Sobre higiene y bacterias beneficiosas

Queremos protegernos de lo dañino. A nadie le apetece tener salmonela o el típico Helicobacter. Incluso, aunque no conozcamos a todas, al menos tenemos claro que no queremos «bacterias tragonas», desencadenantes de la diabetes o microbios que nos pongan tristes. Nuestra mejor protección es una buena higiene. Debemos tener cuidado con la comida cruda, no besar a cualquier desconocido que se cruce en nuestro camino y eliminar los agentes patógenos con agua caliente. Pero la higiene no es siempre lo que creemos.

La higiene en un intestino nos la podemos imaginar como algo parecido a la higiene en un bosque. Ni el más ambicioso profesional de la limpieza probaría allí con una fregona. Un bosque está limpio cuando en él domina un equilibrio de plantas beneficiosas. Y podemos colaborar para alcanzar ese equilibrio: se pueden introducir nuevas plantas y esperar a que limpien. También es posible seleccionar las plantas más valiosas entre nuestras preferidas y procurar que se multipliquen y crezcan. A veces nos encontramos con parásitos pelmazos. Entonces hay que sopesar bien la situación. Si nada más funciona, tenemos que recurrir a los mazazos de la química. Los pesticidas hacen maravillas contra los parásitos, aunque no deberíamos utilizarlos como si de un desodorante se tratara.

Una higiene inteligente empieza por nuestro día a día: ¿a qué debemos prestar atención y qué se considera una higiene exagerada? Dentro de nuestro cuerpo hay tres instrumentos que podemos usar para limpiar: los antibióticos que mantienen alejados a los patógenos graves y los productos prebióticos y probióticos que son muy beneficiosos. «Pro bios» significa «a favor de la vida». Los probióticos son bacterias vivas que nos comemos y que fortifican nuestra salud. «Pre bios» significa, traducido, «antes de la vida»: los prebióticos son alimentos que llegan al intestino grueso, donde nutren a las bacterias beneficiosas para que estas crezcan mejor que las dañinas. «Anti bios» significa «contra la vida». Los antibióticos matan bacterias y nos pueden salvar cuando hemos sido presas de las bacterias dañinas.

La higiene diaria

La higiene es fascinante, ya que tiene lugar principalmente en la cabeza. Un bombón de menta sabe fresco, las ventanas limpias son claras y tumbarse recién duchado en una cama acabada de hacer es celestial. Nos gusta cómo huele lo limpio. Nos gusta pintar sobre superficies lisas y pulidas. Ante la idea de estar frente a un mundo invisible de gérmenes, estamos más tranquilos si utilizamos medios de desinfección.

Hace unos ciento treinta años se descubrió en Europa que el desencadenante de la tuberculosis eran las bacterias. Era la primera vez que las bacterias se presentaban ante la opinión pública y, ciertamente, irrumpieron como malas, peligrosas y ante todo invisibles. Pronto se introdujeron en Europa nuevas normativas: los enfermos fueron aislados para que no transmitiesen los gérmenes; se prohibieron los escupitajos en la escuela; un estrecho contacto físico pasó a estar mal visto y se tuvo que renunciar al «comunismo de la toalla». Además, se tuvieron que reducir los besos «a lo eróticamente inevitable». Estas prescripciones pueden sonar graciosas, pero lo cierto es que han quedado profundamente ancladas en nuestra sociedad: escupir se ve desde entonces como algo grosero, las toallas o el cepillo de dientes no se comparten así como así y establecemos una distancia corporal entre nosotros mayor que en otras culturas.

Escapar de una enfermedad mortal por el hecho de dejar de escupir en el suelo de la escuela parecía algo distinguido. Fue una regla que se marcó en el cerebro a fuego lento. Se proscribía a aquel que no la respetaba y que con ello ponía a los demás en peligro. Ese respeto se enseñaba a los hijos y escupir pasó a tener mala prensa. Se elogiaba el cuidado de la higiene y los esfuerzos iban dirigidos al orden en una vida llena de caos. La compañía Henkel lo formuló así: «La suciedad es materia en el lugar equivocado».

Mientras que los grandes baños para el cuidado del cuerpo se habían reservado hasta entonces a los ricos, hacia principios del siglo XX los dermatólogos empezaron a fomentar el «¡todos a la bañera una vez por semana!». Entonces hubo campañas de salud por parte de las grandes empresas, que construyeron instalaciones sanitarias para sus trabajadores, además de distribuir jabón y toallas de forma gratuita. Hacia 1950 el baño semanal ya se había ido imponiendo con lentitud. La familia media tomaba un baño los sábados, eso sí, en la misma agua uno detrás de otro, y en muchas familias era el padre quien, después de una dura jornada de trabajo, era el primero en entrar en la bañera. En la higiene lo primero fue eliminar los malos olores y la mugre más visible. Con el tiempo la noción se fue haciendo más y más abstracta. En la actualidad simplemente ya no nos podemos imaginar una bañera familiar semanal. Hoy en día compramos incluso desinfectantes para limpiar algo que no podemos ni ver. El aspecto es el mismo antes que después y, no obstante, nos parece un dinero bien empleado.

Los periódicos y las noticias nos hablan sobre peligrosos virus de la gripe, gérmenes multirresistentes o escándalos como el brote de EHEC. Todo ello peligros invisibles de los que nos queremos proteger. Durante la crisis del EHEC uno reduce su consumo de ensalada, y el otro introduce en Google «ducha desinfectante de cuerpo entero». Las personas reaccionamos de modo diferente ante el miedo: condenarlo sería muy fácil, quizás sería mejor comprender de dónde proviene.

Con el tema de la higiene por miedo se trata de limpiarlo todo o de matarlo todo. No sabemos exactamente qué, pero estamos pensando en lo peor. De hecho limpiamos para librarnos de todo: tanto lo beneficioso como lo perjudicial. Este tipo de higiene no puede ser la correcta. Cuanto más elevadas son las normas de higiene en un país, mayor número de alergias y enfermedades autoinmunes existen en él. Cuanto más estéril es el hogar, más pronto tendrán sus habitantes alergias y enfermedades autoinmunes. Hace treinta años una de cada diez personas era alérgica a algo, mientras hoy en día es una de cada tres. Al mismo tiempo, no se percibe una clara disminución del número de infecciones. La higiene inteligente tiene otro aspecto: la investigación sobre las bacterias del mundo arroja una nueva luz sobre el tema de la higiene. Ya no se trata únicamente de matar lo peligroso.

Más del 95% de todas las bacterias del mundo no nos hacen nada. Muchas nos ayudan mucho. La desinfección no pinta nada en un hogar normal, excepto si alguien de la familia está enfermo o si el perro ha hecho sus necesidades en el suelo de la sala de estar. Pero aunque el perro enfermo defeque en el suelo de casa, no existen límites a nuestra creatividad: limpiadora a vapor, inundación con Sagrotan, un pequeño lanzallamas… incluso podemos pasarlo bien con estas cosas. Cuando el suelo está lleno de huellas de zapatos, basta con agua y una gota de detergente. Con ambas cosas se puede reducir hasta el 90% de las bacterias del suelo. Después, la población normal del suelo tiene la opción de regresar, mientras los demás organismos nocivos se habrán visto demasiado mermados como para plantearse la posibilidad de volver.

Por lo tanto, a la hora de limpiar se tratará de tener menos bacterias, pero no de aniquilarlas por completo. Incluso las bacterias dañinas pueden ser buenas para nosotros, siempre que nuestro cuerpo las pueda utilizar para entrenarse. Para nuestro sistema inmunitario, un par de millares de salmonelas en nuestro fregadero significa hacer turismo. Solo cuando hay un exceso de salmonelas empieza a ser peligroso. Hay un exceso de bacterias cuando estas encuentran condiciones perfectas para ello: un espacio protegido, calor húmedo y de vez en cuando sabrosa comida. Para tenerlas en jaque hay 4 técnicas sensatas en el cuidado de la casa: dilución, temperatura, secado y lavado.

