El papel de la flora intestinal

A veces contamos a nuestros hijos grandes mentiras, porque son muy entrañables, como la del hombre de la barba que una vez al año reparte regalos a todos los niños y surca los cielos con su veloz carro tirado por renos, o la del conejo de Pascua que esconde huevos en el jardín. A veces ni tan siquiera nos damos cuenta de que no les estamos diciendo la verdad. Como con el típico ritual para dar de comer: «Una cucharada para mamá, una cucharada para papá. Una para el abuelo, una para la abuela…». Si quisiéramos entretener a nuestro bebé mientras le damos de comer, para ser científicamente correctos deberíamos decirle: «Una cucharada para ti, bebé. Una pequeña porción de la siguiente cucharada para tus bacterias Bacteroides. Una porción igualmente pequeña para tus bacterias Prevotella. Y una porción diminuta para otros microorganismos que ahora mismo tienes en tu tripa y están esperando su comida». Incluso podríamos mandar un saludo caluroso a los microcolegas de la tripa, porque los Bacteroides y compañía ayudan con diligencia a alimentar a nuestro bebé. Y no solo durante el período de la lactancia. La persona adulta también es retroalimentada a bocados por sus bacterias intestinales. Estas procesan alimentos que, de lo contrario, no podríamos descomponer y se reparten los restos con nosotros.

La verdad es que la hipótesis de que las bacterias intestinales influyen en el conjunto de nuestro metabolismo y, por lo tanto, también regulan nuestro peso apenas tiene un par de años. Consideremos primero el concepto básico: cuando las bacterias comparten con nosotros la comida, no significa que nos estén robando nada. Apenas hay bacterias intestinales en esas zonas del intestino delgado donde nosotros mismos descomponemos y absorbemos los alimentos. Las mayores concentraciones de bacterias se hallan allí donde la digestión prácticamente ya ha finalizado y solo se transporta lo no digerido. Cuanto más nos aproximamos desde el intestino delgado al ano, más bacterias encontramos por centímetro cuadrado en la mucosa intestinal. Esta distribución debe permanecer así; de eso se encarga nuestro intestino. Si el equilibrio se ve perturbado y las bacterias avanzan traviesas y en gran cantidad hacia el intestino delgado, hablamos de «bacterial overgrowth» o sobrecrecimiento bacteriano. Los síntomas y las consecuencias de este cuadro clínico relativamente inexplorado son intensas flatulencias, dolores de tripa, dolores articulares, inflamaciones intestinales o también carencia de nutrientes y anemia.

En el caso de los rumiantes, como las vacas, la organización es justo al revés: estos animales de gran tamaño aguantan bastante bien para alimentarse únicamente de hierba y otras plantas. Ningún otro animal se atrevería a hacerles chistes sobre veganos. ¿Su secreto? Las bacterias de las vacas están asentadas muy arriba de su tracto digestivo. Las vacas ni tan siquiera intentan digerir por sí solas, sino que directamente pasan los complicados hidratos de carbono vegetales a los Bacteroides y demás, los cuales les preparan un banquete mucho más digerible.

El hecho de que las bacterias estén asentadas tan arriba del tubo digestivo resulta muy práctico. Las bacterias son ricas en proteínas, es decir, desde el punto de vista de la técnica culinaria, son pequeños bistecs. Cuando ya no sirven en el estómago de la vaca, se deslizan hacia arriba y se digieren allí. De este modo, la vaca obtiene una magnífica fuente de proteínas: diminutos bistecs de microbios de cosecha propia. Las bacterias intestinales de los humanos están situadas demasiado alejadas en el intestino para poder proporcionarnos este práctico servicio de bistecs a la carta y las eliminamos sin digerir.

Los roedores también transportan a sus microbios tan atrás como nosotros, pero no les gusta que se le escapen las proteínas de las bacterias. Para evitarlo, simplemente se comen sus heces. Nosotros no lo hacemos y, en su lugar, acudimos al supermercado y compramos carne o tofu para compensar que no podemos aprovechar las bacterias ricas en proteínas que alojamos en el intestino grueso. Sin embargo, sí que nos beneficiamos de su trabajo, aunque no las digerimos: las bacterias producen nutrientes de un tamaño tan pequeño que los podemos absorber a través de nuestras células intestinales.

