Qué comemos realmente

La fase más importante de nuestra digestión tiene lugar en el intestino delgado, donde coinciden la superficie máxima y la trituración más minuciosa de los alimentos. Aquí se decide si toleramos la lactosa, qué alimentos son sanos o qué comida provoca alergias. Nuestras enzimas digestivas trabajan en esta última etapa como diminutas tijeras: cortan la comida hasta que tiene un mínimo denominador común igual al de las células de nuestro organismo. El truco de la naturaleza es que todos los seres vivos están compuestos por los mismos materiales básicos: moléculas de azúcar, aminoácidos y grasas. Todos nuestros alimentos provienen de seres vivos; según la definición biológica, esto incluye tanto a un manzano como a una vaca.

Las moléculas de azúcar se pueden unir en cadenas complejas; entonces ya no tienen un sabor dulce y pasan a ser los denominados hidratos de carbono, contenidos en alimentos como el pan, la pasta o el arroz. Al digerir una tostada de pan, tras la ardua tarea de trituración de las enzimas, obtenemos el siguiente producto final: la misma cantidad de moléculas de azúcar que hubiéramos ingerido en un par de cucharadas de azúcar blanco. La única diferencia radica en que el azúcar normal no requiere un gran procesamiento enzimático, sino que ya llega al intestino delgado tan fraccionado que puede ser absorbido directamente por la sangre. Demasiado azúcar puro de una vez endulza nuestra sangre por un breve período de tiempo.

El azúcar de una tostada de pan muy blanco es digerido con relativa rapidez por las enzimas. En el caso del pan integral, el proceso se desarrolla con mucha más lentitud. Está compuesto de cadenas de azúcar especialmente complejas, que se deben desintegrar pieza por pieza. Por este motivo, el pan integral no es una bomba de azúcar, sino un depósito de azúcar beneficioso. Por cierto: el cuerpo tiene que reaccionar con mucha más contundencia a un endulzamiento repentino para restaurar un equilibrio saludable. En este caso, libera grandes cantidades de hormonas, sobre todo insulina, lo que provoca que, una vez pasada la situación especial, nos volvamos a sentir cansados más rápidamente. Si el azúcar no se absorbe con demasiada rapidez, es una materia prima importante, ya que lo podemos utilizar como leña para caldear nuestras células o incluso para fabricar estructuras propias de azúcar, como el glucocálix en forma de cornamenta de ciervo de nuestras células intestinales.

A pesar de todo, a nuestro cuerpo le gusta lo dulce con azúcar, puesto que se ahorra trabajo, precisamente porque se puede absorber de manera más rápida, como las proteínas calientes. A esto hay que añadir que el azúcar se transforma en energía con suma rapidez. A su vez, este aporte de energía obtenido es premiado por el cerebro generando buenas sensaciones, aunque hay trampa: nunca en la historia de la humanidad habíamos tenido que enfrentarnos a tal oferta excesiva de azúcar. En los supermercados americanos aproximadamente el 80% de los productos transformados ya tienen azúcar añadido. Desde el punto de vista de la técnica evolutiva, nuestro cuerpo acaba de descubrir el escondite de los dulces y, desprevenido, los devora hasta la saciedad antes de derrumbarse en el sofá con shock hiperglucémico y dolor de estómago.

Aunque sepamos que comer demasiadas chucherías no es sano, no se les puede reprochar a nuestros instintos que se atiborren con entusiasmo. Si ingerimos demasiado azúcar, sencillamente lo almacenamos para tiempos difíciles. En realidad, es bastante práctico. Por un lado, lo resolvemos formando de nuevo largas cadenas de azúcar y almacenándolo como glucógeno en el hígado; por el otro, lo convertimos en grasa y lo acumulamos en el tejido adiposo. El azúcar es la única sustancia que con poco esfuerzo nuestro cuerpo utiliza para fabricar grasa.

Así pues, los depósitos de glucógeno se consumen tras un rato haciendo footing, justo en el momento en que pensamos: «Ahora sí que estoy agotado». Por este motivo, los fisiólogos nutricionales recomiendan practicar deporte como mínimo durante una hora si se quiere quemar grasa. El cuerpo recurre a las nobles reservas como muy pronto después de que flaquean las fuerzas por primera vez. Quizás nos moleste que no empiece directamente por los michelines de la tripa, pero nuestro cuerpo no entiende este enojo, ya que las células humanas veneran la grasa.

