«Como en un espejo con zarpas»

Si se trata de una ironía de la Historia, no tiene gracia: tras haber decretado solemnemente la separación de Iglesia y Estado en 1905, los franceses comen ahora, en su mayoría, o casi, carne certificada como confesional que procede de animales a los que matan en vivo unos matarifes que han prestado un juramento y se atienen a un rito muy particular.

Más aún: todos los kilos de carne que se consiguen por ese procedimiento pagan una tasa islámica. Entre diez y quince céntimos, lo que equivale a varias decenas de millones de euros de ingresos anuales para las autoridades religiosas. Como al menos la mitad de la carne es halal, todos los carnívoros cotizan, por lo tanto, para el islam en un filete de cada dos.

Ese es el precio que se paga por la carne de unos animales cuya calidad han desnaturalizado, de propina, las condiciones deplorables en que los han sacrificado. Es una triple condena.

Solo estoy exponiendo unas verdades innegables y que no insultan a nadie. No las escribo para denunciar a ciertas religiones, sino ciertas prácticas oscurantistas que hemos permitido que se desarrollaran en un ambiente de cobardía, de laxismo, de abdicación moral y de corrección política. Y así es como en nuestros mataderos se ha establecido un hecho consumado cuya erradicación será larga y difícil. Todos somos culpables. El hombre moderno no tolera que unas heces pringadas de sangre le ensucien el calzado lustroso. Tener algo que ver con la muerte… de eso nada; hay que apartarla del campo visual. Por eso se envía con tanta frecuencia a los viejos, antes de que se vayan al otro barrio, al hospital o a instituciones que se dedican a eso. En cuanto al sacrificio de los animales, no tiene ya carta de ciudadanía ni en las metrópolis, ni en los medios de comunicación de masas, ni en los discursos de nuestra clase política, siempre dispuesta, por lo demás y con razón, a cantar las alabanzas del sector agroalimentario francés. Ya estoy oyendo cómo borbollan los avestruces: «El halal no es prioritario; vamos a ver, existen cosas más importantes que hay que solucionar antes».

Faltaría más. Comentemos, de paso, que ese es el argumento al que han recurrido siempre, para no hacer nada ante las peores infamias, las mentes comodonas y los brazos caídos. Debería tomármelo con más calma. Noto que varios lectores me están dejando plantado mientras otros se impacientan. Lo siento, pero acabo de empezar. Me da igual echar un jarro de agua fría; ya ha llegado la hora de quebrar la capa de sangre y plomo que gravita sobre el tema del sacrificio en los mataderos.

Pocos son los libros que, en el pasado, se atrevieron a sacar a relucir ese tema, tabú donde los haya. Resulta insoportable La jungla, la novela de Upton Sinclair[18] publicada en 1905, que describe por dentro los mataderos de Chicago. Insoportable, Le Sang des bêtes, de Georges Franju, una película estrenada en 1949, que muestra la realidad de los mataderos parisinos de entonces, Vaugirard y La Villette. En cuanto a los conmovedores relatos de Pierre Gascar, reunidos con el título de Les Bêtes y publicados en 1953, son prácticamente desconocidos en el batallón de la literatura. Y eso que nunca nadie había hablado tan bien, sin patetismo ocioso, con lo que podría llamarse un cariño aturdido, del sacrificio de un ternero, un buey o un cordero. Otros tantos animales en los que «encontramos, entre el asombro de la fraternidad, nuestro propio rostro atormentado, como en un espejo con zarpas».

Lo que sucedía en los mataderos en el siglo XX no puede decirse que fuera bonito. Pero en el siglo XXI, con esa locura del halal, es todavía peor. Nuestra sociedad, tan dispuesta siempre a indignarse, prefiere sin embargo cerrar los ojos.

No le apetece ahondar. En esa zona en que se avergüenza de sí misma, la aterra lo que se teme que va a descubrir en los mataderos en esta época de halal generalizado. Deja pues, de buen grado, que la engañe la industria cárnica, que manda a «veterinarios» o a «periodistas» que escriban, en plan ordeno y mando, que el sacrificio ritual les resulta a los animales prácticamente indoloro. Que mueren en el acto. Que así mejora la carne. Que todo el mundo quiere repetir.

La medalla de oro en esta cuestión se la lleva Yves-Marie Le Bourdonnec, el carnicero de los pijos hippies, cuando asegura que la forma en que se sacrifique al animal no le cambia el sabor a la carne y no tiene ni tan siquiera «incidencia alguna en la calidad». «Sin embargo —añade acto seguido en un arrebato de honradez—, lo fundamental es que el animal no esté estresado». Ahora bien, hoy en día, con las «cadencias infernales», «de mil a dos mil sacrificios diarios en las estructuras grandes», ya no da tiempo, como antes, a «aturdir siguiendo las prácticas recomendadas»[19]. Así que, adelante con el halal…

Si hemos entendido bien a este carnicero tan a la última, la industria de la carne no da más de sí. Como no le da tiempo a matar bien, lo hace, si me permiten la expresión, a matacaballo. Y por eso el halal no es malo: permite acelerar la cadencia y nada más. Menos cursiladas, vamos a lo más rápido, degollemos sin demora. ¡A la mierda la ética y la sensiblería! ¿Qué más da el procedimiento para sacrificar, qué más da la dignidad del hombre, qué más da también el estrés o el sufrimiento de los animales con tal de que podamos hacer parrilladas? Venga, que es para hoy.

El señor Le Bourdonnec nos vuelve a brindar el discurso leninista sobre el fin que justifica los medios. Cierto es que la industria cárnica francesa goza de una consideración especial: es la quinta a nivel mundial y siempre está dispuesta a recordarnos, para que se le perdonen los malos hábitos o las infracciones, su contribución nada despreciable a nuestro PIB.

Está tan bien organizada que no hay otra que líe mejor a la gente. Tiene ramificaciones por doquier, hasta en los ambientes universitarios en que científicos muy reputados, como Jean-Marie Bourre, gran nutricionista y miembro de la Academia de Medicina, nos instan a comer, por el bien de nuestro cerebro, despojos, embutidos o carne roja, antes de decir, muy serios, a modo de conclusión, que no debemos volvernos herbívoros si no queremos poner en peligro el desarrollo y la armonía del cerebro[20].

Los medios de comunicación se apuntan, encantados. En agosto de 2006, Le Monde 2, por ejemplo, abrió sus columnas, con una extensión de nueve páginas, a Jean-Marie Bourre para que tirase de la alarma en lo referido a la peligrosa carencia de hierro que amenaza a la especie humana. Es algo muy urgente, por lo visto: poco falta para que la supervivencia de la especie humana esté en peligro. Por eso nos recomienda que nos pongamos ciegos —lo siento, no he podido remediarlo— de carne roja al menos tres veces por semana y, sobre todo, de embutidos, muchos embutidos, un «alimento esencial». Gracias sean dadas al colesterol y a las grasas animales saturadas. ¡Era lo mínimo que se podía esperar del presidente del Centro de Información del Embutido!