La dignidad del ternero en su box de engorde
La humanidad va a pasar un mal rato el día del juicio final, cuando tenga que rendir cuentas de lo que ha estado haciendo, sobre todo a partir del siglo XX, con los animales para carne, particularmente con los terneros, los cerdos y los pollos, las principales víctimas de la ganadería intensiva.
Quien haya entrado en esas fábricas de desdichados con ancas rollizas no puede por menos de avergonzarse de nuestra especie. ¿Se vengarán los animales algún día de todo el daño que les hemos hecho? ¿Nos devolverán ojo por ojo las reclusiones, las castraciones, los malos tratos o los hacinamientos? En tal caso, pobres de nosotros.
Que no se me malinterprete: no soy enemigo de los campesinos, antes bien, y no voy a meterme con la ganadería familiar en que los animales viven al aire libre y queda a salvo el honor de la agricultura francesa. Lo respeto.
Tras haber pasado en el campo la infancia, y luego las vacaciones, tengo bastantes amigos ganaderos. Marcel, quien con los ojos enrojecidos les pedía perdón a sus animales cuando venía el camión para llevárselos al matadero. O Maxime, el pastor de Mérindol, que consideraba que los corderos eran sus hijos. Los vigilaba como leche puesta a hervir y los abarcaba continuamente con una mirada amorosa. Poco le faltaba, a la hora de acostarse, para cantarles, encantado de la vida, una nana antes de arroparlos en su cama de tomillo y hierbas.
Sentía fobia por los perros pastores alemanes que de vez en cuando le quitaban del rebaño corderos que degollaban y mataban a toda prisa. «Unas máquinas de matar», decía. Por eso su pastor de Beauce, una hembra, le hincaba, por si acaso, los colmillos en el pescuezo hasta dejarlo muerto a cualquiera que se acercase al rebaño.
Maxime estaba orgulloso de su oficio, pero también sentía cierta vergüenza: «Me disgusta la idea de que toda esta felicidad que les doy a mis animales vaya a parar bajo un cuchillo. Me da la impresión de que los traiciono; pero, por otro lado, no sé hacer nada más y no me queda más remedio que ganarme la vida».
Esto sucedía en la década de 1980. Maxime hace mucho que fue a reunirse con Élisée Reclus en el paraíso de los poetas desaparecidos. Incluso aunque hoy en día esté su profesión desacreditada, los últimos ganaderos autónomos con los que mantengo contacto tratan bien a sus animales, e incluso con mimo, pero no queda más remedio que dejar constancia de que en nuestras zonas rurales los van sustituyendo cada vez más los industriales que se dedican a producir «materia animal», embarcados en una carrera desenfrenada en pos del rendimiento.
En las fábricas de carne hay que ir por lo máximo y conseguir buenas cifras. A los animales apenas si les da tiempo a vivir. Basta con 41 días para fabricar un pollo, desde que sale del huevo hasta el momento del sacrificio. Como hemos progresado mucho, ahora un cerdo está listo para consumirlo en 180 días[4] y seguramente sobraría un margen de tiempo. Cada vez les exigimos más a los animales. En 1971, una cerda producía 16,7 lechones al año. En la actualidad, 24,6 (31 las más competentes). La producción lechera bruta por vaca, en aumento constante, alcanza el punto máximo de 8415 litros anuales; en Normandía, la productividad por animal ha crecido, así, un 35% entre 2000 y 2011. Fijémonos en las ubres, cada vez más abultadas. Estoy seguro de que día llegará en que no las dejarán andar.
Jocelyne Porcher, una ganadera convertida en investigadora, deja constancia de que se considera al animal, desde que nace hasta que muere, como materia animal transformada in fine en producto de consumo. Nos da exactamente igual que se aburra como una rata muerta y no tenga espacio para mover el trasero, con tal de que la carne llegue barata a los expositores de las grandes superficies. El animal queda reducido al estado de máquina de producir carne, leche o huevos. Le niegan incluso la existencia y tan desencarnado queda que los industriales cada vez hablan menos de carne, sino que, por ejemplo, hablan de «mineral» para nombrar la «materia animal», que, igual que los objetos inanimados, pertenece al reino de lo «mineral». Le han quitado todo, la dignidad, desde luego, pero también la mismísima animalidad.
