Los habitantes del intestino de un adulto
En términos de microbiota se nos considera adultos cuando alcanzamos una edad cercana a los 3 años. A nivel de intestino ser adulto significa saber cómo funciona y qué nos gusta. A partir de ese momento determinados microbios inician una expedición de proporciones gigantescas a través de nuestra vida. La ruta la trazamos nosotros dependiendo de lo que comemos, de si tenemos estrés, al entrar en la pubertad y de si enfermamos o envejecemos.
Cuando colgamos en Facebook las fotos de nuestra fantástica cena y nos sorprendemos de que nuestros amigos no las comenten, esto significa sencillamente que no hemos atinado con el público adecuado. Si existiera un Facebook de microbios, un público de millones de espectadores aplaudiría o se estremecería con entusiasmo al observar la imagen. Tenemos a nuestro alcance una oferta de opciones que cambian a diario: ahora prácticos organismos para digerir la leche en el bocadillo de queso, ahora un montón de salmonela en el delicioso tiramisú. A veces cambiamos nuestra flora intestinal, y a veces es ella quien nos cambia a nosotros. Somos sus condiciones meteorológicas y sus estaciones del año. Pueden cuidarnos o intoxicarnos.
En los adultos apenas sabemos todo lo que puede llegar a mover la comunidad de bacterias de nuestra tripa. En las abejas está más estudiado. Las abejas con bacterias intestinales más variadas se han impuesto evolutivamente. Solo pudieron desarrollarse a partir de sus antepasados, las avispas carnívoras, gracias a que acumularon nuevos microbios intestinales que obtenían la energía del polen de las plantas. Fue así como estos animales se convirtieron en vegetarianos. Cuando hay escasez de alimentos, las bacterias buenas son las encargadas de aportar seguridad: en situaciones de emergencia, una abeja también puede digerir néctar extraño de zonas muy alejadas. En cambio, los sujetos desequilibrados no llegan ni mucho menos tan lejos. En situaciones de crisis se demuestra quién cuenta con un imponente ejército de microbios. Las abejas con una flora intestinal bien pertrechada se enfrentan mejor que otras a algunas plagas de parásitos. Cuando se trata de sobrevivir, sin duda las bacterias intestinales son un factor de una gran relevancia.
Por desgracia, no es tan fácil extrapolar estos resultados a los seres humanos. Los humanos somos vertebrados y tenemos Facebook. En este caso debemos empezar desde cero. Los científicos que se ocupan de nuestras bacterias intestinales deben entender a un nuevo mundo prácticamente desconocido y relacionarlo con el gran mundo exterior. Deben saber quién y cómo habita nuestro intestino.
Así pues, una vez más y de manera más exacta: ¿¿¿quiénes son???
A la biología le gusta categorizar. Tanto nuestro propio escritorio como nuestra Tierra se rigen por el mismo principio funcional. Primero se coloca todo en dos grandes cajones: los seres vivos en uno y los seres no vivos en otro. A continuación, se continúa subclasificando. Todos los seres vivos se distribuyen en tres dominios: eucariotas, arqueas y bacterias; los tres tienen representación en el intestino. No corro el riesgo de incumplir una promesa al afirmar que cada uno de ellos tiene su encanto.
Los eucariotas están formados por las células más grandes y complejas. Pueden ser multicelulares y alcanzar un tamaño bastante considerable. Una ballena es eucariota. Los seres humanos son eucariotas. Incluso las hormigas, aunque son mucho más pequeñas. Según la biología moderna, los eucariotas se pueden dividir en seis subgrupos: seres que se arrastran con movimientos ameboides, seres con «patas aparentes» (es decir, sin patas reales), vegetales, unicelulares con citostoma (o boca celular), algas y opistocontos.
Por si el término opistocontos (nombre procedente del griego que significa que el flagelo ocupa una posición posterior) no resulta familiar, se trata de todos los animales, incluidos los seres humanos, pero también los hongos. Por lo tanto si coincidimos con una hormiga en la calle, desde un punto de vista biológicamente correcto, podemos saludar a nuestra colega opistoconta. Los eucariotas que más abundan en el intestino son las levaduras que, por cierto, también pertenecen a los opistocontos. Los conocemos, por ejemplo, de la masa de levadura, pero existen muchas otras levaduras.
