La vergüenza de la jungla
Se trata quizá de la mayor negación de nuestras sociedades occidentales: templo de la muerte industrial, el matadero no existe para el público. Tampoco la res industrial que, sumida en su oscuridad dentro de una jaula o de un box de engorde demasiado exiguo, resulta invisible hasta que «la llevan al cuchillo», como dicen los campesinos franceses.
Durante siglos, los carniceros han sacrificado en las ciudades, en la trastienda, y la sangre de los animales corría por el arroyo. Eso cuando el sacrificio no era en público, lo que sucede aún en algunos países. No hace mucho, presencié el sacrificio de un cebú con las patas atadas, al que le atravesaron el corazón en presencia de la clientela, en un pueblo de Guatemala.
Me acuerdo del carnicero de mi pueblo de Normandía, en la década de 1960, que sacrificaba las vacas los lunes por la tarde en un local pequeño que tenía detrás de la tienda. Era un bon vivant y, matando, era un as: se oía un mugido sordo, el ruido de un cuerpo que cae, y nada más. El Mozart del mazo.
Cuando llegaron los tiempos de los higienistas y de los reglamentos, prohibieron ese tipo de sacrificio «a la chita callando». Matar se convirtió en monopolio de los mataderos que, con frecuencia, estaban en plena ciudad, como, por ejemplo, La Villette en París. Fábricas de la muerte, que gozaban casi de fama y alrededor de las que rondaba una fauna de aficionados que iban a hartarse, in situ, de sangre fresca, servida en vasos, para luchar contra una anemia rampante y conseguir hierro, buen color o virilidad.
Por los alrededores de los mataderos había un hormigueo de restaurantes de carne fresca, que no estaba tibia de milagro. Pero los vecinos de las ciudades acabaron por no poder soportar esa promiscuidad mugiente y maloliente. Les daba mareos o arcadas. Los sacrificios se fueron alejando poco a poco de las ciudades.
Hoy en día, por un increíble juego de manos, la mayoría de los humanos se llena la panza con la carne muerta de animales de cuya forma de morir no saben nada. El matadero es una de las últimas tierras ignotas de nuestras democracias. Y también, como vamos a ver, un territorio sin ley: se permiten en él todas las bajezas.
Es, además, nuestra mala conciencia. Y por eso hemos hecho zapping. Todo está organizado para que no se nos cruce nunca la mirada con la de una res de matadero. En Le Sang et la chair, un estudio admirable de los mataderos de las comarcas del Adour, en el suroeste de Francia, la antropóloga Noélie Vialles revela que los mataderos se hallan entre dos mundos. Está lo de «delante», el sector «limpio» donde cargan las canales en los camiones frigoríficos; y está la parte de «atrás», el sector «sucio», que no se ve desde la carretera y donde los animales salen de camiones de ganado llenos de inmundicias para encaminarse cojeando hacia su triste suerte.
La vida, si es que se le puede dar ese nombre, del animal de carne es un secreto bien guardado. Y lo mismo sucede con su muerte. En este lado del mundo, el matadero es un sitio más o menos igual de accesible que Fort Knox o el centro operativo de la CIA. No entra quien quiere. A los curiosos o a los periodistas les hacen dar marcha atrás sin consideraciones. La consigna es: «Circulen; aquí no hay nada que ver». El propio consumidor no tiene derecho a saber si la carne que come procede de un animal al que han sangrado tras dejarlo inconsciente o, para respetar las normas de los sacrificios rituales, degollado en vivo. Ni siquiera tiene derecho a saber dónde lo criaron y dónde lo mataron luego.
Si nos fijamos en las etiquetas de esas chichas que venden en las grandes superficies, no veremos ninguna mención de esos detalles que, por lo visto, forman parte de los secretos de Estado. Nos dan más información de la procedencia de un puerro o de un melón.
Y eso que la transparencia es la ideología de la modernidad. Y también es su grito de guerra. En todas partes, pero no en los mataderos, que sería inconcebible que alguien viera. ¿No va siendo ya hora de establecer un sistema para seguir la pista aunque no fuera más que en el apartado de las condiciones del sacrificio? Es un asunto que apenas se menciona y además, al hacerlo, se coge con pinzas, cuando, en algún medio importante de comunicación, sale a relucir el tema de la condición animal. Sobre todo no hay que alterarle la digestión al cliente ni hacer que se atragante con el hígado de ternera que se está comiendo.
