XVII

EL REGRESO DE LOS BÁRBAROS

El único modo de escribir una historia popular sería, como ya dijimos, escribirla retrospectivamente. Consistiría en tomar los objetos cotidianos de nuestro barrio y en contar la historia de cómo llegó hasta allí cada uno de ellos. Y resulta muy conveniente para mi propósito más inmediato que estudiemos dos objetos que hemos asociado toda la vida con la respetabilidad y el buen gusto. Uno, que se ve más raramente en estos últimos tiempos, es el sombrero de copa; el otro, que sigue siendo una formalidad acostumbrada, son los pantalones. La historia de estos dos simpáticos objetos nos proporciona sin duda una clave de lo que ha ocurrido en Inglaterra en los últimos cien años. No es necesario ser un esteta para ver en ambos objetos el reverso de la belleza, si se los considera desde lo que podríamos llamar el lado racional de la misma. El contorno de las piernas humanas puede ser hermoso, igual que los pliegues de una tela, pero unos cilindros demasiado anchos para ser lo primero y demasiado estrechos para ser lo segundo no lo son. No hace falta tener un sutil sentido de la armonía para percatarse de que, aunque haya cientos de sombreros de diferentes proporciones, uno que se ensancha por arriba resulta algo «sobrecargado». Pero lo que se olvida por completo es que estos dos fantásticos objetos, que hoy saltan a la vista como si fuesen dos caprichos inconscientes, fueron en su origen caprichos conscientes. Es justo admitir que nuestros antepasados no los consideraban usuales y naturales, sino ridículos o al menos rococó. El sombrero de copa marcó el punto álgido de los excesos del dandismo durante la Regencia, y los lechuguinos empezaron a llevar pantalones cuando los hombres de negocios seguían vistiendo calzones. No es nada descabellado detectar cierta influencia asiática en los pantalones, y los últimos romanos los tenían también por un afeminamiento oriental; influjo que se hace patente en otras muchas florituras de la época, desde los poemas de Byron hasta el Pabellón de Brighton. Pues bien, lo interesante es que estas fantasías instantáneas se hayan conservado como fósiles durante todo un siglo caracterizado por su seriedad. Durante el carnaval de la Regencia a algunos locos les dio por disfrazarse y desde entonces todos seguimos disfrazados. O al menos hemos conservado el disfraz aunque hayamos perdido la fantasía.

Lo que quiero decir es que esto es característico de la Era Victoriana, pues lo más importante que sucedió entonces fue que no ocurrió nada. El escándalo que se organizaba debido a pequeñas modificaciones pone de relieve la rigidez con la que quedaron establecidas las líneas maestras de la arquitectura social tras la Revolución Francesa. Suele decirse que la Revolución Francesa cambió el mundo; pero en Inglaterra no cambió nada. Cualquiera que estudie nuestra historia tendrá que centrarse más en los efectos que no produjo que en los que produjo. Si sobrevivir al Diluvio fue un espléndido destino, habrá que atribuirle ese esplendor añadido a la oligarquía inglesa. Pero incluso en los países en los que la Revolución supuso una convulsión, fue la última en producirse antes de la que hoy conmueve al mundo. Imprimió su carácter a todas las repúblicas, que empezaron a hablar de progreso y a vivir de acuerdo con los tiempos. Los franceses, pese a todas las reacciones superficiales, siguieron siendo tan republicanos de espíritu como lo habían sido cuando empezaron a llevar sombreros de copa. Los ingleses, pese a todas las reacciones superficiales, siguieron siendo tan oligárquicos de espíritu como lo habían sido cuando empezaron a vestir pantalones. Solo de una potencia puede decirse que siguió creciendo de un modo gris y prosaico, una potencia en el noreste llamada Prusia. Pero los ingleses cada vez estaban más convencidos de que no había motivo para alarmarse, puesto que los alemanes del norte eran sus primos de sangre y sus hermanos del alma.