Es algo que también pueden hacer fuera del intestino. El yogur no es otra cosa que leche digerida por bacterias. El azúcar de la leche (la lactosa) se descompone en gran parte y se transforma en ácido láctico (lactato) y moléculas de azúcar más pequeñas. Todo esto hace que el yogur, en su conjunto, sea más ácido y dulce que la leche. El ácido de nueva creación posee otro efecto: gracias a él cuaja la proteína láctea, con lo que la leche se vuelve más sólida. Por este motivo el yogur tiene una consistencia diferente. La leche predigerida (el yogur) ahorra trabajo a nuestro cuerpo, ya que solo debemos continuar la digestión.

En este sentido, dejar que se predigieran aquellas bacterias que fabrican productos finales especialmente sanos constituye una maniobra inteligente. Por este motivo, los fabricantes de yogures que están mínimamente atentos utilizan bacterias que producen más ácido láctico «dextrógiro» (que gira a la derecha) que ácido láctico «levógiro» (que gira a la izquierda). El ácido láctico levógiro es una molécula que está exactamente invertida lateralmente respecto de la molécula del ácido láctico dextrógiro. Para nuestras enzimas digestivas humanas eso es como si un diestro experimentado tuviera que utilizar unas tijeras para zurdos: difícil de digerir. Por eso en el supermercado deberíamos preferir los yogures en cuya lista de ingredientes conste algo así como: «… contiene principalmente ácido láctico dextrógiro».

Las bacterias no solo descomponen nuestra comida, sino que además, durante ese proceso, producen sustancias totalmente nuevas. Un repollo, por ejemplo, contiene menos vitaminas que la col fermentada, en la que posteriormente se convierte, y las bacterias son las encargadas de fabricar esas vitaminas adicionales. En el queso las bacterias y los hongos son los responsables del sabor, la cremosidad y los agujeros del queso. A los embutidos de carne aderezada o al salami a menudo se agregan los denominados cultivos iniciadores o fermentos. «Cultivos iniciadores» es el término para decir: «Casi no nos atrevemos a expresarlo en voz alta, pero son las bacterias (sobre todo, los estafilococos) las que hacen que sea exquisito». En el vino o el vodka apreciamos un producto metabólico final de levaduras denominado alcohol. Sin embargo, el trabajo de los microorganismos no finaliza ni mucho menos en la barrica de vino. Prácticamente todo lo que explican los catadores sobre los vinos no tiene lugar en la botella de vino. Los sabores que percibimos a posteriori, como el «retrogusto del vino», aparecen con retraso porque las bacterias necesitan tiempo para realizar su trabajo. Están situadas en la parte trasera de nuestra lengua, donde transforman la comida y la bebida. Las sustancias que liberan allí aportan el regusto. Cada experto catador de vinos notará un sabor un tanto distinto dependiendo de las bacterias concretas de su lengua. No obstante, es todo un detalle que nos hable tan abiertamente de sus microbios. ¿Qué otro lo haría con tanto orgullo?

En nuestra boca habita aproximadamente una diezmilésima parte de las bacterias que se hallan en el intestino y, aun así, podemos saborear su trabajo. Nuestro tracto digestivo puede estar muy orgulloso de contar con una multitud tan amplia con unas habilidades tan diversas. Aunque la glucosa simple o la fructosa todavía se digieren bien, muchos intestinos ya quedan agotados con la lactosa, es decir, el azúcar de la leche, y sus dueños padecen entonces intolerancia a la lactosa. En el caso de los hidratos de carbono vegetales complejos, un intestino estaría totalmente perdido si tuviera que disponer de la enzima de descomposición que corresponde a cada uno de ellos. Nuestros microbios son expertos en estas sustancias. Nosotros les proporcionamos alojamiento y restos de comida, y ellos se ocupan de las cosas que a nosotros nos resultan demasiado complicadas.

La alimentación occidental está compuesta en un 90% de los alimentos que ingerimos y en un 10% de lo que nuestras bacterias nos aportan a diario. Dicho de otro modo: después de nueve almuerzos el siguiente plato principal corre por cuenta de la casa. La alimentación de los adultos constituye la actividad principal para algunas de nuestras bacterias. En este sentido no es baladí lo que comemos, como tampoco lo es las bacterias que nos alimentan. Dicho de otro modo: cuando hablamos del tema del peso, no solo deberíamos pensar en las calorías grasientas, sino también en el mundo bacteriano que siempre está sentado también a la mesa.

¿Cómo pueden hacernos engordar las bacterias?

Tres hipótesis

1.

