El palmarés de la inteligencia

Fue Perdican quien me abrió los ojos al mundo animal. Mi mejor amigo difunto me lo había enseñado todo. La amistad, la confianza, la empatía y la inteligencia de los animales. Era como un hermano. Con la salvedad de que se suponía que un día me lo iba a comer.

Con el caso Perdican pude calibrar esa arbitrariedad que la especie humana ha implantado y con la que se otorga derecho de vida o muerte sobre las demás especies del planeta y decide, según su estado de ánimo, que este o aquel animal se come o no se come.

Si Perdican hubiera sido un perro, no habría aparecido nunca en canal en unas fuentes de Pyrex en los estantes de la nevera familiar. Le habría hecho la eutanasia un veterinario antes de acabar en una tumba al fondo del jardín.

Eso en el supuesto de que fuera un perro occidental. En nuestro hemisferio, a este animal, lo mismo que al gato, lo protegemos e incluso lo mimamos. Las crueldades contra esas dos especies se castigan cada vez con mayor severidad: cuatro meses de cárcel para esa inglesa un tanto trastornada que metió al gato en el microondas cuando este se comió la carpa dorada; un año de cárcel para «Farid la Morlette», ese marsellés con tan pocas luces que publicó vídeos en los que tiraba a Oscar, su gatito blanco, tan lejos y tan alto como podía. Lo que es verdad aquende el mar de la China deja de serlo allende. En Asia, los perros y los gatos padecen las mismas violencias que los herbívoros entre nosotros. Si Perdican hubiera sido un perro en la otra punta del mundo, podría haber acabado en una cazuela, con repollo, puerros y guindilla, después de que lo hubieran escaldado vivo. Señalamos a China sistemáticamente con el dedo por su cinofagia, es decir, el consumo de carne de perro, y lo mismo sucede con Corea, Vietnam, Laos, varios países africanos y, no hace tanto, Suiza.

Pero ¿por qué no recordar que en Francia había aún carnicerías de carne de perro a principios del siglo XX? ¿O que en Alemania la última cerró en 1940? Las mentalidades cambian, los tabúes también. En el caso de los animales, la humanidad se enfrenta continuamente con sus contradicciones. No es capaz de establecer una línea clara en todos los continentes.

El hombre occidental, un animal que no se atreve a asumir ese nombre, se ha afincado en la cima de la pirámide de los seres vivos junto con el perro y el gato, so pretexto de que es, al igual que ellos, carnívoro, siendo así que tiene el aparato digestivo de un frugívoro, como los monos y los loros, aunque acabó por volverse omnívoro como los cerdos y las ratas.

De la boca al ano, el aparato digestivo de los animales humanos es, igual que en los frugívoros, de mucha mayor longitud que la estatura (alrededor de diez veces), muy por delante de los carnívoros (tres veces) o los omnívoros (cinco veces). De Georges Cuvier a Charles Darwin, pasando por los naturalistas contemporáneos, todo el mundo coincide en esto: basándose en los caninos despuntados, los molares planos o las enzimas digestivas de la saliva, nuestra alimentación debería ser únicamente vegetal. Hace ya mucho que esto no es así.

¿Por qué, si somos frugívoros, comemos herbívoros aquí y carnívoros allá? Si es el lugar que ocupan en la escala de la evolución lo que determina el derecho que tenemos para comernos o no comernos a los animales, nos tendremos que enfrentar con un rompecabezas espantoso. En El libro de las listas[1], hubo un año en que Edward O. Wilson, gran biólogo y entomólogo norteamericano, conocido especialista en evolución y conducta animal, creó un palmarés de la inteligencia de los animales.

Wilson midió su inteligencia con el rasero de la rapidez y la capacidad de aprendizaje, sacando provecho de todas las investigaciones de las que podía disponer. Recurrió también a un índice de «encefalización» que establece una relación entre el tamaño del cerebro y el del cuerpo. En su condición de científico precavido, avisó, no obstante, a sus lectores de lo aleatorio del sistema, cuyo resultado fue la siguiente clasificación:

  1. El chimpancé (se contemplan dos especies).
  2. El gorila.
  3. El orangután.
  4. El babuino (siete especies, entre ellas los driles y los mandriles).
  5. El gibón (siete especies).
  6. El mono (muchas especies, sobre todo los macacos, los macacos crestados o los monos rojos).
  7. La ballena dentada (varias especies, entre ellas la ballena asesina).
  8. El delfín (muchas de las ochenta especies conocidas).
  9. El elefante (dos especies).
  10. El cerdo.

No merece la pena esforzarse en demostrar la inteligencia de los monos, las ballenas, los delfines o los elefantes. Nadie la pone ya en duda, es un caso zanjado, pero no era eso lo que sucedía en el siglo XX.

Aunque hay pueblos que aún comen varios de esos animales, cuentan con la reprobación general de este planeta. Son hábitos alimenticios que está claro que tendrán que desaparecer antes o después.

Queda el caso del cerdo, el último de esa lista de los diez más inteligentes. ¿Por qué padece maltratos tan tremendos en esos criaderos cuyas condiciones no pueden sino causar ira y asco pero que, sin embargo, no les cortan el apetito a los aficionados a esa carne?

Su inteligencia no lo protege. Aunque el cerdo es uno de los animales más avispados del planeta, se trata de un secreto bien guardado. Es por lo demás, algo imposible de comprobar: ese animal se ha vuelto invisible. Se pasa la vida de incógnito tras unas paredes de hormigón. Un amasijo de carnes flácidas en un box donde lo engordan y, luego, lo matan.

