La cola del hombre
Hybris es una palabra griega que significa desmesura o excesiva ambición. He aquí una de las principales diferencias entre los animales, que carecen de ella prácticamente en su totalidad, y los humanos, que con frecuencia consienten en que guíe sus pasos con las consecuencias que ya sabemos.
Es seguramente por esa hybris por la que toleramos tan mal que nos comparen con ellos. Sin duda, el odio que despertó Charles Darwin tuvo algo que ver con este párrafo tan divertido de El origen del hombre en que escribe, refiriéndose al coxis: «Ahora bien: aunque no visible en lo exterior, existe realmente en el hombre y en los monos antropomorfos la cola, y tanto en aquel como en estos se halla construida según el mismo modelo»[8].
Si observamos a los macacos de cola corta, esta se vuelve callosa a fuerza de rozarla cuando se sientan. Charles Darwin saca la conclusión de que esas fricciones han acabado por atrofiarla hasta que, al final, desapareció en el hombre y en los monos antropomorfos, en conexión «con la postura vertical o semivertical».
Que la especie humana tuvo cola hace unos cuantos millones de años, igual que las vacas, las ratas, los cerdos o los perros, es algo que por ahora no va a estudiarse en las escuelas, por muy liberal y moderna que sea la enseñanza que impartan. Al enfrentarnos así con nuestra realidad, el darwinismo sigue resultando molesto, e incluso revulsorio.
Como castigo por su grotesca vanidad, propongo que se pida a todos los representantes, tan ufanos ellos, de nuestras instituciones, pavos reales con la pechuga cubierta de condecoraciones y de sonajeros tintineantes, que lean en alta voz, ante un nutrido público, este párrafo de El origen de las especies. A continuación, se los exhortará a decir todas las noches, antes de irse a la cama, la última frase del libro: «Con todas sus capacidades sublimes, el hombre sigue llevando en su construcción corporal la huella indeleble de su bajo origen».
Durante mucho tiempo, una de las principales actividades de los filósofos consistió en rebajar al animal para enaltecer al hombre. Siglo tras siglo, con obsesión pueril, no han dejado, salvo contadas excepciones, de darle vueltas a «lo que le falta». La palabra, el razonamiento, el logos, la risa, el duelo, la entrega, la cultura o el respeto. Definieron al animal por lo que, según ellos, no era.
De ahí esas divagaciones, acerca de la cuestión animal, de los mejores filósofos, como por ejemplo Spinoza, que había leído demasiado a Descartes y, sobre todo, Kant, que padecía fobia a la animalidad, incluida la que hay en nosotros. Sin olvidarnos de Heidegger. Es como para preguntarse si alguno de ellos fue alguna vez a una granja o a un zoológico, o si tan siquiera tuvo cerca un animal.
Crearon de esta forma algo así como una antología de «animaladas» filosóficas. Al igual que Aristóteles, Bergson afirma que la risa es solo propia del hombre. Rousseau está seguro de que, al contrario que nosotros, el animal no tiene conciencia de su muerte. Siguiendo el ejemplo de Descartes, y en contra de la evidencia, que es —me permito decirlo— escandalosa, Malebranche le niega incluso el derecho al dolor. ¡Qué guasones!
¿Qué habrá ocurrido para que la filosofía no supiera entrar en el tema de la realidad animal? Lo más probable es que se haya conformado en exceso, como en tantos otros temas, con repetirse a lo largo del tiempo. Sin detenerse a observar a los animales de cerca, que fue lo que acabó por hacer Darwin en su lugar.
Seguramente la ideología «humanista» de la filosofía le enturbió, además, el razonamiento. Darwin no impidió que Heidegger, siglos después que Descartes, redujera al animal y sus impulsos al acaparamiento.
Al tiempo que niega que esté constituyendo una jerarquía, Heidegger establece lo que él llama tres «tesis». Primera: «la piedra es sin mundo». A continuación, el animal es «pobre en mundo». Finalmente, el hombre «configura el mundo» del que es, a un tiempo, señor y sirviente.
