IX

LA NACIONALIDAD Y LAS GUERRAS CON FRANCIA

Si alguien quiere saber a qué nos referimos al decir que la Cristiandad era y es una cultura o una civilización, hay una forma tosca pero sencilla de explicárselo. Consiste en preguntarse cuál es el uso más común, o más habitual, de la palabra «cristiano». Está, por supuesto, el más elevado de todos; pero hoy se dan otros muchos usos. En ocasiones cristiano significa evangélico. Otras veces, sobre todo en tiempos más recientes, significa cuáquero. Y otras veces significa una persona modesta que cree tener cierta semejanza con Cristo. Pero durante mucho tiempo ha tenido para la gente otro significado coloquialmente distinto. En La isla del tesoro, Ben Gunn no le dice a Jim Hawkins: «Me siento desconectado de cierto tipo de civilización», sino que le dice: «No he probado comida cristiana». Las viejas del pueblo que ven pasar a una joven con pantalones y el pelo corto no dicen: «Percibimos cierta divergencia entre su cultura y la nuestra», sino que dicen: «¿Por qué no vestirá como una buena cristiana?». Que ese sentimiento haya calado en el habla cotidiana más simple, e incluso más estúpida, es una prueba de que la Cristiandad era algo muy real. Pero también era, como hemos visto, algo muy localizado, sobre todo durante la Edad Media. Y el vívido localismo que estimulaban la fe y los afectos cristianos condujo a un parroquialismo excesivo y excluyente. Hubo santuarios rivales del mismo santo, y una especie de antagonismo entre dos imágenes de la misma divinidad. Por un proceso que es nuestro penoso deber estudiar ahora, se produjo un verdadero distanciamiento entre los pueblos de Europa. La gente empezó a pensar que los extranjeros no bebían o comían como cristianos, e incluso, cuando se produjo el cisma filosófico, llegaron a dudar de si serían cristianos.

Y en realidad la cosa iba más lejos de lo que esto implicaba. Del mismo modo en que la estructura interna del medievalismo era parroquial y popular en gran medida, en los grandes asuntos, y sobre todo en los asuntos exteriores, como la guerra y la paz, la mayoría (aunque no todo) de lo medieval era monárquico. Para ver lo que llegaron a ser los reyes debemos volver la vista atrás, hacia el gran telón de fondo, entre la noche y el alba, ante el que han hecho ya su aparición las primeras grandes figuras de nuestra historia. Dicho telón era la lucha contra los bárbaros. Mientras duró, la Cristiandad no solo fue una nación, sino casi una ciudad —aunque sitiada— de la que Wessex no era más que un muro y París una torre. Y Beda habría podido escribir la crónica del sitio de París en la misma lengua y con el mismo espíritu que Abbo el cantar de Alfredo. Lo que siguió fue una conquista y una conversión: todo el final de las Edades Oscuras y el alborear del medievalismo se centra en la evangelización de los bárbaros. Y la paradoja de las Cruzadas radica en que, aunque los sarracenos eran superficialmente más civilizados que los cristianos, estos tuvieron la intuición de percatarse de que en el fondo eran unos destructores. En el caso más sencillo del paganismo nórdico, la civilización se extendió con mayor facilidad. Aunque hasta el final de la Edad Media, próxima ya la Reforma, no se bautizó a los habitantes de Prusia, la tierra salvaje que se extendía más allá de Alemania. Y cualquiera que se permitiese trazar un frívolo paralelismo profano con la vacunación, podría sentirse inclinado a sugerir que, por alguna razón, no les hizo ningún efecto.

De ese modo el peligro bárbaro se fue conjurando poco a poco, e incluso en el caso del Islam, cuyo poder no fue posible aplastar, al menos fue posible contenerlo. Los cruzados abandonaron toda esperanza y al mismo tiempo se hicieron innecesarios. A medida que los temores se desvanecían, los príncipes europeos, que se habían aliado para hacerles frente, dispusieron de más tiempo para percatarse de que entre ellos también había diferencias y acabaron enfrentándose entre sí; pero esto habría podido evitarse fácilmente, o se habría resuelto con una escaramuza sin importancia, de no ser porque la espontánea creatividad de la vida local, de la que ya hemos hablado, tendía hacia una auténtica variedad. Las monarquías descubrieron que eran representativas casi sin darse cuenta; y muchos reyes, al reivindicar un árbol genealógico o un título nobiliario, se encontraron con que defendían los bosques y las canciones de toda una comarca. En Inglaterra concretamente esta transición la ejemplifica el accidente que elevó al trono a uno de los hombres más nobles de la Edad Media.