Cierto es que aún queda, acá y acullá, en unas cuantas casas de labor, en puntos remotos de nuestras campiñas, algún cerdo con categoría de animal doméstico al igual que el perro. Lo mismo que este, comparte las sobras, y es un miembro de la familia. Salvo por el pequeño detalle de que su destino es convertirse, un día, en morcillas, codillos y rillettes.

¿Por qué, salvo en algunas casas de labor aisladas, esconden a ese cerdo que nos parece inconcebible ver? Sin duda alguna porque nuestra relación con él es tremendamente insana. Del orden de la antropofagia. Es como un doble a quien al final te comes.

El escritor Julien Green me hizo un día fijarme en que, curiosamente, el cerdo tiene el mismo color de piel que quienes, tras alimentarlo, se lo van a comer. Rosa en Occidente, negro en África…

Próximo al hombre, con un 95% de ADN en común, el cerdo es un animal sociable y creativo que no se deja influir por nadie. Es también muy emotivo y un estrés elevado puede causarle un paro cardíaco. Tiene además una carne parecida a la nuestra: ya se les hacen injertos a nuestros enfermos con sus válvulas cardíacas y estamos pensando incluso en utilizarlo algún día como donante de órganos. Por no mencionar a quienes están pensando en usar a la hembra del cerdo como portadora de embriones humanos.

¿Qué nos mueve a comernos a ese que, a lo largo de la historia de nuestra especie, fue, junto con el perro, nuestro mejor amigo? La cultura. Si en todo Occidente comemos chuletas de cerdo, y no de perro, la razón hay que buscarla en la mitología. En nuestro Viejo Mundo, desde la Antigüedad hasta el siglo XXI, pasando por la Edad Media, el cerdo tuvo siempre un papel principal en las ceremonias rituales, estrictamente religiosas primero y, más adelante, paganas, como la matanza (el sacrificio) o las Fiestas de la Morcilla (el ágape).

Entre los celtas, a quienes les chiflaba la carne del cerdo, era cosa establecida que ese animal andaba entre dos mundos, este y el más allá. Entre los germanos o los ítalos era la encarnación de la fecundidad, lo que le valía, en la antigua Roma, estar muchas veces presente en el ara del sacrificio junto con el buey y el cordero.

En la Antigüedad se apreciaba menos la carne de perro porque a ese animal no se lo inmolaba tanto en honor de los dioses antiguos. Y eso fue lo que le permitió no hallarse, veinte siglos después, en el mostrador de los carniceros o en las grandes superficies.

De carne muy apreciada, el cerdo lleva desde siempre condenado al cuchillo: en lo que a él se refiere, los sacrificios han seguido, pero en los mataderos y no ya en los templos. No cabe duda, sin embargo, de que el cerdo es más listo que el perro. Pero no es la inteligencia el criterio que permite saber si un animal es o no es artículo de carnicería. En caso contrario, la charcutería no sería un buen negocio.

Unos investigadores de la Universidad de Cambridge han revelado que el cerdo es uno de los pocos animales, sobre todo junto con los grandes simios, el delfín y el elefante, que cuentan con una conciencia de su propia existencia: reconoce su imagen en un espejo. Otro estudio de la Universidad de Pensilvania ha mostrado que, con una palanca en el hocico, se familiariza mucho antes con un videojuego que un perro o un chimpancé.

En otro experimento, tras darle los investigadores un joystick que permitía mover un punto en una pantalla, el cerdo tenía que llegar a un lugar de referencia determinado para conseguir un premio. El animal entendió enseguida el sistema, mucho antes que el perro también en este caso.

Contrariamente a la leyenda, el cerdo ni tan siquiera es sucio por naturaleza. Si le gusta revolcarse en los cenagales es, igual que su hermano el jabalí, para librarse de los parásitos que se le instalan en el pellejo. Pero en su porqueriza tiende a separar cuanto puede el lugar en que defeca de aquel en que come. Somos nosotros, cuando le limitamos el espacio vital, quienes lo obligamos a dormir entre sus cacas.

Incluso aunque no haya que fiarse de esa clase de comparaciones, que no son necesariamente ciertas, los científicos dicen muchas veces que el cerdo tiene una inteligencia equivalente a la de un niño de tres años. ¿Deberíamos comernos a los niños de tres años?

Esa pregunta es el meollo de nuestras relaciones con los animales. A los dieciocho años, era yo un vegetariano de geometría variable que no le hacía ascos a una pierna de cordero, pero se negaba a comer cabra o cerdo so pretexto de que eran los animales más inteligentes de la granja. Mi familia se reía mucho y con sorna al deliberar sobre el asunto: «¿Cómo tomar la decisión de comerse o no este o aquel animal basándose en su cociente intelectual?».

Han pasado unas cuantas décadas, pero yo sigo en la misma línea: por ejemplo, no como nunca atún, que es un animal complejo cuya carne se parece a la nuestra, pero no me resisto a unas sardinas que, por lo que yo sé, no son muy listas que digamos. A fin de cuentas, no somos todos iguales en esta tierra, o, en caso de que lo seamos, unos son más iguales que otros: la vida de una cucaracha no tiene el mismo valor que la de una araña, que no tiene el mismo valor que la de un ratón, que no tiene el mismo valor que la de un loro, que no tiene el mismo valor que la de un delfín, que no tiene el mismo valor que la de un hombre, aunque me pregunto si no habría que poner a la araña por delante del ratón.