Halal a toda máquina

Hace unos años, cuando estaba empezando a investigar acerca del mundo de la carne para un libro que, a la hora de la verdad, no llegué a escribir, fui a ver un matadero grande. No voy a decir cuál y el lector no tardará en entender por qué.

A pie firme y con las botas puestas, en la flor de la vida, de apretón de mano rústico y campechano, el dueño parecía desbordado:

—Estamos en pleno halal ahora mismo y vamos muy retrasados. Preferiría que volviera más adelante.

—Me crié en el campo, ¿sabe? Puedo ver de todo.

—No, no quiero. Tenemos un oficio bastante difícil ya de por sí, pero con lo que está pasando ahora, estamos rizando el rizo.

Insistí. Me dejó asistir al sacrificio ritual de un buey, una abominación. Yo iba temblando como una hoja cuando me acompañó a la salida con una expresión avergonzada que significaba: «Lo siento, ya se lo había advertido».

Quedamos por la tarde para los sacrificios «normales». Cuando una hora después, tras haber tomado la decisión de no torturarme más, le llamé para anular la cita, me soltó:

—Lo comprendo.

En la actualidad, lo he comprobado, ese hombre de bien sigue al frente de su matadero. Lo compadezco. Y me avergüenzo de mí mismo: de carácter tirando a fanfarrón, e incluso temerario, abandoné enseguida la encuesta. Me faltó valor: no estaba a la altura.

El matadero es un lugar aterrador donde todo puede suceder, sobre todo lo peor, y muy particularmente cuando produce carne halal. Los recuerdos que me han quedado de mis pocas visitas me han quitado para siempre las ganas de comer carne. El recién nacido que, revuelto con los intestinos, cae del vientre de la vaca preñada. El cordero a medio degollar que escapa y al que persigue el matarife. El ternero que llora a moco tendido ante el sacrificador, y eso cuando no intenta mamarle los dedos.

Son escenas que se me vienen a la cabeza cada vez que veo carne en un plato. Y no digo nada de las salidas de los camiones de ganado, con oleadas de terneros que, tras haber pasado su corta vida en un cajoncito, no saben andar. O de las ovejas a las que arrollan sus congéneres durante el traslado y que se quedan tiradas en el suelo, incapaces de incorporarse. En la industria de la muerte, las cadencias son infernales, es la palabra exacta, y hay pocos profesionales a quienes preocupe respetar las leyes vigentes.

Cumplir de forma demasiado estricta unas directrices entorpecería el ritmo de la cadena que, por lo demás, se para con bastante frecuencia. Un fallo al sacrificar un animal, una incidencia mecánica o una pausa del matarife para afilar el cuchillo es tiempo que se pierde y, por lo tanto, dinero que se pierde. Nada de andar pisando huevos. Si no se hace así, disminuyen los márgenes. Contraviniendo los reglamentos vigentes, hay animales a los que a veces cuelgan vivos de los raíles para sangrarlos mientras que otros entran en el proceso de preparación, es decir, despellejarlos y vaciarlos, cuando aún no han muerto. Por no mencionar a los cerdos que, mal atronados y casi sin sangrarlos, llegan al agua a 60 °C del tanque de escaldar.

En cuanto al decreto de 1964, que prevé que los animales descansen doce horas por lo menos en la boyera para reponerse del transporte, no se cumple nunca, como quien dice. Si llegan al matadero demasiado tarde para el «tratamiento», los meten en corrales de espera sin agua ni forraje ni cama de paja para sacrificarlos al día siguiente o incluso al otro. Y no hablemos ya de eso de que los poderes públicos instan a no abusar de las aguijadas eléctricas para meter prisa a los animales, sobre todo para que vayan a eso que llaman la «trampa»: se las pegan al culo y eso les da alas.