Eduardo I llegó envuelto en todos los esplendores de su época. Había defendido la causa de la cruz y combatido a los sarracenos; había sido el único adversario digno de Simón de Monforte en aquellas guerras entre barones que, como hemos visto, proporcionaron el primer indicio serio (por vago que fuese) de que Inglaterra debían gobernarla los barones y no los reyes; y procedió, como Simón de Monforte, aunque de manera más sólida, a desarrollar la gran institución medieval del Parlamento. Como se ha dicho, este se superpuso a las democracias parroquiales preexistentes, y al principio no fue más que una junta de representantes municipales convocados para dar su consejo acerca de los impuestos locales. No hay duda de que su desarrollo coincide con el de eso que hoy llamamos impuestos, y de ahí nace la teoría que le llevó a reclamar para sí el derecho exclusivo de fijarlos. Pero al principio era solo un instrumento de los reyes más equitativos, y en particular de Eduardo I. Eduardo discutió a menudo con sus parlamentos y puede que en ocasiones disgustara a su pueblo (lo que nunca ha sido la misma cosa), pero en conjunto fue un verdadero monarca representativo. A este respecto podemos considerar una cuestión difícil y curiosa, que señala el final de la historia iniciada con la conquista normanda. Es muy probable que nunca se comportara más como un verdadero rey representativo, casi podríamos decir como un rey republicano, que cuando expulsó a los judíos. El problema se ha entendido muy mal, y se ha confundido hasta tal punto con la estúpida aversión hacia un pueblo tan antiguo y perspicaz, que fuerza es dedicarle al menos un párrafo.

Durante la Edad Media los judíos eran tan poderosos como impopulares. Eran los capitalistas de la época, los que tenían caudales en el banco listos para ser utilizados. Es muy razonable afirmar que por eso eran útiles; es seguro que por eso mismo se recurría a ellos. Y también es justo señalar que por eso se abusaba de ellos. El abuso no consistía, tal como sugieren muchas novelas, en arrancarles los dientes. Los que conocen esta historia y piensan que trata acerca del rey Juan ignoran, generalmente, que se trata de un relato contra el rey Juan. Probablemente sea inexacto, aunque, tanto se insistió en su carácter excepcional, que esa misma insistencia hizo que, obviamente, se le considerase deshonroso. Pero la verdadera injusticia cometida con los judíos era mucho más profunda y desalentadora a los ojos de un pueblo sensible y civilizado. Podían alegar con razón que los reyes cristianos y los nobles, e incluso los papas y los obispos cristianos, utilizaban para fines cristianos (tales como las Cruzadas y la construcción de catedrales) un dinero que solo podía acumularse en tal cantidad mediante una usura que, paradójicamente, denunciaban como no cristiana; y luego, cuando venían tiempos peores, entregaban a los judíos a la furia de los pobres que se habían arruinado a causa de la usura. Esa era la situación del judío, y no cabe duda de que se sentía verdaderamente oprimido. Por desgracia también es cierto que, por la misma razón, los cristianos veían en él a un opresor. Y en esa mutua acusación de tiranía radican los conflictos semíticos de todas las épocas. Lo cierto es que el sentimiento popular no consideraba el antisemitismo una falta de caridad, sino un acto caritativo. Chaucer pone la maldición contra la crueldad de los hebreos en boca de una amable priora, que lloraba al ver un ratoncillo en la ratonera; y cuando Eduardo quebrantó la norma por la que los gobernantes habían favorecido hasta entonces la prosperidad de sus banqueros y expulsó del país a los financieros extranjeros, fue cuando su pueblo lo vio más claramente como a un caballero errante y un tierno padre para su pueblo.

