Cerebro e intestino

Esto es una ascidia.

Puede explicarnos su punto de vista acerca de la necesidad de un cerebro. La ascidia, al igual que nosotros, los seres humanos, pertenece al filo de los cordados. Posee un poco de cerebro y una especie de médula espinal. A través de la médula espinal, el cerebro envía sus órdenes al resto del cuerpo y, a cambio, el cuerpo le proporciona información interesante sobre las novedades. En el caso de los seres humanos, por ejemplo, los ojos le envían la reproducción de una señal de tráfico, mientras que en el caso de la ascidia, los ojos le indican si un pez se cruza en su camino. En los seres humanos los sensores de la piel proporcionan información sobre la temperatura exterior, mientras que en la ascidia los sensores de la piel facilitan información sobre la temperatura del agua en las profundidades. En los seres humanos, el cerebro recibe información sobre si es recomendable comer ahora y, en la ascidia…, también.

Provista de toda esta información, la joven ascidia navega a través del gran océano. Busca un lugar que le guste especialmente. Se asienta en cuanto encuentra una roca que le parece segura, con una temperatura templada y un entorno nutritivo. Y es que la ascidia es un animal sésil, es decir, una vez se ha establecido, permanece en ese lugar pase lo que pase. Lo primero que hace la ascidia en su nuevo hogar es comerse todo su cerebro. ¿Por qué no? Se puede vivir y ser ascidia sin él.

Daniel Wolpert no es solo un ingeniero y médico galardonado en múltiples ocasiones, sino también un científico que considera que la actitud de la ascidia es muy significativa. Su tesis es la siguiente: el único motivo de poseer un cerebro es el movimiento. En un primer momento puede parecer una afirmación tan banal que nos entran ganas de gritar de pura indignación.

El movimiento es lo más extraordinario que los seres vivos hemos hecho jamás. No hay otro motivo para tener músculos, ni otro motivo para tener nervios en esos músculos, y presumiblemente ni otro motivo para tener un cerebro. Todo lo que ha cambiado la historia de la humanidad solo ha sido posible gracias a que podemos movernos. Y con movimiento no me refiero solo a andar o tirar una pelota; también es movimiento una expresión de la cara, la articulación de palabras o la puesta en marcha de planes. Nuestro cerebro coordina sus sentidos y crea experiencia para originar movimiento. Movimientos de la boca, de las manos, movimiento a lo largo de varios kilómetros o movimiento de unos pocos milímetros. En ocasiones también podemos influir en el mundo reprimiendo el movimiento. Sin embargo, si somos un árbol y no podemos elegir entre dos opciones, no hay necesidad de un cerebro.

La ascidia común deja de necesitar un cerebro cuando se asienta de forma permanente en un lugar. La época del movimiento ha llegado a su fin y, por consiguiente, el cerebro ya no es necesario. Pensar sin movimiento aporta menos que tener un orificio para plancton. Al menos este último influye a pequeña escala en el equilibrio del mundo.

Los seres humanos nos sentimos muy orgullosos de nuestro cerebro especialmente complejo. Reflexionar sobre leyes fundamentales, filosofía, física o religión es una gran capacidad y puede desencadenar movimientos muy pensados. Resulta impresionante que nuestro cerebro sea capaz de hacer algo así. No obstante, con el tiempo, nuestra admiración se desborda. De repente, descargamos en la cabeza toda nuestra experiencia vital: la sensación de bienestar, la alegría o la satisfacción las pensamos en nuestro cerebro. Si experimentamos inseguridad, miedo o depresión, nos avergonzamos de tener un ordenador personal aparentemente maltrecho en la azotea. Filosofar o investigar a través de la física es y seguirá siendo una cuestión de la cabeza, pero nuestro «Yo» es más que eso.

