La araña del Profeta

¿Tienen alma las arañas? Nunca lo he dudado desde la más tierna infancia. Quizá porque siempre parecen estar meditando. Son, sin lugar a dudas, los arácnidos más cerebrales.

En la casa vieja que tengo en Provenza, en Mérindol, a cuyos pies está el valle del Durance, hay una araña en cada habitación. Tegenarias gigantes. Está prohibido matarlas o espantarlas. Son amigas mías. Montan guardia.

Al acecho en una esquina de las puertas o en el primer peldaño de las escaleras, cuando las hay, vigilan toda la casa y, como llevamos tratándonos mucho tiempo, saben que no tienen nada que temer de mí.

Cuando me acerco, no huyen. Incluso aunque soy demasiado cegato para comprobar que me miran efectivamente a los ojos, estoy convencido de que lo hacen, noto que me clavan la mirada. Les hablo. No me contestan, pero sé que no por eso dejan de tener sus opiniones. Fuere como fuere, tendrían mucho que decir con la de cosas que pasan en esta casa.

En una ocasión, una migala se instaló en el salón que llevaba meses controlando una tegenaria gigante, subida en su peldaño. La convivencia fue breve. La migala no tardó en ocupar el sitio de mi araña, de cuya anatomía chupeteada no dejó sino restos resecos. Escandalizado, abrí la puerta y le ordené que se fuera, cosa que hizo en menos tiempo del que tardé en decírselo.

En otra ocasión, me encontré en ese mismo salón una escolopendra agonizante. El dragón negro de veintidós pares de patas amarillas rebullía, caído de lado, a pocos centímetros de la araña, que, al contemplarlo, parecía estar paladeando su delito.

Rematé a ese bicho inmundo aplastándole la cabeza. No lo conseguí a la primera, enroscaba y desenroscaba el cuerpo, grande y negro, moviendo los garfios venenosos. A continuación, me quité el sombrero mentalmente ante mi tegenaria. No veía quién sino ella podía haber matado a la escolopendra, terror de las hormigas, las cucarachas, los ratones, los lagartos y… las arañas. ¿Mi araña había dejado en ese estado a su enemiga de un único mordisco? Y, sin embargo, el dragón de la garriga tiene fama de estar hecho a prueba de bomba.

En 2013, en una isla del lago Prespa, en Macedonia, unos investigadores de Belgrado descubrieron una víbora cornuda muerta tras haberse comido una escolopendra que se la zampó desde dentro para volver a salir; le asomaba la cabeza por el abdomen de la serpiente pero, en última instancia, no había sobrevivido al veneno de esta.

En las baldosas de mi casa, el cadáver de la escolopendra era tan apetitoso como una oruga bien gordita. Pero mi araña no se dignó tocarlo. Fue un escarabajo de los llamados «nauseabundos», un precioso insecto, conocido por «fúnebre», quien se pasó un día entero poniéndose las botas a menos de un paso de mi tegenaria gigante, siempre paciente, que lo dejaba disfrutar a gusto, igual que el labriego observa, haciéndosele la boca agua, cómo va engordando el cerdo.

¿Se lo iba a comer ella cuando le tocase la vez? Eso fue lo que supuse, pues nunca más volví a ver al escarabajo. A menos que descartase de su menú a ese carroñero, como a las escolopendras, siendo así que parece que le chiflan los milpiés, unos ciempiés que pertenecen, sin embargo, a la misma familia. Unos detritívoros aficionados a las hojas viejas. Cuando neutraliza a uno, se pasa varios días sin separarse de él ni a sol ni a sombra: es como un peluche o un amuleto.

Más adelante, he vuelto a encontrar en mi salón otras dos escolopendras, muertas esta vez. No podía ya caberme duda de que las había matado mi tegenaria gigante. Una virtuosa del asesinato que muerde donde duele más rápida que su sombra. Merced a su rapidez de acción sé que mi casa está bien guardada. Que se lo piensen dos veces los escorpiones.

Siempre he tenido amigas arañas. Cuando era joven, albergaba a unas cuantas en mi cuarto y no había ni que pensar en tocar sus telas. Pero no me gustaba su forma de matar, tan lenta que llegaba a ser sádica. Siempre que podía, abreviaba, aplastándoles la cabeza, el suplicio de las moscas que habían caído en esos hilos de seda.

En mi primer coche, un 2CV amarillo, vivían también varias arañas a las que alimentaba con moscas muertas. Me acuerdo del chillido de espanto, tras el que vino un ataque de histeria, de una amiguita nueva cuando divisó, a sus pies, una tegenaria gigante. «¡Bueno, pues ella o yo!», dijo a gritos cuando le expliqué que nunca le ponía la mano, perdón, el pie, encima a ningún animalito de esa especie. Esa chica y yo no volvimos a vernos. No había pasado el test de la araña, como decía yo entonces.

Hay algo religioso, e incluso místico, en ese animal pensativo, por no decir pensante. En África lo asocian frecuentemente con la creación del mundo; los tres monoteísmos tienen buena opinión de ella. En la azora de la araña, el Corán habla de la precariedad de su vivienda de seda:

«Quienes toman amigos en lugar de tomar a Alá son semejantes a la araña que se ha hecho una casa. Y la casa más frágil es la de la araña. Si supieran…».

Los musulmanes sienten debilidad por ella. Una leyenda, que versificó François Coppée, el escritor de los humildes y de los vecinos de los arrabales, cuenta que una araña «de vientre frío y seboso»[2] le salvó la vida a Mahoma.

Se cruzó por primera vez en el camino del Profeta cuando este no era aún sino un camellero, y sus animales, agobiados de calor, estaban haciendo un alto. Se fue a echar un sueñecito a una cueva fresca y ya se iba a quedar dormido cuando una araña bajó por su hilo y se le posó en el brazo. Mahoma se puso en pie de un brinco, dispuesto a matarla, pero cambió de opinión. Menos mal.

Tiempo después, cuando sus enemigos de La Meca lo perseguían para degollarlo, el Profeta se escondió en esa misma cueva. Cuando los asesinos llegaron ante ella, obstruían la entrada un nido de palomas y, sobre todo, una enorme tela que había tejido la araña a la que había perdonado la vida: con la seguridad de que no había nadie dentro, decidieron volverse por donde habían venido.

Hay en la tradición judía una historia semejante que por lo visto le sucedió al rey David, que se había refugiado en una cueva para escapar a la ira de Saúl. Con una sola diferencia: la tela de araña que lo salvó tenía forma de estrella. Los cristianos no se quedan atrás: una estratagema similar fue, al parecer, la salvación de la Virgen María y del Niño Jesús en los tiempos de la huida a Egipto. Los matadores de los Inocentes cayeron también en el engaño de los hilos de seda de araña que obstruían la entrada del lugar donde se habían refugiado. A cada cual, su araña: judía, cristiana o musulmana, siempre nos protege.

Protege incluso a los charcuteros que, antes de esa oleada de malditos reglamentos higiénicos, podían recurrir a ella para que guardara la cámara de los salchichones: a la araña le encantan los ácaros que proliferan en la superficie de estos con riesgo de que el pellejo reviente.