Cualesquiera que fuesen los méritos de aquella acción, el retrato anterior no se aleja mucho de la verdad. Eduardo encarnó al tipo de monarca medieval más justo y consciente; y precisamente eso es lo que liberó las nuevas fuerzas que acabarían cruzándose en su camino y con las que combatió hasta su muerte. Además de justo, también era eminentemente legal. Y debemos recordar, si no queremos interpretar el pasado como si fuera el presente, que muchas de las disputas de la época eran jurídicas: el arreglo de las diferencias feudales y dinásticas no era más que eso. Por ese motivo le pidieron a Eduardo que mediara entre los pretendientes a la corona escocesa, y parece haberlo hecho de manera honesta. Pero su mentalidad legal, otros dirían casi pedante, le llevó a estipular de paso que el rey escocés estaba bajo su soberanía, y es probable que nunca llegara a comprender la naturaleza del espíritu que había conjurado en su contra, porque por aquel entonces ni siquiera tenía nombre. Hoy lo llamamos nacionalismo. Escocia se resistió; y las aventuras de un caballero rebelde llamado Wallace pronto le proporcionaron una de esas leyendas que son más importantes que la propia historia. En un sentido que resultó al menos igual de práctico, los sacerdotes católicos de Escocia se convirtieron en el partido patriótico y antiinglés, y siguieron siéndolo incluso durante la Reforma. Wallace fue derrotado y ejecutado, pero los brezales de Escocia ya estaban en llamas; y cuando Bruce, uno de los caballeros de Eduardo, abrazó la nueva causa nacional, el viejo rey no vio en ello más que una mera traición a la igualdad feudal. Murió en un último arrebato de furia a la cabeza de una nueva invasión en las mismas fronteras de Escocia. Las últimas palabras del gran rey fueron para ordenar que llevaran sus huesos al frente de batalla; y los huesos, que eran enormes, fueron sepultados con el epitafio: «Aquí yace Eduardo el Alto, martillo de escoceses». El epitafio era verdadero, pero en cierto sentido contrario a sus intenciones. Fue su martillo, pero no porque los quebrantara, sino porque los creó, pues colocó a los escoceses en un yunque y forjó con ellos una espada.

Esa coincidencia o desarrollo de los acontecimientos, que tan a menudo se dan en nuestra historia, por los que (cualesquiera que sean las razones) nuestros reyes más poderosos no logran dejar el poder en manos seguras, volvió a producirse durante el reinado siguiente, cuando se reanudaron las disputas entre barones y el reino del norte logró liberarse gracias a la victoria de Bannockburn. Por lo demás, dicho reinado es un mero interludio, y hasta el siguiente no veremos completamente desarrollada la nueva tendencia nacional. Las grandes guerras con Francia, que tanta gloria le proporcionaron a Inglaterra, comenzaron con Eduardo III y fueron tomando un cariz más y más nacionalista. Pero, incluso para percibir el cambio que eso supuso en la época, es preciso comprender que el tercer Eduardo reclamó para sí el trono de Francia mediante una petición tan estrictamente legal y dinástica como la del primer Eduardo al trono de Escocia. Era una petición peor razonada en el fondo, pero igual de convencional en la forma. El rey creía —o decía— tener derecho al reino, igual que cualquier caballero podía alegar su derecho de propiedad: en apariencia era un asunto para los abogados ingleses y franceses. Deducir de esto que a la gente se la trataba como borregos que se venden y se compran, es no comprender en absoluto la historia medieval: los borregos no tienen sindicatos. Los ejércitos ingleses debían gran parte de su fuerza a los campesinos libres, y el éxito de su infantería radicaba en gran medida en ese elemento popular que ya había desmontado a la noble caballería francesa en Courtrai. Pero lo fundamental es que mientras los abogados discutían la Ley Sálica, los soldados, que en otro tiempo habrían hablado de las leyes de los gremios o de la ley de la gleba, estaban hablando ya de la ley inglesa y de la ley francesa. Los franceses inauguraron la tendencia de ver más allá de la ciudad, de la liga comercial, de las obligaciones feudales o de las tierras comunales del pueblo. Toda la historia de este cambio puede resumirse en el hecho de que los franceses comenzaran a llamar a su nación la Gran Francia. Francia fue la primera de las naciones y ha seguido siendo la norma, la única que es una nación y nada más. No obstante, al chocar con ella, los ingleses también llegaron a unirse, y es probable que un verdadero aplauso patriótico celebrara las victorias de Crécy y Poitiers, igual que celebró la posterior victoria de Agincourt. Aunque esto último no ocurrió hasta pasado un periodo de revoluciones internas en Inglaterra que estudiaremos más adelante; pero, en lo que se refiere al desarrollo del nacionalismo, las guerras con Francia fueron continuas. Y también lo fue la tradición inglesa que siguió a Agincourt y que se encarna en las toscas e inspiradas baladas que precedieron a los grandes isabelinos. El Enrique V de Shakespeare no es el Enrique V que nos ha legado la historia, pero aun así es mucho más histórico: no solo es más cuerdo y jovial, sino una persona de mucha más importancia. Y es que la tradición no nos habla de Enrique, sino del populacho que le dio a Enrique el apelativo de «Harry»[44]. En el ejército de Agincourt había, no uno, sino mil «Harries». El personaje que Shakespeare modeló a partir de las leyendas sobre la gran victoria es, en gran medida, un reflejo del inglés de la Edad Media. Puede que no hablara en verso, como el héroe de Shakespeare, pero le habría gustado hacerlo. El caso es que optó por cantar y en todos los retratos contemporáneos los ingleses aparecen en esencia como un pueblo cantor. Es evidente que no solo eran expansivos, sino exagerados, y que quizá no solo tiraran de largo en la batalla. La ingeniosa imaginería satírica que ha llegado hasta las canciones jocosas y al habla vulgar de los ingleses más pobres, incluso de hoy en día, nació cuando Inglaterra se convirtió en nación; aunque los pobres modernos, sometidos a la presión del desarrollo económico, hayan perdido en parte esa alegría y solo conserven el humor. Pero en aquella primavera del patriotismo la nueva unidad del Estado todavía pesaba poco sobre los hombres; y un zapatero del ejército de Enrique, que de haber estado en casa habría observado el día de San Crispín, patrón de los zapateros, bien podría haber celebrado el quebranto de las lanzas francesas entre una nube de flechas al grito de: «¡San Jorge por la alegre Inglaterra!».