Dilución

La técnica de diluir la usamos también en el laboratorio, donde diluimos bacterias en un líquido y añadimos unas cuantas gotas con diferentes concentraciones de bacterias a las larvas de polillas de la cera. De este modo se puede constatar a partir de qué cantidad de determinadas bacterias se produce la enfermedad: muchas ya a partir de 1000 y otras solo a partir de 10 millones por gota.

La dilución en el hogar tiene lugar, por ejemplo, cuando lavamos las hortalizas y la fruta. De ese modo arrastramos con el agua la mayoría de las bacterias presentes en la tierra de modo que ya no pueden hacernos daño. En Corea se acostumbra a avinagrar el agua para que las bacterias no se puedan sentir como en casa. También airear las habitaciones se cuenta entre las técnicas de dilución.

Cuando ponemos en agua la vajilla, los cubiertos y las tablas de cortar y después lo fregamos todo a fondo con el estropajo y lo ponemos aparte, no hemos hecho nada muy diferente a si lo hubiésemos lamido con la lengua. Los estropajos están calentitos, húmedos y llenos de restos de comida: perfecto para cualquier microbio que se presente. Cualquiera que contemplase un estropajo al microscopio se tiraría por el suelo retorciéndose y balanceándose durante media hora.

Los estropajos son solo para la mugre más gruesa; después sería conveniente enjuagar los cubiertos o los platos con agua corriente. Y lo mismo vale para los trapos de cocina que se quedan húmedos. Sirven más para la dispersión regular de bacterias que para secar. Los estropajos y los paños de cocina se tienen que escurrir bien y secar, ya que, de lo contrario, son un restaurante perfecto, húmedo y nutritivo, para las bacterias.

Secado

En superficies secas las bacterias no se pueden reproducir, algunas incluso perecen. Un suelo fregado está más limpio después de secado. Las axilas secas con desodorante no son nada acogedoras para las bacterias, lo cual reduce el olor. El secado es algo grande. Cuando secamos correctamente los alimentos se conservan más tiempo sin pudrirse; esto es fácil de observar en muchos productos que contienen cereales, como los fideos, el muesli o los panecillos crujientes, en la fruta (como las pasas), en las alubias o lentejas y en la carne.

Temperatura

La naturaleza produce regularmente una refrigeración al año: el invierno, desde un punto de vista bacteriano, es una especie de programa de limpieza. Para nuestra vida cotidiana, la refrigeración de alimentos es muy importante. Una nevera contiene tanta comida que incluso a temperaturas inferiores representa un paraíso para las bacterias. Lo mejor es tenerla a una temperatura máxima de 5 °C.

En la mayoría de las fases de lavado el principio de dilución es más que suficiente, pero si hay paños de cocina húmedos, gran número de calzoncillos o sábanas de los enfermos, podemos superar tranquilamente los 60 °C. Por encima de los 40 °C muere la mayoría de E. coli, mientras que alrededor de los 70 °C nos libramos de las salmonelas más tenaces.

Lavado

«Lavar» significa desprender de alguna superficie una capa de grasa o de albúmina. De este modo se eliminan todas las bacterias que se han acomodado en esta capa o debajo de ella. Generalmente se usa agua y detergente para ello. El lavado es la mejor solución para habitaciones, cocinas y baños.

Este procedimiento se puede llevar hasta el extremo. Esto tiene sentido para la producción de medicamentos que tienen que entrar directamente en las venas de los pacientes (como las soluciones para infusión intravenosa), donde no debe encontrarse ni una sola bacteria. Los laboratorios farmacológicos lo hicieron, por ejemplo, con yodo porque lo pueden sublimar. La sublimación significa que un cristal de yodo se puede convertir en vapor con el calor, sin pasar antes por el estado líquido. Así pues, el yodo se calienta para que la habitación entera desaparezca en un vapor azul.

Hasta ahora lo dicho suena al principio de la aspiradora, pero hay algo más: el yodo puede también desublimarse. Para ello se enfría de nuevo la habitación y el vapor entero recristaliza en seguida. Sobre todas las superficies e incluso en el aire se forman millones de pequeños cristales que encierran a todos los microbios dentro y caen emparedados en el suelo. Luego vienen trabajadores atravesando compartimentos herméticos y cabinas de desinfección y ataviados con monos esterilizados que barrerán los cristales de yodo.

Cuando nos aplicamos crema en las manos utilizamos básicamente el mismo principio: atrapamos a los microbios en una pátina de grasa, donde quedan retenidos. Cuando la pátina se enjuaga, con el agua también se van las bacterias. Para la capa de grasa natural que produce la piel, basta a menudo agua y jabón.

De este modo, la pátina de grasa no queda completamente eliminada y puede retomar de inmediato su trabajo después del lavado. Lavar demasiado a menudo es absurdo y esto es válido tanto si se trata de lavarse las manos como de ducharse. Si se lava demasiado a menudo la capa de grasa protectora, se expone la piel indefensa al entorno. Cuando entonces se instalan bacterias malolientes, producimos un olor más fuerte al sudar. Un círculo vicioso.

Fig.: Bacterias atrapadas en cristales de yodo.

Nuevos métodos

Un equipo de Gante está probando actualmente con nuevos métodos. Los investigadores combaten el olor a sudor con bacterias. Desinfectan las axilas, las untan con bacterias inodoras y miran el reloj. Transcurridos un par de minutos los voluntarios del estudio se pueden poner la camisa de nuevo e irse a casa. Después se les invita a que vuelvan a visitar el laboratorio, donde son olidos por expertos. Los primeros resultados son considerablemente buenos; en muchos casos, las bacterias de olor neutro se muestran capaces de expulsar a las malolientes.

El mismo método se aplica actualmente también en Düren, en los lavabos públicos malolientes. Una empresa ha producido una mezcla de bacterias que se puede utilizar como un producto de limpieza. La mezcla de bacterias de olor neutro se propaga y desplaza a las malolientes. La idea de limpiar las instalaciones sanitarias con bacterias es genial, aunque lamentablemente los fabricantes no han revelado su composición, lo cual hace difícil examinar su producto científicamente. En todo caso, la ciudad de Düren parece que ha tenido experiencias muy positivas con este experimento.

Estos nuevos conceptos bacteriológicos muestran una cosa muy bonita: la higiene no significa extinguir todas las bacterias. La higiene es un sano equilibrio entre un número significativo de bacterias beneficiosas y unas pocas dañinas. Esto significa una protección inteligente contra peligros reales y a menudo un incremento preciso de lo beneficioso. Teniendo esto bien presente, podemos volver a estar de acuerdo con antiguas verdades, como las de la autora americana Suellen Hoy: «Desde la perspectiva de una mujer americana de clase media (también una veterana viajera) que ha sopesado las pruebas, es ciertamente mejor estar limpio que estar sucio».

Antibióticos

Los antibióticos matan con mucha eficacia a peligrosos agentes patógenos. Y a sus familias. Y a sus amigos. Y a sus conocidos. Y a lejanos conocidos de sus conocidos. Esto los convierte en la mejor arma contra bacterias peligrosas y la más peligrosa contra las mejores bacterias. ¿Quién produce la mayoría de los antibióticos? Las bacterias. ¿Cómo?

Los antibióticos son las armas con las que hongos y bacterias hostiles se combaten mutuamente.

Desde que los descubrieron los investigadores se realiza en las compañías farmacéuticas una cría masiva de bacterias. En unos contenedores enormes (de hasta 100 000 litros de capacidad) crece una cantidad tan inconcebible de bacterias que apenas se podría expresar en números. Las bacterias producen antibióticos, nosotros los esterilizamos y prensamos el material en forma de comprimidos. El producto ha tenido buena acogida sobre todo en Estados Unidos: en un estudio sobre el efecto de los antibióticos en la flora intestinal se observó que en toda la región de San Francisco y sus localidades circundantes solo dos personas no habían tomado ningún antibiótico en los últimos dos años. Uno de cada cuatro alemanes toma, por término medio, un antibiótico al año. El motivo principal son los «resfriados». A cualquier microbiólogo esta afirmación le produce un pinchazo en el corazón. Los resfriados son provocados a menudo no por bacterias, sino por virus. Los antibióticos funcionan de tres modos distintos: acribillar bacterias, envenenarlas o convertirlas en estériles. Los virus simplemente no entran en el espectro de competencias de estos medicamentos.

