Alergias, incompatibilidades e intolerancias

Una teoría sobre el origen de las alergias apunta hacia la digestión en el intestino delgado. Cuando no conseguimos descomponer una proteína en sus diferentes aminoácidos, pueden quedar diminutos restos de la misma. Por lo general, no desembocan entonces en el torrente sanguíneo. Pero el poder inesperado lo tienen los que llaman poco la atención: en este caso, la linfa. Estas partículas pequeñas, envueltas en una gotita de grasa, podrían llegar a la linfa y allí ser arrebatadas por las atentas células inmunitarias. Entonces, encuentran por ejemplo una partícula diminuta de cacahuete en medio del líquido linfático y, como es lógico, atacan el cuerpo extraño.

Cuando lo vuelven a ver, están mejor preparadas y pueden atacar con más ímpetu. Y, en algún momento, basta con ponerse el cacahuete en la boca para que las células inmunitarias bien informadas allí situadas desenfunden sus ametralladoras. La consecuencia son reacciones alérgicas cada vez más virulentas, como, por ejemplo, la hinchazón extrema de la cara y la lengua. Este tipo de explicación se ajusta a aquellas alergias que son desencadenadas principalmente por alimentos que son a la vez grasos y ricos en proteínas, como la leche, los huevos y, en particular, los cacahuetes. El porqué apenas existen personas que sean alérgicas a la grasienta panceta del desayuno tiene una causa sencilla. Nosotros mismos estamos compuestos de carne y, normalmente, la podemos digerir bien.

Celiaquía y sensibilidad al gluten

El desarrollo de alergias a través del intestino delgado no solo puede ser causado por la grasa. Los alérgenos como los cangrejos de mar, el polen o el gluten no son bombas de grasa de por sí, y las personas que tienen una alimentación rica en grasas no presentan necesariamente más alergias que otras. Otra teoría acerca del origen de las alergias es la siguiente: nuestra pared intestinal puede ser más permeable durante un período breve de tiempo, permitiendo que restos de comida lleguen al tejido intestinal y a la sangre. Los científicos se centran en este proceso sobre todo en relación con el gluten, una mezcla de proteínas de tipos de cereales como el trigo.

No es que a los cereales les guste que nos los comamos. En realidad, una planta quiere reproducirse y, por decirlo llanamente, nosotros nos comemos a sus descendientes. En lugar de montarnos una escena, las plantas envenenan un poco sus semillas sin vacilar. En realidad todo esto es mucho menos dramático de lo que pudiera parecer a primera vista: comerse un par de granos de trigo es tolerable para ambos lados. De este modo, los seres humanos pueden sobrevivir bien y las plantas, también. Cuanto más peligro intuye una planta, más cantidad de estas sustancias vierte en sus semillas. El trigo está tan preocupado, porque sus semillas tienen un período de tiempo muy breve para crecer y multiplicarse. Nada debe salir mal. En los insectos, el gluten inhibe una importante enzima digestiva. Así, a un descarado saltamontes se le debería atravesar la hierba de trigo si come demasiada cantidad, y esto resulta positivo para ambos cuando deja de hacerlo.

En el intestino humano el gluten puede viajar sin digerir en parte a través de las células intestinales y, desde allí, aflojar la conexión entre las células. De este modo, las proteínas del trigo llegan a zonas donde no deberían llegar, lo que tampoco gusta al sistema inmunitario. Una de cada cien personas presenta una intolerancia genética al gluten (celiaquía), aunque son muchas más las personas que son sensibles al gluten.

En el caso de la celiaquía, el consumo de trigo puede provocar inflamaciones agudas, destruir las vellosidades intestinales o incluso debilitar el sistema nervioso. Los afectados padecen dolores de estómago, diarreas, no tienen un crecimiento adecuado de niños o están pálidos en invierno. No obstante, lo complicado de esta enfermedad es que puede ser más o menos pronunciada. Las personas que sufren pocas inflamaciones severas a menudo no se enteran de nada durante años. De vez en cuando sufren dolores de estómago o incluso pueden llegar a padecer anemia, pero son síntomas que solo llamarán casualmente la atención del médico de cabecera. Hoy en día la mejor terapia para la celiaquía es no ingerir alimentos con trigo o derivados.