Los asuntos humanos son desagradablemente complejos y la primavera del patriotismo coincidió con el otoño de la sociedad medieval. En el próximo capítulo trataré de esbozar las fuerzas que estaban desintegrando la civilización; e incluso aquí, tras las primeras victorias, debo insistir en la amargura y la estéril ambición que se fueron haciendo más y más evidentes a medida que se alargaban las guerras con Francia. En esa época, Francia —casi tan devastada por la traición de sus nobles y la debilidad de sus reyes como por la invasión de los isleños— fue mucho menos dichosa que Inglaterra. Y, sin embargo, esa misma desesperanza y humillación pareció despejar por fin el cielo y dejar pasar la luz de algo que incluso el más frío de los historiadores se sentiría tentado de llamar milagro.

Puede que sea ese aparente milagro el que haya hecho que el nacionalismo aparente ser eterno. Podría conjeturarse también que, aunque la cuestión es demasiado difícil para desarrollarla aquí, hubo algo en el gran cambio moral que transformó el Imperio Romano en la Cristiandad, que hizo que las grandes cosas a las que dio lugar después fueran bautizadas con una promesa, o al menos una esperanza, de permanencia. Es posible que todas sus ideas estuvieran, por así decirlo, empapadas de inmortalidad. Sin duda algo de esto puede observarse en la idea que transformó el matrimonio de contrato en sacramento. Pero cualquiera que sea la causa, lo cierto es que, incluso para los hombres más laicos de nuestro tiempo, la relación con la tierra natal se ha convertido en algo no contractual, sino sacramental. Se podrá decir que las banderas no son más que trapos y que las fronteras son solo una ficción, pero los mismos que se han pasado media vida diciéndolo están muriendo por un trapo y dejándose hacer pedazos por una de esas ficciones en el preciso momento en el que escribo. Cuando, en 1914, sonaron las trompetas de guerra, la humanidad se agrupó por naciones antes de saber bien lo que hacía. Y si volvieran a sonar de aquí a mil años, no hay un solo indicio racional que permita suponer que la humanidad no haría exactamente lo mismo. Pero, incluso si este extraño estado de cosas no estuviese destinado a durar, lo primordial seguiría siendo que lo percibimos como si fuera eterno. Es difícil dar una buena definición de la lealtad, pero probablemente nos acerquemos mucho si decimos que es algo que actúa allí donde hay un deber que se percibe como ilimitado. Y el mínimo deber, o incluso decoro, que se le exige a un patriota coincide con el máximo exigido por la más milagrosa concepción del matrimonio. El verdadero objeto del patriotismo no es la simple ciudadanía. El verdadero objeto del patriotismo es para bien y para mal, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en la gloria y la prosperidad nacionales y en la desgracia y el declive nacionales; y no consiste en viajar como pasajero en el barco del Estado, sino en hundirse con él si es necesario.

