Derrida, el lucio y yo
Cuando almorzaba con Jacques Derrida, íbamos a Le Dôme, un restaurante de pescado del bulevar de Montparnasse por donde andan rondando los manes de Hemingway y de Giacometti. Por no mencionar el agua pulverizada que le da a uno en la cara cuando la mar está picada. Porque ir ahí es como ir al mar.
Derrida y yo éramos medio vegetarianos, o al menos en tres cuartas partes, y me acuerdo de que se quedó extrañado cuando un día le dije que estaba eliminando de mi régimen de comidas la mayoría del pescado. Me tranquilizaba la conciencia limitándome cada vez más al marisco, a los caracoles marinos o a las vieiras. Sin olvidarme de las navajas.
—Las navajas son muy tontas —le dije.
—Desde luego.
—Y además, no tienen ojos. Cada vez me cuesta más comer bichos con ojos. Me persigue su mirada.
—¿Así que no come sardinas?
—A veces. Pero me estoy quitando del marisco vivo. Por ejemplo, las ostras. Me duele por ellas cuando se encogen al morderlas.
Me estaba armando un lío. Como mis convicciones en este tema eran muy cambiantes, siempre he sido incapaz de mantener una conversación acerca de la naturaleza de mi vegetarianismo: mis tabúes evolucionan a tenor de los días y los estados de ánimo.
Con Derrida, una de las mentes magnas de nuestra época, me sentía patético y ridículo. Siempre que prescindía en mi régimen de comidas de otro tipo más de pescado, dije, era tras una experiencia personal. Como prefería referir una historia a andar manejando conceptos, que era un ámbito en que me quedaba enseguida fuera de juego, le conté la del lucio.
Un verano, a finales de la década de 1970, fui a pasar unos cuantos días al Canadá, a casa de una de mis hermanas, en Sioux Lookout, al norte de Ontario. En el culo del mundo, tan hermoso que tiraba de espaldas, paraíso de los osos y de los mosquitos que, al caer la tarde, se te pegaban a los faldones de la chaqueta en nubes compactas que te obligaban a apretar el paso y, a veces, a correr incluso.
Al día siguiente de mi llegada, mi cuñado me invitó a ir a pescar lucios en canoa en los lagos que se extendían hasta el horizonte vistos desde su casa de troncos. Era un paisaje extraño donde aún no había llegado la civilización. Una mezcla de agua amarillenta y de monte bajo de donde podía surgir en cualquier momento un oso o un caribú.
Fue una pesca milagrosa, y me quedo corto. Sacábamos del agua lucios que medían casi un metro y había que rematarlos con el remo en cuanto los dejábamos en la canoa. Unos bichos rabiosos. Se movían tanto que la embarcación estaba una y otra vez a punto de naufragar. Además, parecía que nos buscaban las piernas para hincarles el diente. Yo las tenía llenas de sangre.
Era como un matadero flotante. Cuando los lucios parecían ya incapaces de hacernos daño, les clavábamos la hoja de un cuchillo en plena nuca y luego los colgábamos por las branquias a algo así como un árbol con ganchos que llevábamos a remolque por el agua.
No es que estuviera yo muy ufano que digamos: me había parecido oportuno llevarme a mi hijo mayor, Aurélien, que tenía a la sazón tres años, a aquella expedición sangrienta. Aunque valiente por naturaleza, no se sentía nada a gusto ante aquellos monstruos con dientes que estábamos pescando. Con miedo a que se ahogase si la barca volcaba o a que un lucio airado le pegase un mordisco, acabé por atarlo a la proa, detrás de mí.
Fue una estupidez. La única decisión inteligente habría sido volver a toda prisa a la casa de troncos. Pero yo estaba de lo más enardecido, no podía dar marcha atrás, me decía que nunca más volvería a vivir una pesca como aquella: era como si todos los lucios del Canadá se hubieran citado debajo de nuestra canoa.