Justamente el que nos enseña esta lección es el intestino: un órgano conocido por los pequeños montoncitos marrones que expulsa y por las ventosidades con diferentes tonos de trompeta. En la actualidad es precisamente este órgano el responsable de un cambio de mentalidad en la investigación: con prudencia se comienza a poner en tela de juicio el liderazgo absoluto del cerebro. El intestino no solo posee una cantidad increíble de nervios, sino que, en comparación con el resto del cuerpo, también dispone de nervios increíblemente diferentes. Posee un parque completo de vehículos con distintas sustancias transmisoras, materiales nerviosos aislantes y tipos de interconexión. Solo existe otro órgano que posea una diversidad tan vasta: el cerebro. Por este motivo, la red nerviosa del intestino también se denomina cerebro intestinal, porque también es muy extensa y presenta una complejidad química similar. Si el intestino fuera responsable únicamente de transportar alimentos y de hacernos eructar de vez en cuando, un sistema nervioso tan ingenioso sería un singular derroche de energía; ningún organismo crearía este tipo de redes neuronales para funcionar como un simple tubo extractor. Sin duda, debe de haber algo más. Desde tiempos remotos los seres humanos conocemos lo que la investigación va descubriendo poco a poco: nuestros instintos viscerales influyen en gran medida en cómo nos va. Nos «entra el cague» o nos «cagamos en los pantalones» cuando tenemos miedo. Algo «nos produce un nudo en el estómago» cuando no conseguimos solucionarlo. Nos «tragamos la decepción», «digerimos» las derrotas y un comentario desagradable nos puede «amargar» el día. Si estamos enamorados, tenemos «mariposas en el estómago». Nuestro «Yo» está formado por la cabeza y el estómago, y cada vez más, no solo a nivel lingüístico, sino también en el laboratorio.

Cómo influye el intestino en el cerebro

Cuando los científicos investigan los sentimientos, lo primero que intentan hacer siempre es medir algo. Adjudican puntos en función de la tendencia al suicidio, miden los niveles hormonales cuando se trata del amor o prueban pastillas contra el miedo. Los profanos en la materia a menudo no lo consideran un enfoque especialmente romántico. En Fráncfort, por ejemplo, incluso se llevó a cabo un estudio en el que los investigadores realizaron costosos escáneres cerebrales mientras un estudiante en prácticas hacía cosquillas en los genitales con un cepillo de dientes a los voluntarios del estudio. Con experimentos de esta índole se puede detectar el área del cerebro en la que se reciben las señales de determinadas regiones del cuerpo, lo que ayuda a elaborar un mapa del cerebro.

De este modo, sabemos que las señales de los genitales se reciben en la parte superior central, justo debajo del hueso parietal. El miedo nace en el interior del cerebro, por decirlo de algún modo, entre ambas orejas. La formación de las palabras es responsabilidad de un área situada un poco por encima de la sien. Las consideraciones morales surgen detrás de la frente y así sucesivamente. Para comprender mejor la relación entre el intestino y el cerebro, deben recorrerse sus vías de comunicación, averiguar cómo llegan las señales del estómago a la cabeza y el impacto que pueden causar allí.

Fig.: Regiones del cerebro activadas durante la visión, el miedo, la formación de palabras, las cuestiones morales y la estimulación de los genitales.

Las señales del intestino pueden llegar a diferentes áreas del cerebro, aunque no a todas. Por ejemplo, jamás alcanzan el córtex visual en la región occipital. Si fuera así, veríamos imágenes o efectos de lo que sucede en el intestino. Sin embargo, las señales sí pueden llegar a la ínsula, el sistema límbico, el córtex prefrontal, la amígdala cerebral, el hipocampo o también el córtex del cíngulo anterior. Los neurocientíficos pondrán el grito en el cielo con absoluta indignación cuando lean mi siguiente resumen sobre las competencias de estas áreas: sentimiento del «Yo», procesamiento de sentimientos, moral, sensación de miedo, memoria y motivación. Esto no significa que nuestro intestino controle nuestros pensamientos morales, aunque se les concede la posibilidad de influir en ellos. En el laboratorio se avanza paso a paso, mediante ensayos que estudian con mayor profundidad estas posibilidades.

El experimento del ratón nadando es uno de los más reveladores en el campo de la investigación sobre la motivación y la depresión. Se coloca un ratón en un pequeño recipiente de agua. Al no tocar el fondo con las patas, empieza a nadar de un lado a otro porque quiere llegar a tierra firme. La pregunta es: ¿durante cuánto tiempo nadará el ratón para alcanzar su objetivo? Realmente es una situación que ya se plantearon nuestros remotos antepasados. ¿Hasta qué punto buscamos algo que, en nuestra opinión, debería estar ahí? Puede tratarse de algo concreto como tierra bajo los pies, un título académico o también algo abstracto como la satisfacción y la alegría.