Las arqueas son algo así como una cosa intermedia. No son verdaderas eucariotas, pero tampoco bacterias. Sus células son pequeñas y complejas. Para reparar un poco su imagen un tanto desdibujada podríamos afirmar que las arqueas son extremas. Las encontramos en los extremos de la vida. Existen hipertermófilos, que se sienten a gusto a más de 100 °C y que a menudo se descuelgan de los volcanes, acidófilos, que navegan por ácidos altamente concentrados, barófilos, a quienes les gusta sentir una gran presión sobre sus paredes celulares, como en el fondo marino, y halófilos, que donde mejor se las apañan es en aguas muy saladas (el mar Muerto es un paraíso para ellos). Los pocos que admiten vivir en un laboratorio bastante poco extremo suelen ser las arqueas, que adoran el frío. Les encantan los congeladores a −80 °C. En nuestro intestino encontramos a menudo un tipo de arquea que vive de los residuos de otras bacterias intestinales y puede resplandecer.
Y ha llegado el momento de retomar nuestro tema principal. Las bacterias suponen más del 90% de los organismos de nuestro intestino. Si clasificamos las bacterias, las podemos dividir en más de veinte filos. A veces, estos grupos tienen tantas características en común como un ser humano y un organismo unicelular con citostoma. O sea, pocas. La mayor parte de los habitantes del intestino proviene de cinco filos: principalmente bacteroidetes y firmicutes, adicionalmente proteobacterias y verrucomicrobios. Dentro de estos filos existen diferentes divisiones de nivel superior e inferior hasta llegar en algún momento hasta una familia de bacterias. Dentro de esa familia, sus integrantes se parecen bastante. Comen lo mismo, tienen un aspecto similar, tienen amistades y habilidades parecidas. Los diferentes miembros de la familia poseen nombres tan impactantes como Bacteroides uniformis, Lactobacillus acidophilus o Helicobacter pylori. El reino de las bacterias es gigantesco.
Fig.: Representación a grandes rasgos de los tres principales filos de bacterias y sus subgrupos. Por ejemplo, los lactobacilos pertenecen a los firmicutes.
Cuando se buscan determinadas bacterias en los seres humanos siempre se descubren nuevos tipos totalmente desconocidos. O, también tipos conocidos en lugares inesperados. En el año 2011 algunos investigadores de Estados Unidos analizaron por diversión la flora del ombligo. En el ombligo de uno de los voluntarios del estudio encontraron bacterias que hasta entonces solo se habían encontrado en el mar delante de las costas de Japón. Y la persona en cuestión ni tan siquiera había pisado Asia en su vida. La globalización no sucede únicamente cuando el bar de la esquina se convierte en un McDonald’s, sino que penetra hasta nuestros ombligos. A diario, miles y miles de millones de microorganismos extranjeros viajan por el mundo sin tener que pagar un céntimo.
Cada persona posee su propia colección única de bacterias. Incluso nos podrían hacer una huella bacteriana. Si tomáramos muestras a un perro y analizáramos sus genes bacterianos, con gran seguridad podríamos encontrar a su amo. Funciona exactamente igual con los teclados de ordenador. Todo aquello que tocamos a menudo lleva nuestra firma microbiana. Cada cual tiene alguna pieza de colección especial que prácticamente nadie más posee.
¡Tal es el carácter singular de nuestros intestinos! ¿Cómo van a saber los médicos qué es bueno o qué es malo? Para la investigación estas singularidades resultan problemáticas. Cuando nos planteamos la pregunta «¿Cómo influyen las bacterias intestinales en la salud?» no queremos escuchar la respuesta: «A ver, el Sr. Mayer presenta un organismo asiático excepcional y muchos tipos extraños». Queremos identificar patrones y extraer conocimientos de estos.
Por lo tanto, cuando los científicos observan más de mil familias diferentes de bacterias intestinales, se les plantea la pregunta: ¿basta con definir filos a grandes rasgos o es necesario que, en última instancia, observemos cada bacteroide uniformado? Por ejemplo, E. coli y su pérfida gemela EHEC pertenecen a la misma familia. Las diferencias son minúsculas, pero perceptibles: E. coli es un habitante inocuo del intestino, mientras que EHEC provoca hemorragias graves y fuertes diarreas. No siempre tiene sentido investigar filos o familias si lo que queremos saber es qué daños pueden causar las bacterias a nivel individual.