La práctica del sacrificio ritual, cada vez más extendida, ha desorganizado más aún el sistema. Ya sea kosher, en el rito judío, o halal, en el rito musulmán, dicho sistema consiste en sangrar al animal en vivo sin aturdirlo antes, lo que supone sufrimientos añadidos que, por supuesto y en contra de toda evidencia, niegan las autoridades religiosas.

¿Cómo hemos llegado a esto? Antes que nada, no nos equivoquemos de culpable: es a nuestra sociedad hipócrita a la que hay que acusar. No a nuestra clase política, que suele cargar con todas las culpas, pero no tiene nada que ver con esto. Tanto más cuanto que en estos últimos años la agricultura francesa ha tenido la suerte de contar con ministros de envergadura, iba a decir de primera calidad, que hicieron lo que pudieron, intentando evitar las polémicas perjudiciales para el sector, lo cual es totalmente lógico: Bruno Le Maire, a la derecha, o Stéphane Le Foll, a la izquierda, son personalidades notables.

Tengo ante los ojos un informe que lleva el sello de «confidencial»[17], que encargó en 2011 Bruno Le Maire, ministro a la sazón, al Consejo General de Alimentación, Agricultura y Espacios Rurales. Un texto en el que cada una de las palabras está bien sopesada y cuya autoría corresponde a la elite veterinaria de Francia. Podemos leer en él:

Siendo así que la demanda de carne halal o kosher debería equivaler a alrededor del 10% de los sacrificios totales, se calcula que el volumen de los sacrificios rituales abarca el 40% de los sacrificios totales en el ganado bovino y casi el 60% en el ovino. Lo que no debería ser sino una derogación se ha generalizado.

Se trata de las cantidades de un informe «confidencial» que publica la mayor autoridad en la materia. Cantidades aleatorias, porque se basan, en lo esencial, en sistemas declarativos. Desde la publicación del informe, no cabe duda de que han ido a más. El kosher sigue siendo marginal, pero el halal va a toda máquina y nada lo va a detener.

En sus discursos oficiales, los poderes públicos y los profesionales de la carne minimizan, por supuesto, la gravedad de la situación con estadísticas trucadas o truncadas que se huelgan en repetir nuestros queridos medios de comunicación de masas: no hay que alarmar a la gente o «estigmatizar» a las minorías, por más integristas que sean.

Así que, aunque no se haya convertido ni al islam ni al judaísmo, Francia come con regularidad carne halal o kosher. Sé que me van a llamar de todo, pero que ese escándalo siga adelante y se vaya agravando con desprecio de las leyes es, desde luego, el síntoma de que nuestro honor y nuestra dignidad se han disuelto en la dejadez general igual que en cal viva.

De cada tres animales sacrificados de forma ritual, dos canales las consumen personas que no son ni musulmanas ni judías, ateniéndose a ese antiguo principio que se les suele aplicar a los niños: «A comer y a callar». No querría agravar mi situación perturbando más aún los placeres carnívoros de los aficionados, pero tienen que saber que, al cortar el esófago, contrariamente a lo que se hace en los sacrificios normales, los matarifes creyentes incurren en un riesgo sanitario, sobre todo cuando se trata de corderos, cuyo contenido estomacal tiene tendencia al reflujo y contamina el corte con bacterias.

La halalización galopante de los mataderos franceses tiene, de entrada, una causa objetiva: hay más musulmanes en nuestra sociedad y estos no quieren los trozos para asar, de la misma forma que los judíos siempre se han abstenido de comer la grupa a menos que se le quite el nervio ciático, operación cara y complicada. Las partes de la canal que no les interesan a ambas comunidades vuelven, pues, al circuito y aquí no ha pasado nada.

A continuación, hay que culpar a la complicidad y la pasividad de gran parte de la opinión pública que se resume en la siguiente frase, que siempre se pronuncia con una mueca de asco: «¿Por qué no hablamos de otra cosa?». Comemos lo que nos merecemos.

