Capítulo 14
CARLOS IRIARTE se preparaba para salir de casa con la intención de dirigirse al pequeño pueblo de Uitzi. En principio bajaría de la localidad de Alli, su lugar de residencia, a Lekunberri, donde cogería la comarcal que lleva a Leitza. Y en la que, tras recorrer siete kilómetros, alcanzaría su destino. Salía de caza y, a pesar de haber planificado perfectamente sus movimientos, se sentía intranquilo. En principio tenía como objetivo acotar el perímetro sobre su presa y con posterioridad atraparlo. «Un juego de niños», se decía a pesar de temerse que no sería así.
El reloj marcaba las nueve y media de la mañana. De improviso, escuchó el zumbido del motor de un automóvil. No esperaba visita alguna. Eran escasas las ocasiones en las que alguien se adentraba en su finca; exceptuando en otoño, estación en la que domingueros recolectores de hongos venidos de media Guipúzcoa arrasaba con todo lo que se les ponían por delante sin ningún tipo de respeto por la naturaleza, ni tampoco por la propiedad privada. Y que, tras allanar la hacienda de uno, golpeaban el picaporte del portón tocándote las narices preguntando cualquier memez. Pero ni era tiempo de hongos ni venía nadie pisoteando sus prados, lo que irrumpía ahora era un vehículo motorizado.
Las puertas de los caseríos de la comarca se dividían en dos a media altura haciendo la parte superior de ventanal articulado, por lo que abrió el batiente superior del portón manteniendo la parte inferior cerrada. Extrajo del bolsillo tabaco de liar y papel, apoyó los antebrazos en el canto de la parte inferior del portón y, liando el cigarro, esperó la llegada de los visitantes.
Un bonito Audi alcanzó la fachada principal del edificio. Del coche bajaron la estupenda tía que el otro día vio husmeando en la vivienda de Ramón, acompañada de un tipo con aspecto de intelectualillo. «¿Qué querrían?», se preguntó. Lo único que sabía era lo que le había dicho la propia mujer: que trabaja para la familia de Ramón; pero, ¿de qué? Se aproximaron ambos titubeantes ante su jocosa actitud. Encendió el pitillo que acababa de fabricar y les aguardó curioso.
—Buenos días —le saludó la mujer. El hombre que la acompañaba se mantuvo en un segundo plano.
—¿Qué desean? —les preguntó.
—Queremos hacerte unas preguntas, Carlos —le tuteó ella.
—¿Nos conocemos de algo, guapa? Yo creo que no, me acordaría de un polvo tan bueno —tuteándole también él, intentó enajenarla.
Agnès se contuvo. Su comportamiento era premeditado. No entraría al trapo.
—Nos conocemos y lo sabes muy bien, Carlos. ¿No eres el que va de listillo por la vida?
—¡Oh…!, cierto. Discúlpeme usted, señorita —le siguió el juego él—. ¿Qué se les ha perdido por aquí sí puede saberse?
—Ya te lo he dicho. Simplemente, queremos hablar contigo —insistió la abogada.
La mujer aparentaba tener suficientes tablas y no parecía ser de las que se arrugan a la primera. No perdería el tiempo con ellos, se propuso Guiputxi. Le estaban entreteniendo y tenía cosas que hacer.
—La cuestión es sí yo también deseo hablar con vosotros. Y no es así. ¡Salid de mi propiedad!
El subinspector dejaba hacer. No entraría en el duelo que mantenían. El tipo era un poco fanfarrón y parecía disfrutar incomodándoles; pero, por lo poco que conocía a Agnès, sabía que no iba a conseguir doblegarla fácilmente.
—Estás haciendo cosas muy extrañas, Guiputxi —le mencionó Agnès por su apodo—. Tenemos conocimiento de algunas de ellas y, otras, las sospechamos.
Pareció darle un golpe inesperado al mentarle por su apodo; volando de un plumazo su irónica sonrisa de su rostro. Tardó en reaccionar y lo hizo mal… Tiró violentamente el pitillo al suelo y les gritó:
—¡Vosotros no sabéis una mierda! Lo único cierto es que me estáis jodiendo y deseo que os larguéis… ¡ya!
—Sabemos que has agredido a Aimar, Aimar Gorostiza — le replicó Agnès sin darse por aludida.