Los ratones con características depresivas no nadan durante largo tiempo. Una y otra vez permanecen inmóviles. En sus cerebros las señales inhibidoras al parecer se comunican mucho mejor que los impulsos de motivación e incitación. Además, desarrollan una reacción más acentuada al estrés. Normalmente, los antidepresivos nuevos se estudian en este tipo de ratones: si tras su ingesta nadan durante más tiempo, esto es un indicio interesante de que la sustancia investigada podría ser eficaz.

Los componentes del equipo del investigador irlandés John Cryan fueron más allá. Alimentaron a la mitad de los ratones con una bacteria que se sabe que cuida el intestino, Lactobacillus rhamnosus JB-1. Este enfoque de modificar el comportamiento de los ratones a través del estómago aún era muy innovador en 2011. Realmente los ratones con el intestino «tuneado» por esta bacteria no solo nadaron durante más tiempo y más confiados, sino que en su sangre también se registraron menos hormonas del estrés. Adicionalmente, en las pruebas de memoria y aprendizaje obtuvieron resultados considerablemente mejores que sus congéneres. Sin embargo, si los científicos cortaban el denominado nervio vago, desaparecían las diferencias entre los grupos de ratones.

Este nervio es el camino más importante y rápido del intestino al cerebro. Discurre por el diafragma, entre el pulmón y el corazón, ascendiendo paralelamente al esófago, a lo largo del cuello hasta el cerebro. En un experimento con seres humanos se constató que los voluntarios del estudio de forma alternada sentían bienestar o tenían miedo cuando este nervio se estimulaba con determinadas frecuencias. Desde 2010 está autorizado en Europa incluso un tratamiento para la depresión que se basa en estimular el nervio vago para que los pacientes se sientan mejor. Así pues, este nervio tiene un funcionamiento similar al de una línea telefónica con su central en el cerebro, a través de la cual un colaborador del servicio externo comunica sus impresiones.

El cerebro necesita esa información para poder formarse una imagen de lo que está llegando al cuerpo, dado que es el órgano más aislado y protegido de todos. Se encuentra dentro de un cráneo de hueso, está envuelto en un grueso manto y filtra de nuevo cada gota de sangre antes de que circule por las diferentes áreas del cerebro. En cambio, el intestino está situado en medio del tumulto. Conoce todas las moléculas de nuestra última comida, intercepta inquisitivamente las hormonas que pululan en la sangre, les pregunta a las células inmunitarias cómo les va el día o escucha atentamente el zumbido de las bacterias intestinales. Le cuenta al cerebro cosas sobre nosotros que, de lo contrario, nunca llegaría a saber.

El intestino no solo reúne toda esta información con la ayuda de un impresionante sistema nervioso, sino también teniendo a su disposición una enorme superficie. Eso lo convierte en el mayor órgano sensorial del cuerpo. Ojos, oídos, nariz o piel no son nada a su lado. La información que se deriva de ellos llega a la conciencia y se utiliza para poder reaccionar al entorno. Son algo así como sistemas de ayuda para aparcar cuando se trata de nuestra vida. En cambio, el intestino es una matriz enorme: percibe nuestra vida interior y trabaja en el subconsciente.

El intestino y el cerebro colaboran desde una etapa muy temprana de la vida. Ambos conciben una gran parte de nuestro primer mundo emocional como lactantes: el placer por la saciedad que nos hace sentir bien, el desasosiego cuando tenemos hambre y cuando debemos aguantar los gases que nos dan la lata. Unas personas de confianza se encargan de alimentarnos, cambiarnos los pañales y ayudarnos a expulsar los eructos. De bebés, nuestro «Yo» consta de manera muy palpable de intestino y cerebro. Cuando nos hacemos mayores, aprendemos a experimentar cada vez más el mundo con todos los sentidos. Ya no lloramos a voz en grito si la comida del restaurante no nos gusta. No significa que la conexión entre el intestino y el cerebro desaparezca súbitamente, sino que se refina de modo ostensible. Un intestino que no se siente bien ahora podría deprimirnos, mientras que un intestino sano y bien alimentado mejoraría discretamente nuestro estado de ánimo.