En muchos resfriados, por lo tanto, los antibióticos no surten ningún efecto. Si alguien, no obstante, se siente mejor después de tomarlo, se debe al efecto placebo o al trabajo de nuestro propio sistema inmunitario. Lo que es seguro es que con su ingesta irresponsable matamos a muchas bacterias beneficiosas y nos perjudicamos con ello. En caso de una infección incierta y para prevenir, se puede solicitar al médico de familia una prueba de procalcitonina. Esta prueba detecta si los responsables del resfriado son virus o bacterias. Cuesta 25 euros y normalmente no está incluida en el seguro. Esta opción se ha de considerar especialmente cuando los niños pequeños están afectados por una infección incierta.

Si realmente es recomendable tomar antibióticos, entonces vayamos a por todas. Las ventajas compensarán con toda seguridad los inconvenientes. Por ejemplo, cuando se padece una grave neumonía o cuando de niño se quiere superar alguna pesada infección sin lesiones secundarias. En este caso un pequeño comprimido nos puede salvar la vida. Los antibióticos se encargan de que las bacterias dejen de reproducirse. El sistema inmunitario elimina entonces todos los agentes patógenos restantes y pronto volvemos a sentirnos bien. Por ello pagamos desde luego un precio, pero globalmente justo se trata de un muy buen negocio.

El efecto secundario más habitual es la diarrea. Las personas que no padecen diarrea notan, quizás, durante el paso matinal por el lavabo, que expulsan porciones de un tamaño claramente mayor. Por decirlo de un modo un tanto brusco y franco: se trata de una gran porción de bacterias intestinales. El comprimido no va volando desde la boca hasta la nariz resfriada, sino que se desliza directamente al estómago y de allí al intestino. Antes de que pase de aquí a la sangre y llegue entonces, entre otros lugares, a la nariz, el conjunto de microbios del intestino es atacado, intoxicado e incapacitado para reproducirse. El resultado es un impresionante campo de batalla que más tarde se podrá contemplar en la siguiente visita al inodoro.

Los antibióticos pueden alterar claramente nuestra flora intestinal y reducir la diversidad de microbios en nuestro intestino, de modo que sus facultades pueden quedar igualmente alteradas, como la cantidad de colesterol que podemos ingerir, si se producen vitaminas (como la vitamina H, tan beneficiosa para la piel) o qué alimentos son aprovechados. Ciertos estudios realizados por primera vez en Harvard y Nueva York con los antibióticos metronidazol y gentamicina han puesto de manifiesto alteraciones especialmente importantes de la flora intestinal.

Los antibióticos son especialmente delicados en los niños pequeños y los pacientes ancianos. Su flora intestinal es siempre más inestable y se recupera mucho peor después del tratamiento. Estudios realizados en Suecia demostraron en niños que, incluso dos meses tras la ingesta de antibióticos, aún se podían detectar claras alteraciones de la flora intestinal: había potencialmente un mayor número de bacterias dañinas y uno menor de beneficiosas, como las bifidobacterias y los lactobacilos. Los antibióticos utilizados fueron ampicilina y gentamicina. Solo se realizaron pruebas en nueve niños, por lo que el estudio no es especialmente significativo, aunque en cualquier caso se trata del único estudio en su género. Por lo tanto, se debe tener en cuenta, aunque con la debida precaución.

Un reciente estudio en jubilados irlandeses puso de manifiesto un panorama claramente dividido: algunos paisajes intestinales se recuperaron muy bien después de la ingesta de antibióticos, mientras que otros quedaron alterados de forma duradera. Las causas de ello no están aún nada claras. La capacidad para recuperar la estabilidad después de vivencias intensas se denomina, tanto en el intestino como en el campo de la psicología, resiliencia.

Las investigaciones sobre los efectos a largo plazo realizadas hasta la fecha se pueden casi contar con los dedos de una mano, y ello a pesar de que los antibióticos se vienen utilizando desde hace ya más de cincuenta años. El motivo es la técnica: los aparatos necesarios para tales investigaciones aparecieron hace apenas dos años. El único efecto que entretanto se ha podido comprobar con seguridad ha sido el desarrollo de resistencias. Incluso dos años después de la última ingesta de antibióticos aún permanecen en el intestino bacterias malvadas que cuentan historias sobre la guerra a sus tataratataratatara… nietos.

Ellas resistieron al antibiótico y sobrevivieron. Y con razón. Pues desarrollaron entonces técnicas de resistencia formando, por ejemplo, pequeñas bombas en las paredes de la célula. Por medio de ellas se bombeaba el antibiótico fuera del cuerpo igual que los bomberos bombean el agua de una bodega inundada. Muchas bacterias se disfrazan, de modo que los antibióticos no reconocen sus paredes celulares y no las pueden perforar. Otras utilizan su habilidad para dividir cosas: se construyen instrumentos para poder destruir antibióticos.

La cosa es que los antibióticos muy raramente matan todas las células. Destruyen determinadas comunidades, siempre según el tipo de veneno que utilicen. Siempre hay bacterias que sobreviven o que se convierten en combatientes experimentados. Cuando nos ponemos muy enfermos son precisamente estos combatientes los que nos pueden causar problemas: cuantas más resistencias hayan desarrollado, tanto más difícil resulta atacarlas con antibióticos.

Cada año mueren en Europa varios miles de personas a causa de tales bacterias con tantas resistencias que ningún medicamento resulta eficaz. Cuando el sistema inmunitario queda debilitado después de alguna operación o cuando los gérmenes resistentes son mayoría absoluta tras largos tratamientos con antibióticos, nos encontramos ante una situación peligrosa. Apenas se desarrollan nuevos medicamentos porque este sector de negocios no es una clara fuente de ingresos para la industria farmacéutica.

Quienes quieran mantenerse al margen de innecesarias guerras de antibióticos en los intestinos harán bien en seguir estos cuatro sencillos consejos:

1. No tomar antibióticos innecesarios. Y si se han de tomar, hacerlo durante el tiempo recomendado. Un tiempo lo bastante largo para que las luchadoras con menores aptitudes de resistencia terminen en algún momento por rendirse y puedan ser aplastadas, de modo que al final solo queden las bacterias que hubieran quedado de todos modos. Al menos habremos acabado con el resto.

2. Carne ecológica. Las resistencias son diferentes en distintos lugares. Sorprendentemente, están a menudo estrechamente vinculadas a los antibióticos aplicados en la cría de animales de matadero. En países como la India prácticamente no se controla cuántos antibióticos reciben los animales. De este modo crían enormes zoos de resistencias en sus intestinos. Ahí es cuando aparecen también en los seres humanos infecciones claramente más difíciles de tratar que en otras regiones. En Alemania existe al menos una normativa, aunque es de una imprecisión rayana en lo ridículo. De modo que muchos veterinarios ganan dinero con el negocio semilegal de los antibióticos.

Hasta 2006 la Unión Europea no prohibió mezclar antibióticos en la comida para animales como medio para «incrementar su rendimiento». El aumento del rendimiento significa en este caso el rendimiento de un animal en el sentido de no morir de alguna infección en un mugriento establo abarrotado. Este rendimiento aumenta asombrosamente con antibióticos. Los animales de establos ecológicos solo pueden ingerir una determinada cantidad de antibióticos; si se supera dicha cantidad, se vende la mercancía como carne «normal», sin el marcado de carne ecológica. Si es posible, es preferible gastar un par de euros más: contra los zoos de resistencias y en pro de la paz en los intestinos. No lo vamos a percibir directamente, pero estaremos invirtiendo en un futuro seguro.