En el caso de sensibilidad al gluten se puede ingerir trigo sin que ello provoque graves daños en el intestino delgado, pero no hay que exagerar. Un poco como el saltamontes. Sin embargo, muchas personas no perciben que se sienten mejor hasta que llevan una o dos semanas sin comer gluten. De repente, tienen menos problemas digestivos o gases, menos dolores de cabeza o articulares. Algunas personas pueden concentrarse mejor o sienten menor cansancio y abatimiento. En los últimos años ha empezado a investigarse mejor la sensibilidad al gluten. Actualmente el diagnóstico podría resumirse del siguiente modo: las molestias mejoran al optar por una alimentación sin gluten, aunque las pruebas de celiaquía den negativo. Aunque las vellosidades intestinales no están inflamadas o rotas, posiblemente al sistema inmunitario le desagrada establecer contacto con tantos panecillos.

La permeabilidad del intestino solo se incrementa durante un breve período de tiempo, por ejemplo, después de tomar antibióticos, tras el consumo excesivo de alcohol o debido al estrés. Las personas que reaccionan de forma sensible al gluten por estos motivos incluso pueden presentar signos de una verdadera incompatibilidad. En tal caso, es aconsejable renunciar al gluten durante algún tiempo. Lo esencial para establecer el diagnóstico definitivo es un análisis adecuado y la presencia de determinadas moléculas en los glóbulos de la sangre. Además de los grupos sanguíneos conocidos por todos A, B, AB o cero, existen muchas características adicionales como la denominada característica DQ. Es muy probable que las personas que no pertenecen a los grupos DQ2 o DQ8 no padezcan celiaquía.

Intolerancia a la lactosa y a la fructosa

La intolerancia a la lactosa puede deberse a una alergia o incompatibilidad, aunque incluso en este caso el problema es que los alimentos no se pueden dividir totalmente en sus diferentes componentes. La lactosa es un componente de la leche y está compuesta por dos moléculas de azúcar unidas químicamente: la enzima digestiva encargada de su fraccionamiento no proviene de la alimentación. Las propias células del intestino delgado la construyen en la parte superior de sus vellosidades más pequeñas. La lactosa se desintegra al tocar la pared intestinal, y los diferentes azúcares producidos son absorbidos por ella. Si falta esta enzima, pueden surgir dificultades muy similares a las de la incompatibilidad o sensibilidad al gluten: dolores de estómago, diarreas o incluso flatulencias. No obstante, a diferencia de la celiaquía, en este caso las partículas de lactosa sin digerir no atraviesan la pared intestinal. Simplemente se deslizan desde el intestino delgado al intestino grueso, donde alimentan a bacterias que producen gases. Las flatulencias y otras molestias se deben, por decirlo de algún modo, a microbios que saludan agradecidamente por una sobrealimentación paradisíaca. Aunque resulta muy desagradable, la intolerancia a la lactosa no es ni mucho menos tan poco saludable como una celiaquía sin diagnosticar.

Todo el mundo posee los genes que permiten la digestión de la lactosa. Rara vez existen realmente problemas de nacimiento. En estos casos, los bebés no pueden ingerir leche materna sin que sufran fuertes diarreas. En el 75% de las personas el gen se desconecta lentamente al hacerse mayores. Después de todo, no bebemos solo de los pechos o biberones. Fuera de Europa Occidental, Australia y Estados Unidos es muy raro que los adultos sigan tolerando la leche. Entretanto, en nuestras latitudes también empiezan a ser frecuentes los productos de supermercado sin lactosa, puesto que según las estimaciones actuales, uno de cada cinco ciudadanos alemanes, por ejemplo, es intolerante a la lactosa. Cuanto mayor se es, más probable resulta no poder descomponer el azúcar de la leche; sin embargo, a menudo, cuando tenemos 60 años no se nos ocurre que las flatulencias o esa diarrea incipiente que tenemos a veces puedan deberse a nuestra costumbre de tomarnos un vaso de leche o de añadir nata a nuestras sabrosas salsas.

No obstante, es erróneo pensar que ya no podemos ingerir leche. En la mayoría de los casos aún tenemos enzimas que pueden desintegrar la lactosa en el intestino, lo único que pasa es que simplemente su actividad ha disminuido un poco. Digamos que funcionan al 10 o 15% de lo que podían antaño. Por lo tanto, si averiguamos que suprimiendo nuestro vaso diario de leche tenemos una mejor sensación de estómago, podemos probar por nosotros mismos dónde está el límite y el momento en que comienzan a aparecer los problemas. Normalmente, un trozo de queso o un poco de nata en el café son totalmente correctos, al igual que las cremas de leche con los dulces.

