El caso Perdican
Cuando hago memoria para recuperar mis primeras emociones con un animal, lo que veo es una cabra. Para ser exactos, un chivo joven al que le estaban apuntando los cuernos, de mirada despierta y media sonrisa.
Mis padres me habían comprado una cabra en mi séptimo cumpleaños. Se llamaba Rosette. Era muy distinguida, tenía la perilla blanca y el pelaje castaño oscuro, precioso, con reflejos granate. Un cruce de alpina a juzgar por el pelo largo. Estaba preñada, y pocas semanas después parió dos cabritillos, Camille y Perdican.
¿Cuál es el animal con mayor encanto de la creación? No me cabe duda de que el corzo. Perdican tenía esa misma flexibilidad, esa misma agilidad, ese mismo porte altanero, iba a decir ese mismo complejo de superioridad. Hermoso como un dios, era de pelaje beis con una raya negra en la espalda, la cola blanca y el hocico resuelto.
No le tenía miedo a nada, ni siquiera a las tormentas con las que los perros tiemblan o aúllan a muerto. El mundo entero era suyo. No tardó en tener ascendiente sobre su madre y su hermana. Un pícaro. Y, de propina, acróbata y bromista. Igual que un perrito, se ponía de pie sobre las patas de atrás, como en el circo.
Vivíamos en Normandía, en una casa del muelle de Orival, a orillas del Sena, en Saint-Aubin-lès-Elbeuf, y los animales se pasaban la vida en libertad, bajo su propia autoridad, entre zarzas que ya no daban abasto, siguiendo el curso del río que se apresuraba calmosamente. Las cabras se hundían en las colinas de maleza. Se subían a los árboles. Estaban en el paraíso. Cuando llegaba el atardecer, cuando regresaban, exhaustas, a dormir en su cabaña, me daba la impresión de que soltaban suspiros de dicha.
Perdican se convirtió en mi mejor amigo. Las más veces, cuando volvía yo de la escuela, dejaba a las hembras que se apañaran solas y se venía conmigo al brazo del Sena donde me iba a pescar rutilos o gobios hasta la hora de cenar. Pastaba la hierba o se hacía un ovillo a mis pies igual que un gato. Si no llovía, yo volvía a casa lo más tarde posible para correr menos riesgo de que mi padre me echase la vista encima. Muchas veces llegaba cuando ya habían quitado la mesa y me iba corriendo a mi cuarto después de zamparme deprisa y corriendo las sobras que me había apartado mi madre. Cuando había pescado un pez, lo preparaba en la sartén con ajo y perejil.
Compartir mesa y mantel con mi padre era una tortura. Yo rumiaba los pensamientos y me asfixiaba. Solo con estar en presencia suya me agonizaba el corazón en su jaulita de costillas. Tanto se pegaba contra las paredes que se convertía en algo dolorido, trémulo y sanguinolento, en una babosa aplastada.
Era la época en que papá pegaba habitualmente a mamá por las noches, después de cenar, o, a veces, en plena noche. Por la mañana, mi madre se presentaba con frecuencia en la mesa del desayuno con heridas en las piernas, que ocultaba durante el día bajo unos pantalones elegantes. Yo no entendía por qué mi padre la atizaba así y me sentía culpable por no poder defenderla. Necesitaba desahogarme con alguien.
Sin Perdican, bien creo que me habría vuelto loco. Fue durante meses mi psicólogo y mi confidente. Se abrevaba con mi odio y pasaba conmigo por el tamiz todos los planes birriosos que contra mi padre incubaba yo. De entrada, me planteé asesinarlo mientras dormía, antes de huir al extranjero con mis hermanas y con mi madre, con quien tenía pensado casarme en cuanto fuera mayor de edad.
Pero era una empresa peligrosa: mi padre tenía una fuerza hercúlea, unos músculos robustísimos que se le movían debajo de la piel igual que serpientes de acero. Un ex G. I. hasta arriba de condecoraciones después del desembarco del 6 de junio de 1944. Un héroe de guerra.
Si por azar abriera los ojos en el preciso momento en que iba yo a clavarle en el pecho un cuchillo de cocina, se arrojaría sobre mí y yo no viviría para contarlo. Seguramente habría sido más sensato envenenarlo. Pero, en tal caso, ¿no corría el riesgo de matar, de propina, a mi madre y a mis hermanas?
Sí que se me había ocurrido echarle matarratas en sus botellas de vino o de whisky, a las que, al menos en parte, consideraba responsables de las palizas que le daba a mi madre. Pero habría bastado con que por una vez mamá tomase también una copa de tinto para que ocurriera una catástrofe.
No habría podido soportar durante mucho tiempo los ataques que le daban a mi padre si no me hubieran estado mirando mi madre o Perdican: ambos me infundían confianza en la vida, en el porvenir, en el amor. Todas las noches me moría cuando oía los gritos ahogados de mamá al recibir los golpes paternos y, al día siguiente, merced a ellos dos, volvía a nacer al mundo.
Mi chivo me escuchaba enumerar mis desdichas con esa expresión penetrante y lánguida, enamorada por decirlo así, que adoptan los caprinos cuando les hablan. Estoy seguro de que se solidarizaba. Sobre todo cuando yo lloraba. No sabía que mis lágrimas eran de rabia, no de pena.
Yo maduraba mi venganza. No sabía cuál, pero iba a ser terrible, a la altura de los arranques de ira de papá que destrozaban cuanto se le ponía por delante. La casa. El cuerpo precioso de mamá. Mi dignidad y mi propia estima.