El primer estudio sobre los efectos del cuidado del intestino en un cerebro humano sano se publicó en 2013, dos años después del estudio en ratones. Los investigadores partieron de la base de que en los seres humanos no se produciría un efecto perceptible. Los resultados no solo les sorprendieron a ellos mismos, sino también al resto de la comunidad investigadora. Tras la ingesta durante cuatro semanas de una mezcla de determinadas bacterias, algunas áreas del cerebro presentaban cambios sustanciales, en especial las encargadas del procesamiento de los sentimientos y del dolor.

Sobre intestinos irritados, estrés y depresiones

No todos los guisantes sin masticar pueden inmiscuirse en el cerebro. El intestino sano no transmite al cerebro las señales digestivas pequeñas e irrelevantes a través del nervio vago, sino que las procesa con su propio cerebro (intestinal), que para eso tiene uno. No obstante, si le sucede algo importante, quizás considere necesario involucrar al cerebro.

El cerebro tampoco comunica inmediatamente toda la información a la conciencia. Si el nervio vago quiere trasladar información a los lugares más importantes de la cabeza, por decirlo de algún modo, debe pasar por el portero del cerebro. Y ese no es otro que el tálamo. Si los ojos le notifican por vigésima vez que en el cuarto de estar aún siguen colgando las mismas cortinas, el tálamo descarta esta información, ya que no es realmente importante para la conciencia. Sí se permitiría el paso, por ejemplo, a un aviso sobre nuevas cortinas. No en todos los tálamos, pero sí en la mayoría.

Un guisante sin masticar no logra pasar el umbral del intestino y del cerebro. En el caso de otros estímulos, la cosa es distinta. Por ejemplo, las alertas de la tripa pueden llegar hasta la cabeza e informar al «centro del vómito» sobre un grado alcohólico inusitadamente alto, notificar al «centro del dolor» la existencia de fuertes flatulencias o comunicar al encargado del «malestar» la aparición de patógenos perturbadores. Estos estímulos sí que pasan, ya que el umbral del intestino y el portero del cerebro consideran que son importantes. Y eso no es solo aplicable a informaciones molestas. Algunas señales también pueden hacer que en Nochebuena nos quedemos dormidos, saciados y contentos, en el sofá. Podemos afirmar con plena conciencia que algunas de estas señales provienen del estómago, mientras otras se procesan en el área inconsciente del cerebro y, por consiguiente, no se pueden asignar.

En las personas con un intestino irritado, la conexión entre el intestino y el cerebro puede ser muy extenuante, algo que puede verse en los escáneres cerebrales. En un experimento, a los voluntarios del estudio se les hinchó un pequeño globo dentro del intestino al mismo tiempo que se obtenían imágenes sobre la actividad cerebral. En los voluntarios del estudio que no tenían molestias se obtuvo una imagen cerebral normal sin componentes que llamaran la atención a nivel de los sentimientos. Por el contrario, en los pacientes con intestino irritable la expansión del globo provocó una actividad destacable en un área cerebral emocional, donde normalmente se procesan sentimientos desagradables. Es decir, el mismo estímulo logró superar ambos umbrales en estos voluntarios del estudio. Los pacientes se sentían mal, aunque no habían hecho nada malo.

En el caso del síndrome de intestino irritable a menudo se percibe una presión desagradable o un borboteo en la tripa, y los pacientes tienen tendencia a sufrir diarrea o estreñimiento. Los afectados padecen ansiedad o depresiones con una frecuencia superior a la media. Los experimentos como el estudio con el globo demuestran que el malestar y los sentimientos negativos podrían generarse en el eje intestino-cerebro, cuando la barrera del umbral del intestino está bajada o el cerebro quiere acceder a toda costa a la información.

Los posibles motivos de una situación así pueden ser minúsculas inflamaciones (denominadas microinflamaciones) que se prolongan durante un largo período de tiempo, una flora intestinal inadecuada o intolerancias alimentarias no diagnosticadas. No obstante, a pesar de los actuales resultados de investigaciones, algunos médicos siguen considerando que los pacientes con intestino irritable son «hipocondríacos» o simulan su estado, dado que los exámenes que se les practican no revelan daños visibles en el intestino.

