más allá de la frontera de Agrícola, en lo que son hoy las tierras bajas escocesas. Todo este complejo periodo está repleto de alianzas temporales entre las tribus, generalmente de carácter mercenario: de bárbaros a los que se paga por ir o venir. Parece probado que durante esta pugna la Britania romana compró la ayuda de pueblos más rudos que vivían cerca del cuello de Dinamarca, en lo que es hoy el ducado de Schleswig. Elegidos para pelear solo contra algunos, naturalmente pelearon contra todos; y siguió un siglo de luchas, bajo cuyas pisadas las calzadas romanas se rompieron en pedazos aún más pequeños. Tal vez sea lícito disentir del historiador Green cuando dice que no debería haber lugar más sagrado para los ingleses que los alrededores de Ramsgate, donde se supone que desembarcó la gente de Schleswig; o cuando sugiere que su aparición marca el verdadero inicio de la historia de nuestra isla. Sería más cierto decir que, aunque prematuramente, estuvo a punto de ser su final.