VIII

EL SIGNIFICADO DE
«LA ALEGRE INGLATERRA»[37]

La argucia que ha permitido menoscabar y deshumanizar la primera mitad de la historia inglesa es muy simple. Consiste en contar solo la vida de los destructores profesionales y quejarse después de que todo sea destrucción. El rey es, en el mejor de los casos, una especie de verdugo coronado y el gobierno, una desagradable necesidad, pero lo cierto es que si era tan desagradable es solo porque gobernar era más difícil. Lo que hoy deciden los jueces de primera instancia antes lo decidían las expediciones de castigo del rey. Durante un tiempo la clase criminal fue tan poderosa que el gobierno solo podía ejercerse mediante una especie de guerra civil. Cuando el enemigo caía en manos del gobierno, o se le mataba o se le mutilaba salvajemente. El rey no podía ponerle ruedas a la prisión de Pentonville para llevarla consigo. No es mi intención negar que en la Edad Media se cometieran crueldades, pero lo principal es que se referían a una parte de la vida que ya es bastante cruel por sí misma, y que requería más crueldad por el mismo motivo que requería más valor. Cuando pensamos en nuestros antepasados como hombres que infligían torturas, deberíamos recordar que también se enfrentaban a ellas. Pero el crítico moderno del medievalismo suele fijarse solo en las sombras más torvas y no en las luces de la Edad Media. Tras agotar su indignada perplejidad ante el hecho de que los guerreros combatieran y los verdugos ahorcaran, concluye que todas las demás ideas eran infecundas e ineficaces. Desprecia al monje por evitar justo las mismas ocupaciones que censura en el guerrero. E insiste en que las artes de la guerra eran estériles, sin ni siquiera admitir la posibilidad de que las artes de la paz fueran productivas. Pero lo cierto es que fue precisamente en las artes de la paz y en el tipo de producción en lo que la Edad Media fue única e impar. Y esto es historia, no un encomio barato. Cualquier persona informada reconoce esa peculiaridad productiva, incluso aunque la idea le repugne. Los hechos melodramáticos que solemos llamar medievales, como los torneos o el empleo de la tortura, son en realidad mucho más antiguos y más universales. El torneo, de hecho, supuso un avance cristiano y liberal frente a los espectáculos de gladiadores, puesto que los señores arriesgaban ahora sus propias vidas y no las de sus esclavos. La tortura, lejos de ser un fenómeno exclusivamente medieval, es una imitación de la Roma pagana y de su ciencia política más racionalista; y su aplicación a quienes no eran esclavos es una prueba más de la lenta extinción medieval de la esclavitud. La tortura, qué duda cabe, es algo lógico y frecuente en los estados más exentos de fanatismo, como el gran imperio agnóstico de la China. Lo más impresionante y destacable de la Edad Media, como la disciplina espartana lo fue de Esparta, o las comunas rusas lo son de Rusia, fue precisamente la eficacia de su sistema social de producción, capaz de crear, construir y cultivar todas las cosas buenas de la vida.