3. Lavar bien la fruta y la verdura. Esto también tiene que ver con la cría de animales. El estiércol se suele utilizar como abono para los campos. En Alemania no se acostumbran a examinar los restos de los antibióticos en la fruta y la verdura, y mucho menos los restos de las bacterias intestinales resistentes. En la leche, los huevos y la carne se controlan al menos determinados valores límite, por lo que es mejor lavar de más que de menos. Con solo una pequeña cantidad de antibióticos las bacterias pueden desarrollar resistencias.

4. Abrir los ojos en vacaciones. Uno de cada cuatro viajeros importa gérmenes altamente resistentes. La mayoría vuelven a desaparecer después al cabo de un par de meses, pero unos cuantos acechan en nosotros durante más tiempo. Se recomienda un especial cuidado en países con problemas bacteriológicos, como la India. En Asia y en Oriente Medio hay que procurar lavarse las manos a menudo, limpiar a conciencia las frutas y las verduras, si es necesario con agua hervida; el sur de Europa no queda exento. «Cook it, peal it or leave it» (cuécelo, pélalo o déjalo): la máxima del viajero no vale no solo como protección contra la diarrea, sino también contra los souvernirs de resistencias no deseados para uno mismo y para la familia.

¿Existen alternativas a los antibióticos?

Las plantas (los hongos, como el hongo de la penicilina, no son plantas sino que se cuentan simplemente entre los seres vivos) producen antibióticos que funcionan desde hace siglos sin provocar resistencias. Cuando las plantas se doblan o aparecen agujereadas, en el lugar correspondiente se producen sustancias hostiles a los microbios ya que, de lo contrario, la planta se convertiría en menos que canta un gallo en un festín para las bacterias del entorno. En caso de resfriados en su fase inicial, infecciones de las vías urinarias o inflamaciones en la cavidad bucal y la faringe, se pueden comprar en las farmacias antibióticos vegetales en forma concentrada. Existen, por ejemplo, productos con aceite de mostaza o de rábano, extractos de manzanilla o de salvia, que pueden reducir en parte no solo las bacterias, sino también los virus. Así nuestro sistema inmunitario tiene menos trabajo y mayores perspectivas de expulsar al malhechor.

En caso de una enfermedad aguda o de una que se prolongue en el tiempo sin que se perciban señales de mejora, estos métodos vegetales no son una solución. En tales casos pueden ocasionarnos daños porque nos estaremos privando durante demasiado tiempo de antibióticos más potentes. Durante los últimos años han aumentado claramente las disfunciones cardíacas o auditivas producidas por una infección. Esto sucede a menudo cuando los padres quieren proteger a sus hijos únicamente contra demasiados antibióticos. Pero esta decisión puede tener consecuencias fatales. Un médico con una correcta formación no nos endosará todos los antibióticos, sino que nos dirá claramente cuándo son necesarios.

Con los antibióticos se desarrollan juegos de poder: con ellos nosotros nos equipamos a lo grande contra las bacterias peligrosas y, a su vez, ellas se equipan con resistencias aún más peligrosas. Nuestros investigadores de medicamentos deberían entonces rearmarse. Al ingerir estos medicamentos, cada uno de nosotros hace una especie de trato. Sacrificamos nuestras bacterias buenas, con la esperanza de que también las malas sean atacadas. Si se trata de un pequeño resfriado habrá sido un mal negocio; si se trata de una enfermedad seria habrá sido una transacción rentable.

Aún no existe ningún tipo de protección para las bacterias intestinales. Podemos decir con seguridad que desde el descubrimiento de los antibióticos hemos aniquilado muchas reliquias de familia. El sitio libre que ha quedado en el intestino debería ocuparse lo mejor posible y para ello están los probióticos, que ayudan al intestino a recuperar un sano equilibrio después de haber escapado de un auténtico peligro.

Probióticos

Cada día engullimos varios miles de millones de bacterias vivas. Están en la comida cruda, algunas incluso sobreviven a la cocción, nos chupamos el dedo sin darnos cuenta, tragamos nuestras bacterias bucales o nos besamos a través del paisaje bacteriano de otra persona. Una pequeña parte de ellas sobrevive a los fuertes ácidos gástricos y a los violentos procesos de la digestión, y aterriza vivita y coleando en el intestino grueso.

La gran mayoría de estas bacterias son desconocidas; probablemente no nos hacen nada o nos causan algún beneficio que aún no hemos descubierto. Unas pocas son agentes patógenos que generalmente no nos hacen daño debido a su reducido número. Solo una fracción de esas bacterias ha sido estudiada exhaustivamente y declarada «buena» por las instancias oficiales. Esas bacterias son los probióticos.

En el supermercado nos encontramos delante de la sección de refrigerados y leemos la palabra «probiótico» en el envase de un yogur. No tenemos ni la más remota idea de cómo funciona o qué se esconde detrás de esa palabra, pero a muchos aún nos retumba el anuncio publicitario en la cabeza: fortalece el sistema inmunitario y la señora estreñida vuelve a hacer de vientre, por lo que recomienda el producto a las personas de su entorno. Esto está bien, así que no me importa gastarme 1 euro más. Y en un pispás tenemos los probióticos en el carro de la compra, luego en el frigorífico y finalmente en la boca.

Los humanos hemos comido probióticos desde siempre. Sin ellos no estaríamos aquí. Así pudieron comprobarlo algunos sudamericanos que llevaron mujeres embarazadas al Polo Sur para que dieran a luz ahí. Con ello pretendían ejercer los derechos legales sobre las reservas de petróleo del lugar correspondientes a los «nativos». El resultado fue que los bebés morían, como muy tarde, en el viaje de vuelta. El Polo Sur es tan frío y libre de gérmenes que se vieron privados de las bacterias necesarias para vivir. Las condiciones de temperatura normales y los gérmenes en el mismo viaje de vuelta acabaron con los pequeños.

Las bacterias beneficiosas son una parte importante de nuestra vida y se encuentran constantemente alrededor y dentro de nosotros. Nuestros antepasados no lo sabían pero intuitivamente hacían lo correcto: protegían su comida de las bacterias dañinas al mismo tiempo que se encomendaban a las beneficiosas. Por ejemplo, cuando se ayudaban de ellas para aumentar su conservación. En todas las culturas del mundo hay platos que se preparan gracias a útiles microbios. En Alemania, por ejemplo, están las coles fermentadas, los pepinillos agridulces y la levadura de pan. La nata fresca de los franceses, el queso agujereado de los suizos, el salami y las aceitunas de los italianos o el ayrán de los turcos: nada de eso existiría sin los microbios.

De Asia proceden innumerables platos de este tipo: la salsa de soja, la bebida kombucha, la sopa de miso, el kimchi de Corea, el lassi de la India, así como el fufu africano… la lista se podría alargar indefinidamente. Estos alimentos se preparan con bacterias, por lo que se les denomina fermentados. Con ellos se generan a menudo ácidos, que proporcionan ese sabor agrio al yogur o a las verduras. Gracias a los ácidos y a las numerosas bacterias buenas, la comida queda protegida contra las bacterias peligrosas. La fermentación es la técnica más antigua y saludable de conservar los alimentos.

Tan diferentes como los numerosos platos eran los diferentes tipos de bacterias que los hacían posibles. La leche cuajada de una familia del Palatinado contenía tipos de bacterias diferentes a las del ayrán de una familia de Anatolia. En los países meridionales se usaron bacterias que trabajan bien a altas temperaturas y en el norte de Europa las que tenían inclinación por la temperatura ambiente.

El yogur, la leche cuajada u otros productos fermentados debieron de surgir por azar. Alguien se dejó la leche fuera y las bacterias alcanzaron el recipiente (directamente de la vaca o procedentes del aire durante el ordeño), la leche se hizo más densa y el nuevo alimento ya estaba listo. Si un germen de yogur especialmente sabroso había ido a parar a la leche, se sacaba una cucharada del yogur producido para echarla en una nueva ración de leche y se dejaba que las bacterias hiciesen más yogur. A diferencia de los yogures actuales, antiguamente intervenía siempre un gran equipo de bacterias diferentes, y no solamente unas pocas clases escogidas.