Eso es diferente con otras dolencias intestinales. Durante las fases agudas realmente puede constatarse en las personas que sufren una inflamación crónica en la tripa, como la enfermedad de Crohn o colitis ulcerosa, la presencia de verdaderas heridas. El problema de estos pacientes no radica en que incluso los estímulos más pequeños del intestino llegan al cerebro; en este caso, los umbrales todavía son capaces de impedir el paso a esos estímulos. La responsable de las molestias es la mucosa intestinal enferma. Sin embargo, de forma similar a lo que ocurre con los pacientes que tienen intestino irritable, entre estos afectados también se registran porcentajes superiores de depresiones y ansiedad.

Actualmente existen pocos, pero muy buenos, equipos de investigadores que estudien los mecanismos que fortalecen el umbral del intestino y del cerebro. Se trata de una información que no solo es relevante para los pacientes con problemas intestinales, sino para todas las personas. Presumiblemente, el estrés es uno de los estímulos más importantes sobre el que discuten el cerebro y el intestino. Cuando nuestro cerebro percibe un gran problema (como premura de tiempo o enojo), quiere solucionar ese problema, y para ello precisa energía, que toma prestada primordialmente del intestino. A través de las denominadas fibras nerviosas simpáticas, el intestino recibe la notificación de que reina una situación de emergencia y que, excepcionalmente, debe obedecer. De forma solidaria ahorra energía durante la digestión, produce menos mucina y reduce su propio riego sanguíneo.

Sin embargo, ese sistema no está diseñado para un uso constante. Si el cerebro notifica permanentemente situaciones excepcionales, se aprovecha de la bondad del intestino. Llegados a ese punto, el intestino también debe remitir señales desagradables al cerebro; de lo contrario, esta situación se prolongaría infinitamente. En tal caso es posible que nos sintamos rendidos o que tengamos falta de apetito, malestar o diarrea. Al igual que con el vómito emocional en una situación excitante, en este caso el intestino también suelta alimentos para afrontar la retirada de energía a través del cerebro. Con la diferencia de que las verdaderas fases de estrés pueden alargarse mucho más. Si el intestino tiene que aguantar demasiado tiempo, la situación se convierte en poco saludable para él. Las paredes intestinales se debilitan con un riego sanguíneo insuficiente y un manto protector de mucina más delgado. A continuación las células inmunitarias allí instaladas liberan bastante cantidad de sustancias transmisoras que van incrementando el nivel de sensibilización del cerebro intestinal y de este modo logran bajar la barrera del primer umbral. Las fases de estrés comportan energía prestada y nunca debemos contraer deudas en exceso, sino procurar llevar la economía doméstica lo más equilibrada posible.

Además, una teoría de los investigadores sobre bacterias es que el estrés no es higiénico. Con la alteración de las condiciones de vida en el intestino, sobreviven distintas bacterias a las que lo hacen en épocas relajadas. Por decirlo de algún modo, el estrés modifica el clima de la tripa. Los tipos rudos que sobreviven divinamente a las turbulencias se multiplican con especial ahínco, aunque no necesariamente irradian el mejor de los ambientes después del trabajo. Por consiguiente, según esta teoría, no solo seríamos víctimas de nuestras bacterias intestinales y de su impacto en nuestro estado de ánimo, sino que prácticamente seríamos los propios jardineros del mundo de la tripa. Esto supondría además que nuestro intestino es capaz, pasada la fase de estrés agudo, de dejarnos percibir el mal ambiente.

Los sentimientos que vienen de abajo, y sobre todo los que tienen un regusto desagradable, hacen que la próxima vez el cerebro reflexione seriamente acerca de si es acertado pronunciar un discurso ante un público que come guindillas demasiado picantes a pesar de las advertencias. Esa podría ser también la función del intestino en las «decisiones de tripa»: en una situación similar sus sentimientos se almacenan y, en caso necesario, se consultan. Si las lecciones positivas pudiesen reforzarse de este modo, realmente el amor pasaría por el estómago e iría directamente hacia el intestino.