Lo mismo ocurre con la intolerancia alimentaria más frecuente en Alemania. Uno de cada tres alemanes presenta problemas con el azúcar de la fruta: la fructosa. Existe una canción popular muy acertada que dice algo así: «He comido cerezas, he bebido agua y ahora me duele la tripa…». En el caso de la fructosa, también existen intolerancias congénitas agudas, en las que los afectados reaccionan con problemas digestivos a cantidades mínimas. Sin embargo, la mayor parte de las personas más bien tiene trastornos por un exceso de fructosa. La mayoría saben poco al respecto y, cuando van a comprar, les parece que «con azúcar de fruta» suena más sano que «con azúcar». Por este motivo, a los fabricantes de alimentos les gusta endulzar con fructosa pura, contribuyendo aún más a que nuestra comida contenga más fructosa que nunca.

Una manzana al día no sería un problema para muchas personas, si no fuera porque el kétchup de las patatas fritas, el yogur de frutas edulcorado y la comida preparada también contienen fructosa. Algunos tomates se cultivan a propósito para que contengan especialmente mucha fructosa. Además, hoy en día tenemos una oferta de fruta que sería impensable sin la globalización y el transporte aéreo. Las piñas de las zonas tropicales conviven en invierno junto a fresas frescas de invernaderos holandeses e higos secos de Marruecos. Así pues, lo que clasificamos como intolerancia alimentaria probablemente solo sea la reacción de un cuerpo absolutamente normal que, en tan solo una generación, tiene que adaptarse a una alimentación que no ha existido como tal durante millones de años.

El mecanismo que se esconde tras la intolerancia a la fructosa es diferente al del gluten o al de la lactosa. Las personas con una intolerancia congénita disponen de pocas enzimas para procesar la fructosa en sus células, con lo que la fructosa se puede acumular lentamente en ellas e interferir en otros procesos. Si la intolerancia surge más adelante en la vida adulta, se supone que hay problemas en la absorción de la fructosa en el intestino. En este caso, muchas veces existen pocos canales de transporte en la pared intestinal (los denominados transportadores GLUT-5). Por lo tanto, si ingerimos una pequeña cantidad de fructosa, por ejemplo, una pera, los canales de transporte se sobrecargan y el azúcar de la pera, como en el caso de la intolerancia a la lactosa, acaba en la flora intestinal del intestino grueso. No obstante, actualmente, algunos investigadores cuestionan si la escasez de transportadores es el verdadero origen del problema, puesto que las personas sin trastornos también envían una parte de la fructosa sin digerir al intestino grueso (sobre todo, cuando hay mucha cantidad). Puede suceder, por ejemplo, que la flora intestinal tenga una composición poco hábil. En tal caso, al ingerir una pera, se envía la fructosa restante a un equipo de bacterias en el intestino que provocan molestias especialmente desagradables. Naturalmente, cuanto más kétchup, comida preparada o yogur de frutas hayamos ingerido, más frecuentes serán las molestias.

La intolerancia a la fructosa también puede repercutir en nuestro ánimo. El azúcar facilita la absorción de muchos otros nutrientes por la sangre. Por ejemplo, al aminoácido triptófano le gusta aferrarse a la fructosa durante la digestión. Sin embargo, si la cantidad de fructosa que tenemos en el estómago es excesiva y no puede ser absorbida, también perdemos el triptófano. A su vez, necesitamos el triptófano para producir serotonina, que es una sustancia transmisora conocida como hormona de la felicidad, ya que un déficit de serotonina puede provocar depresiones. Por consiguiente, una intolerancia a la fructosa no detectada durante un largo período de tiempo también puede provocar trastornos depresivos. Hace poco que esta constatación ha empezado a tenerse en cuenta en las consultas médicas.

Una cuestión derivada de ello es si una alimentación con demasiada fructosa afecta negativamente al estado de ánimo. A partir de 50 gramos de fructosa al día (que equivaldría a cinco peras, ocho plátanos o incluso seis manzanas), los transportadores naturales están sobrecargados en más de la mitad de muchas personas. Si se ingiere más cantidad, puede tener consecuencias para la salud, como diarrea, dolor de estómago, flatulencias y, a largo plazo, incluso trastornos depresivos. En Estados Unidos, actualmente el consumo medio de fructosa ya alcanza los 80 gramos, mientras que nuestros padres, que edulcoraban el té con miel, tomaban pocos productos preparados y consumían normalmente fruta, pasaban con 16 a 24 gramos al día.

