La nostalgia del jardín del Edén

¿Qué tenemos en común una cigarra, un elefante y nosotros? Sófocles decía que «el hombre se lo había enseñado todo a sí mismo» y Pico della Mirandola decía más aún: que podía «forjarse a sí mismo». En resumen, inventarse a sí mismo.

En lo tocante a la diferencia entre el hombre y el animal, me gusta la definición, aunque sea de lo más equivocada, del filósofo alemán Fichte en Fundamentos del derecho natural, un libro que se publicó en 1796: «Todos los animales son una obra acabada y perfecta; solo el hombre es un atisbo, un esbozo. Todo animal es lo que es; solo el hombre no es nada en su origen».

«La naturaleza remató todas sus obras —escribe también Fichte—, pero abandonó al hombre y lo dejó a su propio albur». El error funesto del hombre, según Jean-Jacques Rousseau, es querer salir de esa naturaleza, pues ello lo aleja de una «condición original con la que podría dejar correr unos días tranquilos e inocentes». Y así es como se convierte en «su propio tirano y en tirano de la naturaleza».

¿Estaba todo perdido de antemano entre los animales y nosotros, que, sin embargo, al principio estábamos tan próximos? ¿Tenía que salir mal a la fuerza? Si todos llevamos dentro la nostalgia del Paraíso perdido, podemos preguntarnos si no tendrá sus raíces en las civilizaciones «naturales», las de nuestros inicios en esta tierra antes de que la gran muela del progreso, de la codicia y de la industrialización, que lo aplastó todo a su paso, apisonase el mundo.

El rousseaunismo, religión del jardín del Edén, asegura que todos éramos buenos en estado salvaje. Como los animales distan menos de ese estado que nosotros, no es concebible que no podamos llevarnos bien con ellos. «Este es mi mejor amigo», decía Jean-Jacques Rousseau de su perro Duc, cuyo nombre cambió por Turc para no ofender a los nobles con quienes se trataba en el castillo de Montmorency. Amigos así, añade, «los he buscado entre los hombres y no he encontrado casi ninguno».

Geógrafo, partidario de la Comuna de París, anarquista y libertario, Élisée Reclus es el Pico della Mirandola de los tiempos modernos: lo sabe todo de todo. Su auténtico nombre era Jean-Jacques Élisée Reclus —es de esas cosas que a nadie se le ocurriría inventarse— y comparte el mismo punto de vista rousseauniano del mundo, que no tardará en considerarse simplón. En El hombre y la Tierra, obra monumental publicada a partir de 1905, asegura que domesticar a los animales fue un proceso como quien dice natural: «Las especies, al vivir la misma vida, se comprendían entre sí».

Élisée Reclus va enhebrando luego una serie de estampas ingenuas y refiere que en África ecuatorial, en el puesto de Carnot, a finales del siglo XIX, los animales de la selva constituían una pequeña república al servicio de los humanos y que el mono amarillo que llevaba a pastar las ovejas las cuidaba tan bien que llegaba incluso a subirse a ellas a horcajadas para despiojarlas y quitarles todos los parásitos.

Las relaciones entre el hombre y el animal se basan, según Élisée Reclus, en «la simpatía, la bondad natural y la comunidad de intereses». La clave está muchas veces en el intercambio. En África meridional, cuenta, los hotentotes y los cucos se asocian para buscar miel. Estos se encargan de localizar las colmenas, aquellos se hacen con ellas y, luego, todos se reparten el botín.

De igual forma, prosigue Élisée Reclus, la golondrina de mar guía al pescador lapón por el Pallajervi y le indica los bancos de peces en los que este echará las redes. Ni que decir tiene que le corresponderá su parte a continuación, igual que sucede con el cormorán, con el que el pescador chino tiene establecidas relaciones ancestrales. Reclus se extasía ante el trato exquisito que dan a sus vacas los dinka, pastores de las orillas del Alto Nilo que las deifican, las miman y no consienten en comerse sino a los animales enfermos o heridos.