—¿Me ha denunciado? —Preguntó Guiputxi algo sorprendido.
—No, que nosotros sepamos —le informó Agnès.
—Entonces… lo que os decía. ¡No sabéis una mierda! Voy a recoger las llaves del coche. A la vuelta, o sea, en un minuto, quiero veros fuera de mi propiedad.
Sin darles tiempo a contestarle se giró y desapareció en el interior de la casa.
Agnès, en cuanto desapareció de la vista, no perdió un segundo. Extrajo del bolso un paquete de pañuelos de papel y lo vació. Se agachó y, con sumo cuidado, con la cara interna del paquete, recogió la colilla que Guiputxi había tirado al suelo.
—¡Idiota! —no pudo evitar exclamar.
Seguidamente, satisfecha por su sagacidad, se dirigió al subinspector que la observaba admirado:
—Vayámonos, Patxi. Aquí no hacemos otra cosa que dar pábulo a ese fanfarrón.
Tras montar en el coche y con el motor ya en marcha, vieron a Guiputxi emerger de la vivienda. Éste se mantuvo un momento observándoles desde la distancia. Por su expresión de desconfianza dedujeron que la condescendiente retirada que estaban realizando debía resultarle sospechosa.
—Ahora rómpete la cabezota. ¡Tío listo! —no pudo evitar exclamar Agnès. Lo necesitaba, era la tercera vez que lo tenía enfrente y no estaba dispuesta a regalarle otra nueva sensación de victoria.
Carlos Iriarte no las tenía todas consigo. La tía estupenda y su acompañante se habían largado más displicentemente de su finca de lo que procedía. Él sabía que venían en un plan mucho más combativo a como había acontecido la lid. «¿Por qué se habían ido con tan poco botín?», se preguntaba desconfiado.
—¡Cabrones! ¡Me importan una mierda vuestras intrigas! —les gritó a pesar de que ya no podían oírle.
Montó en su automóvil, un viejo Mercedes de principios de los noventa, y partió hacia Lekunberri. Circuló lentamente hasta alcanzar la localidad para evitar toparse con el vehículo que le precedía, el de sus inesperados visitantes. En Lekunberri accedió a la comarcal que lleva a Leitza sin dejar de echar un vistazo de vez en cuando al retrovisor, por si le seguían. Comenzó a circular más rápido. Siendo joven le gustó correr y mantenía intacta su habilidad al volante. Tras recorrer unos kilómetros, convencido de que no le perseguía ningún otro vehículo, redujo la velocidad. El resto del camino circuló más despacio hasta alcanzar la pequeña población de Uitzi.
Había telefoneado la víspera a su amigo Iulen Zubillaga proponiéndole visitarle y comer juntos, a lo que éste había aceptado encantado. Se trataba un viejo solterón, y todo lo que fuera comer en compañía y disfrutar de una buena tertulia, para él era un placer. Alcanzó a ver el caserío del solterón; su amigo le esperaba a las puertas del mismo.
El cielo, totalmente despejado, se ofrecía de un intenso azul. La temperatura era alta, resultando un día ideal para disfrutar de una buena parrillada. Paró el motor y bajó del viejo Mercedes.
Buenos días, Iulen —saludó al viejo solterón estrechándole la mano—. ¿Qué tal estamos?
—Jodidos… Guiputxi —se quejó el anfitrión—. Jodidos como siempre.
—Siempre quejándote, Iulen.
—Cuando tengas mis años ya me contarás —le contestó el anciano—. Entonces comprenderás.
—¿Cómo va el asado, viejo gruñón? —le preguntó Guiputxi cambiando de tema.
—Si no está quemado habremos tenido suerte. Llegas tarde.
—¡Ja, Ja, Ja…! — rio Guiputxi—. No creo que lo hayas descuidado.
—¡No!, pero ya estará casi listo —le aseguró Iulen—. No perdamos el tiempo y vayamos a comer.
La media pieza de cordero, semicocida previamente, se doraba sobre los rescoldos. Descorcharon una botella de sidra y Iulen sirvió dos vasos. Entre tanto, Guiputxi se acercó a la cocina y trajo la ensalada que el anciano ya tenía preparada; y la dejó sobre la mesa. Y señalando el cordero consultó:
—Ya estará hecho. ¿No, Iulen?