La serotonina no solo es responsable del buen humor, sino también de una sensación de saciedad satisfactoria. Los ataques de hambre y la necesidad de estar picando continuamente pueden ser un efecto secundario de la intolerancia a la fructosa, si a ello se suman además otras molestias, como dolor de tripa. Se trata de un dato interesante para todos los amantes de las ensaladas que se preocupan por la dieta. Actualmente, muchos de los aliños que se venden en los supermercados o restaurantes de comida rápida incluyen jarabe de fructosa y glucosa. A través de diversos estudios se ha podido demostrar que este jarabe suprime determinadas sustancias transmisoras de la saciedad (leptina), incluso en personas sin intolerancia a la fructosa. Una ensalada con las mismas calorías y un aliño casero de aceite con vinagre o yogur nos mantienen saciados durante más tiempo.

Como muchas cosas de la vida, la fabricación de alimentos también está en constante transformación. En ocasiones, las innovaciones repercuten de manera positiva y, en otras, negativa. Por ejemplo, la salazón fue en su día un método avanzado para evitar que las personas se intoxicaran por culpa de la carne podrida. Por ello, durante décadas fue costumbre salar con muchas sales de nitrito las carnes y embutidos para su conservación. El proceso les otorga un color rojo luminoso. Este es el motivo por el que el jamón, el salami, el paté de carne horneada o el lacón no adquieren un color gris marronáceo al dorarlos en la sartén, como sucede al preparar un bistec o una chuleta. Finalmente, en 1980 se restringió mucho el uso de nitritos a causa de posibles riesgos para la salud. Actualmente, los embutidos no contienen más de 100 miligramos (una milésima parte de gramo) de sal de nitritos por kilogramo de carne. Desde entonces, ha disminuido considerablemente el número de personas que desarrollan cáncer de estómago. Por lo tanto, fue muy oportuna la corrección de una innovación que resultó muy útil en su momento. Hoy en día, los carniceros avispados mezclan mucha vitamina C con poco nitrito para que la carne se conserve de manera segura.

Este cambio de chip también podría ser necesario en cuanto al uso de trigo, leche y fructosa. Es positivo incluir este tipo de alimentos en nuestra dieta, porque contienen sustancias preciadas, pero quizás deberíamos reflexionar acerca de la cantidad de ellas que ingerimos. Mientras nuestros antepasados, los cazadores y recolectores, ingerían cada año hasta quinientos tipos diferentes de raíces, hierbas y plantas autóctonas, hoy en día nuestra alimentación proviene principalmente de diecisiete plantas útiles. No es de extrañar que nuestro intestino tenga dificultades para adaptarse a estos cambios.

Los problemas digestivos dividen nuestra sociedad en dos grupos: una parte se preocupa por su salud y presta mucha atención a su alimentación, mientras que a la otra parte le saca de quicio que ni tan siquiera pueda preparar una cena para sus amigos sin tener que pasar por la farmacia. Ambas partes tienen razón. A menudo, muchas personas se vuelven demasiado precavidas cuando el médico les detecta una intolerancia alimenticia y se dan cuenta de que sus molestias mejoran si renuncian a algún alimento. Entonces dejan de comer frutas, cereales o productos lácteos, casi como si estos alimentos fueran tóxicos. Sin embargo, la mayor parte de estas personas en realidad solo tienen una reacción sensible a una cantidad excesiva de estos alimentos y no son totalmente intolerantes, desde el punto de vista genético. A menudo, incluso tienen suficientes enzimas para un poco de salsa cremosa, del mismo modo que pueden disfrutar ocasionalmente de una rosquilla o un postre de frutas.

No obstante, en cualquier caso deberíamos tener en cuenta la sensibilidad. No debemos tragarnos sin rechistar todas las innovaciones de nuestra cultura culinaria. Trigo para desayunar, almorzar y cenar, fructosa en todos los productos acabados que no salen de un árbol o leche mucho después de la lactancia: no es de extrañar que a nuestro cuerpo no le guste todo esto. No es normal padecer dolores de tripa periódicamente ni tampoco tener diarrea cada dos por tres o un considerable decaimiento, y nadie debería tomárselo a la ligera, aunque el médico descarte que existe celiaquía o intolerancia aguda a la fructosa. Si al dejar de ingerir algún alimento notamos que nos sienta bien, tenemos derecho a sentirnos bien.

Los tratamientos con antibióticos, un elevado grado de estrés o las infecciones gastrointestinales son, junto a un exceso general, detonantes típicos de que durante algún tiempo hemos tenido una reacción sensible a determinados alimentos. No obstante, en cuanto se restaura la tranquilidad en la salud, un intestino sensible puede volver a arreglarse. En tal caso, no se trata de renunciar de por vida, sino que se puede volver a comer algo que durante algún tiempo no hemos tolerado, pero en cantidades que toleremos bien.