Los genes de nuestras bacterias
Los genes son posibilidades. Los genes son informaciones. Los genes pueden imponernos algo por la fuerza u ofrecernos una habilidad. Ante todo, los genes son planes. No pueden hacer nada hasta que no se les lee y utiliza. Algunos de estos planes son inevitables: deciden sobre si seremos un ser humano o una bacteria. Otros se pueden demorar en el tiempo (como las manchas por la edad), y otros quizás los tenemos pero no se hacen realidad. Por ejemplo, unos pechos grandes: para unos será bueno y, para otros, una desgracia.
Todas las bacterias de nuestro intestino juntas poseen ciento cincuenta veces más genes que un ser humano. Esta descomunal acumulación de genes se denomina microbioma. Si pudiéramos elegir a ciento cincuenta seres vivos distintos cuyos planos genéticos nos gustaría tener, ¿qué escogeríamos? Algunos pensarían en la fuerza de un león, las alas de los pájaros, la capacidad auditiva de los murciélagos o las prácticas tiendas de campaña de los caracoles.
No solo existen motivos estéticos por los que resulta más práctico apropiarse genes bacterianos. Se pueden absorber cómodamente a través de la boca, despliegan sus habilidades en el intestino y, además, se adaptan a nuestra vida. Nadie necesita continuamente la tienda de campaña de un caracol ni nadie necesita para siempre ayuda para digerir la leche materna; esto último desaparece lentamente una vez finalizada la lactancia. No es posible mirar a la vez todos los genes bacterianos del intestino, aunque se pueden buscar algunos, si se conocen. Podemos demostrar que los bebés poseen más genes activos para digerir la leche materna que los adultos. También que en el intestino de personas con sobrepeso hallamos más genes bacterianos para la descomposición de los hidratos de carbono; las personas de edad avanzada presentan menos genes bacterianos contra el estrés; en Tokio las bacterias pueden desintegrar algas marinas y en Alemania, por ejemplo, no. Nuestras bacterias intestinales nos proporcionan una información burda sobre quiénes somos: una persona joven, rechoncha o asiática.
Los genes de nuestras bacterias intestinales también aportan información sobre qué podemos hacer. El analgésico paracetamol puede ser más tóxico para algunas personas que para otras: algunas bacterias intestinales producen una sustancia que influye en el hígado al desintoxicar el comprimido contra el dolor. Cuando nos duele la cabeza se decide, entre otros lugares, en la tripa si podemos tragar o no un comprimido sin vacilar.
Hay que ser igual de prudente con los consejos generales sobre alimentación: actualmente está demostrado el efecto protector de la soja contra el cáncer de próstata, las enfermedades vasculares o los problemas de huesos. Más del 50% de los asiáticos se beneficia de ello. Entre la población occidental, la eficacia se mueve entre el 25 y el 30%. Las diferencias genéticas no lo explican. Ciertas bacterias son las que marcan la diferencia: están más presentes en los intestinos asiáticos y extraen del tofu y demás las esencias más saludables.
Para la ciencia es magnífico descubrir genes bacterianos concretos que son responsables de este efecto protector. En estos casos han respondido a la pregunta: «¿Cómo influyen las bacterias intestinales en la salud?». Pero queremos más: queremos entender el todo. Si observamos el conjunto de todos los genes bacterianos conocidos hasta la fecha, aparecen en segundo plano grupitos de genes individuales que procesan los analgésicos o los productos de la soja. Al final prevalecen las características comunes: cada microbioma contiene muchos genes para descomponer los hidratos de carbono y las proteínas o para producir las vitaminas.
Por lo general, una bacteria posee un par de miles de genes, y cada intestino agrupa hasta 100 millones de bacterias. Las primeras evaluaciones de nuestras colecciones de genes bacterianos no se pueden representar en diagramas de barras o gráficas circulares: los primeros diagramas de los investigadores del microbioma se asemejan más a obras de arte moderno.
La ciencia tiene un problema con el microbioma que es el mismo que la generación Google tiene actualmente. Formulamos una pregunta y 6 millones de fuentes nos responden al mismo tiempo. No podemos decir: «Muy bien, pero respondan otra vez uno por uno». Debemos crear paquetes inteligentes, clasificar de manera sustancial y detectar patrones importantes. Un primer paso en esa dirección fue el descubrimiento de tres enterotipos en el año 2011.