Una interesante hipótesis en cuya fundamentación trabajan varios científicos es que nuestra tripa pudiese meter baza no solo en relación con los sentimientos o determinadas decisiones (de tripa), sino que posiblemente también influya en nuestro comportamiento. El equipo de Stephen Collins llegó muy lejos con un experimento. Los voluntarios del estudio eran ratones de dos razas diferentes, cuyo comportamiento está muy estudiado. Los animales de la raza BALB/c son más miedosos y tienen un comportamiento más tímido que sus congéneres de la raza NIH-SWISS, que son más aventureros y valientes. Los científicos administraron a los animales una mezcla de tres antibióticos diferentes, que solo actúan en el intestino, exterminando la población bacteriana que pudiese haber allí. A continuación, administraron a los animales las bacterias intestinales típicas de la otra raza. De repente, en las pruebas de comportamiento, los roles se habían invertido: los ratones BALB/c eran más valientes y los ratones NIH-SWISS, más miedosos. Una demostración de que el intestino al menos puede influir en el comportamiento de los ratones. No obstante, no es extrapolable a los seres humanos. Para ello aún nos faltan muchos conocimientos sobre las diferentes bacterias, el cerebro intestinal y el eje intestino-cerebro.

Hasta ahí podemos utilizar los conocimientos que ya hemos atesorado, que comienzan por cosas pequeñas, como nuestras comidas diarias, pero que también incluyen, por ejemplo, liberar la tensión y no tener prisa durante las comidas. Estas deben ser espacios sin estrés, sin reñir, sin frases como «Te quedarás sentado hasta que te lo hayas terminado todo», sin zapear continuamente en la televisión. Esto rige sobre todo para niños pequeños, en los que el cerebro intestinal se desarrolla en paralelo al cerebro de la cabeza, aunque también es aplicable a los adultos: cuanto antes empecemos, mejor. Cualquier tipo de estrés activa nervios que obstaculizan nuestra digestión, con lo que no solo absorbemos menos energía de los alimentos, sino que además necesitamos más tiempo para procesarlos y cargamos más a nuestro intestino.

Podemos jugar y experimentar con estos conocimientos. Existen chicles para los viajes y remedios contra las náuseas que alivian los nervios del intestino. Entonces, a menudo la ansiedad desaparece al mismo tiempo que las náuseas. Pero, si el mal humor o el miedo inexplicables realmente proviniesen también (sin náuseas) del intestino, ¿podríamos deshacernos igualmente de ellos con esos remedios? Es decir, ¿anestesiando durante un breve período de tiempo a un intestino preocupado? El primer destino del alcohol no son los nervios de la cabeza, sino los del intestino. ¿Qué porcentaje de la relajación, gracias al «vaso de vino» de la noche anterior, proviene del cerebro tranquilizado del estómago? ¿Qué bacterias se encuentran en las diferentes clases de yogures vendidos en nuestro supermercado? ¿Me sienta mejor un Lactobacillus reuteri o un Bifidobacterium animalis? Entretanto, un equipo de investigadores de China ha demostrado en el laboratorio que el Lactobacillus reuteri es capaz de inhibir los sensores del dolor situados en el intestino.

Actualmente, el Lactobacillus plantarum y el Bifidobacterium infantis ya se pueden recomendar para el tratamiento del dolor en el caso del síndrome de intestino irritable. Las personas que hoy en día sufren un umbral del dolor bajo del intestino a menudo toman remedios contra la diarrea o contra el estreñimiento o antiespasmódicos. Con ello atenúan los factores desencadenantes, pero no solucionan el verdadero problema. Las personas que no experimentan una mejoría después de dejar de ingerir alimentos potencialmente incompatibles o regenerando la flora intestinal deben agarrar el malestar por los cuernos: los umbrales de los nervios. Hasta la fecha pocas medidas han demostrado su eficacia en los estudios, entre ellas la hipnoterapia.

Para nuestros nervios las psicoterapias realmente buenas funcionan como la fisioterapia. Aflojan las tensiones y nos aportan alternativas de movimiento sanas a nivel neuronal. Puesto que los nervios cerebrales son unos tipos más complicados que los músculos, como entrenador deben dominar ejercicios excepcionales. Los hipnoterapeutas trabajan a menudo con viajes por los pensamientos o la imaginación, lo que mitiga las señales de dolor y transforma la percepción de determinados estímulos. Al igual que cuando entrenamos los músculos, también podemos fortalecer determinados nervios usándolos con mayor frecuencia. No es que nos hipnoticen como en la televisión. Eso incluso iría contra las normas, puesto que en este tipo de terapia el paciente ha de conservar el control. No obstante, cuando elijamos a un terapeuta debemos asegurarnos de elegir a un profesional.