La flora intestinal contiene demasiadas «bacterias tragonas», que son bacterias que descomponen los hidratos de carbono de forma eficiente. Si las bacterias tragonas proliferan excesivamente, tenemos un problema. Los ratones delgados expulsan una determinada cantidad de calorías no digeribles, mientras que sus colegas rechonchos eliminan menos. Su flora intestinal «tragona» aprovecha hasta el último pedazo de la misma comida y alimenta jovial al señor Ratón o a la señora Ratona. Extrapolado a los seres humanos, esto significa que algunas personas crean un odioso colchón de grasa aunque no coman más que otras personas, ya que su flora intestinal posiblemente saque más provecho de la comida.

¿Cómo es posible? A partir de los hidratos de carbono no digeribles, las bacterias pueden producir diferentes ácidos grasos: las bacterias que sienten predilección por las hortalizas más bien fabrican ácidos grasos para el intestino y el hígado, mientras que otras bacterias producen ácidos grasos que se encargan de alimentar al resto de nuestro cuerpo. Por este motivo, un plátano puede engordar menos que media chocolatina, aportando el mismo número de calorías: los hidratos de carbono vegetales llaman antes la atención de los proveedores locales que la de los encargados de alimentar a todo el cuerpo.

En estudios con personas con sobrepeso se ha demostrado que en su conjunto impera en su flora intestinal una diversidad menor y que predominan determinados grupos de bacterias que, sobre todo, metabolizan hidratos de carbono. No obstante, para padecer sobrepeso de verdad deben darse más factores. En experimentos con ratones de laboratorio algunos pesaban un 60% más que al principio. Algo así no pueden lograrlo los «alimentadores» por sí solos. Por este motivo, se estableció otro marcador para el sobrepeso severo: la inflamación.

2.

Cuando existen problemas metabólicos como sobrepeso, diabetes o concentraciones elevadas de grasa en la sangre, la mayoría de las veces se detecta una ligera elevación de marcadores de inflamación en sangre. Los valores no son tan altos como para requerir tratamiento, como sería el caso de una herida grande o una septicemia. Por este motivo, el fenómeno recibe el nombre de inflamación subclínica. Si hay alguien que entienda de inflamaciones, esas son las bacterias. En su superficie se halla una sustancia transmisora que dice al cuerpo: «¡Inflámate!».

Sin duda, este mecanismo resulta útil en el caso de las heridas: con la inflamación se despiden y combaten las bacterias. Mientras las bacterias permanezcan dentro de su membrana mucosa en el intestino, la sustancia transmisora no interesa a nadie. En el caso de combinaciones de bacterias malas y una alimentación demasiado grasa, llega demasiada cantidad de esa sustancia transmisora a la sangre. Y nuestro cuerpo entra en modo de ligera inflamación. Unas cuantas reservas de grasa por si vienen malos tiempos no hacen daño.

Las sustancias transmisoras de las bacterias también pueden acoplarse a otros órganos e influir en el metabolismo: en los roedores y seres humanos se unen al hígado o al propio tejido adiposo y fomentan allí el almacenamiento de grasa. También resulta interesante su efecto en la glándula tiroides: los agentes inflamatorios bacterianos dificultan su trabajo, haciendo que se generen menos hormonas tiroideas y la combustión de grasas sea más lenta.

A diferencia de las infecciones graves que martirizan al cuerpo y provocan que adelgace, la inflamación subclínica nos hace engordar. Y, para acabarlo de rematar, no solo las bacterias provocan inflamación subclínica, sino que también se han observado otras causas posibles, como el desequilibrio hormonal, un exceso de estrógenos, la deficiencia de vitamina D o incluso una alimentación con demasiado gluten.

3.

Atención: ¡alucinante! Una hipótesis postulada en 2013 afirma que las bacterias intestinales pueden influir en el apetito de sus dueños. A grandes rasgos: los ataques de hambre canina a las diez de la noche de bombas de caramelo recubiertas de chocolate, amén de un paquete de galletitas saladas, no siempre se inician en ese órgano que se encarga de calcular las declaraciones de impuestos. No es en el cerebro, sino en nuestra tripa donde reside un grupo de bacterias que ansían zamparse una hamburguesa cuando en los últimos 3 días han sido devastadas por una dieta. De algún modo se comportan con un encanto especial, pues apenas podemos negarnos a cumplir sus deseos.