No vale la pena volver a contar la historia de aquel terremoto que abrió la tierra y el cielo, por encima de la confusión y la decadencia de la corona, y reveló la figura dominadora de una mujer del pueblo. Ella fue, en su soledad vital, una Revolución Francesa. La prueba de que el poder no radicaba en los reyes o caballeros franceses, sino en los propios franceses. Pero el hecho de que viera algo por encima del cielo, de que viviera la vida de una santa y sufriera la muerte de una mártir, probablemente imprimió un sello sagrado al nuevo sentimiento nacional. Y el hecho de que combatiera por un país derrotado y de que, pese a haber salido victoriosa, terminase por ser derrotada, define la parte más oscura de esa devoción de la que hablaba antes y que permite que incluso el pesimismo sea compatible con el patriotismo. Lo más apropiado aquí es considerar los efectos que tuvo ese sacrificio en la imaginación y la realidad de Inglaterra.

Nunca me ha parecido patriótico recubrir mi país de halagos tópicos y poco convincentes; pero no es posible entender a Inglaterra sin comprender que aquel episodio, en el que estaba tan claramente errada, estuvo ligado a una curiosa cualidad que con frecuencia le hace tener razón. Nadie que nos compare ingenuamente con otros países podrá decir que no hayamos sabido construir los sepulcros de los profetas a quienes lapidamos, o incluso de los que nos lapidaron a nosotros. La tradición histórica inglesa es tan abierta de miras que siempre acaba alabando, no solo a los grandes extranjeros, sino a sus grandes enemigos. Con frecuencia la injusticia va de la mano de una generosidad ilógica, y, lo mismo que es capaz de despachar a un gran pueblo por mera ignorancia, adora a una gran personalidad como a un héroe. Tenemos varios ejemplos incluso en este capítulo, pues nuestros libros siempre terminan convirtiendo a Wallace en un hombre mejor de lo que era, igual que después le asignaron a Washington una causa mejor de la que abrazó en un principio. Thackeray se burlaba del retrato que hacía de Wallace la señorita Porter[45], que lo representaba camino de la guerra llorando en un pañuelo de batista; pero en eso era muy inglesa y no necesariamente inexacta. Su idealización, en todo caso, se acercaba más a la verdad que la idea que tenía el propio Thackeray de los medievales, a quienes pintó como un puñado de puercos e hipócritas con armadura. Eduardo, que pasa por ser un tirano, era capaz de llorar lágrimas de compasión; y es bastante probable que, con o sin pañuelito, Wallace también llorara. Además, su novela retrataba una realidad: la realidad del nacionalismo; y ella sabía mucho más de los patriotas escoceses de muchos siglos atrás que Thackeray de los patriotas irlandeses que tenía delante de las narices. Thackeray fue un gran hombre, pero en ese particular fue tan pequeño que casi parece invisible. Los casos de Wallace, Washington y muchos otros se mencionan aquí para introducir una magnanimidad excéntrica que quizá compense algunos de nuestros prejuicios. Hemos cometido muchos errores, pero al menos hemos hecho una cosa buena: les hemos lavado la cara a nuestros peores enemigos. Y si hemos hecho eso con un audaz salteador de caminos escocés y un vigoroso propietario de esclavos virginiano, ¿cómo no íbamos a hacerlo con la figura más pura de la abigarrada procesión de la guerra? Creo que en la Inglaterra moderna se da una especie de entusiasmo generalizado al respecto. Hemos visto a un gran crítico inglés escribir un libro sobre esta heroína, y solo para atacar a un gran crítico francés que no la había alabado lo suficiente. Y no creo que haya un solo inglés en nuestros días al que, si le propusieran ser un inglés de aquella época, no rechazara la ocasión de cabalgar como conquistador coronado a la cabeza de todas las lanzas de Agincourt, si pudiera ser el soldado raso de quien cuenta la tradición que partió su lanza para hacer una cruz para Juana de Arco.