De todas las sustancias alimenticias, la grasa es la más eficiente y valiosa. Los átomos están dispuestos unos junto a otros de forma tan inteligente que la grasa, en comparación con los hidratos de carbono o las proteínas, puede concentrar el doble de energía por gramo. La utilizamos para revestir nuestros nervios, de modo parecido a la envoltura de plástico alrededor de los cables eléctricos. Gracias a este revestimiento podemos pensar con rapidez. Algunas hormonas importantes de nuestro organismo están hechas de grasa y, en última instancia, cada una de nuestras células está envuelta en una membrana lipídica. Algo tan especial se protege y no se despilfarra en el primer sprint. Si llegara la próxima hambruna, y en los últimos millones de años ha habido muchas, cada gramo de michelín es un seguro de vida.

La grasa también es algo muy especial para nuestro intestino delgado. No puede pasar simplemente del intestino a la sangre como las otras sustancias nutritivas. La grasa no es soluble en agua; obstruiría de inmediato los diminutos vasos sanguíneos de las vellosidades del intestino delgado y nadaría en las venas mayores como el aceite en el agua de hervir los espaguetis. Por este motivo, la absorción de la grasa funciona diferente: se realiza a través de nuestro sistema linfático. Los vasos linfáticos son a los vasos sanguíneos algo así como lo que Robin es para Batman. Cada vaso sanguíneo en el interior del cuerpo va acompañado de un vaso linfático, incluso las venas más pequeñitas del intestino delgado. Mientras que las venas son gruesas y rojas y bombean heroicamente sustancias nutritivas a nuestros tejidos, los vasos linfáticos son finos y de un color blanquecino transparente. Recogen el líquido bombeado del tejido y transportan células inmunitarias para encargarse de que todos los lugares estén abastecidos con lo necesario.

Los vasos linfáticos son tan delgados porque sus paredes no son musculosas como nuestras venas. A menudo, sencillamente se sirven de la fuerza de la gravedad. Por eso, al despertarnos por la mañana tenemos los ojos hinchados. Mientras estamos tumbados, poco puede hacer la fuerza de la gravedad; aunque los pequeños vasos linfáticos de la cara estén abiertos bondadosamente, hasta que no nos ponemos de pie, el líquido que se ha transportado hasta ella durante la noche no puede volver a fluir hacia abajo. (Por este motivo, después de dar un buen paseo, nuestras pantorrillas no se llenan de líquido, ya que los músculos de las piernas presionan los vasos linfáticos con cada paso que damos y de este modo el agua de los tejidos es empujada hacia arriba). En todas las partes del cuerpo, la linfa pertenece al grupo de entes débiles subestimados, menos en el intestino delgado, donde goza de un gran protagonismo. Todos los vasos linfáticos desembocan en un conducto muy ancho y pueden acumular toda la grasa digerida sin correr el riesgo de obturarse.

Fig.: A = Los vasos sanguíneos discurren a través del hígado y después se dirigen al corazón. B = Los vasos linfáticos van directamente al corazón.

Este conducto recibe el nombre de Ductus thoracicus, que casi suena poderoso. Podríamos presentarlo con las siguientes palabras: «¡Que viva el Ductus y nos enseñe por qué la grasa buena es tan importante y la grasa mala tan mala!». Poco después de una ingesta rica en grasas, en el Ductus hay tantas gotas diminutas de grasa que el líquido ya no es transparente, sino blanco como la leche. Por este motivo, el Ductus también recibe el nombre de vaso lácteo. Tanto los hombres como las mujeres tienen uno. Cuando la grasa se ha acumulado en el Ductus, dibuja un arco desde la tripa, a través del diafragma, directamente hacia el corazón. (Aquí se recoge todo el líquido recolectado de las piernas, los párpados y también del intestino). Así pues, tanto el aceite de oliva puro como la grasa barata para fritanga se vierten directamente en el corazón. Previamente no hay ningún rodeo a través del hígado, como ocurre con el resto de las sustancias que digerimos.