Sus ataques de ira empezaban siempre mezza voce con un murmullo de recriminaciones, como un viento avieso que precede a la tormenta. Cualquier cosa las atizaba, tanto las respuestas como los silencios de mi madre, e iban inflándose, in crescendo, hasta el paroxismo final, con ruido de golpes, de platos rotos o de muebles volcados.
Con el paso de los meses, se fue espabilando el macho cabrío que Perdican llevaba dentro y le crecieron dos cojones tremendos entre las patas traseras. Le cambió el carácter. Se volvió menos tolerante, más pendenciero. A los vecinos los dejaba en paz, pero, pese a mis reproches, no tardó en adquirir el hábito de embestir a los intrusos que se metían en su territorio. Lo de los perros vagabundos tenía un pasar. Pero cuando empezó a meterse sistemáticamente con el cartero o con los paseantes dominicales, sobre todo cuando los acompañaba su perro, hubo quejas y no quedó más remedio que atarlo con una cadena a una estaca.
Hecho una furia, Perdican no toleraba esa vulneración escandalosa de su libertad individual y daba vueltas sobre sí mismo, balando de rabia, de la mañana a la noche. Muchas veces, tiraba tan fuerte de la cadena que hubiérase dicho que se iba a asfixiar. Aquello no podía seguir así. Una noche, celebramos consejo de familia mi padre, mi madre y yo para decidir su suerte.
Asegurando que ya se le había acabado la paciencia, mi madre decretó que había que regalarlo sin más espera. A un vecino o a quien lo quisiera. Como siempre había tenido buen cuidado de no llevarle la contraria a mi madre, santa y mártir desde mi punto de vista, acabé por aceptar esa solución a condición de que pudiera ir de vez en cuando a ver a mi macho cabrío. Fue entonces cuando papá nos echó un jarro de agua fría:
—¡Ni hablar! Si se lo regalamos a alguien, no hay ninguna probabilidad de que se quede con él. Le faltará tiempo para cortarle el pescuezo y zampárselo.
Papá adoraba a los animales, tanto los de pelo cuanto los de pluma. Eso es algo que me ha legado, lo mismo que el amor a Italia, a la literatura o a la historia de las civilizaciones. Cierto es que su animalofilia no le privaba de ponerse hasta arriba de asados, filetes o salchichas. Pero el odio que le tenía yo no me impedía fiarme de él en ese punto: solo quería lo mejor para Perdican.
Tras tacharnos de hipócritas, papá nos pidió que tuviéramos el valor de actuar según nuestras opiniones: en vez de librarnos de Perdican dándoselo al primero que pasara por allí, que se lo vendería al carnicero de la esquina o lo degollaría de cualquier manera en un rincón del lavadero, más valía, por el bienestar del animal, recurrir a los servicios de un profesional que lo mataría in situ evitándole la abominación del matadero.
Mis padres tenían los ojos clavados en mí y yo me sentía como Poncio Pilatos, ese símbolo de la cobardía humana que me sonaba mucho del catecismo. Perdican era el fruto de las entrañas de Rosette, que era de mi propiedad, así que me correspondía a mí tomar la decisión. A la fuerza, voté por la muerte.
Hasta el día del sacrificio pasaba, al volver de la escuela, largas horas con Perdican y le daba todo lo que más le gustaba. Trigo, zanahorias, pan duro. Todas las noches le tocaba el menú del condenado a muerte y, tras el festín, me daba las gracias con unos mimos que me metían el corazón en un puño. Tenía la sensación de estar traicionando a mi primer amigo del alma.
Cuando vino el carnicero, recuerdo que era de noche. Petrificado en la cama, como una estatua yacente, me hallaba en ese estado de atención extrema en que se oyen los millones de ruiditos que componen el silencio. Todo me parecía sepulcral, incluso el aire que respiraba. Como siempre que iba a ocurrir una desgracia, rezaba para que el tiempo se detuviera.
Hubo un balido muy breve, como un gritito de pánico, que concluyó apenas iniciado; y nada más. Al día siguiente por la mañana, cuando bajé con mis dos hermanas a la cocina para desayunar, papá, que había presenciado la ejecución, me dijo que todo había ido bien. Tras el hachazo del carnicero en la nuca, Perdican cayó redondo en el acto. No se había dado cuenta de nada. Un trabajo bien hecho.
Cuando abrí la nevera, estaba llena de trozos de carne: la mitad de la pieza en canal, ya cortada, de mi joven macho cabrío; lo demás le había correspondido al carnicero. Volví a cerrar la puerta horrorizado y le protesté a mi madre. Después de haber consentido en que matasen a Perdican, no iba, encima, a comérmelo. Era una condena doble.
Me sentía demasiado triste para llorar, pero tenía un nudo en la garganta cuando le dije a mi madre algo así como:
—Mamá, puedes pedirme lo que sea, pero no que me coma a mi mejor amigo.
Por la noche, la carne ya no estaba en la nevera. No sé si mi madre se la regaló a los vecinos o la enterró en el jardín. Nunca se lo pregunté.
El año siguiente, Rosette trajo al mundo una cabritilla a la que llamé como ella. Luego, ya no volvieron a llevarla al macho. Tuve buen cuidado de que eso no sucediera: no quería un nuevo caso Perdican.
Camille y su madre murieron de muerte natural mucho después, y lo mismo le ocurrió a mi segunda Rosette, tan enamorada de la vida que falleció ya cumplidos los dieciséis años, un récord de longevidad para una cabra.