Sin esperar su respuesta, Guiputxi se acercó a la parrilla y sacó el cordero de las brasas; y lo troceó. Con la bandeja bien surtida con el suculento manjar retornó a la mesa y sirvió los platos. Y se sentó enfrente del anfitrión.
—¿Y qué te cuentas, Iulen? ¿Qué novedades hay por el pueblo? —le preguntó según comenzaba a comer.
—Ya sabes, Guiputxi, por aquí pocas veces pasa algo. Poco hay que contar.
Guiputxi esperaba esta evasiva respuesta típica de las gentes del lugar. Era una forma como otra cualquiera de comenzar una conversación; y en esta línea de ambigüedad que tanto le interesaba dejó que transcurriera la misma. Se había acercado hasta el caserío de su amigo para sonsacarle, y mientras comían y sin que el solterón se diera cuenta, dobló sistemáticamente el contenido de sidra de su baso. No con intención de emborracharle sino más bien para evitar emborracharse él. Necesitaba mantenerse lo más lúcido posible para acometer sus planes. Hablando de una y otra cosa logró introducir en la conversación uno de los apodos que El Cabra había anotado en su libreta. Como había supuesto, todo lo que necesitaba conocer sobre aquel hombre se lo proporcionó su amigo Iulen. Y de forma tal que en ningún momento, éste, sospechó del interés que tenía por aquella persona. Una vez consiguió la información que buscaba, siendo ya las cuatro de la tarde y habiendo conversado el tiempo suficiente para no resultar descortés, Guiputxi propuso a su amigo retirarse argumentando que aún tenía tareas que realizar. El viejo solterón, por su parte, no opuso inconveniente alguno. La sidra consumida hacía rato que estaba haciendo su trabajo y un pesado sopor le embriagaba. Finalmente, se despidieron amigablemente y citaron para otro día.
Regresaba Guiputxi satisfecho a casa, tanto de la comida disfrutada con Iulen así como por la información que le había sonsacado. Tenía la intención de entrar en acción al día siguiente de madrugada, y ya conocía todo lo que precisaba saber. Alcanzó Alli, su pueblo, y tomó el desvío que lleva a su propiedad. Subió el serpenteante tramo hasta alcanzar al punto más alto de la carretera, desde el que podía observar el gran manzanal que había plantado en los últimos tres años y también la casa… Al otear la casa desde la altura se sobresaltó. Medio ocultos entre el arbolado existente ante la fachada principal del caserío distinguió varios vehículos. «¿Quién sería?», se preguntó; comenzando a hartarse de tanta visita extemporánea.
Detuvo el coche y observó con atención. Desde su ubicación, aquellos vehículos no dejaban de ser lejanos e irreconocibles puntitos de color disonantes con el entorno natural que les rodeaba. Cincuenta metros más adelante se podía acceder a una pista forestal en la que podía ocultar el Mercedes. Volvió a poner el coche en marcha y, sin revolucionar el motor, condujo hasta alcanzar la bifurcación que daba acceso a la pista. Se introdujo en ésta y avanzó poco más de cien metros. Convencido de que allí no encontraría el coche ni la mismísima Benemérita a caballo, lo aparcó a un lado. Desanduvo la pista hasta retornar a la carretera y la cruzó. Monte a través, ocultándose entre el follaje, fue aproximándose a su caserío hasta alcanzar una prudencial distancia desde donde poder observar sin ser visto.
«¡¿Qué cojones pasa?!», se preguntó. Oculto tras unos matorrales podía distinguir, claramente, cuatro vehículos estacionados enfrente del caserío; tres de ellos eran coches patrulla de la foral. Jurando y perjurando volvió a preguntarse qué sucedía: «¿Habría cantado El Cabra? ¿Serían de la pasma la tía estupenda y el tipo que le acompañaba?».
Se entretuvo un momento pensando en cómo salir de aquel atolladero. Finalmente, llegó a la conclusión de que aquella situación no afectaba a sus planes. Lo único que necesitaba era un lugar en el que pasar la noche; ya que al día siguiente, de madrugada, acometería su plan. Tomó una decisión, la menos arriesgada: la vivienda de Ramón Jáuregui estaba deshabitada, y Martín ya habría terminado sus trabajos en la vaquería, nada le impedía alojarse en el caserío de su amigo por aquella noche.