La variedad de bacterias en los alimentos fermentados se ha reducido fuertemente. Con la industrialización se regularon los procesos de producción con bacterias seleccionadas en el laboratorio. Hoy en día la leche se calienta brevemente después de ser ordeñada para exterminar eventuales agentes patógenos, aunque con ello también mueren posibles bacterias del yogur. Por este motivo no podemos simplemente dejar fuera de la nevera nuestra leche de supermercado a la espera de que acabe produciéndose yogur.

Muchos de los alimentos antiguamente ricos en bacterias, hoy ya no se producen con bacterias, sino que se conservan en vinagre como, por ejemplo, la mayoría de los pepinillos agridulces. Muchos se fermentan con bacterias y se calientan después para eliminar sus gérmenes, como el chucrut de supermercado. El chucrut crudo ya solo se puede comprar en las herboristerías.

Ya a comienzos del siglo XX el mundo científico intuyó la importancia de las bacterias buenas para nosotros. Entonces Ilja Metchnikoff hizo su aparición en el escenario de los yogures. Fue Premio Nobel y se dedicó a observar a los campesinos de las montañas de Bulgaria, quienes alcanzaban a menudo los 100 años de edad, y con un llamativo buen humor. Metchnikoff sospechaba que su secreto yacía en las bolsas de piel con las que transportaban la leche de sus vacas. Esos campesinos recorrían largos trayectos, de modo que la leche se había convertido en leche cuajada o yogur cuando llegaban a casa. Estaba convencido de que la ingesta regular de esos productos de origen bacteriano eran la responsable de su formidable salud. En su libro The Prolongation of Life (en español: La prolongación de la vida) defendió la tesis de que con la ayuda de las bacterias beneficiosas podemos vivir más y mejor. A partir de entonces las bacterias dejaron de ser componentes anónimos del yogur y se convirtieron en importantes principios de salud. Sin embargo, su conocimiento llegó en un momento poco propicio, ya que poco antes las bacterias habían sido identificadas como agentes patógenos. Es cierto que el microbiólogo Stamen Grigorov había encontrado en 1905 la bacteria del yogur descrita por Metchnikoff, Lactobacillus bulgaricus, pero después se centró en la lucha contra la tuberculosis. Gracias al efecto beneficioso de los antibióticos, desde aproximadamente 1940 la cuestión se convirtió en algo generalizado: cuantas menos bacterias, mejor.

El hecho de que las reflexiones de Metchnikoff y la bacteria de Grigorov encontraran luego el modo de entrar en nuestros supermercados hay que agradecérselo a los bebés. Las madres que no podían dar el pecho a sus bebés tenían a menudo un problema con la leche en polvo: sus niños tenían diarrea con más frecuencia. La industria de la leche en polvo estaba realmente sorprendida, porque los ingredientes eran los mismos que los de la leche materna. ¿Qué podía faltar? ¡Las bacterias! Aquellas a las que les gusta estar en los pezones lechosos y aquellas cuyo número es especialmente elevado en los intestinos de los bebés amamantados: bifidobacterias y lactobacilos. Se encargan de escindir el azúcar de la leche (lactosa) y producen ácido láctico (lactato), de ahí que pertenezcan al grupo de las bacterias del ácido láctico. Un investigador japonés produjo un yogur con las bacterias Lactobacillus casei Shirota, que al principio las madres solo podían adquirir en farmacias. Si se daba a los bebés una cantidad diaria de ellas, estos tenían menos diarrea. La investigación industrial retomó los planteamientos de Metchnikoff: con bacterias para los bebés y pretensiones más modestas.

El yogur normal contiene especialmente Lactobacillus bulgaricus, pero no se trata exactamente de la misma cepa que la bacteria de los campesinos búlgaros. La cepa descubierta por Stamen Grigorov se denomina hoy, para ser más precisos, Lactobacillus helveticus spp. bulgaricus. Estas bacterias no son especialmente resistentes a la digestión y solo una pequeña parte de ellas llega viva a los intestinos. Para algunos de los efectos sobre el sistema inmunitario esto no tiene demasiada importancia: a las células inmunitarias a menudo les basta con echar un vistazo a la envoltura vacía de algunas bacterias para poner en marcha su maquinaria.

El yogur probiótico contiene bacterias que se inspiraron en la investigación sobre la diarrea en los bebés: se espera que lleguen vivas al intestino grueso. Bacterias que pueden resistir la digestión son, por ejemplo, Lactobacillus rhamnosus, Lactobacillus acidophilus o el ya mencionado Lactobacillus casei Shirota. En teoría una bacteria de este tipo puede rendir más si llega viva a la parte baja del intestino. Existen estudios que constatan su eficacia, pero que no bastan a la Autoridad Europea sobre Seguridad Alimentaria, por lo que ya no se permiten eslóganes del tipo «tachán» como los empleados para Yakult o Actimel y compañía.

A esto hay que añadir que además no hay una certeza absoluta de que lleguen bastantes bacterias probióticas al intestino. Una rotura de la cadena del frío o una persona con acidez estomacal o con una digestión especialmente larga hacen que las bacterias adopten en seguida el aspecto de viejecitas. Naturalmente, esto no es malo, pero entonces un yogur probiótico deja de ser mejor que uno normal. Para cambiar algo en el enorme ecosistema del intestino se deberían movilizar algo así como 1000 millones (109) de animadas bacterias.

Conclusión: cualquier yogur puede ser bueno, aunque no todo el mundo tolera bien la proteína láctea o un exceso de grasa animal. La buena noticia es que existe un mundo de probióticos más allá de los yogures. Los investigadores están experimentando en esta dirección en sus laboratorios con bacterias seleccionadas: inoculan bacterias directamente en las células intestinales en placas Petri, administran cócteles de microbios a ratones o hacen engullir cápsulas llenas de microorganismos vivos a las personas. En la investigación sobre los probióticos hemos podido distinguir tres grandes campos de actividad en los cuales nuestras bacterias buenas manifiestan asombrosas facultades.

1. Masajes y bálsamos

Muchas bacterias probióticas se preocupan de nuestro intestino. Tienen unos genes para producir pequeños ácidos grasos como el butirato. Con ellos pueden embalsamar y cuidar las vellosidades del intestino. Las vellosidades del intestino bien atendidas son mucho más estables y se desarrollan más que las mal cuidadas. Cuanto más grandes son las vellosidades, tanto mejor asimilamos los alimentos, los minerales y las vitaminas. Cuanto más estables son, menos basura dejan pasar. El resultado es que nuestro cuerpo recibe muchos nutrientes y menos sustancias nocivas en su menú.

2. Servicio de seguridad

Las bacterias buenas defienden nuestro intestino, ya que al fin y al cabo es su hogar, y no ceden voluntariamente su territorio a bacterias nocivas. Para ello se asientan a menudo precisamente en aquellos sitios donde a los agentes patógenos les gusta infectarnos. Si entonces aparece una bacteria mala, se colocan bien apretadas en su lugar favorito con una sonrisa burlona, depositan su bolso de mano en el asiento del acompañante y no le dejan sitio. Si esta señal no es lo bastante clara, no hay problema: las bacterias del servicio de seguridad tienen otros truquillos. Producen, por ejemplo, pequeñas cantidades de antibióticos y de anticuerpos con los cuales ahuyentan a las bacterias extrañas de su entorno inmediato. O bien utilizan diferentes ácidos: con ellos no solo se protege al yogur o al chucrut de las bacterias putrefactoras, sino que también nuestro intestino se puede convertir con la acidez en un lugar inhóspito para los gérmenes dañinos. Otra posibilidad es comérselo todo (a quien tenga hermanos le sonará). A muchas bacterias probióticas parece que les gusta arrebatar a las bacterias dañinas la comida delante de sus narices. Al final llega el momento en que a los malvados se les pasan las ganas y abandonan.