Pero lo cierto es que un libro como este no puede detenerse a estudiar la Inglaterra medieval. Las dinastías y los parlamentos pasaron como nubes cambiantes sobre un paisaje fecundo y estable. Las instituciones que afectaban a las masas pueden compararse con el cereal o los árboles frutales, al menos en un sentido práctico: crecían de abajo a arriba. Puede que hubiera sociedades mejores, y sin duda no es necesario mirar atrás para encontrarlas peores, pero dudo de que hubiese nunca una sociedad tan espontánea. Es imposible hacer justicia, por ejemplo, al gobierno local —por fragmentario y defectuoso que fuese— comparándolo con los planes establecidos por cualquier gobierno local actual. El gobierno local moderno siempre llega desde arriba: en el mejor de los casos concede y, mucho más a menudo, impone. La oligarquía moderna inglesa o el moderno imperio alemán son mucho más eficientes a la hora de someter a los municipios a un plan, o más bien a un programa. Los medievales no solo tenían autogobierno, sino que lo ejercían ellos mismos. Por supuesto, buscaron y procuraron el sello de aprobación del Estado, a medida que los poderes centrales de las monarquías nacionales se fueron haciendo más fuertes, pero se trataba de la aprobación de un hecho popular ya existente. Los hombres se agruparon en gremios y parroquias mucho antes de que nadie soñara con leyes de gobierno local. Como la caridad bien entendida, que funcionaba de la misma manera, su gobierno local empezaba por ellos mismos. Las reacciones de los siglos más recientes han desprovisto a casi todas las personas educadas de la imaginación necesaria para imaginar esto siquiera. No ven en la multitud más que algo que destruye cosas, aunque admitan que tiene el derecho de hacerlo. Y eso que fue la misma multitud quien las hizo. Todas esas obras maestras las creó un artista menospreciado de muchas cabezas, con muchos ojos y manos. Y si al escéptico moderno, en su desprecio del ideal democrático, le ofende que las llame obras maestras, será suficiente con una respuesta sencilla: basta con recordarle que la misma expresión «obra maestra» está tomada del vocabulario de los artesanos medievales. Pero ya estudiaremos después las peculiaridades del sistema de gremios; lo único que nos preocupa ahora es el desarrollo espontáneo de abajo arriba de todas las instituciones sociales. Crecieron en las calles como una rebelión silenciosa, como un motín tranquilo y estatuario. En los países constitucionales modernos no hay prácticamente ninguna institución política surgida así del pueblo; todas son otorgadas al pueblo. Solo una cosa perdura entre nosotros, atenuada y amenazada, pero todavía con cierto poder, como un fantasma de la Edad Media: los sindicatos.

En cuanto a la agricultura, lo que aconteció fue una especie de corrimiento universal de tierras. Aunque, debido a un prodigio aún mayor que las catástrofes de la geología, podría decirse que la tierra se deslizó colina arriba. La civilización rural se encontró en un terreno nuevo y mucho más elevado, pese a que no se produjeron ni grandes conmociones sociales ni, al menos en apariencia, grandes campañas sociales que permitan explicarlo. Es posible que sea el único ejemplo en la historia de unos hombres que caen hacia arriba, o al menos de unos desterrados que acaban cayendo de pie y de unos vagabundos que, extraviados, terminan por dar con la tierra prometida. Una cosa así no podía deberse, y no se debió, a un mero accidente; y, sin embargo, si estudiamos concienzudamente sus motivaciones políticas, sí fue una especie de milagro. Había surgido, como si de una raza subterránea se tratase, algo desconocido para la augusta civilización del Imperio Romano: el campesinado. Al comienzo de las Edades Oscuras la gran sociedad cosmopolita y pagana, ahora convertida al cristianismo, era un estado tan esclavista como la antigua Carolina del Sur. En el siglo XIV era un estado de propietarios rurales casi como el de la Francia moderna. No se había aprobado ley alguna contra la esclavitud, ningún dogma la había condenado, nadie había librado ninguna guerra contra ella, ninguna nueva raza o casta gobernante la había rechazado, pero había desaparecido. Esta transformación sorprendente y silenciosa tal vez nos dé la mejor medida de la presión de la vida popular durante la Edad Media y de lo rápido que se producían las novedades en su fábrica espiritual. Como todo en la revolución medieval, desde las catedrales hasta las baladas, fue anónima y enorme. Se acepta que los emancipadores conscientes y activos por doquier fueron los párrocos y las hermandades religiosas; pero ningún nombre ha sobrevivido, y ninguno de ellos ha disfrutado de su recompensa en este mundo. Incontables Clarksons e innumerables Wilberforces[38] trabajaron, sin apoyos políticos ni el reconocimiento del público, en los lechos de muerte y los confesionarios de todos los pueblos de Europa, y el vasto sistema de la esclavitud se desvaneció. Fue esta probablemente la mayor obra jamás llevada a cabo con voluntarios por ambas partes; y la Edad Media fue, en esta y otras muchas cosas, la edad de los voluntarios. Es bastante fácil establecer a grandes rasgos las etapas por las que pasó; pero eso no explica por qué los grandes propietarios de esclavos aflojaron su abrazo y se hace necesario recurrir a una explicación psicológica. El ideal católico del cristianismo no era solo una característica, sino un clima en el que no podía florecer el esclavismo. Ya he sugerido, al hablar de la Transformación del Imperio Romano que fue el telón de fondo de todos estos siglos, qué consecuencias tuvo la concepción mística de la dignidad del hombre. Una mesa capaz de andar y de hablar, o un taburete con alas que saliera volando por la ventana, habrían sido un objeto tan poco manejable como un mueble inmortal. Pero, aunque aquí y en todas partes el espíritu explica los procesos y estos no pueden explicar el espíritu ni siquiera de manera aproximada, dichos procesos se refieren a dos cuestiones prácticas sin las que es imposible entender cómo se creó, o destruyó, esta gran civilización popular.