Y, para terminar, la codicia hace el resto, con su lógica financiera y su carrera desenfrenada tras la productividad: el halal es más sencillo y, por consiguiente, más rentable para la industria cárnica, que no tiene así que complicarse la vida con dos cadenas de sacrificio paralelas, una ritual y otra convencional. A partir de ahora, la norma es: halal para todos. Se sangra a los animales directamente, saltándose la etapa de aturdimiento. Un puesto de trabajo menos, es decir, más beneficios.

Esta simplificación de la cadena del sacrificio tropieza no obstante con varias dificultades, entre las que cabe destacar el sufrimiento animal, mucho mayor con esos rituales. No les pasó inadvertida a los redactores del informe «confidencial» destinado a Bruno Le Maire, que recomiendan, con muchos rodeos, que «se mantenga la excepción a la obligación de aturdimiento previo al sacrificio en las prácticas rituales, a tenor de las orientaciones del legislador, siempre y cuando los elementos científicos disponibles no evidencien que ese proceso causa un sufrimiento evitable durante el sacrificio como está previsto en el artículo L214-3 de la ley agraria». Siempre y cuando… Parafraseando a Molière: «Pero ¡con qué finura está todo esto dicho!».

Si es precisa una derogación es, efectivamente, porque el sacrificio ritual está en contradicción con las leyes agrarias: «Deben adoptarse todas las precauciones necesarias para ahorrar a los animales cualquier irritación, dolor o sufrimiento evitables durante las operaciones de descarga, alojamiento, inmovilización y sacrificio».

Como no podía ser menos, a este respecto, la mayoría de los medios de comunicación, en vez de investigar, se han lanzado a la demagogia de la desinformación biempensante: «Sangrando a los animales sin aturdimiento no sufren porque se quedan inconscientes enseguida». Hay quien añade que prueba de ello es que no gritan. Efectivamente, cuando te han cortado las cuerdas vocales resulta difícil gritar.

Estos graciosillos dicen que la agonía de los animales no dura nunca más de unos diez segundos. En los mataderos, el personal asegura que el estado de conciencia de los bovinos sangrados puede, en algunos casos, durar alrededor de quince minutos, y a veces más.

De esta forma, la agonía del toro puede ser más larga en el matadero que en la plaza, en una corrida, donde el suplicio no durará más de un cuarto de hora, esa es la norma. No soy un aficionado, pero ruego a los cruzados contra las corridas que dejen urgentemente de comer carne roja antes de meterse con los toreros. ¡Un poco de coherencia, por favor! Me recuerdan a esos veraneantes que se quejan de que las medusas invadan en agosto las playas mediterráneas mientras se zampan buenas rodajas de atún rojo, uno de sus pocos predadores.

Me gustaría que los adversarios de las corridas luchasen contra el sacrificio ritual con el mismo entusiasmo. Si les tienen cariño a los bovinos, sería algo lógico por su parte. En cuanto a los que militan contra la caza, que me perdonen, pero hay que reconocer que la suerte que corren las presas a las que atraviesa una bala en plena naturaleza es muchísimo más envidiable que la que corre un animal al que degüellan en vivo tras una larga espera, entre alaridos.

¿Cómo puede tolerarse algo así? ¿En qué nos hemos convertido para cometer tales desmanes con los animales de carne? ¿Qué nos ha sucedido para que regresemos, en nombre de unas supersticiones religiosas, a un estado de bestialidad que recuerda las primeras edades de la humanidad? ¿Por qué esta regresión? ¿Podemos aún mirarnos al espejo?

Nunca dejará de asombrarme la cantidad de sonrisas de suficiencia, teñida de desprecio, que causa este tipo de disertación. Paso por alto las burlas. Y no pretendo meterme con la libertad alimenticia de nadie; reivindico, sencillamente, que se respete a los animales de carne desde que nacen hasta que los matan. Pero nuestra sociedad se niega a ver la realidad, e incluso se lava las manos. Tales son las consecuencias de un cinismo o de una cobardía que no tienen nombre.