3. Buenos asesores y entrenadores

No debemos pasar por alto que las bacterias son los máximos expertos en cuestiones bacteriológicas. Cuando colaboran con nuestro intestino y sus células inmunitarias, recibimos información importante de primera mano y un buen asesoramiento: ¿qué aspecto tienen las diferentes envolturas bacterianas? ¿Cuántos anticuerpos bacterianos (defensinas) deben producir las células intestinales? ¿Debe el sistema inmunitario reaccionar activamente a sustancias extrañas o aceptar relajadamente lo nuevo?

Un intestino sano posee muchas bacterias probióticas. Cada día y cada segundo nos beneficiamos de sus habilidades. A menudo nuestras comunidades bacterianas son atacadas, lo cual puede suceder mediante antibióticos, una mala alimentación, enfermedades, períodos de estrés y un largo etcétera. Entonces nuestros intestinos ya no estarán tan bien cuidados, estarán menos protegidos y no tan bien asesorados. En tales casos se agradece que algunos de los resultados obtenidos en la investigación en laboratorios puedan encontrarse en las farmacias, donde se pueden adquirir bacterias vivas y de este modo proveernos de trabajo bacteriano alquilado para momentos difíciles.

Son buenos contra la diarrea: ámbito de aplicación número 1 de los probióticos. En caso de gripe intestinal o diarrea por la ingesta de antibióticos hay diversas bacterias de la farmacia que nos pueden ayudar a mitigar la diarrea y acortarla, por término medio, un día. Al mismo tiempo apenas tienen efectos secundarios, a diferencia de la mayoría de los otros medicamentos contra la diarrea. Esto los hace especialmente aptos para niños pequeños o personas mayores. En caso de enfermedades intestinales como la colitis ulcerosa o el síndrome del intestino irritable, los probióticos pueden aplazar los brotes de diarrea o las inflamaciones agudas.

Son buenos para el sistema inmunológico. Para personas propensas a caer enfermas se recomienda probar diferentes tipos de probióticos, especialmente durante el desarrollo de un resfriado. Para quienes esto resulte demasiado costoso, también es posible tomar un yogur al día, pues para algunos efectos más suaves no es imprescindible que las bacterias estén vivas. En algunos estudios se ha constatado que, especialmente en personas mayores y en atletas sometidos a una fuerte actividad, la toma regular de probióticos puede hacer que los resfriados sean menos agudos y que su frecuencia sea menor.

Una posible protección contra las alergias. Este efecto no se ha podido demostrar tan bien como la eficacia de los probióticos en el caso de diarrea o de inmunodeficiencia. Sin embargo, para los padres de niños con un mayor riesgo de alergias y neurodermitis, los probióticos son una buena opción. Muchos estudios indican una clara protección. En algunos no se pudo constatar este resultado, aunque a menudo se utilizaron bacterias diferentes para los distintos estudios.

Personalmente, en este punto me decantaría por el principio de «mejor exagerar». Los probióticos en modo alguno pueden dañar a los niños propensos a las alergias y, en cambio, existen algunos estudios en los que se pudieron mitigar los síntomas de alergias o neurodermitis ya desarrolladas gracias a los probióticos.

Junto a áreas bien estudiadas como la diarrea, las enfermedades intestinales y el sistema inmunitario, existen en la actualidad áreas de investigación que han arrojado últimamente resultados muy prometedores. Ocurre así, por ejemplo, con las indigestiones, las diarreas durante los viajes, la intolerancia a la lactosa, el sobrepeso, los problemas de articulaciones inflamadas o incluso la diabetes.

Si queremos probar los probióticos para uno de estos problemas (por ejemplo, en caso de estreñimiento o flatulencias), la farmacia no nos podrá recomendar ningún preparado cuya eficacia haya sido probada sin tacha. La farmacia no va por delante de la investigación: cada cual debe ir probando hasta encontrar una bacteria que ayude. Simplemente debemos leer en el envoltorio qué es lo que estamos probando, y si después de cuatro semanas no se han registrado cambios, quizás debamos dar una oportunidad a uno o dos tipos bacterianos diferentes. Muchos gastroenterólogos nos pueden dar alguna indicación sobre qué bacterias podría valer la pena probar.

Para todos los probióticos rigen las mismas reglas: se deben tomar regularmente durante aproximadamente cuatro semanas y consumirlos antes de la fecha de caducidad (de otro modo no vivirán lo suficiente para producir algún efecto en el enorme ecosistema del intestino). Antes de la adquisición de productos probióticos deberemos informarnos siempre sobre si están diseñados para las dolencias del caso. Las bacterias tienen diferentes genes: algunas son mejores asesoras del sistema inmunitario, mientras que otras son más guerreras, cuando se trata de expulsar a los causantes de la diarrea.

Los probióticos mejor investigados son hasta la fecha las bacterias del ácido láctico (lactobacilos y bifidobacterias) y Sacharomyces boulardii. Este último es un recurso al que no estamos prestando toda la atención que merecería. En realidad no es ninguna bacteria y por eso me gusta menos. Pero como ayuda, tiene en todo caso una ventaja imbatible: los antibióticos no pueden con él.

Así, si durante la ingesta de antibióticos fumigamos todo lo que huele a bacteria, Saccharomyces toma asiento cómodamente. Ahí nos protege contra oportunistas dañinos y además puede capturar sustancias tóxicas. En todo caso también provoca más efectos secundarios que los probióticos bacterianos; algunas personas no toleran la levadura y por su causa pueden sufrir erupciones, por ejemplo.

El hecho de que, aparte de una o dos levaduras, solo conozcamos bacterias del ácido láctico como probióticos demuestra que en este campo estamos todavía en pañales. Pues los lactobacilos normalmente aparecen menos en la flora intestinal de un adulto y las bifidobacterias pueden no ser el único agente benéfico que encontramos en el intestino grueso. Solo existe un tipo de bacteria que hasta ahora haya sido tan investigada como estas dos: E. coli Nissle 1917.

Esta cepa de E. coli fue aislada en las heces de un soldado que volvía de la guerra: todos sus camaradas en la guerra de los Balcanes habían sufrido una intensa diarrea, excepto él. Desde entonces se demostró en muchos estudios que esta bacteria es útil en caso de diarrea, enfermedades intestinales e inmunodeficiencia. Mientras que ese soldado hace tiempo que falleció, nosotros seguimos multiplicando su talentoso E. coli en laboratorios clínicos, la llevamos envasada a las estanterías de las farmacias y dejamos que prodigue sus beneficios en los intestinos de otras personas.

La eficacia de todos los probióticos está limitada por el momento por una cuestión: administramos unas bacterias que fueron seleccionadas en el laboratorio. Tan pronto como dejamos de tomarlas a diario, generalmente desaparecen otra vez de nuestros intestinos. Cada intestino es diferente y puede poseer tropas fuertes que se ayudan o que se combaten mutuamente: los novatos que aterricen ahí no tienen mucho que opinar sobre el reparto del espacio. Por eso los probióticos funcionan de momento más bien como un cuidado del intestino. Si se suspende su ingesta, entonces la propia flora es la que ha de continuar el trabajo. Para resultados a más largo plazo se empieza a contemplar desde hace poco tiempo la estrategia de los equipos mixtos: se trata de varias bacterias a la vez que se ayudan mutuamente para penetrar en terreno desconocido. Eliminan mutuamente sus desechos o producen alimento para sus colegas, por ejemplo.

Siguiendo este principio, muchos productos de farmacias, parafarmacias o supermercados proporcionan una mezcla de viejas conocidas del ácido láctico. Así pueden trabajar de manera más efectiva. La idea de que con ello se conseguirá aclimatarlas de un modo más duradero en el intestino es bonita, pero por el momento no ha funcionado demasiado… dicho con las mejores intenciones.