Lo que hoy llamamos feudos habían sido antes las villae de los señores paganos, cada una con su propia población de esclavos. Durante aquel proceso, cualquiera que sea su explicación, lo que ocurrió fue que disminuyó la ambición de los señores por reclamar todos los beneficios de sus esclavos, y se pasó a reclamar solo una parte de ellos, que se fue reduciendo hasta convertirse por fin en una serie de derechos o pagos que, una vez satisfechos, permitían al esclavo no solo disfrutar del uso de la tierra sino también de su producto. Es preciso recordar que en muchos lugares, y sobre todo en los más importantes, los señores eran abades, magistrados elegidos por un comunismo místico, y que muchas veces eran ellos mismos de procedencia campesina. La gente no solo disfrutaba de una justicia aceptable bajo sus cuidados, sino también de bastante libertad debido a su descuido. Pero en todo esto hay dos detalles cruciales: en primer lugar, como se ha dicho en todas partes, el esclavo conservó durante mucho tiempo el estado intermediario de siervo. Eso significaba que, aunque estaba adscrito al servicio de la tierra, también estaba amparado por esta. No se le podía desalojar y, por decirlo en términos modernos, ni siquiera se le podía subir el alquiler. Al principio al esclavo se le poseía, pero al menos no se le podía desposeer. Al final acabó siendo una especie de pequeño propietario rural, y solo porque no era el señor, sino la tierra, quien lo poseía. No es descabellado sugerir que (debido a una de las paradojas de este extraordinario periodo) la propia permanencia de la servidumbre fue beneficiosa para la causa de la libertad. El nuevo campesino heredó algo de la estabilidad del esclavo. No llegó a la vida en mitad de una trifulca competitiva en la que todos tratasen de arrebatarle su libertad. Se encontró entre vecinos que consideraban normal su presencia y sus lindes como fronteras naturales, y entre quienes unas costumbres todopoderosas anulaban cualquier intento de competencia. Gracias a una trampa o a un vuelco de la fortuna que ningún novelista ha osado llevar al papel, aquel prisionero se había convertido en el gobernador de su propia prisión. Durante algún tiempo fue casi cierto eso de que la casa de un inglés es su castillo, ya que había sido construida con la solidez suficiente para ser su mazmorra.