A casi todos los cerdos los crían encima de emparrillados para que los meados y los excrementos pasen por entre los listones. Ventajas para el ganadero: limpiar el purín resulta mucho más fácil que en la paja de antes, que exige mucha mano de obra. Inconveniente para el cerdo: como lo que más le gusta es pasarse de la mañana a la noche hozando, ya no sabe qué hacer en todo el día, tanto más cuanto que esos días suyos transcurren la mayoría de las veces en la oscuridad. En vista de lo cual, en ese ambiente tan tenso de la fábrica de jamones, muerde. Todo. Los barrotes y, sobre todo, el rabo de sus congéneres, y, por lo tanto, hay que cortárselo para evitar las infecciones. Por esa misma razón, les liman los dientes o se los sacan.
Como vive permanentemente entre metano, entre chillidos y entre efluvios de amoniaco, el cerdo padece artritis y todo tipo de enfermedades respiratorias. Por no mencionar la gastroenteritis. Es un caldo de cultivo que acaba convertido en jamón. Y también una bomba medicamentosa.
¿Por qué martirizamos así a los cerdos? Por el rendimiento. Con el cerdo, todo vale para ganar tiempo y dinero: por ejemplo, a casi todos los machos los castran sin anestesia, para evitar que la carne adquiera un olor que le resultaría molesto a su majestad el consumidor. Es una práctica que muchas veces prohíben nuestros vecinos europeos, a quienes incomoda tanta crueldad.
A las gallinas no les va mejor. Aunque nada hay que les guste más que escarbar en la tierra buscando una larva o un insecto, tal actividad es por desgracia imposible en las naves abarrotadas de la industria avícola: el suelo es de enrejado. Tienen, pues, tendencia, a título de compensación, a picotearse unas a otras. Por eso, quienes las crían les recortan el pico a los pollitos en cuanto salen del huevo con una cuchilla térmica, operación de las que muchos no se reponen, eso siempre y cuando no se mueran en el acto.
Las aves de corral se convierten luego en «máquinas» tan forzadas que con frecuencia les falla el corazón durante el «programa» de fabricación de carne: esos fallos cardíacos abundan mucho. En cuanto a las patas, se les rompen, pues el elevado ritmo de puesta que se les exige a las gallinas (300 huevos al año) favorece la osteoporosis.
La ganadería intensiva de terneros obedece a la misma lógica. He visitado en varias ocasiones naves de engorde y siempre me ha dejado fascinado la mezcla de sensatez, dignidad y fatalismo de que da muestra, en la adversidad, el mundo de los bóvidos, animales eminentemente filosóficos incluso aunque sean de tierna edad.
Anémicos y saturados de antibióticos, los terneros están encerrados en boxes individuales diminutos donde no siempre pueden darse la vuelta, eso sería demasiado pedir. La mezcla alimenticia que se les dispensa automáticamente es, junto con los pinchazos de las jeringuillas, su único contacto con el mundo exterior: las más de las veces, viven en la oscuridad. Entre dos comidas hiperproteicas lo menos oportuno son distracciones que podrían hacerlos engordar más despacio.
En esas manufacturas de escalopes, los terneros con ojos de niño no se dejan desmoralizar pese a todo. Cuando se encienden las luces, confraternizan, dispuestos a lamer todo cuanto se les ponga a tiro, pero a veces cuando alzan el hocico húmedo para observarnos, sus miradas parecen acusadoras y, en cualquier caso, cansadas y hartas de vernos. Creo que nos desprecian. Tienen razón. Si eres hombre, lo único que puedes hacer es desviar la mirada cuando se cruza con la suya.
Mientras varios estados norteamericanos han frenado la ganadería intensiva, las autoridades europeas se han ocupado de ampliar la superficie de los lugares donde viven los animales. Pero los reglamentos no siempre se aplican in situ: los industriales, que pasan apuros con frecuencia, no disponen de medios para ponerlos en práctica y hacen chantaje amenazando con cerrar la empresa.
Comer carne de ganadería intensiva es, pues, comer humillación, angustia y dolor, incluso aunque, en el caso de los terneros, este dolor siga siendo siempre noble y mudo.