Si a pesar de todo nos aferramos con uñas y dientes a la estrategia de los equipos mixtos, los resultados son realmente impresionantes. Así, por ejemplo, durante el tratamiento de las infecciones por Clostridium difficile, que son unas bacterias que sobreviven muy bien a los antibióticos y que después se convierten en dueños absolutos del sitio liberado. Los afectados padecen a menudo durante varios años diarreas sanguinolentas y viscosas que no consiguen dominar ni siquiera con múltiples antibióticos y preparados de probióticos. Esto no es solo físicamente agotador, sino desesperante.

En estas situaciones de emergencia los médicos tienen que ser realmente creativos. Algunos médicos audaces realizan actualmente trasplantes de equipos enteros de bacterias auténticas procedentes de los intestinos de una persona sana. Por fortuna esto es relativamente fácil (en veterinaria hace siglos que se tratan de este modo y con éxito diversas enfermedades): solo se necesitan excrementos sanos con sus bacterias y eso es todo. El equipo mixto definitivo se llama también trasplante fecal. En los trasplantes fecales no se recibe el excremento puro, sino limpiado. De la manera que sea, es igual.

Los porcentajes de éxito en casos de diarrea por Clostridium difficile, hasta ahora incurable, se elevan en casi todos los estudios al 90%. Hay pocos medicamentos que tengan un índice de éxito tan elevado. Sin embargo, a pesar de los buenos resultados, este tratamiento solo puede ser aplicado por el momento a casos realmente sin remedio. En efecto, aún no estamos en condiciones de valorar si con ello estamos transmitiendo también eventuales enfermedades de otras personas o gérmenes potencialmente dañinos. Algunas empresas ya se han puesto a la tarea de ofrecer trasplantes artificiales garantizando «ausencia de daños y perjuicios». Si lo consiguen, supondría un significativo empujón general.

En el trasplante de bacterias buenas que luego echan raíces duraderas se halla el mayor potencial de la probiótica. El trasplante ha conducido a unos primeros resultados favorables incluso en casos drásticos de diabetes. Actualmente se está investigando si de este modo se puede impedir que se desencadene la diabetes de tipo 1.

Cómo se llega de las heces a la diabetes puede parecer un salto muy grande para muchos. En realidad no lo es tanto: no se trasplantan solo bacterias protectoras sino también un cuerpo de microbios que ayuda a regular el metabolismo y el sistema inmunitario. Más del 60% de estas bacterias intestinales nos son desconocidas. La búsqueda de especies con efectos eventualmente probióticos es costosa, pero también lo era antiguamente la de hierbas medicinales eficaces. Solo que esta vez nuestro medicamento vive con nosotros. Cada día y cada comida influyen en el gran conjunto de microbios, tanto positiva como negativamente.

Prebióticos

En la prebiótica se trata justamente de promover las bacterias buenas a través de la ingesta de determinados alimentos. Los prebióticos son corrientes como los probióticos. Solo requieren una condición: en algún sitio del intestino debe haber bacterias beneficiosas, las cuales se pueden potenciar con comida prebiótica, dándoles así más poder contra las dañinas.

Como las bacterias son mucho más pequeñas que nosotros, la perspectiva que ellas tienen de la comida es completamente diferente. Cada granito es ahí un acontecimiento inconcebible, un pedazo de cometa muy sabroso. Todo lo que no podemos asimilar en el intestino delgado, lo denominamos fibra alimentaria. Pero no se trata de ninguna carga innecesaria, al menos no para nuestras bacterias del intestino grueso. A ellas les encantan las fibras alimentarias. No todas las clases, pero sí muchas. A algunas bacterias les gustan las fibras de espárrago no digeridas, mientras otras prefieren fibras de carne sin digerir.

A veces algunos médicos no tienen del todo claro por qué recomiendan a sus pacientes comer más fibra. Con ello están recetando abundante alimento para las bacterias, lo cual nos resulta muy beneficioso. Finalmente hay suficiente comida para los microbios del intestino para que produzcan vitaminas, saludables ácidos grasos o para que entrenen al sistema inmunitario para ponerlo a punto. En todo caso, en nuestro intestino grueso hallamos también siempre agentes patógenos. Con determinados alimentos pueden producir sustancias como indol, fenol o amoníaco. Estas son las sustancias que, en el armario de los productos químicos, están rotuladas con un símbolo de advertencia.

Los prebióticos intervienen precisamente ahí: son fibras alimentarias que solo pueden ser ingeridas por las bacterias simpáticas. Si hubiese algo así para las personas, los bares serían lugares reveladores. El azúcar común, por ejemplo, no es un prebiótico, porque también les gusta a las bacterias de la caries. Las bacterias dañinas no pueden, o apenas pueden, aprovechar los prebióticos y por lo tanto no pueden fabricar nada dañino con ellos. Las bacterias buenas, por el contrario, se vuelven más y más fuertes y conquistan cada vez más territorio.

Fig.: Alcachofas, espárragos, endivias, plátanos verdes, tupinambo, ajo, cebolla, chirivía, salsifí negro, trigo (integral), centeno, avena, puerro.

En todo caso, acostumbramos a comer poca fibra y menos aún prebióticos. De los 30 gramos de fibra alimentaria que debiéramos ingerir a diario, la mayoría de los europeos solo llega a la mitad. Esto es tan poco que surge una fuerte rivalidad en el intestino y con ello pueden llegar a imponerse las bacterias antipáticas.

No es tan difícil ir a nuestro favor y al de nuestros mejores microbios. La mayoría tenemos algún plato prebiótico preferido que comeríamos sin problemas más a menudo. Mi abuela tiene siempre ensalada de patatas en la nevera, mi padre prepara una magnífica ensalada de endivias con mandarinas (consejo: lavar brevemente las endivias con agua caliente: hace que pierdan amargor sin que dejen de estar crujientes) y a mi hermana le encantan los espárragos o el salsifí negro con una fina salsa de nata.

Son solo un par de platos que también gustan bastante a las bifidobacterias o a los lactobacilos. Actualmente sabemos que también les gustan las liliáceas, las asteráceas o también el almidón resistente. Liliáceas son no solo el puerro o el espárrago, sino también las cebollas y el ajo. A las asteráceas pertenecen las endivias y el salsifí negro, el tupinambo y la alcachofa.

El almidón resistente se forma, por ejemplo, cuando se cuece arroz o patatas e inmediatamente después se pone a enfriar. De este modo cristaliza el almidón y se hace más resistente a la digestión. De la «robusta» ensalada de patatas o del frío arroz para sushi llega más alimento ileso hacia los microbios. Quien aún no tenga ningún plato prebiótico preferido, debería probar algunos. Si comemos estos platos de forma regular, podremos constatar un divertido fenómeno: de vez en cuando experimentaremos una auténtica hambre canina por esta comida.

Las personas que coman principalmente alimentos pobres en fibras, como la pasta, el pan blanco o la pizza, no deberían pasar con demasiada brusquedad a ingerir grandes cantidades de comida rica en fibra. Esto avasalla a la agotada comunidad de bacterias, que enloquecen y se ponen a metabolizarlo todo con euforia y fuera de sí. Consecuencia: unas ventosidades de órdago. Por lo tanto, hay que incrementar paulatinamente las fibras, sin llegar a cantidades exageradas. Al fin y al cabo, en primer lugar la comida es siempre para nosotros y solo en segundo lugar para los habitantes de nuestros intestinos.

Las ventosidades de órdago no son agradables: el exceso de gas produce una hinchazón desagradable en nuestro intestino. Soltar un poco de ese gas es un deber saludable. Nosotros somos seres vivos, en nuestras barrigas vive un pequeño mundo que trabaja con ganas y produce muchas cosas. Así como la tierra tolera nuestros gases de combustión, también nosotros deberíamos dar curso amistosamente a los de nuestros microorganismos. Aunque pueda sonar gracioso, no tiene por qué oler siempre mal. Las bifidobacterias o los lactobacilos, por ejemplo, no desprenden ningún olor desagradable. Las personas que nunca tienen ventosidades matan de hambre a sus bacterias intestinales y, sin duda, no son buenos huéspedes para los microbios.