En aquel entonces unos investigadores de Heidelberg estudiaban el paisaje bacteriano con la técnica más moderna. Esperaban obtener la imagen habitual: mezclas caóticas de todas las bacterias imaginables y un montón de especies desconocidas. El resultado fue sorprendente. A pesar de la diversidad podía distinguirse un orden. Una de las 3 familias bacterianas constituía mayoría en el reino de las bacterias. Y, de este modo, el enorme caos de más de mil familias mostraba de repente un aspecto más ordenado.
Tres tipos de intestino
El género de bacterias que conforma la mayor parte de la población nos dirá a cuál de los tres tipos de intestino pertenecemos. Tenemos a nuestra disposición géneros con bellos nombres como Bacteroides, Prevotella o Ruminococcus. Los investigadores detectaron estos enterotipos en personas asiáticas, americanas y europeas, tanto viejas como jóvenes, hombres o mujeres. Por la pertenencia a un tipo de intestino quizás en el futuro se puedan deducir diversas características, como el aprovechamiento de la soja, los nervios de acero o el riesgo de padecer determinadas enfermedades.
En aquel entonces representantes de la Medicina tradicional china visitaron el Instituto de Heidelberg donde se había producido el hallazgo. Vieron la posibilidad de vincular sus conocimientos ancestrales a la Medicina moderna. Desde tiempos inmemoriales, en la Medicina tradicional china se divide al ser humano en tres grupos en función de su reacción a determinadas plantas medicinales, como el jengibre. Los géneros de bacterias de nuestro organismo presentan propiedades diferentes. Descomponen los alimentos de manera distinta, producen sustancias distintas y desintoxican determinados tóxicos. Además, podrían influir en la flora intestinal para estimular o combatir otras bacterias.
Bacteroides
Los Bacteroides son el género intestinal más conocido y, a menudo, constituyen la fracción más amplia. Son los maestros de la descomposición de los hidratos de carbono y poseen una colección inmensa de planos genéticos con los que, si es necesario, pueden fabricar cualquier enzima para ayudar en la desintegración. Tanto si comemos un bistec, una generosa ensalada o masticamos un mantelito de rafia obnubilados por la embriaguez, los Bacteroides comprueban de inmediato qué enzimas necesitamos. No importa lo que les llegue: están preparados para obtener energía de eso.
Debido a su capacidad para sacar el máximo provecho de todo y transmitírnoslo, están bajo sospecha de añadirnos peso más fácilmente que otros tipos. Efectivamente, parece que a los Bacteroides les gusta la carne y los ácidos grasos saturados. En los intestinos de las personas que comen muchas salchichas y similares, su concentración es mayor. ¿Nos hacen engordar o se las apañan bien con la grasa? Esta pregunta aún sigue sin respuesta. Las personas que alojan Bacteroides probablemente también sientan inclinación por sus colegas: los Parabacteroides, que son especialmente hábiles para pasarnos el máximo de calorías.
Este enterotipo también llama la atención porque puede producir bastante cantidad de biotina. Otros nombres para la biotina son vitamina B7 o vitamina H. Se bautizó como vitamina H en la década de 1930, porque puede curar una enfermedad de la piel generada por un consumo excesivo de clara de huevo cruda. H, del inglés heal, quizás no sea un nombre especialmente creativo, pero de alguna manera es fácil de recordar.
La vitamina H neutraliza una sustancia tóxica presente en los huevos crudos: la avidina. La enfermedad de la piel solo se produce porque hay escasez de vitamina H en el organismo. Y hay escasez de vitamina H porque está ocupada en neutralizar la avidina. Por lo tanto, el consumo de clara de huevo cruda provoca déficit de vitamina H que, a su vez, puede ser el causante de una enfermedad de la piel.
No sé quién pudo consumir tantos huevos crudos en aquel entonces para que se pudiera identificar esta relación. Sin embargo, sí que podemos responder a quién podría comer tanta avidina en el futuro como para tener carencia de vitamina H: unos cerdos que infelizmente hayan acabado por equivocación en un campo sembrado de maíz genéticamente modificado. Para lograr que el maíz sea menos vulnerable a las plagas, se ha modificado con genes que ayudan a producir avidina. Si los parásitos, o los ingenuos cerdos, consumen el maíz, se intoxican. No obstante, si se cuece, ese maíz es tan comestible, en lo que a la avidina se refiere, como los huevos del desayuno pasados por agua.