Retornó, discretamente, hasta logar alcanzar el Mercedes. Sin poder evitar pensar… sarcástico, que sólo les faltaba ubicar a un agente con un megáfono en mitad de la carretera anunciando a voz en grito su visita.
—¡Gilipollas! —les gritó, sin que la policía pudiera llegar a oírle.
Jamás se había sentido afín a ningún tipo de cuerpo policial. Aunque, más bien, de lo que renegaba realmente era de cualquier tipo de corporación: estamentos militares, órdenes religiosas, partidos políticos… A fin de cuentas todas ellas basadas en absurdos dogmas ideados para su propio interés y regidas piramidalmente: plenas de manejables gregarios en las bases y farisaicos autócratas en las cúpulas; y ocupando las capas intermedias serviles tipos con sus líderes ahora afanosos por levantarles las butacas de poder a la mínima oportunidad. Montó finalmente en el destartalado Mercedes y se alejó de la zona camino del caserío de Ramón Jáuregui; se guarnecería en él hasta el día siguiente.
El Fiscal Jefe, Don Fernando Zarra, escuchó con sumo interés a la letrada defensora del encausado: don Ramón Jáuregui; quien le acababa de realizar un pormenorizado relato de la investigación que llevaban ella y otra compañera catalana, avalada con suficientes indicios y pruebas a favor de su defendido imposibles de desdeñar. Se mantenía absorto, calibrando la escabrosa exposición que acababa de realizarle la jurista. Y sin poder evitar rememorar constantemente las duras palabras que le procuró el arzobispo, y lo que estas últimas informaciones que le aportaba la letrada pudieran significar en el caso de secuestro de Nekane Lizardi. Evidentemente, con la información que tenía sobre la mesa, concluyó que no podían cometerse más fallos: ni por parte de la propia fiscalía de la que él era el responsable último ni por parte de la policía judicial. Desechó de su mente los humillantes pensamientos de descrédito que le suscitaba constatar que un par de letradas, con unos ridículos medios, llevaran la investigación tan bien encauzada y con tanto acierto; y que la policía judicial que él tutelaba, con todos los medios necesarios a su disposición, no hubiera sido capaz de hilar la trama que tenían delante de sus propias narices. «Capullos», los prejuzgó. «Hoy mismo, en cuanto acabara la reunión que mantenía con la letrada, le echaría los perros al comisario Santiago Leunda», se propuso.
—Muy bien, letrada —le agasajó en un intento de ganársela—. Le agradezco la información que me aporta y la nueva vía de investigación que con ella se abre en el caso de secuestro de Nekane Lizardi.
—De nada, Señoría.
—Todo lo contrario, Igone. Le estoy muy agradecido. No le quepa duda alguna de que vamos a estudiar en profundidad estos últimos informes que me aporta y a dar los pasos que sean precisos.
—Gracias, Señoría —le agradeció satisfecha Igone.
—En el caso de su defendido, don Ramón Jáuregui, le digo lo propio: una vez hayamos estudiado las pruebas que me ha presentado, le antepongo… entre usted y yo, qué sí todo lo expuesto se demuestra cierto le concederemos la libertad condicional que me solicita.
—No sabe la alegría que me da, Señoría.
—Sólo le pido, hasta que le de conformidad, que mantenga la máxima discreción y no comente con nadie lo que acabo de decirle. Este caso tiene muy revuelta a la prensa y no es cuestión de echarles más carnaza. ¿Lo comprende, Igone?
—Sí, Señoría. Lo entiendo perfectamente.
—¿Pues… sí no tenemos nada más que tratar, letrada? —Comenzó a despedirse el Fiscal Jefe.
—Únicamente recalcar nuevamente que no es pertinente que mi cliente continúe detenido. Desde cierta perspectiva podría considerársele cómo otra víctima más del verdadero urdidor de los hechos que nos ocupan, señoría.
—Lo tengo en cuenta, letrada, lo tengo en cuenta. Pero éste es un caso muy complicado. Cuando hayamos valorado la nueva situación, decidiremos sobre su posible liberación.
—Conforme, Señoría —aceptó ella ¿Podía hacer otra cosa?
El Fiscal Jefe levantándose se acercó a Igone y le estrecho la mano. Y, tras agradecerle su ayuda, le despidió.