El que lo quiera fácil puede ir directamente a la parafarmacia o la farmacia a comprar prebióticos puros. De las endivias, por ejemplo, se extrae el prebiótico inulina; de la leche, el GOS (galacto-oligosacárido). Se ha examinado el efecto saludable de estas sustancias, que con bastante eficacia alimentan a las bifidobacterias y los lactobacilos.

No se ha dedicado ni mucho menos tanto estudio a los prebióticos como a los probióticos, aunque existen un par de campos de aplicación muy consolidados. Los prebióticos estimulan a las bacterias buenas, de modo que aparecen menos toxinas en el intestino. Cuando se tienen problemas con el hígado, ya no es posible desactivar tan bien las sustancias nocivas de las bacterias malas, y esto a menudo se percibe claramente. Las endotoxinas tienen diferentes efectos, que pueden oscilar desde el cansancio hasta el coma, pasando por temblores. En los hospitales a menudo administran en tales casos prebióticos muy concentrados. Por regla general, disminuyen los problemas.

Pero las endotoxinas también desempeñan un papel importante para el hombre de la calle con un hígado alegre como unas castañuelas. Surgen, por ejemplo, cuando las pocas fibras existentes se consumen en el tramo inicial del intestino grueso y las bacterias del tramo final se precipitan encima de las proteínas sin digerir. Bacterias y carne no son a menudo una buena combinación; lo sabemos bien por los escándalos de la carne caducada. Un exceso de estas toxinas de la carne puede dañar el intestino grueso y, en el peor de los casos, desencadenar un cáncer. El cáncer intestinal se manifiesta precisamente aquí la mayoría de las veces: al final del intestino. Por eso los prebióticos se estudian principalmente para prevenir el cáncer intestinal. Y los primeros estudios son muy prometedores.

Prebióticos como el GOS son fascinantes, ya que pueden ser fabricados incluso por nuestro propio cuerpo. En la leche materna hallamos un 90% de GOS y un 10% de otras fibras no digeribles. En la leche de vaca el GOS solo supone el 10% de las fibras de la leche. También en este punto encontramos un dato relevante para los bebés humanos. Si los bebés reciben leche en polvo mezclada con un poco de polvo de GOS, sus bacterias intestinales se parecen a las de los bebés amamantados. Algunos estudios sugieren que estos desarrollan menos alergias y neurodermitis que otros bebés alimentados con leche en polvo. Desde 2005 está permitida la adición de GOS a la leche en polvo, aunque no es obligatorio.

Desde entonces ha ido creciendo el interés por el GOS y entretanto se ha podido demostrar otro efecto en los laboratorios: el GOS se acopla directamente a las paredes de las células, especialmente ahí donde les gusta unirse a los agentes patógenos. De este modo, funcionan como pequeños escudos. Las bacterias perjudiciales ya no se pueden agarrar bien y, en el mejor de los casos, resbalan sobre ellos. Después de este descubrimiento se han realizado los primeros estudios para prevenir la diarrea del viajero con GOS.

La inulina hace más tiempo que se investiga que el GOS. A veces se utiliza en la producción alimentaria como sustituto del azúcar o de la grasa porque es algo dulce y gelatinosa. Los prebióticos son, por lo general, determinados azúcares que se unen formando cadenas. Cuando decimos azúcar, generalmente nos referimos a una determinada molécula procedente de la remolacha azucarera. Si nos hubiésemos decidido por la explotación en cadena del azúcar procedente de la endivia, los dulces no serían un pecado que provoca caries. «Dulce» no significa per se poco sano; lo que pasa es que ingerimos solo, de un modo completamente unilateral, las variantes poco sanas.

A menudo resulta sospechoso que los productos se anuncien como «sin azúcar» o «bajo en grasas». Edulcorantes como el aspartamo parecen ser cancerígenos, mientras que otros edulcorantes de los típicos productos light también se usan para cebar y engordar a los cerdos. El escepticismo está, por lo tanto, completamente justificado. Un producto que contiene inulina como sustituto del azúcar o de la grasa puede ser mucho más sano que uno con toda la carga de aditivos de azúcar y grasa animal. En los productos light vale la pena, pues, mirar con atención las etiquetas, ya que muchas veces los usamos con toda la buena fe del mundo, cuando de hecho lo que estamos haciendo es atiborrar de chuches a nuestras bacterias intestinales.

La inulina no se une tan bien a nuestras células como el GOS. En un estudio a gran escala y bien controlado, la inulina no mostró que protegiese contra la diarrea del viajero: en todo caso, todos los voluntarios del estudio que habían tomado inulina declararon que se encontraban francamente mejor. En el grupo de control, que solo tomó placebo, no se dio ese efecto de bienestar. La inulina se puede producir con cadenas de diversa longitud, lo cual está muy bien para una bonita distribución de las bacterias buenas. Las cadenas cortas de inulina se sirven a las bacterias del tramo inicial del intestino grueso y las largas más bien al final.

Esta mezcla de distintas longitudes de las denominadas ITF ofrece mejores resultados en los casos en donde una mayor superficie es igual a mejor rendimiento. En la absorción del calcio, por ejemplo, se necesitan bacterias que estén dispersas por todo el intestino. La mezcla de ITF incrementó en el 20% la asimilación del calcio en chicas jóvenes. Esto es bueno para los huesos, pues protege contra la osteoporosis (huesos débiles) en la vejez.

El calcio es, por lo tanto, un ejemplo interesante, porque muestra claramente cuán lejos se puede llegar con prebióticos: en primer lugar, hay que tomar una cantidad suficiente de calcio para que tenga algún efecto; en segundo lugar, los prebióticos no consiguen nada si el problema son otros órganos. Durante la menopausia a muchas mujeres se les debilitan los huesos. Los ovarios padecen su crisis de los 40, han de despedirse de la producción de hormonas y aprenden poco a poco a disfrutar de la relajación del estar jubilado. ¡A los huesos les faltan hormonas! Si la osteoporosis ya ha hecho acto de presencia, los prebióticos no tienen nada que hacer.

Pero no por ello se debe subestimar el conjunto. Nada influye tanto en nuestras bacterias intestinales como nuestra alimentación. Los prebióticos son los instrumentos más potentes para estimular las bacterias beneficiosas, concretamente las que ya están en nuestro intestino y se van a quedar ahí. Los animales de costumbres prebióticas, como mi abuela adicta a la ensalada de patatas, fomentan, aún sin saberlo, lo mejor de su conjunto de microbios. Su segundo plato preferido es, por cierto, la sopa de puerros. Cuando todos nos poníamos enfermos en casa, nos traía sopa con una amplia sonrisa y se sentaba al piano a tocar un par de piezas. No sabemos qué porcentaje de culpa tienen los microbios en esa actitud, aunque no es ilógico pensar que influyen.

Tomemos nota: las bacterias buenas nos hacen bien. Deberíamos alimentarlas de manera que pudiesen poblar gran parte del intestino grueso. Para ello no nos servirá la pasta o el pan blanco, que son prensados en cadena a partir de harina blanca. Debemos comer verdaderas fibras provenientes de verduras o de la pulpa de la fruta. Estas fibras también pueden ser dulces y sabrosas, ya provengan de espárragos frescos, del arroz para sushi o de extractos puros de la farmacia. Después llegan a nuestras bacterias y estas nos lo agradecen con un buen trabajo.

Al microscopio las bacterias solo se ven como puntos claros sobre fondo oscuro. Pero juntas representan algo más: cada uno de nosotros tiene una colonia dentro de sí. La mayoría de ellas se asientan mansas sobre la membrana mucosa y entrenan al sistema inmunitario o producen vitaminas para nosotros. Otras se acercan a las células intestinales y las perforan o producen toxinas. Cuando lo bueno y lo malo están equilibrados, lo malo nos fortalece y lo bueno nos cuida y mantiene sanos.