Lo más destacable, pues, del siglo XIX es que Europa permaneció tal como estaba, si se la compara con la Europa de la Gran Guerra, y que Inglaterra continuó tal como estaba, incluso comparada con el resto de Europa. Una vez admitido esto, podemos conceder cierta importancia a los cautelosos cambios internos que se produjeron en el país: los pequeños cambios conscientes y los grandes cambios inconscientes. La mayor parte de los conscientes se inspiraban en un modelo anterior, la gran Ley de Reforma de 1832, y pueden considerarse una derivación suya. En primer lugar, desde el punto de vista de la mayoría de los reformadores, lo principal de la Ley de Reforma es que no reformaba nada. Contó con el apoyo de una enorme oleada de entusiasmo popular, que se desvaneció por completo cuando la gente se vio enfrentada a ella. Concedió derechos a las masas de clase media y se los arrebató a cuerpos muy concretos de la clase trabajadora; y alteró hasta tal punto el equilibrio entre los elementos más conservadores y peligrosos del Estado que la clase gobernante salió más fortalecida que nunca. La fecha, no obstante, tiene su importancia, no porque supusiera el inicio de la democracia, sino porque supuso el inicio del mejor método jamás descubierto de posponerla y evitarla. Ahí hace su aparición el tratamiento homeopático de la revolución que tantos éxitos ha cosechado desde entonces. Bien entrada ya la siguiente generación, Disraeli, el brillante aventurero judío que fue el símbolo de una aristocracia inglesa que ya no era genuina, extendió los derechos a los artesanos, en parte, sin duda, como maniobra política en contra de su gran rival Gladstone, pero más como método con el que aliviar y luego controlar la antigua presión política. Los políticos decían que la clase trabajadora ya era lo suficientemente fuerte para que se le concediera el derecho al voto. Sería más exacto asegurar que entonces ya era lo bastante débil como para concedérselo. Del mismo modo, en época más reciente el pago de los parlamentarios, que antes habría sido visto y (resistido) como un retroceso de las fuerzas populares, se aprobó tranquilamente y sin resistencia y se consideró tan solo una extensión de los privilegios parlamentarios. Lo cierto es que la vieja oligarquía parlamentaria abandonó la primera línea de trincheras porque para entonces ya había construido una segunda línea de defensa. Consistía en una colosal concentración, en las manos privadas e irresponsables de los políticos, de fondos recaudados mediante la venta de títulos nobiliarios y otras cosas de mayor importancia, y gastados en los chanchullos de unas elecciones tremendamente caras. Ante aquel obstáculo interno, el voto era tan útil como un billete de tren cuando la línea está permanentemente cortada. La fachada y el exterior de aquel nuevo gobierno secreto no es más que la aplicación meramente mecánica de lo que suele llamarse el Sistema de Partidos. Dicho sistema no consiste, como creen algunos, en que haya dos partidos, sino uno solo. Si hubiera dos partidos reales, el sistema no funcionaría.

Pero si esta fue la evolución de la reforma parlamentaria, diseñada por la primera Ley de Reforma, otro de sus efectos puede verse en la reforma social emprendida inmediatamente después de la primera Ley de Reforma. Es una verdad como un templo que una de las primeras cosas que hizo el nuevo Parlamento fue establecer los terribles e inhumanos asilos para los pobres, que tanto los tories como los radicales honrados bautizaron con el funesto título de Nueva Bastilla. Ese nombre siniestro resuena en nuestra literatura, y los curiosos pueden rastrearlo en las obras de Carlyle y Hood, aunque sin duda resulta más interesante como síntoma de la indignación contemporánea que por lo adecuado de la comparación. Es fácil imaginar a los lógicos y a los oradores legales de la escuela parlamentaria del progreso señalando las diferencias e incluso los contrastes entre ambas cosas. La Bastilla era una institución central, mientras que los asilos han sido muchos y han transformado por doquier la vida local con todo lo que podían ofrecer en cuanto a inspiración y compasión social. Muchos hombres ricos y de alto rango fueron enviados a la Bastilla, pero la eficiente administración de los asilos jamás cometió ese error. Todavía planeaba sobre las más caprichosas operaciones de las lettres de cachet la idea brumosa y tradicional de que a uno lo metían en prisión para castigarlo por algo. La nueva ciencia social descubrió que también es posible encarcelar a quien no puede ser castigado. Pero la diferencia más profunda y decisiva consistió en la suerte que corrió la Nueva Bastilla, pues ninguna turba osó nunca asaltarla y nunca se produjo su caída.