El matadero y la transparencia nunca se han llevado bien. Basta con ir a visitar uno para entender la razón de esta ley del silencio: dejando aparte unos cuantos casos, muy pocos, es una dura prueba. Me acuerdo de un campesino, un vecino de mi antigua granja normanda, cerca de Routot, en la llanura de Roumois, que me tomaba cariñosamente el pelo por mi vegetarianismo. Corría la década de 1980. Él criaba terneros de vacas charolesas que mamaban la leche de la madre. Un día se le estropeó el camión de transporte de ganado a su carnicero y tuvo que llevar él personalmente a sus animales, en una carreta, al matadero de Neubourg. Volvió desencajado como si hubiera visto el infierno de Dante.
Por supuesto que hay mataderos y mataderos. Como el alcalde de Sisteron, mi amigo Daniel Spagnou, me cantó un día las alabanzas del de su ciudad, número uno en Francia para la carne de ovino, acepté el reto y pasé allí varias horas en 2001, para buscar —que se me perdone el chiste— tres pies al cordero. Lo primero que me llamó la atención fue el silencio. No salía ni un grito del edificio que, si no hubiera tenido delante camiones frigoríficos aparcados, habría podido tomarse por una imprenta o una fábrica de chocolate.
Tras ir de un área a otra, de la sala de sacrificio propiamente dicha hasta el sitio donde se pesan las canales, la verdad me obliga a reconocer que no encontré nada que objetar. Reinaba un ambiente de hospital, una mezcla de rigurosidad y de respeto, de compasión iba a decir, pero tampoco hay que pedirles demasiado a unas personas cuyo oficio es la muerte. Al cabo de cierto tiempo, se convierte en una costumbre.
¿Puede existir un matadero «humano»? En los Estados Unidos, la profesora universitaria Temple Grandin, gran especialista en el mundo animal, ha determinado una serie de pautas que hay que seguir. Al acompañar a los animales hasta el lugar del sacrificio, ha descubierto que lo que más miedo les da son los ruidos metálicos, las alarmas de retroceso de los camiones, las cadenas colgando, los reflejos brillantes en el agua, las cositas que andan rodando por el suelo, los desniveles, las personas que se mueven mucho ante ellos o también las entradas de pasillos demasiado oscuras.
No queda más remedio que reconocer que en la mayoría de los mataderos no hay nada pensado para tranquilizar a los animales, que con frecuencia están ya aterrados desde que se bajan del camión, fabricando así toxinas de todo tipo. Nada de sentimentalismos, lo que importa es el rendimiento.
Cierto es que hay excepciones en los mataderos, donde carniceros sensibles, como el famoso Hugo Desnoyer, el mejor abogado defensor de la profesión, dan al ganado bovino un trato considerado y con música —clásica de preferencia— hasta que llega el momento fatal. O en Sisteron, donde recuerdo que reinaba un silencio de muerte, nunca mejor dicho, mientras el matarife sangraba, cada diez segundos, al principio de la cadena, el ganado ovino previamente anestesiado.
El matadero de Sisteron es uno de los pocos donde todo se supedita a evitarles el estrés a los animales. En lo relativo a los corderos, el sistema más «humano» consiste en que los lleve al punto del sacrificio un cordero «judas», que también recibe el nombre de «comediante», al que siguen tranquilamente. Cuando llegan, suben a una cinta transportadora que, pasada una curva, desemboca en una plataforma donde el anestesista les coloca a ambos lados de la cabeza unas pinzas de electronarcosis cuyo efecto dura varios segundos.
Antes de que les dé tiempo a decir uf, ya están en la mesa de sangrar donde otro hombre los cuelga por las patas de los ganchos de la cadena mientras el matarife los agarra por el hocico para cortarles el cuello de oreja a oreja. La operación dura menos de lo que se tarda en decirlo y, un cuarto de hora después, la canal, que todavía rebulle, ya está lista para el camión frigorífico.
Pero por un matadero modelo, como este de Sisteron, ¿cuántas fábricas de muerte, sucias y sórdidas, donde mareas de animales espantados, con los ojos fuera de las órbitas y las patas trémulas, caen, entre alaridos de ultratumba, en una cloaca de entrañas y sangre? Nunca parece mayor la humanidad de los animales que en esos lugares: al tener que habérselas con el espanto, se vuelven hermanos nuestros. Parias del mundo.
Cuando los animales de carne van, con paso lento por el pasillo que los conduce a su espantoso destino, con el miedo en las entrañas, el pelo erizado y el culo lleno de mierda, notamos más que nunca el parentesco y el parecido que tienen con nosotros. Miran la muerte con los mismos ojos.
El matadero no será nuestra mala conciencia, pero sí que es, con unas pocas excepciones, la vergüenza de la jungla.