En cuanto echábamos el anzuelo, picaba algún lucio y la clavada nunca se hacía esperar mucho. Quien no haya conocido esa vibración de la caña no sabe nada del auténtico placer de pescar. Un goce físico al que acompaña una sensación de poder. Es algo así como un hormigueo en el brazo, que crece y no tarda en convertirse poco a poco en unas sacudidas tremendas: el pez se rebela, tira, se hunde, se rebulle y gira como un torbellino antes de ceder, por fin.
Pero los lucios nunca lo dejaban estar, la mayoría se negaba a capitular. Al llegar cerca de la barca, seguían revolviéndose como demonios. Por eso intentábamos dejarlos atontados antes de cargarlos en la canoa. Siempre en vano. A veces forcejeaban tanto que se rompía la caña cuando íbamos a transbordarlos. Me sucedió dos veces.
La segunda vez tenía disculpa: habría sido la captura de mayor tamaño de todo el día. El lucio medía más de un metro y parecía de mucho peso. Lo estaba izando con mucho cuidado cuando, nada más salir del agua, volvió a ella tras un brinco violento que rompió la caña.
A partir de ese momento, ya no nos dejó ni a sol ni a sombra. Un instante después, volví a verlo debajo de la canoa, con la carnada de color de plata y el anzuelo dorado colgándole del pico de pato. Se nos cruzó la mirada. El lucio parecía más pensativo que amenazador, pero me sentía incómodo en presencia suya.
—Creo que deberíamos recoger los bártulos —le sugerí a mi cuñado sin decirle por qué—: De todas formas, no podemos pescar más lucios si queremos llevárnoslos todos a casa.
Fuimos a tomar el sol algo más allá, a una isla que ribeteaba una playa de arena fina. Eran las Bahamas, con la diferencia de que el mar tenía reflejos marrones. Antes de tomar tierra, me di cuenta de que el lucio nos había seguido: se le podía reconocer entre todos los demás por el piercing de la boca. Yo todavía no estaba preocupado.
Una hora después, cuando volvimos a montarnos en la canoa, ya no me acordaba del lucio, pero, al cabo de unos cuantos metros, cuando iba remando, mi mirada volvió a cruzarse con la suya bajo el agua. De repente me corría prisa volver a casa y le pedí a mi cuñado que acelerase.
Por el camino de vuelta, cuando rebusqué en el agua con la vista, me topé por última vez con su mirada de Caín, cortante como un puñal. No sabía si quería burlarse de mí, echarme una bronca o meterme miedo, pero había conseguido alterarme.
Cuando llegamos a nuestro destino, descolgamos las docenas de lucios del árbol de los ganchos y empezaron todos a moverse: todavía estaban vivos, como en esas películas de terror en que los malos nunca se mueren del todo. Hubo que volver a matarlos antes de convertirlos en filetes que mi hermana congeló.
Desde entonces, no he vuelto a pescar.
—Lo comprendo —dijo Derrida—. Pero ¿ha seguido comiendo lucio?
—Un par de veces nada más.
—¿Y lubina?
—De forma excepcional.
—¿Y salmón?
—Cuando lo sirven en alguna cena para no andar con historias.
Me sentía como un idiota, pero Derrida movió la cabeza con sonrisa bondadosa que interpreté como una seña de complicidad. Íbamos en el mismo barco. El vegetarianismo absoluto es una lucha imposible. Contra uno mismo, contra la familia, contra la sociedad. Hay que reñirla a diario y con mucha frecuencia se pierde. Ante un pescadito a la plancha, en lo que a mí se refiere…
Vivir ya es matar. No dejamos de ser hombres por el hecho de respetar todas las formas de vida. Aunque no sea sino al andar por el campo, aplastamos caracoles o arrasamos hormigueros. Nunca somos vegetarianos del todo, o al menos no por mucho tiempo. A menos de poseer una fuerza de voluntad que no ceje nunca, cosa que está manifiestamente más allá de mis fuerzas.