La nueva ley sobre el pauperismo no fue ni mucho menos nueva, en el sentido en que supuso la culminación y enunciación clara de un principio auspiciado por las leyes isabelinas, que fue uno de los muchos efectos antipopulares del Gran Pillaje. Tras la eliminación de los monasterios y la destrucción del sistema medieval de hospitalidad, los mendigos y los vagabundos se convirtieron en un problema que siempre ha tendido a resolverse mediante la esclavitud, incluso una vez separada esta de la irrelevante cuestión de la crueldad. Es obvio que un hombre desesperado bien podía encontrar al Sr. Bumble[82] y a la Junta de Administración del asilo menos crueles que el frío y el duro suelo, y eso en caso de que le dejaran dormir en el suelo, cosa que (por un absurdo y una injusticia dignos de la peor pesadilla) ni siquiera está permitida. De hecho, se le multa por dormir debajo de un arbusto basándose en el hecho probado de que no se puede pagar una cama. Así que lo mejor para él sería acudir al asilo, igual que en épocas paganas lo mejor habría sido venderse como esclavo. La clave está en que era una solución servil, incluso cuando el Sr. Bumble y la Junta de Administración dejaron de ser crueles en el sentido habitual de la palabra. También el pagano podía tener la suerte de que lo comprara un amo bondadoso. El principio básico de la nueva ley sobre el pauperismo, que hasta ahora ha sabido perpetuarse en nuestra sociedad, consiste en que el hombre pierde todos sus derechos civiles única y exclusivamente a través de la pobreza. Hay cierta ironía, casi carente de hipocresía, en el hecho de que el mismo Parlamento que llevó a cabo estas reformas aboliera la esclavitud de los negros comprando a los propietarios de esclavos de las colonias británicas. El precio fue tan alto que más que una compra parecía un chantaje, pero negar la sinceridad del sentimiento que la motivó supondría malinterpretar la mentalidad nacional. Wilberforce representaba en eso la verdadera corriente Wesleyana[83], que motivó una reacción humanitaria contra el calvinismo y que podemos considerar filantrópica en el mejor sentido. Pero en la imaginación inglesa hay algo romántico que le hace fijar su atención en cosas remotas. No hay mejor ejemplo de lo que se pierden los hombres por ser largos de vista. Es justo admitir que también ganan muchas cosas: poemas que parecen aventuras y aventuras que parecen poemas. Se trata de una característica nacional que, por lo tanto, no es ni buena ni mala en sí misma, y según la interpretación que se haga de ella encontraremos textos en las Escrituras donde se hable de tomar las alas del alba y habitar en el confín del mar, o se diga simplemente que el necio mira al infinito[84].

En cualquier caso, todo el siglo XIX, tan lento que casi parece inmóvil, se movió en la misma dirección que simboliza la filantropía de los asilos. Pese a todo, tuvo que combatir y derrotar a una institución nacional, una institución que no era oficial y, en cierto sentido, ni siquiera era política. El sindicato moderno fue una creación de inspiración inglesa, y aún hoy se la conoce en muchos lugares de Europa por su nombre inglés. Fue la expresión inglesa del esfuerzo europeo por oponerse a la tendencia natural del capitalismo a culminar en la esclavitud. En eso tiene un extraño interés psicológico, pues se trata de un retorno al pasado de hombres que ignoran el pasado, como el acto inconsciente de un hombre que ha perdido la memoria. Decimos que la historia se repite, y que aun es más interesante cuando se repite de manera inconsciente. No hay nadie en el mundo a quien se haya tenido más en la ignorancia acerca de la Edad Media que al obrero inglés, salvo tal vez al hombre de negocios británico que lo contrata. Sin embargo, cualquiera que conozca mínimamente la época verá que los sindicatos modernos son un tantear en pos de los antiguos gremios. Cierto que quienes miran por el sindicato, e incluso quienes son lo suficientemente perspicaces para llamarlo gremio, suelen carecer por completo del más leve matiz de misticismo o incluso de moralidad medieval. Pero el hecho encierra en sí mismo un sorprendente y casi portentoso tributo a dicha moralidad. Tiene la lógica indiscutible de la coincidencia. Si cientos de ateos testarudos llegaran, por cuenta propia, a la conclusión de que solteros y solteras deberían vivir en celibato para bien de los pobres y observar ciertos oficios y horas, no sería mal argumento en pro de los monasterios. Y sería tanto más indiscutible si los ateos jamás hubieran oído hablar de los monasterios; y más aún si todos odiasen esa palabra. Por eso refuerza tanto nuestro argumento el hecho de que el hombre que confía en los sindicatos no se considere católico o siquiera cristiano, sino socialista gremial.