El otro elemento destacable era este: cuando se generalizó la costumbre de no entregarle al señor más que una parte del producto de la tierra, el resto normalmente se subdividió en dos clases de propiedad: una de la que los siervos disfrutaban privadamente y otra de la que disfrutaban en común, y a menudo en común con el señor. Así surgió la importantísima institución medieval de las tierras comunales, que coexistían con las tierras privadas. Era al tiempo una alternativa y un refugio. Los medievales, excepto si eran monjes, no tenían nada de comunistas; pero eran todos, por así decirlo, comunistas en potencia. Es típico de la imagen tétrica y deshumanizada que tenemos hoy de la época que nuestras novelas describan a los menesterosos buscando el refugio de los bosques y las guaridas de los fugitivos, y nunca refugiándose en las tierras comunales, cosa que era mucho más frecuente. Los medievales creían que era posible enmendar al descarriado; e igual que la idea subyacía en la vida comunal de los monjes, lo hacía en las tierras comunales. Era su gran hospital campestre y su taller al aire libre. Una tierra comunal no era algo desnudo y negativo como los parques y descampados de las afueras de las ciudades. Era una reserva de riqueza, como la provisión de grano de un granero, y se mantenía a propósito como balance, en el mismo sentido en que hablamos del balance del banco. Todas estas previsiones para asegurar un reparto más justo de la propiedad bastarían para mostrar por sí mismas a cualquier hombre juicioso que se hizo un auténtico esfuerzo moral en pro de la justicia social; y que un mero accidente de la evolución no pudo transformar lentamente al esclavo en siervo, y al siervo en propietario rural. Pero si alguien cree, pese a todo, que la ciega suerte, sin necesidad de palpar en busca de la luz, favoreció de algún modo la llegada de la nueva condición campesina en detrimento del estado de esclavitud agraria, solo tiene que considerar lo que estaba ocurriendo en todos los demás órdenes y asuntos de la humanidad. Entonces dejará de dudar. Porque verá a esos mismos medievales esforzarse en construir un sistema social que ansía la igualdad y aspira con claridad meridiana a la piedad. Y se trata de un sistema que no podía producirse por casualidad, igual que un terremoto no podría construir una de sus catedrales.

Casi todo el trabajo, aparte de las tareas básicas de la agricultura, estaba controlado por la vigilancia igualitaria de los gremios. Resulta difícil encontrar un término para medir la distancia entre este sistema y la sociedad moderna, y solo es posible aproximarse a él mediante las escasas huellas que nos ha dejado. Nuestra vida diaria está tapizada por los escombros de la Edad Media, y sobre todo por palabras muertas que han perdido su sentido. He citado ya un ejemplo. Nada nos hace evocar menos el regreso al comunismo cristiano que una mención a los prados de Wimbledon. Y lo mismo sucede con nimiedades como los tratamientos que empleamos cuando escribimos cartas y tarjetas postales. El enigmático y truncado monosílabo «Esq.»[39] es una patética reliquia de una remota evolución que transformó la caballería en esnobismo. No hay cosa más diferente en la historia que un escudero, que ante todo era una puesto incompleto y de neófito —la larva del caballero—, y un terrateniente, que antes que nada representaba una posición completa y segura —el estatus de los propietarios campesinos que gobernaron la Inglaterra rural en los siglos más recientes—. Nuestros escuderos no obtuvieron sus tierras hasta que no renunciaron a todo capricho particular con tal de ganarse las espuelas. Escudero ya no significa lo mismo que terrateniente y «esq.» ya no significa nada. Pero perdura en nuestras cartas como un garabato de tinta y un jeroglífico indescifrable, aún más por los extraños giros de nuestra historia, que convirtió la disciplina militar en una oligarquía pacífica y esta en una mera plutocracia. Y en las demás formas de tratamiento social se ocultan también enigmas históricos semejantes. En la moderna palabra «amo» también se ha perdido algo. Incluso cierta debilidad afectada en su pronunciación subraya la mengua sufrida por el enérgico término al que reemplazó. Y no hay por qué despreciar lo que simboliza un sonido. Recuerdo haber visto un cuento alemán sobre Sansón, en el que recibía el modesto nombre de Simson, lo que sin duda le proporcionaba una apariencia aún más trasquilada. Algo de este triste diminuendo se percibe en la transformación de un «maestro» en un «amo»[40].