Para comprender esta hipótesis hay que ponerse en el lugar de la materia «comida». Cuando elegimos entre diferentes platos, normalmente nos decantamos por lo que nos apetece. La cantidad que ingerimos a continuación depende de la sensación de saciedad. En teoría, las bacterias poseen medios para influir en ambas cosas: las ganas y la saciedad. Como hemos dicho, de momento solo existe la sospecha de algún comentario sobre nuestro apetito, aunque no sería ninguna estupidez, puesto que lo que comemos y la cantidad que comemos puede significar la vida o la muerte en su mundo. En tres millones de años de coevolución, las bacterias simples han dispuesto de tiempo suficiente para adaptarse de forma óptima al mundo humano.

Para despertar las ganas de comer algo hay que ir al cerebro. Y eso es complicado. El cerebro está envuelto en una sólida meninge. Y más densas aún que esta membrana son las capas dispuestas alrededor de los vasos que atraviesan el cerebro. Los únicos que logran atravesar esta maraña son el azúcar puro y los minerales, además de todo lo que sea tan pequeño y liposoluble como un neurotransmisor. La nicotina, por ejemplo, tiene permitida la entrada y desencadena allí sensaciones de recompensa o un distendido estado de alerta.

Las bacterias pueden fabricar sustancias tan pequeñas que, a pesar del manto de vasos sanguíneos, logran llegar al cerebro, como es el caso de la tirosina y el triptófano. En las células del cerebro estos dos aminoácidos se transforman en dopamina y serotonina. ¿Dopamina? Bueno, pues, hola, si no aparece la palabra clave «centro de recompensa». ¿Serotonina? Seguro que también nos suena de algo. Su carencia está vinculada a la depresión. Puede hacernos sentir satisfechos o amodorrados. Y ahora, por favor, pensemos en el último banquete de Navidad. ¿Alguien se quedó dormido en el sofá satisfecho, perezoso y amodorrado?

La teoría, pues, reza así: nuestras bacterias nos recompensan cuando les proporcionamos una buena carga de alimentos. Es una sensación agradable y nos dan ganas de ingerir determinadas comidas. Estrictamente no solo por sus alimentos, sino porque también estimulan nuestros propios transmisores. Y este mismo principio es aplicable a la saciedad.

Varios estudios han demostrado que nuestros propios transmisores de la saciedad aumentan significativamente cuando comemos de manera adecuada para nuestras bacterias. Esto significa ingerir alimentos que llegan sin digerir al intestino grueso, donde las bacterias los pueden devorar. Sorprendentemente, la pasta y el pan tostado no forman parte de este selecto grupo (más información aquí [apartado Prebióticos]).

Por lo general, la saciedad se señaliza desde dos lugares: uno es el cerebro y el otro, el resto del cuerpo. En este proceso se pueden torcer muchas cosas: los genes de la saciedad pueden ser erróneos en las personas con sobrepeso; sencillamente no logran crear una sensación de saciedad. Según la teoría del «cerebro egoísta», el cerebro no recibe suficientes alimentos y por eso decide que no está saciado. Aunque no solo los tejidos del organismo y la mente humana dependen de nuestra comida, sino que también nuestros microbios quieren que los alimentemos. Proporcionalmente, su efecto es pequeño e insignificante: 2 kilos de bacterias en un intestino. ¿Qué derecho tienen a decir nada?

Dadas las múltiples funciones que ejerce nuestra flora intestinal, es evidente que también tiene derecho a expresar sus deseos. Al fin y al cabo sus bacterias son los entrenadores más importantes del sistema inmunitario, ayudan a la digestión, fabrican vitaminas y son maestros de la desintoxicación de pan con moho o medicamentos. Evidentemente, la lista es mucho más extensa, pero el mensaje ya debería estar claro: sin duda, tienen derecho a participar en los asuntos de saciedad.

Lo que aún no está claro es si determinadas bacterias expresan apetitos diferentes. Si durante un largo período de tiempo no comemos dulces, en algún momento ya no los echamos tanto de menos. ¿Podríamos matar de hambre al lobby de las chocolatinas y las gominolas? En este punto, pisamos el terreno de las especulaciones.