Sabemos que nuestros microbios intestinales pueden producir algo de vitamina H porque algunas personas eliminan más cantidad de la que han absorbido. Puesto que ninguna célula humana puede producirla, solo tenemos a nuestras queridas bacterias como fabricantes clandestinos. No la necesitamos únicamente para «tener una piel bonita, un cabello brillante y unas uñas resistentes», tal como sugieren los envases de algunos productos que se venden en parafarmacias, sino que la biotina está implicada en procesos metabólicos de una importancia fundamental: con ella fabricamos hidratos de carbono y grasas para nuestro cuerpo, y descomponemos proteínas.
Un déficit de biotina, además de alteraciones en la piel, el cabello y las uñas, también puede provocar, por ejemplo, episodios depresivos, somnolencia, predisposición a contraer infecciones, trastornos nerviosos y niveles de colesterol elevados. Llegados a este punto, conviene hacer una llamada de ATENCIÓN en mayúsculas: la lista de síntomas en caso de carencia de vitaminas es impactante en cualquier vitamina. Resulta bastante fácil darse por aludido. Lo importante es tener claro que podemos tener un resfriado y pasar por una fase un tanto letárgica sin que ello deba significar que padecemos un déficit de biotina. Y no debemos perder de vista que nuestro nivel de colesterol será más alto tras consumir una buena porción de tocino que tras ingerir un huevo para desayunar un tanto gelatinoso con avidina.
No obstante, si pertenecemos a un grupo de riesgo, debemos pensar en el déficit de biotina. Esto incluye a las personas que hayan tomado antibióticos durante un largo período de tiempo, las que beban demasiado alcohol, aquellas a quienes les hayan extirpado un trozo de intestino delgado, las que deban someterse a diálisis o aquellas que deban tomar determinados medicamentos. Todas estas personas precisan más biotina de la que pueden absorber a través de la alimentación. Un grupo de riesgo «sano» son las embarazadas: los bebés consumen tanta biotina como electricidad un frigorífico viejo.
No obstante, aún no existe un estudio que haya analizado detalladamente en qué medida nuestras bacterias intestinales nos proporcionan la biotina. Sabemos que la producen y que las sustancias que combaten las bacterias, como los antibióticos, pueden provocar un déficit de la misma. Un proyecto de investigación bastante interesante sería determinar si alguien con el enterotipo Prevotella tiene más tendencia a sufrir carencia de biotina que alguien poblado por Bacteroides. Sin embargo, puesto que no conocimos la existencia de los enterotipos hasta 2011, está claro que antes deberán contestarse otras preguntas.
Los Bacteroides no solo son tan exitosos por su buen «rendimiento», sino que también colaboran estrechamente con otros. Existen especies que logran subsistir en el intestino simplemente recogiendo la basura de los Bacteroides. Los Bacteroides rinden mejor en un entorno ordenado, y los organismos de recogida de basura tienen una fuente de ingresos segura. Los compostadores van un nivel más allá: no solo reutilizan la basura, sino que con ella fabrican además productos, que pueden reutilizar los Bacteroides. Pero en algunas vías metabólicas los propios Bacteroides adoptan la función de compostadores: si necesitan un átomo de carbono para transformar algo, simplemente recurren al aire del intestino y lo agarran. Siempre encuentran lo que buscan, puesto que en nuestro metabolismo el carbono se produce como desecho.
Prevotella
El género Prevotella es a menudo todo lo contrario de los Bacteroides. Según algunos estudios, es más frecuente entre personas vegetarianas, pero también en personas que no exageran el consumo de carne o incluso en amantes acérrimos de la carne. Nuestra alimentación no es el único factor que juega un papel en la colonización de nuestro intestino. En seguida veremos más datos al respecto.
Los Prevotella también tienen colegas bacterianos con los que trabajan a gusto: los Desulfovibrionales, los cuales poseen a menudo flagelos propulsores con los que pueden desplazarse y que, al igual que los Prevotella, son buenos escudriñando nuestra membrana mucosa en busca de proteínas aprovechables. Pueden comerse esas proteínas o construir quién sabe qué con ellas. Durante el trabajo de los Prevotella se producen compuestos de azufre. Reconocemos su olor por los huevos cocidos. Si los Desulfovibrionales no pulularan por ahí y recogieran con diligencia lo que se va produciendo, los Prevotella estarían pronto rodeados de su propia ciénaga de azufre. En realidad, no es que ese gas sea insano. Pero, por precaución, a nuestra nariz no le gusta, porque a una concentración mil veces superior poco a poco empezaría a ser peligroso…
La vitamina típica de este enterotipo también contiene azufre y va acompañada de un olor interesante: es la tiamina, o también vitamina B1, una de las vitaminas más conocidas e importantes. Nuestro cerebro la necesita no solo para alimentar bien a las células nerviosas, sino también para envolverlas por fuera con un manto lipídico con aislamiento eléctrico. Por este motivo, la carencia de tiamina es una de las posibles causas de los músculos temblorosos y la falta de memoria.