La importancia vital de la palabra «maestro» radica en lo siguiente: un gremio era, a grandes rasgos, una especie de sindicato en el que cada cual era su propio patrón. Es decir, nadie podía trabajar en ningún oficio sin antes ingresar en la liga y aceptar las leyes del mismo; pero uno trabajaba en su propia tienda y con sus propios utensilios y se quedaba con todos los beneficios. Sin embargo, la palabra «patrón» insiste en una deficiencia moderna que hace inexacto el uso moderno de la palabra «maestro». Un maestro era mucho más que un simple «jefe». Era el maestro de obras, aunque hoy no sería más que el jefe de los obreros. Una característica fundamental del capitalismo es que el dueño de un barco no tiene por qué saber distinguir la proa de la popa, igual que un terrateniente no necesita pisar el campo, que al propietario de una mina de oro puede no interesarle otra cosa que los objetos antiguos de peltre y que el dueño de un ferrocarril puede viajar solo en globo. Es posible que tenga más éxito como capitalista si siente afición por sus negocios —aunque suele tenerlo aún más si tiene el sentido común de dejarlos en manos de un administrador—, pero si controla económicamente el negocio es porque es un capitalista y no porque tenga ningún tipo de afición ni ninguna clase de sentido común. El mayor rango en el sistema de gremios era el maestro, lo que implicaba maestría en el oficio. Por citar el término creado por los colegios en la misma época, todos los jefes medievales eran maestros en artes. Los otros grados eran el de oficial y el de aprendiz; e igual que ocurre con los títulos correspondientes en las universidades, eran grados por los que cualquier persona podía pasar. No eran clases sociales: se trataba de grados, y no de castas. He ahí la clave de ese tema recurrente en tantas novelas en las que un aprendiz se casa con la hija de su maestro. Un maestro no se sorprendería por ello más de lo que se hincharía de aristocrática indignación un licenciado universitario si su hija se casara con un bachiller[41].

Cuando pasamos de la estricta jerarquía educacional al estricto ideal igualitario, volvemos a ver que lo poco que nos queda hoy son unos restos tan inconexos y distorsionados que producen un efecto cómico. Hay empresas que han heredado el escudo de armas y la relativa riqueza de los viejos gremios y nada más. Y sus bondades nada tienen que ver con las bondades de los gremios. En un caso encontraremos algo así como una Venerable Empresa de Construcción en la que, resulta innecesario decirlo, no habrá ni un solo albañil ni nadie que haya visto a un albañil en toda su vida, pero en la que los principales accionistas de unos cuantos negocios del centro financiero de la ciudad y unos cuantos militares jubilados y aficionados a la buena cocina, se recuerdan unos a otros en los discursos de sobremesa que la mayor alegría de sus vidas ha sido fabricar ladrillos alegóricos sin paja[42]. En otro caso encontraremos otra Venerable Empresa de Encalado, verdaderamente merecedora de ese nombre, en el sentido de que emplea a mucha gente para encalar las paredes. Todas esas empresas financian obras de caridad y a menudo muy meritorias; pero su objeto es muy diferente del de las obras de caridad de los antiguos gremios. La caridad de los gremios perseguía el mismo fin que las tierras comunales: resistir ante la desigualdad, o —como probablemente diría algún viejo caballero de las generaciones pasadas— resistir a la evolución. Servía para asegurar no solo la supervivencia y el éxito del oficio de albañil, sino la supervivencia y el éxito de todos los albañiles. Trataba de reconstruir la ruina de cualquier albañil y de darle una capa blanca a cada encalador deslucido. El objetivo principal de los gremios era ponerle medias suelas a los zapateros igual que hacían ellos con sus zapatos y zurcir a los zurcidores; reforzar el eslabón más débil o salir en busca de la oveja descarriada; mantener inquebrantables, en suma, las filas de pequeños talleres como si se tratara del frente de un campo de batalla. Se oponían al crecimiento de un gran taller como al crecimiento de un dragón. Hoy ni siquiera los encaladores de la empresa de encalado osarían defender que el objetivo de su empresa es evitar que los grandes comercios se traguen a los chicos, o que hayan hecho algo por evitarlo. En el mejor de los casos, la generosidad que demostrarían hacia un encalador que se declarase en quiebra sería una especie de compensación, no una reincorporación: no le permitirían recuperar su estatus en el sistema industrial. Esa moderna filosofía evolucionista, que aparenta preocuparse por el arquetipo mientras se despreocupa por la persona en particular, es la que ha terminado por destruir al arquetipo. Los viejos gremios, con un mismo objetivo igualitario, exigían de manera perentoria la misma nivelación de los pagos y contratos que tanto se les reprocha hoy a los sindicatos. Pero también exigían, cosa que los sindicatos no pueden hacer, una destreza incomparable que todavía hoy asombra al mundo en las esquinas de edificios en ruinas o en los colores de las vidrieras rotas. No hay artista o crítico de arte que no reconozca, por mucho que la escuela gótica se aleje de su propio estilo, que la época disfrutó de un toque artístico anónimo y universal capaz de moldear incluso los objetos más cotidianos. La suerte ha preservado toscos bastones, taburetes, pucheros y cazuelas con formas tan fascinantes como si estuvieran poseídos, no por demonios, sino por elfos. Y es que, comparado con los sistemas que llegaron después, fue como si se hubieran fabricado en ese lugar increíble y maravilloso que es un país libre.