Sobre todo no debemos imaginarnos el cuerpo como una estructura bidimensional de efecto-reacción. El cerebro, el resto del cuerpo, las bacterias y los elementos nutricionales interactúan en 4 dimensiones. Es evidente que comprender mejor todos los ejes nos permite avanzar más. Sin embargo, trajinamos mejor con las bacterias que con nuestro cerebro o nuestros genes, y eso es precisamente lo que las hace tan fascinantes. Lo que las bacterias nos dan de comer no solo es interesante para los michelines de la tripa y las cartucheras, sino que, por ejemplo, también entran en juego cuando se trata de las concentraciones de grasa en la sangre, como el colesterol y compañía. Este conocimiento entraña cierta fuerza explosiva, puesto que el sobrepeso y una concentración alta de colesterol están vinculados a los grandes problemas de salud de nuestra época: hipertensión, arteriosclerosis y diabetes.

Colesterol y bacterias intestinales

La relación entre las bacterias y el colesterol se descubrió por primera vez en la década de 1970. Investigadores americanos habían examinado a guerreros masai en África y se habían sorprendido de sus bajos niveles de colesterol, puesto que esos guerreros prácticamente no comían otra cosa que carne y bebían leche como si fuera agua. No obstante, ese consumo de grasa animal no suponía unos niveles elevados de grasa en la sangre. Los científicos sospecharon de la existencia de una misteriosa sustancia láctea que podía mantener baja la concentración de colesterol.

Posteriormente, hicieron todo lo posible por encontrar esa sustancia láctea. Además de la leche de vaca también se analizaron la de camello y rata. A veces lograban disminuir el nivel de colesterol y otras no. Los científicos no podían hacer nada con esos resultados. En otro experimento, en lugar de leche se administró a los masais un sucedáneo vegetal (Coffeemate) muy enriquecido con colesterol y, a pesar de ello, no aumentó la concentración de colesterol en los voluntarios del estudio. Los científicos consideraron que esto refutaba sus hipótesis sobre la leche.

Habían tomado buena nota de que los masais a menudo bebían la leche «cuajada». Pero nadie pensó en que son necesarias determinadas bacterias para que la leche cuaje. También habría sido una explicación lógica al experimento con el Coffeemate: al fin y al cabo, las bacterias establecidas anteriormente continúan viviendo en el intestino aunque nos cambiemos a un sucedáneo vegetal de la leche enriquecido con colesterol. Aunque los masais reducían su nivel de colesterol en el 18% cuando bebían leche «cuajada» en lugar de leche normal, los investigadores seguían buscando la misteriosa sustancia láctea. Mucho trabajo para nada.

Estos estudios con los masais no satisfarían las exigencias actuales. Los grupos experimentales eran muy pequeños. Los masais andan a diario unas trece horas y, cada año, viven meses en ayunas: sencillamente no podemos compararlos con los europeos que comen carne. Sin embargo, décadas después investigadores conocedores del mundo bacteriano desempolvaron los resultados de este estudio. ¿Bacterias que reducen el colesterol? ¿Por qué no probarlo en el laboratorio? Un matraz con bolo alimenticio, a una temperatura agradable de 37 °C, añadimos colesterol y bacterias y, voilà! La bacteria empleada fue Lactobacillus fermentus, y el colesterol añadido… desapareció, al menos en gran parte.

Los experimentos pueden arrojar resultados muy diferentes, dependiendo de si los realizamos en un matraz de vidrio o en un opistoconto. Mi vida se convierte en una montaña rusa emocional cuando leo frases como la siguiente en artículos científicos: «La bacteria L. plantarum Lp91 puede reducir considerablemente los niveles altos de colesterol y otros niveles de grasa en la sangre, hace aumentar el HDL bueno y tiene como resultado tasas de arteriosclerosis claramente disminuidas, tal como se ha podido demostrar con éxito en ciento doce hámsteres dorados de Siria». Nunca me había sentido tan decepcionada con los hámsteres dorados de Siria. Los ensayos con animales son el primer paso para realizar experimentos en sistemas vivos. Si pusiera «tal como se ha podido demostrar en ciento veintidós americanos con sobrepeso», la cosa resultaría mucho más impresionante.

No obstante, ese resultado tiene mucho valor. Algunos estudios realizados en ratones, ratas y cerdos arrojaron tan buenos resultados con algunos tipos de bacterias que se creyó oportuno llevarlos a cabo también en seres humanos. A los voluntarios se les administraron periódicamente bacterias y, al cabo de un tiempo determinado, se les midió el nivel de colesterol. Las clases de bacterias empleadas, las dosis, la duración o también el tipo de administración fueron a menudo totalmente diferentes. En ocasiones los estudios fueron satisfactorios y en otras, no. Además, nadie sabía de hecho si una cantidad suficiente de las bacterias administradas sobrevivía al ácido gástrico e influía en los niveles de colesterol.