La desintoxicación de la grasa mala peligrosa no tiene lugar hasta que el corazón ha bombeado todo vigorosamente una vez y las gotitas de grasa aterrizan en algún momento casualmente en un vaso sanguíneo del hígado. El hígado admite bastante sangre, por lo que la probabilidad de que se produzca pronto un encuentro de este tipo es elevada, aunque antes, tanto el corazón como los vasos están indefensos a merced de lo que McDonald’s y compañía hayan podido adquirir a un precio barato.

Al igual que la grasa mala puede tener efectos nocivos, la grasa buena puede tener consecuencias maravillosas. Si nos gastamos un par de euros más en aceite de oliva auténtico prensado en frío (extra virgen), podremos untar el pan en un bálsamo beneficioso para el corazón y los vasos. Existen muchos estudios acerca del aceite de oliva que sugieren que puede proteger contra la arteriosclerosis, el estrés celular, el alzheimer y las enfermedades oculares (como la degeneración macular). Además, se observan efectos positivos en enfermedades inflamatorias, como la artritis reumática, y también en la prevención de determinados tipos de cáncer. Lo siguiente también resulta especialmente interesante para todos aquellos que temen la grasa: el aceite de oliva tiene el potencial de luchar contra los michelines no deseados. Concretamente, bloquea una enzima en el tejido adiposo, la ácido grasa sintasa, a la que le gusta fabricar grasa a partir de los hidratos de carbono sobrantes. No solo nosotros nos beneficiamos del aceite de oliva; también a las bacterias buenas del intestino les gusta tener una pequeña unidad de cuidados.

El aceite de oliva bueno solo cuesta un euro más, no tiene un sabor grasiento o rancio, sino verde y afrutado, y al ingerirlo a veces provoca una sensación rasposa debido a los taninos que contiene. Para quienes esta descripción les resulte un tanto abstracta, también puede consultar en la etiqueta de la botella los diferentes distintivos de calidad.

No obstante, verter alegremente el aceite de oliva en la sartén no es una idea tan buena, porque el calor estropea muchas cosas. Aunque los fogones calientes son excelentes para un buen bistec o para cocer un huevo, no lo son para los ácidos grasos oleicos, puesto que pueden sufrir una transformación química. Para freír lo mejor es utilizar el denominado aceite de cocina o grasas sólidas como la mantequilla o la grasa de coco. Aunque están repletas de ácidos grasos saturados mal vistos, también son más estables cuando se trata de enfrentarse al calor.

Los aceites puros no solo son sensibles al calor, sino que también les gusta atrapar radicales libres del aire. Los radicales libres ocasionan muchos daños en nuestro cuerpo, porque no les gusta estar libres, sino que prefieren ligarse de manera fija. Para ello se acoplan a todo lo imaginable, como vasos sanguíneos, piel de la cara o células nerviosas, provocando irritaciones en los vasos, envejecimiento de la piel y enfermedades nerviosas. Si quieren ligarse a nuestro aceite, perfecto, pero que lo hagan en nuestro cuerpo y no en la cocina. Por eso debe cerrarse bien la tapa tras el uso, y colocarse en el frigorífico.

La grasa animal en la carne, la leche o los huevos contiene mucho más ácido araquidónico que los aceites vegetales. A partir del ácido araquidónico nuestro cuerpo fabrica sustancias transmisoras que estimulan el dolor. Por el contrario, los aceites como el de colza, linaza o cáñamo contienen más ácido alfa-linolénico, que tiene acción antiinflamatoria, mientras que el aceite de oliva contiene una sustancia de efecto comparable, que se denomina oleocantal. Estas grasas tienen un efecto similar al ibuprofeno o a la aspirina, pero en dosis mucho más pequeñas. Por lo tanto, no ayudan en caso de dolor de cabeza intenso, pero su uso periódico sí pueden ayudar cuando padecemos una enfermedad inflamatoria o sufrimos frecuentes dolores de cabeza o molestias menstruales. En ocasiones, el dolor incluso se suaviza si procuramos ingerir más grasas vegetales que animales.