El movimiento sindical atravesó muchos peligros, incluyendo el absurdo intento de ciertos abogados de condenar, como conspiración criminal, esa solidaridad sindical de la que su propia profesión proporciona el ejemplo mayor y más sorprendente. La lucha culminó con una serie de huelgas gigantescas que, a principios del siglo XX, dividieron a todo el país. Pero estaba en marcha otro proceso respaldado por un poder mucho mayor. El principio representado por la nueva ley sobre el pauperismo siguió su curso, y, aunque cambió de rumbo en un aspecto concreto, apenas puede decirse que modificara su objetivo. Es posible resumirlo bastante bien diciendo que los propios patronos, una vez organizados sus negocios, comenzaron a organizar la reforma social. Un cínico aristócrata lo expresó de modo más pintoresco en el Parlamento al decir que «Ahora, todos somos socialistas». Los socialistas, un grupo de hombres sinceros, capitaneados por varios hombres muy inteligentes, llevaban muchos años metiéndole a la gente en la cabeza la idea de la completa inutilidad de no interferir en los intercambios. Los socialistas proponían que el Estado no solo debía interferir en los negocios, sino apropiarse de ellos y pagarle a todo el mundo como a asalariados iguales, o al menos como asalariados. Los patronos no estaban dispuestos a ceder su puesto al Estado y el proyecto terminó por desdibujarse políticamente. Pero los más avisados sí estaban dispuestos a pagar salarios mejores y a conceder algunos beneficios más, siempre que se hiciera en forma de salarios. Así, tuvimos una serie de reformas que, para bien o para mal, tendían todas en la misma dirección: la autorización a los empleados para reclamar ciertas mejoras como empleados, y por tanto como algo permanentemente distinto de los patronos. Los ejemplos más evidentes de esto fueron las leyes sobre responsabilidad de los patronos, las pensiones de vejez y, como paso más decisivo, la ley de la Seguridad Social.

Esta última en particular, y todo el plan de reformas sociales en general, se elaboraron según el modelo alemán. No hay duda de que toda la vida inglesa de la época está dominada por Alemania. Para bien o para mal, la progresiva influencia que comenzó en el siglo XVII, se consolidó en el XVIII mediante las alianzas militares y se convirtió en el XIX en una filosofía —por no decir una mitología— alcanzó entonces su más pleno desarrollo. La metafísica alemana había debilitado nuestra teología, de modo que la convicción más solemne de muchos sobre el Viernes Santo era que la palabra «viernes» provenía de «Freya». La historia alemana se anexionó la historia inglesa, hasta el punto de que casi se daba por sentado que el deber patriótico de cualquier inglés consistía en sentirse orgulloso de ser alemán. El genio de Carlyle, la cultura predicada por Matthew Arnold, por muy persuasivas que fueran, no habrían producido ese efecto de no haber sido por un poderoso fenómeno externo. Nuestra política interna se vio transformada por nuestra política exterior; y la política exterior estaba dominada por los pasos cada vez más drásticos del Prusiano —erigido ya en príncipe de todas las demás tribus germánicas— para extender la influencia de Alemania en el mundo. A Dinamarca la despojaron de dos de sus provincias, y a Francia de otras dos; y aunque en todas partes se percibió la caída de París como la caída de la capital del mundo civilizado, algo así como un nuevo saqueo de Roma por los godos, en Inglaterra muchas personas influyentes siguieron sin ver en ella más que el sólido éxito de nuestros parientes y aliados de Waterloo. Los métodos morales empleados para lograrlo —los manejos con el duque de Augustenburgo[85] y la falsificación del telegrama de Ems[86]— o bien se encubrieron hábilmente o bien no se apreciaron en su justa medida. La alta crítica entró a formar parte no solo de nuestra ética, sino de nuestra teología. Nuestra visión de Europa también resultó distorsionada y desproporcionada debido al accidente de nuestra natural preocupación por Constantinopla y la ruta a la India, que llevó a Palmerston y a otros primeros ministros a brindar su apoyo al Turco y a considerar a Rusia como enemiga. Esta reacción, un tanto cínica, culminó en la extraña figura de Disraeli, quien concibió un acuerdo proturco rebosante de indiferencia nativa hacia los súbditos cristianos de Turquía y lo selló en Berlín en presencia de Bismarck. Disraeli no carecía de penetración en cuanto a las incoherencias e ilusiones de los ingleses y dijo cosas muy sagaces sobre ellos, como cuando declaró en la Escuela de Manchester que su lema era: «Paz y abundancia con el pueblo hambriento y el mundo en armas». Pero sus alusiones a la paz y la abundancia bien podrían interpretarse como un comentario paródico a sus palabras sobre la paz y el honor. A su regreso de la Conferencia de Berlín, debiera haber dicho: «Os traigo una paz con honor; una paz que lleva en su seno el germen de la guerra más atroz de la historia y un honor que os trata como las víctimas y bufones del viejo bravucón de Berlín».