Élisée Reclus se queda también arrobado ante el comportamiento de algunos pueblos indios de América del Sur que tienen algo así como una Casa de Fieras alrededor de sus cabañas, con tapires, pecaríes, corzos, monos, loros e incluso jaguares. «Si contase con todos esos animales familiares —escribe Élisée Reclus—, un europeo moderno abastecería a placer sus fogones, pero el indio respeta la vida de los animales que cría: forman parte de la familia y si prestan servicios domésticos de custodia y aviso, no es porque haya intervenido la violencia: la vida en común nació de una asociación libre».

En la granja que mis padres —hippies pijos y ecologistas antes de que tal cosa existiera— compraron en la meseta de Le Roumois, en Normandía, reinaba ese tipo de convivencia cordial, «a lo indio», entre los animales y nosotros. Los patos, sobre todo, se inmiscuían con frecuencia en las reuniones de familia y, en verano, se invitaban a la mesa cuando comíamos fuera. Yo sentía debilidad por el patito de Rouen de la pata rota, que había criado yo y que, cuando me sentaba a comer, me pedía que me lo pusiera en el regazo para que le tocasen los mejores manjares. Me seguía por todas partes, con la cabeza erguida y altanera. Conservo un tierno recuerdo del pato de Berbería, de lo más pegajoso, que no se separaba de mi padre ni a sol ni a sombra y, tras refrotarse, contoneándose, contra las piernas, empezaba a masturbarse con ellas igual que un perro. Parloteaba mucho para decirnos cosas de las que no entendíamos ni jota.

Yo aborrecía el sadismo de los pollos que, contrariamente a las gallinas de Guinea, dan siempre picotazos encarnizados a los más débiles, pero me fascinaban los gallos blancos de gran tamaño, unos Sussex, que fueron velando, por turnos, por nuestra escuadrilla de gallinas ponedoras. Unos valientes. Habrían dado la vida por ellas; las comadrejas y las garduñas preferían pasar de largo. Arremetían contra lo que fuera, incluidos los perros. Y, además, eran de lo más altruistas. Cuando encontraban una lombriz entre la hierba, nunca era para ellos. Llamaban en el acto a sus hembras, que acudían corriendo de todos lados.

Yo siempre establecía relaciones amistosas con los dos bueyes o con la vaca y su ternero que, con la eficacia de una cortadora de césped, nos dejaban los prados convertidos en extensiones de césped a lo Windsor, hechos un pincel y sembrados de margaritas en forma de estrella. Cuando llegaba el buen tiempo, al caer la tarde, les gustaba jugar con nosotros. Hasta el día que acababan por desaparecer del entorno, muchas veces antes del invierno. Todos ellos, los del establo y los del corral, se limitaban a pasar a toda prisa por este mundo para aterrizar en los platos donde se hallaba su destino.

Cierto es que en las granjas de los alrededores había matanzas dominicales de pollos, sesiones de castración en cadena o separaciones desgarradoras de la vaca y su ternerito, que pasaban noches enteras llamándose. Pero nosotros éramos todos y pese a todo felices juntos, como Adán y Eva al principio de la Biblia. Estaba bien.

Habría estado aún mejor si el cuchillo no hubiera interrumpido con regularidad nuestra hermosa historia. Mandaba en todo. En la vida, en la muerte y en el tiempo, que siempre estaba contado. No sin ingenuidad, Élisée Reclus predecía que los animales domésticos le sacarían provecho a nuestra compañía igual que el alumno florece en contacto con el educador. Ya puestos, profetizaba que al estar en contacto con nosotros la evolución de la inteligencia animal nos reservaba sorpresas. No había previsto las fábricas de cerdos, pollos, vacas, pavos o terneros donde crían a los animales entre mierda y les dan de comer mierda para que se conviertan, cuando les llegue la vez, en mierda, del mismo rojo que las fresas, debajo de un plástico.