Los estudios realmente interesantes han empezado a surgir hace apenas unos años. En 2011, ciento catorce canadienses participaron en un estudio en el que debían ingerir dos veces al día yogur de fabricación especial. La bacteria añadida era Lactobacillus reuteri, en una forma particularmente resistente a la digestión. En cuestión de seis semanas el LDL-colesterol malo disminuyó una media del 8,91%, lo que equivale aproximadamente a la mitad del efecto obtenido con la administración de un medicamento suave contra el colesterol y sin efectos secundarios. En otros estudios con otras cepas bacterianas se han logrado reducir los niveles de colesterol incluso del 11 al 30%. Ahora han de realizarse estudios de seguimiento para confirmar los efectos positivos.

Existen varios cientos de candidatos bacterianos que se podrían probar en el futuro. Para seleccionarlos debemos preguntarnos: ¿qué habilidades debe tener la bacteria o, mejor aún, qué genes? Actualmente, el candidato principal son los genes BSH, que es la sigla de «Bile Salt Hydroxylase» (hidroxilasa de sales biliares). Esto significa que las bacterias con estos genes pueden transformar las sales biliares. ¿Qué tienen que ver las sales biliares con el colesterol? La respuesta radica en la etimología del nombre «colesterol», que procede del griego «kolé» (bilis) y «stereos» (sólido). Cuando se descubrió el colesterol por primera vez se halló en los cálculos biliares. En nuestro cuerpo la bilis es el medio de transporte de las grasas y del colesterol. Con la BSH las bacterias pueden modificar la bilis para que funcione peor. De este modo el colesterol liberado y la grasa de la bilis ya no se absorben durante la digestión y acaban, sin más, en el retrete. Para las bacterias este mecanismo resulta útil, ya que les permite debilitar la bilis, que puede atacar su membrana celular, y se pueden proteger hasta que finalmente llegan al intestino grueso. Pero existen muchos otros mecanismos a través de los cuales las bacterias manejan el colesterol: lo pueden absorber directamente e incorporarlo a sus propias paredes celulares; lo pueden transformar en una sustancia nueva o manipular los órganos que fabrican el colesterol. La mayor parte del colesterol se produce en el hígado y el intestino, donde los pequeños mensajeros químicos de las bacterias contribuyen a regular el trabajo.

Llegados a este punto, debemos ser prudentes y preguntarnos si realmente el cuerpo siempre quiere deshacerse de su colesterol. Se encarga de fabricar entre el 70 y el 95% de nuestro colesterol, y esto ¡supone mucho trabajo! Gracias a su cobertura mediática imparcial podríamos pensar que el colesterol es malo de por sí. Y esa es una afirmación bastante errónea. Demasiado colesterol no es aconsejable, pero demasiado poco tampoco lo es. Sin colesterol no tendríamos hormonas sexuales ni vitamina D, y nuestras células serían inestables. La grasa y el colesterol no son un tema que ataña únicamente a las personas a quienes tanto le gusta comer pasteles y salchichas. Nos afecta a todos. En los estudios realizados, la escasez de colesterol se asocia a problemas de memoria, depresión y comportamiento agresivo.

El colesterol es esa formidable materia prima básica con la que se pueden construir cosas importantes. Efectivamente, su exceso es perjudicial; se trata, pues, de encontrar el justo equilibrio. Y nuestras bacterias no serían nuestras si no nos ayudaran a lograrlo. Algunas de ellas producen más propionato, una sustancia que inhibe la formación de colesterol y otras fabrican más acetato, que estimula la formación de colesterol.

¿Quién habría dicho que un capítulo que empezaba hablando de los pequeños y luminosos puntos que conforman las bacterias podría acabar con las palabras «ganas y saciedad» o «colesterol»? Voy a resumirlo: las bacterias contribuyen a nuestra alimentación, hacen que las sustancias sean más digeribles y fabrican algunas sustancias. Actualmente, algunos científicos defienden la teoría de que la microbiota de nuestro intestino puede considerarse un órgano. Al igual que los otros órganos de nuestro cuerpo, tiene un origen, se desarrolla con nosotros, está compuesto de un montón de células y se comunica constantemente con sus colegas, los demás órganos.