Es cierto, y trágico, que los sindicatos —la institución más moderna y medieval— ya no aspiran al mismo ideal de acabado estético, pero reprochárselo supondría no comprender en absoluto esa tragedia. Los sindicatos son confederaciones de hombres sin propiedades, que tratan de compensar sus carencias mediante el número y el carácter necesario de su trabajo. Los gremios eran confederaciones de hombres con propiedades, que trataban de asegurar las posesiones de cada hombre. Y esa es, por supuesto, la única situación en la que puede decirse que la propiedad privada existe verdaderamente. No se puede hablar de una comunidad de negros en la que la mayoría sean blancos y haya unos pocos negros gigantescos. Es inconcebible una comunidad de casados en la que la mayoría sean solteros y tres hombres mantengan harenes. Una comunidad de casados es una comunidad en la que la mayoría de la gente esté casada, no una en la que dos o tres personas se han casado muchas veces. Una comunidad de propietarios es una comunidad en la que la mayoría posee propiedades, no una en la que hay unos pocos capitalistas. Pero de hecho los integrantes del gremio (y, ya puestos, los siervos, los semisiervos y los campesinos) eran mucho más ricos de lo que pudiera deducirse del hecho de que los gremios protegieran la posesión de las casas y utensilios y se asegurasen de la justicia de los pagos. Cualquier estudio serio de los precios de la época, siempre que se hagan los cálculos necesarios y se tengan en cuenta las diferencias de moneda, permite comprobar la enorme cuantía de sus beneficios. Si con una o dos moneditas se podía comprar un ganso o un azumbre de cerveza, qué más da cómo se llamasen esas monedas. E incluso allí donde la riqueza individual era muy limitada, la riqueza colectiva —la riqueza de los gremios, de las parroquias y, sobre todo, de las órdenes monásticas— era muy grande. Es importante tenerlo muy presente durante la historia posterior de Inglaterra.