Las personas con una deficiencia muy grave de vitamina B1 padecen una enfermedad llamada beriberi, que se describió en la zona asiática hacia el año 500 a. C. Traducido, beriberi significa «no puedo, no puedo». Significa que los afectados, debido a los nervios dañados y la atrofia muscular, ni tan siquiera pueden andar. Actualmente, se sabe que el arroz descascarillado carece de vitamina B1; en el caso de una alimentación incompleta, la deficiencia de vitamina B1 puede manifestar sus primeros síntomas en pocas semanas.
Además de los trastornos nerviosos y de la memoria, en el caso de una carencia menos grave, los individuos pueden estar algo irritados, padecer frecuentes dolores de cabeza o presentar problemas de concentración; en casos avanzados, puede haber tendencia a desarrollar edemas e insuficiencia cardíaca. Pero, llegados a este punto, hay que recordar que estos problemas pueden provenir de otras causas. Hay que preocuparse si se producen con mucha frecuencia o intensidad, y raras veces se deben solo a una carencia vitamínica.
Los síntomas de deficiencia más bien nos ayudan a comprender en qué procesos están implicadas las vitaminas en general. Si nuestra alimentación no se compone únicamente de arroz descascarillado o alcohol, en la mayoría de los casos estaremos bien provistos. El hecho de que nuestras bacterias intestinales nos puedan ayudar en nuestro aprovisionamiento las convierte en mucho más que un simple montón de calderas de azufre pululantes. Y precisamente eso es lo más fascinante.
Ruminococcus
Este género provoca divergencias entre las mentes, como mínimo entre las de los científicos. Algunos de los que han comprobado la existencia de los enterotipos solo han podido hallar Prevotella y Bacteroides, pero no el grupo Ruminococcus. Otros apuestan por la existencia de este tercer género, mientras otros opinan que también existe un cuarto o quinto grupo, o incluso más, de otros géneros de bacterias. Estas discusiones pueden estropearle a más de uno la pausa para el café en un congreso.
Algunos estamos de acuerdo: podría ser que este grupo existiera. Comida favorita propuesta: pared celular vegetal. Eventuales colegas: bacterias Akkermansia, que descomponen la mucosidad y absorben el azúcar con bastante rapidez. La sustancia que produce Ruminococcus es el hemo, necesario, por ejemplo, para que el cuerpo fabrique sangre.
Alguien que presuntamente tuvo problemas con la fabricación de hemo fue el Conde Drácula. En su Rumanía natal hay un conocido defecto genético de las siguientes características: intolerancia al ajo y a la luz solar, además de producción de orina roja. La orina roja se debe a que la producción de sangre no funciona y la orina del afectado contiene productos intermedios inacabados. No obstante, la conclusión de entonces fue otra: si alguien micciona orina de color rojo, significa que antes ha bebido sangre. Hoy en día, las personas que padecen esta enfermedad reciben un tratamiento adecuado en lugar de convertirse en protagonistas de una historia de miedo.
Incluso aunque no existiera el grupo Ruminococcus, estas bacterias estarían presentes en nuestros intestinos. Por eso no hace ningún daño que sepamos algo más sobre ellas, Drácula y los matices de la orina. Por ejemplo, los ratones sin bacterias intestinales presentan problemas en la producción de hemo. Por lo tanto, no es baladí afirmar que las bacterias son importantes para ello.
Ya conocemos un poco mejor el pequeño mundo de los microbios intestinales. Sus genes constituyen una inmensa reserva de habilidades prestadas. Contribuyen a la digestión y producen vitaminas y otras sustancias útiles. El principio es formar conjuntos de enterotipos y buscar patrones. Y lo hacemos por un motivo: en nuestra tripa se asientan 100 billones de pequeños seres vivos y es obvio que su paso deja huella. Avancemos un paso más hasta lograr efectos visibles y examinemos con más detenimiento la forma en que esas bacterias intestinales inciden en nuestro metabolismo, lo beneficiosas que nos resultan y cuáles de ellas causan estragos.