Desde el punto de vista de Heidegger, el animal no está acabado. No ve nada «como tal», ni la piedra, ni el jardín, ni el sol. Vive, pero no existe. Por lo tanto, hablando con propiedad, no muere, deja de vivir nada más. Quien haya visto a una vaca abstraerse ante su cría muerta o a un ternero llorar ante el cuchillo del carnicero seguro que no puede estar de acuerdo con un filósofo de cámara que viste calzones de cuero.
Derrida, uno de los mejores abogados de la causa animal, parece trazar un surco paralelo cuando escribe: «Es creencia común […] que lo propio de los animales y lo que los distingue del hombre en última instancia es que están desnudos sin saberlo […]. En tal caso, desnudos sin saberlo, los animales no estarían en realidad desnudos.
»El animal —añade Derrida— no está desnudo por el hecho de estar desnudo. No tiene conciencia de su desnudez. No existe la desnudez “en la naturaleza”. Porque está desnudo sin existir en la desnudez, el animal ni se ve ni se siente desnudo. Y, por lo tanto, no está desnudo. Al menos eso es lo que suele creerse»[9].
Esta supuesta falta de conciencia de los animales, una de las trivialidades de la filosofía occidental, nos viene estupendamente. Nos ha permitido dominar la creación desde lo alto durante siglos, cavando un foso infranqueable entre ellos y nosotros. Y así es como hemos llegado, en nombre de un antiantropomorfismo, a negar todos los sentimientos de los animales, porque los acercarían a nosotros y, de ese modo, podrían llevarnos a que nos hiciésemos preguntas sobre nuestras propias personas. El sentido del humor. La capacidad de compartir. La solidaridad. La entrega de uno mismo. Los rasgos propios del hombre que al parecer los animales imitan como monos.
Pero Derrida no pertenece a esa escuela. Deconstructor de los filósofos animalófobos, de Aristóteles a Heidegger, pasando por Descartes, echa abajo a sus ilustres colegas a su aire, protestón, chinchoso, pero respetuoso sin embargo. Gracias le sean dadas por haber destrozado ese concepto del «animal» que, frente al «hombre», encaramado en su promontorio, lo abarca todo revuelto: las carpas y los conejos, las babosas y las jirafas, los bonobos y los bígaros. Alabado sea también por haberse atrevido a preguntar si eso que llamamos «el hombre» tiene derecho a atribuirse con tanta ligereza cuanto arrogancia lo que le niega a eso que llama «los animales».
Un cáncer de páncreas al que no pudo sobrevivir impidió a Derrida escribir el libro fundamental que estaba preparando sobre esta cuestión y cuyo espíritu podemos encontrar en una conferencia de nueve horas (repartida en tres días) que pronunció en Cerisy en 1997. Llamada «El animal autobiográfico», le dio forma Marie-Louise Mallet para que se publicara con el título, derridiano a más no poder, de L’Animal que donc je suis.
En efecto, para Derrida, no están ellos y estamos nosotros: todos somos animales, descendientes del mismo gusano acéfalo. Les guste o no a los hombres megalom-asnos o mitom-asnos, creacionistas o no, hay que devolver al hombre al meollo del mundo animal de donde lo extirpó desafortunadamente su hybris, más para lo malo que para lo bueno. Eso fue lo que empezó a hacer Charles Darwin, diferenciando en su obra a los animales humanos y a los animales no humanos, de la misma forma que hay animales que vuelan y animales que reptan, animales con plumas, con escamas, con faldas o con corbata. Incluso aunque nos hayamos afincado por decisión propia en la cúspide de la pirámide, no somos sino un elemento de lo que vive.
No se trata de reducir la especie humana a su animalidad, sino, antes bien, de trascenderla. No es una vuelta atrás, a la prehistoria de nuestra especie. Es una nueva etapa hacia la civilización que las éticas taoístas y budistas empezaron a trazarnos hace más de dos milenios en la otra punta del mundo.