El siguiente hecho destacable es que el gobierno local surgió del sistema de gremios, y no al revés. Nadie que esté en sus cabales pensará que al bosquejar los saludables principios de esta vieja sociedad pretendo describir un paraíso moral o sugerir que estuviera libre de los errores, querellas y tribulaciones que han aquejado siempre a la humanidad, tanto en nuestra época como en cualquier otra. Hubo gran cantidad de luchas y motines relacionados con los gremios, y sobre todo durante un tiempo se dio cierta rivalidad belicosa entre los gremios de los mercaderes, que vendían cosas, y los de los artesanos, que las fabricaban, y en conjunto salieron victoriosos los artesanos. Pero, fuera quien fuera el que terminase predominando, eran los cabecillas de los gremios quienes se convertían en los cabecillas de las ciudades, y no a la inversa. Todavía perduran vestigios de esta insurrección espontánea en la hoy anómala institución del Lord Mayor y la entrega de la ciudad de Londres[43]. Se nos ha dicho tantas veces que el gobierno de nuestros padres se fundaba en las armas que vale la pena destacar que su forma más íntima y cotidiana de gobierno se basaba por completo en las herramientas: era un gobierno en el que el instrumento de trabajo se convertía en cetro. Blake, en una de sus fantasías simbólicas, afirma que en la Edad Dorada se arrancarán el oro y las gemas de la empuñadura de la espada y se colocarán en la esteva del arado. Algo parecido sucedió durante el interludio de la democracia medieval, que fermentó bajo la corteza de la monarquía y la aristocracia medievales y en la que a menudo los utensilios de producción adquirían la pompa de la heráldica. Los gremios con frecuencia exhibían emblemas y ceremonias tan ligadas a sus usos más prosaicos que solo podemos concebirlas imaginando tabardos heráldicos, o incluso hábitos religiosos, tejidos con la pana de un obrero o los botones de nácar de un vendedor ambulante.

Es necesario añadir dos cosas más para completar en lo posible este tosco bosquejo de una época que hoy nos parece extraña e incluso fantástica. Ambas se refieren a esas relaciones entre la política y la vida popular que supuestamente constituyen la historia. La primera, y en la época la de mayor importancia, es la carta de privilegio. Por utilizar otra vez el paralelismo con los sindicatos, tan útil para el lector actual, la carta de privilegio de un gremio se correspondía a grandes rasgos con el «reconocimiento» que hace unos años exigieron, sin éxito, los ferroviarios y otros sindicalistas. Gracias a ella los gremios obtenían la autoridad del rey, es decir, del gobierno central o nacional; y eso era de gran importancia moral para los medievales, que siempre concibieron la libertad como un estado positivo y no como un descuido negativo: carecían por completo del romanticismo moderno que equipara la libertad a la soledad. En la frase «otorgar a un hombre la libertad de una ciudad» queda claro que no tenían la menor intención de otorgarle la libertad de un desierto. Añadir que obtenían también la autoridad de la Iglesia es algo que se da por descontado, pues la religión recorrió como una gruesa hebra el tosco tapiz de estas manifestaciones populares, mientras fueron meramente populares; y muchas sociedades comerciales debieron de tener un santo patrón mucho antes de contar con el sello real. La segunda cuestión es que de aquellas corporaciones municipales se escogieron los primeros hombres para el mayor y tal vez el último de los grandes experimentos medievales: el Parlamento.

Todos hemos leído en la escuela que Simón de Monforte y Eduardo I, cuando convocaron por primera vez a los Comunes, para asesorarse acerca de los impuestos locales, llamaron a «dos burgueses» de cada ciudad. De haberlas leído con un poco más de atención, esas palabras tan sencillas nos habrían revelado el secreto de la desaparecida civilización medieval. Solo con preguntarnos qué eran los burgueses y si es que crecían en los árboles, habríamos descubierto de inmediato que Inglaterra estaba llena de pequeños parlamentos, a partir de los cuales se formó el gran parlamento. Y si produce sorpresa que el gran consejo (todavía conocido con curioso arcaísmo por su antiguo nombre de Cámara de los Comunes) sea la única de aquellas corporaciones electivas de la que oímos hablar en nuestros libros de historia, me temo que la explicación es sencilla y un poco triste. Porque el Parlamento fue la única de todas las creaciones medievales que consintió en traicionar y destruir a las demás.