Perro y gato

Más vale ser un animal de compañía que un animal para carne. Tiene uno reservada plaza en el cementerio. También le corresponden visitas al psicólogo o al etólogo para hacerle frente mejor a los riesgos de la vida en sociedad. A la espera de poder disponer quizá algún día de un equipo de apoyo psicológico tras algún traumatismo.

He conocido a todo tipo de perros. Caniches, bassets, bracos de Weimar. Valientes, que, con inconsciencia, se enfrentaban a los jabalíes. Cobardes, que se metían en el sótano en cuanto había tormenta. Ansiosos, que querían zampar a todas horas. Elegantes, que parecían siempre a régimen, como si fueran modelos. Cretinos.

Los perros suelen dejarte tan desconcertado como esos padres que no entienden por qué, tras educar igual a toda la prole, se encuentran con una guapa tonta, un amargado, una superdotada y un juerguista. En vista de lo cual, ¿cómo hablar de determinismo o de programación genética?

En El origen del hombre, obra maestra de observación animal, el libro de Charles Darwin (1809-1882) que más me gusta, refiere este historias de perros que no dejan duda alguna acerca de la inteligencia canina. Un día, un cazador llamado Colqhoun hirió en el ala a dos patos silvestres que cayeron en la otra orilla de un río. Al llegar a ese lugar la perra intentó llevarle ambos a un tiempo. Imposible. Entonces mató a uno, cosa que no hacía nunca, y le llevó el otro a su dueño antes de volver a buscar el ave muerta.

Tras citar otro caso del mismo tipo, Charles Darwin indica que, en esos dos ejemplos, los perros de muestra dieron pruebas, tras pararse a pensar, de su facultad de razonar al vulnerar una prohibición, la de matar las presas que recogen.

Sé que el perro no figura en cabeza del palmarés de la inteligencia desde donde el cerdo se le ríe en las narices, pero siempre me ha llamado la atención su capacidad de reacción. Cuando se tope con situaciones complicadas, se devanará los sesos con expresión absorta antes de dar con soluciones adecuadas. Hay en él una capacidad de inventiva que deslumbra.

Hoy en día, la ciencia ha dejado establecido que el perro no era lo que creíamos y que tenía muchas más aptitudes de las que pensábamos: aprende deprisa en cuanto su dueño se toma el tiempo de hacerle caso.

Hay perros y perros, desde luego. Hay grandes diferencias de inteligencia entre razas y también entre individuos. Los collies de la frontera, los caniches o los pastores alemanes sobresalen mucho del montón, mientras que los bull terriers, los chihuahuas o los galgos afganos, de entrada, no parece que tengan mucha más materia gris que los caracoles marinos.

Chaser —una celebridad en los Estados Unidos, donde es habitual de los platós televisivos— es una collie de la frontera capaz de entender 1022 palabras, nombres de objetos y también algunos verbos. Aunque aún le queda un trecho para alcanzar al periquito Puck con su vocabulario de 1728 palabras en 1995, se la considera la perra más inteligente del mundo. ¿Cuál es su secreto? Su dueño, John Pilley, un profesor universitario jubilado de Carolina del Sur, especialista en conductas, que la ha entrenado entre cuatro y cinco horas diarias durante tres años.

Chaser, que considera a sus congéneres unos retrasados mentales, ilustra a la perfección la teoría de un psicólogo canadiense, Stanley Coren, quien asegura que la genética solo supone la mitad de la inteligencia de un perro y el resto depende del entorno y de lo dispuesto que esté su dueño a entrenarlo y educarlo.

«Chaser tiene la inteligencia de un niño pequeño —dice John Pilley—, y le hablo con palabras y frases sencillas, como si le hablase a un niño pequeño». El perro es un animal sociable al que, al contrario de lo que sucede con el gato o el chimpancé, que suelen distraerse, le encanta aprender de los humanos. A tanto llega su mimetismo que unos investigadores del Centro Médico Académico de Ámsterdam han determinado una relación entre el sobrepeso de un perro y el de su dueño. Enséñame a tu perro y te diré quién eres.

Quienes lo han tratado saben que siempre parece estar ampliando el campo de sus posibilidades. Es un insulto permanente a los mecanicistas y los deterministas, y moldeable como la plastilina. Todo lo contrario del gato, en quien no podemos hacer presa.

Y ya podemos darnos por contentos si el gato no nos toma por idiotas y decide, guardando las distancias, que va a vivir como le parezca, sin dignarse aportar la mínima contrapartida, aunque fuera solo con un mimo, a la pitanza y el techo que le garantizamos. A este animal casi nunca se le olvida nada, con la excepción de ser un ingrato. Es esa independencia más o menos despectiva la que siempre me ha parecido fascinante en los felinos.

Un estudio de una investigadora de la Universidad Carroll, en Wisconsin, asegura que las personas que prefieren a los gatos son más inteligentes que las que prefieren a los perros. Si nos fiamos de los resultados que ha obtenido, los enamorados de los gatos son más introvertidos y más sensibles. Los enamorados de los perros, más extravertidos y más conformistas. Mi modesta experiencia me mueve a decir que es más difícil entender al gato y que este oculta mejor sus intenciones.

A los diez años tenía una gata con la que estaba tan unido que una noche parió en mi cama su primera camada. Los gatitos suelen acabar mal por lo general y estos no fueron una excepción a la regla. A la mañana siguiente ya habían desaparecido. Vitrificados, eliminados, tachados del mapa. Cuando la gata nos preguntaba por ellos con maullidos cargados de reproches, hacíamos como si no entendiéramos a qué se estaba refiriendo.

Nunca más volvió a parir en casa. En las siguientes ocasiones, trajo al mundo a sus crías en sitios que solo ella conocía y donde, luego, las amamantaba. Desvanes de dependencias o recovecos en los setos. Cuando yo la espiaba para localizarlos, me embarullaba yendo por caminos laberínticos, hasta el día en que aparecía en la puerta de casa para presentarnos a sus gatitos, tan monos que no nos quedaba más remedio que adoptarlos.

A razón de dos camadas de cuatro crías al año, la granja de mis padres no tardó en convertirse en una gatería donde mareas maulladoras bullían en torno a la casa, sobre todo al atardecer y por la mañana. Cuando la descendencia de mi gata llegó más o menos a los cincuenta individuos, mi madre decidió que había que poner coto a aquella explosión demográfica y no pude por menos de darle la razón. Corramos un tupido velo.

Mi gata era una marrullera tremenda. Incluso aunque las últimas investigaciones científicas sitúen la inteligencia del perro por encima de la del gato, este puede aún reservarnos sorpresas: solo estamos en la edad de piedra del conocimiento de los animales y nuestra ignorancia al respecto sigue siendo enciclopédica. Por no mencionar los prejuicios ancestrales.