Pero a Alemania se la consideraba pionera, sobre todo en materia de reforma social, y se creía que había descubierto el secreto para combatir los males económicos. En el caso de los seguros, que fueron la prueba fundamental, se la aplaudió mucho por obligar a los obreros a reservar una parte de su salario para utilizarla en caso de enfermedad. Otras muchas disposiciones, tanto en Inglaterra como en Alemania, perseguían el mismo ideal: proteger a los pobres de sí mismos. Eso implicaba en todas partes que un poder externo metiera mano en el pastel familiar, pero apenas se prestó atención a las fricciones producidas, pues todos los prejuicios contra el proceso se consideraban producto de una ignorancia que comenzaba a ser combatida mediante lo que llamaban educación, una empresa también inspirada por el ejemplo y, en parte, por la competencia comercial con Alemania. Allí los gobiernos y los grandes patronos parecían convencidos de la utilidad de dedicar una minuciosa e inquisitiva organización a gran escala para la instrucción de toda la raza germánica. El gobierno estaba tan preparado para formar eruditos como para entrenar a sus soldados y los grandes patronos lo estaban tanto para manufacturar espíritus como para manufacturar materiales. La educación en Inglaterra pasó a ser obligatoria y gratuita, muchos hombres buenos, honrados y entusiastas trabajaron para crear una escala de exámenes y niveles que pusieran en contacto a los pobres más avispados con la cultura de las universidades y las últimas enseñanzas sobre historia o filosofía. Pero no puede decirse que dicho contacto fuera muy satisfactorio o que los logros fuesen tan completos como en Alemania. Por algún motivo, los ingleses pobres siguieron siendo como sus padres en muchos aspectos, y parecía que pensaran que la alta crítica era demasiado alta hasta para criticarla.

Y después llegó un día en el que dimos gracias a Dios por aquel fracaso. La educación, suponiendo que se tratara de eso, habría sido sin duda un regalo muy noble; la educación en el sentido de la tradición central de la historia, con su libertad, su honor familiar, su caballerosidad, que es la flor de la Cristiandad. ¿Pero qué habría aprendido en realidad el pueblo de todo lo que escuelas y universidades podían enseñarle entonces? Que Inglaterra era poco más que una ramita del gran árbol teutónico; que una insondable simpatía espiritual, que lo abarcaba todo como el mar, nos había convertido desde siempre en los aliados naturales del gran pueblo de las orillas del Rin; que toda la luz emanaba de Lutero y la Alemania luterana, cuya ciencia todavía estaba purgando al cristianismo de sus acreciones griegas y romanas; que Alemania era un bosque destinado a seguir creciendo; que Francia era un montón de estiércol destinado a desaparecer sobre el que cacareaba un gallo. ¿Adónde habría conducido la escala educativa, de no ser a un estrado en el que un profesor vanidoso demostrase que un primo hermano era como un primo germano? ¿Qué habría aprendido el pícaro al licenciarse más que a abrazar al sajón por ser la otra mitad del anglosajón? Llegado el día, los ignorantes descubrieron que tenían otras cosas que aprender y en eso fueron más avispados que sus cultivados compatriotas, pues no tuvieron que desaprender nada.

Aquellos en cuyo honor tanto se había dicho y cantado se pusieron en movimiento y cruzaron la frontera belga. Entonces se extendieron ante los ojos de los hombres todas las bondades de su cultura y los beneficios de su organización; entonces descubrimos al rayar el alba qué luz habíamos seguido y qué imagen habíamos tratado de imitar. En ningún otro momento de la humanidad la ironía de Dios ha escogido locuras tan catastróficas para confundir a los sabios. Pues la turba de ingleses pobres e ignorantes, que solo sabían que eran ingleses, se sacudieron las mugrientas telarañas de cuatrocientos años y resistieron como lo hicieran sus antepasados, que solo sabían que eran cristianos. Los ingleses pobres, vencidos en todas las revueltas, vejados de mil maneras, despojados tiempo atrás de sus propiedades y ahora de sus libertades, entraron en la historia entre el clamor de las trompetas y en dos años se convirtieron en uno de los ejércitos de hierro del mundo. Y cuando la crítica de los políticos y la literatura, al percatarse de que, después de todo, esta guerra es heroica, mira a su alrededor en busca del héroe, solo puede señalar a una multitud anónima.