La hipnoterapia ha ofrecido buenos resultados en pacientes con intestino irritable. Muchos necesitan bastantes menos medicamentos, algunos incluso han renunciado totalmente a ellos. Sobre todo en los niños afectados, esta modalidad de terapia obtiene resultados mucho más satisfactorios que los medicamentos, puesto que logran reducir los dolores en cerca del 90% de los casos, mientras que los medicamentos solo lo logran por término medio en el 40%. Hay hospitales que incluso ofrecen programas específicos relativos a la barriga.

A las personas que, además de una dolencia intestinal, sufren un elevado grado de ansiedad y depresión, a menudo su médico les recomienda que tomen antidepresivos, aunque pocas veces les explican el porqué. El motivo es sencillo: ningún médico ni científico lo sabe. Hasta que no se demostró en estudios que estos medicamentos mejoran el estado de ánimo, no se empezaron a buscar los mecanismos que provocan este efecto. Y hasta la fecha no hemos obtenido una respuesta clara. Durante décadas se presumió que el efecto se producía por el refuerzo de la «hormona de la felicidad», la serotonina. Las investigaciones más recientes sobre la depresión también examinan con lupa otras observaciones: nuestros nervios podrían recuperar su plasticidad ingiriendo estas sustancias.

En los nervios la plasticidad significa la capacidad de cambiar. Para un cerebro en crecimiento la pubertad resulta tan desconcertante debido a que los nervios son increíblemente plásticos: no existe nada muy establecido, todo puede ser, nada debe ser, existen muchas chispas saltando en todas direcciones. Este proceso concluye más o menos al cumplir 25 años. Entonces determinados nervios reaccionan siguiendo patrones ensayados. Los que han demostrado su valía se quedan, los que han resultado ser más bien una decepción se van. De este modo, no solo desaparecen los ataques inexplicables de rabia o risa, sino también los pósteres colgados en la pared de la habitación. Llegados a este punto es más difícil cambiar bruscamente, aunque somos estables de manera más positiva. No obstante, también pueden arraigarse pautas mentales negativas como «No valgo nada» o «Todo lo que hago me sale mal»; la radiación nerviosa de un intestino preocupado también podría anclarse en la cabeza de forma estable. Si los antidepresivos aumentan la plasticidad, esos patrones podrían volver a distenderse. Todo esto tiene sobre todo sentido si se acompaña de una buena psicoterapia. De este modo se puede disminuir el riesgo de caer de nuevo en la vieja rutina.

Los efectos secundarios de los antidepresivos habituales en el mercado, como Prozac, nos explican además algo fundamental sobre la «hormona de la felicidad», la serotonina. Una de cada cuatro personas padece efectos típicos como náuseas, diarreas pasajeras y, tras un largo período de tratamiento, estreñimiento. Esto se debe a que nuestro cerebro intestinal posee exactamente los mismos receptores nerviosos que el cerebro de la cabeza, por lo que los antidepresivos siempre tratan automáticamente a ambos. El investigador americano Dr. Michael Gershon va incluso un paso más allá. Se pregunta si en algunas personas también podrían surtir efecto los antidepresivos que solo inciden en el intestino y ni tan siquiera llegan al cerebro.

No es una idea totalmente desacertada: al fin y al cabo el 95% de la serotonina que hay en nuestro organismo se produce en las células intestinales, donde permite en gran medida que los nervios realicen el trabajo de mover los músculos, además de ser una importante molécula transmisora de señales. Por lo tanto, si cambiáramos los efectos a este nivel, también se podrían enviar avisos totalmente distintos al cerebro, lo que podría ser sobre todo interesante en personas atacadas repentinamente por fuertes depresiones, aunque aparentemente su vida parezca estar bien. ¿Quizás solo su barriga deba someterse a tratamiento y su cabeza no tenga ninguna culpa?

Todas las personas que padecen ansiedad o depresión han de tener presente que una barriga maltrecha también puede desencadenar sentimientos desagradables. A veces, con toda la razón del mundo, tanto después de una fase de mucho estrés como por una intolerancia alimentaria no diagnosticada. No deberíamos achacar la culpa únicamente a nuestro cerebro o a acontecimientos de nuestra vida, ya que… somos mucho más que eso.