No obstante, el aceite de oliva no es un remedio universal para la piel y el cabello. Algunos estudios dermatológicos incluso han podido demostrar que el aceite de oliva puro irrita la piel y que el cabello normalmente se vuelve tan grasiento con el aceite de oliva que el lavado posterior contrarresta el efecto curativo.

En el cuerpo también podemos exagerar con la grasa. Demasiada grasa, no importa si es buena o mala, sobrepasa nuestras capacidades. Es como cuando nos ponemos demasiada crema en la cara. Los fisiólogos nutricionales recomiendan cubrir entre el 25 y como máximo el 30% de la demanda diaria de energía mediante grasa, lo que equivaldría de promedio a unos 55 a 66 gramos al día (las personas corpulentas y deportivas pueden ingerir un poco más), mientras que es preferible que esta cantidad sea inferior en personas pequeñas y sedentarias. Con un Big Mac habremos cubierto prácticamente la mitad de la necesidad diaria de grasa, aunque cabría preguntarse con qué tipo de grasa. Con un sándwich de pollo teriyaki de la cadena de comida rápida Subway solo obtenemos 2 gramos… cómo conseguir los 53 gramos necesarios restantes queda al libre albedrío de cada cual.

Tras los hidratos de carbono y la grasa, ahora solo nos falta abordar el tercer, y más desconocido, componente básico de nuestra alimentación: los aminoácidos. Es una imagen cómica, pero tanto el tofu neutro o con sabor a nueces como la carne especiada están compuestos de múltiples ácidos pequeños. Al igual que en el caso de los hidratos de carbono, estos pequeños componentes se alinean para formar cadenas. Por ello, tienen un sabor diferente y al final también reciben un nombre distinto, concretamente proteínas. En el intestino delgado las enzimas digestivas descomponen la estructura, y la pared intestinal se apropia de los preciados elementos individuales. Existen veinte tipos de aminoácidos y posibilidades infinitas de combinación para crear las proteínas más diversas. Nosotros los seres humanos construimos con ellas, entre otras muchas cosas, nuestro ADN, nuestra herencia genética, con cada nueva célula que fabricamos a diario. Esto también lo hacen todos los demás seres vivos, tanto plantas como animales. Por este motivo, todo lo que se puede comer en la naturaleza contiene proteínas.

No obstante, alimentarse sin carne y no presentar carencias nutricionales es más difícil de lo que muchos piensan: las plantas fabrican proteínas distintas a las de los animales, y muchas veces aprovechan tan poco de un aminoácido que sus proteínas se denominan incompletas. Si entonces a partir de sus aminoácidos queremos construir proteínas propias, la cadena solo alcanza hasta que se agota el último aminoácido. Entonces, las proteínas incompletas se destruyen de nuevo y eliminamos por la orina los pequeños ácidos o los reciclamos de algún otro modo. Las judías carecen del aminoácido metionina, mientras que el arroz y el trigo (y, por lo tanto, el seitán) carecen de lisina, y ¡al maíz incluso le faltan dos: la lisina y el triptófano! Sin embargo, esto no constituye el triunfo definitivo de los amantes de la carne frente a los que no comen carne: lo único que pasa es que los vegetarianos y los veganos deben combinar los alimentos de forma más inteligente.

Aunque las judías no tengan metionina, sí que contienen muchísima lisina. Por lo tanto, una tortilla de trigo con pasta de judías y un sabroso relleno proporciona todos los aminoácidos necesarios para la producción propia de proteínas. Quienes coman huevos y queso, también pueden compensar la proteína incompleta con estos alimentos. Desde hace siglos en muchos países las personas ingieren de forma totalmente intuitiva comidas cuyos componentes se complementan: arroz con judías, pasta con queso, pan árabe con humus o tostadas con mantequilla de cacahuete. En teoría, ni tan siquiera es necesario combinar los alimentos en una misma comida; basta con que se combinen a lo largo del día (este tipo de combinaciones son incluso una inspiración muy útil cuando no sabemos qué cocinar). También existen plantas que contienen todos los aminoácidos importantes en cantidades suficientes: la soja y la quinua, o también el amaranto, las algas espirulina, el alforfón y las semillas de chía. Con razón el tofu se ha ganado su reputación como sustituto de la carne, pero hay una limitación y es que cada vez más personas presentan reacciones alérgicas al mismo.