Dónde nace el «Yo»

El mal humor, la alegría, la inseguridad, el bienestar o la preocupación no nacen solo de forma aislada en el cráneo. Somos personas con brazos y piernas, órganos sexuales, corazón, pulmones e intestino. Durante mucho tiempo la cabeza ha acaparado la atención de la ciencia y hemos estado ciegos ante el hecho de que nuestro «Yo» es más que el cerebro. En los últimos tiempos la investigación sobre el intestino ha contribuido en cierta medida a cuestionarse con prudencia el lema filosófico «Pienso, luego existo».

Una de las áreas más interesantes del cerebro adonde puede llegar información procedente del intestino es la ínsula o corteza insular. La ínsula es el campo de investigación de una de las cabezas más brillantes de nuestra época: Bud Craig. Durante más de veinte años, con una paciencia prácticamente inhumana, se ha dedicado a teñir nervios y seguir sus trazados hasta el cerebro. Un buen día salió de su laboratorio y pronunció una conferencia de una hora sobre la hipótesis siguiente: la ínsula es el lugar donde nace nuestro «Yo».

A continuación exponemos la primera parte: la ínsula recibe información sobre sentimientos de todo el cuerpo. Cada dato es como un píxel, y a partir de muchos píxeles la ínsula compone una imagen. Esta imagen es importante, ya que proporciona un mapa de los sentimientos. Pongamos por caso que estamos sentados en una silla, notamos que la piel de nuestro trasero está aplastada y quizás constatamos que tenemos frío o hambre. El resultado de toda esa información junta es una persona hambrienta y helada, sentada en una silla dura. La visión de conjunto de estos sentimientos quizás no sea fabulosa, pero tampoco es horrorosa, digamos que ni lo uno ni lo otro.

Segunda parte: según Daniel Wolpert, la misión de nuestro cerebro es el movimiento; no importa si somos una ascidia buscando una bonita roca debajo del agua o un ser humano que aspira a tener la mejor vida posible. La finalidad de los movimientos es conseguir algo. Con la ayuda del mapa de la ínsula, el cerebro puede planificar movimientos adecuados. Si el Yo está sentado muerto de frío y hambriento, sin duda es una buena motivación para que otras áreas del cerebro intenten cambiar la situación. Podemos empezar a tiritar o levantarnos y dirigirnos al frigorífico. Uno de los objetivos supremos de nuestros movimientos es movernos siempre para alcanzar un equilibrio saludable, ya sea de frío a caliente, de infeliz a feliz o de cansado a despierto.

Tercera parte: también el cerebro es solo un órgano. Por lo tanto, cuando la ínsula crea una imagen de nuestro cuerpo también incluye en ella a nuestro sobreático, donde encontramos un par de dispositivos dignos de mención, como las áreas responsables de la empatía social, la moral y la lógica. A las áreas sociales del cerebro posiblemente no les guste cuando nos peleamos con la pareja; las áreas lógicas se desesperan con un acertijo complicado. Para que la imagen del «Yo» que crea la ínsula tenga pleno sentido, presumiblemente también integra percepciones del entorno o experiencias del pasado. En tal caso, no solo notamos que tenemos frío, sino que al mismo tiempo podemos contextualizarlo y afirmar: «Es curioso que tenga frío. Estoy en una habitación con calefacción. Mmm. ¿Quizás estoy enfermando?». O también: «Vale, quizás con esta temperatura no debería pasear desnudo por el invernadero». Esto nos permite reaccionar a la sensación primaria «frío» con una complejidad mucho mayor que otros animales.

Cuantas más informaciones asociamos, más inteligentes pueden ser nuestros movimientos. Aparentemente, en este sentido también existe una jerarquía de los órganos. Aquello que reviste una especial importancia para nuestro equilibrio saludable goza de mayor derecho de participación en la ínsula. Por sus múltiples cualificaciones, tanto el cerebro como el intestino ocuparían sendas posiciones privilegiadas, por no decir las mejores.

Así pues, la ínsula crea una pequeña imagen de todas las sensaciones que se producen en nuestro cuerpo. Posteriormente, podemos enriquecer esa imagen con nuestro complejo cerebro. Según Bud Craig, cada cuarenta segundos se genera una imagen de estas características. Una detrás de otra, las imágenes crean más o menos una película: la película de nuestro «Yo», nuestra vida.

Ciertamente la contribución del cerebro es sustancial, pero no única. No sería mala idea completar un poco la frase de René Descartes: «Siento, luego pienso, luego existo».