Igone desalojó el Ministerio Fiscal plena de felicidad. No hacía poco era incapaz de imaginar semejante desenlace; no habría apostado un céntimo a favor de Ramón. En cambio, en ese preciso momento, estaba convencida que el fiscal optaría por liberarle. Se sentía sumamente agradecida hacia Agnès. Jamás podría olvidar su generosidad en ayudarla, y su acierto en la investigación. La alegría que les iba a proporcionar a Juanita y sus familiares era inmensa. ¿Ahora, sabría estarse callada hasta que el fiscal le confirmara la libertad de Ramón Jáuregui? Por momentos dudaba de lograrlo.
Caminó hasta alcanzar el Volkswagen y, sin demorarse, se dirigió a los laboratorios CAGT de la Calle San Fermín. Minutos antes de la reunión con el fiscal jefe, Agnès y Patxi, que se habían acercado hasta la capital, le entregaron una colilla envuelta en plástico que Guiputxi debió tirar al suelo y que Agnès tuvo la audacia de recoger. Y, ésta, le había pedido que se encargara de realizar una prueba de ADN con la saliva que impregnaba el filtro de la colilla.
Alcanzó la Calle San Fermín y estacionó el Volkswagen. Con paso rápido se encaminó al laboratorio. Con el par de informes de ADN realizados con el tejido humano recogido bajo las uñas de Sonia La Reina y Uxue Beloki bajo el brazo y con la colilla que le había entregado Agnès en mano, se presentó en la recepción del laboratorio. Entregó todo ello a la recepcionista y le solicitó que cotejaran los dos informes de ADN entre sí para ver si eran coincidente, y, también, que realizaran una prueba de ADN a la saliva que impregnaba la colilla y que compararan el resultado con el de los otros dos informes; a lo que la joven que le atedió no le opuso inconveniente alguno.
Finalizados los trámites en los Laboratorios CAGT, Igone optó por dirigirse al bufete a despachar otros asuntos. Algún cliente le iba a echar una buena regañina, con la emoción de los últimos acontecimientos tenía dejadas de lado otras gestiones que también urgían.
El inspector Peña estaba a punto de explotar: el pájaro había volado. Oportunamente informado por el subinspector Cerezo sobre la reunión que celebraron las dos letradas y el traidor del subinspector Agote la tarde anterior, había solicitado, de urgencia, una orden de detención para Carlos Iriarte y otra de registro de su propiedad; ambas cursadas a media mañana. Con las órdenes de detención y registro en su poder, sin demorarse un segundo, preparó el operativo y se desplazó a la finca del sospechoso acompañado por el subinspector Cerezo y tres patrullas de la policía foral de apoyo.
Golpearon insistentemente el portón del caserío al grito de—: ¡Abran la puerta. Policía! —Pero ante la falta de respuesta ordenó que desenfundaran las armas; a excepción de dos de los agentes que, con un ariete en mano, se encargaron de embestir y derribar el viejo ahora resistente portón.
Accedieron en tropel apuntando con sus armas hasta el más recóndito de los recovecos del interior, desplegándose hasta acabar abarcando las tres plantas del caserío incluida la buhardilla, pero sin llegar a encontrar ningún tipo de rastro de la joven secuestrada ni del sospechoso.
Convencido a priori de que daría con los huesos de Nekane Lizardi en aquel maldito caserío, el inspector Peña recibió un pequeño shock al no encontrar, en el minucioso registro que efectuaron, pruebas o indicios que confirmaran que hubiera habido rehenes en aquella casa. A pesar del contratiempo, dudando sí no se habría precipitado, el inspector se rehízo rápidamente. Dedujo que el cabrón de Carlos Iriarte debía de tener a su víctima cautiva en alguna cueva o, por qué no, en alguna de las muchas bordas existentes en los montes aledaños. Lo preocupante del asunto era que se había quedado con el culo al aire. «Por Judas que en cuando tuviera a aquel mequetrefe delante de sus narices le arrancaría las orejas a tirones», se juró rabioso.
Avanzada ya la tarde tomó la decisión de dejar una patrulla de retén, que sería relevada cada ocho horas. A ver si sonaba la flauta y aquel degenerado era lo suficientemente estúpido cómo para dejarse caer por su propiedad. Entre tanto, en compañía del subinspector Cerezo, abandonó la finca en dirección a la capital; con las otras dos patrullas de la policía foral escotándoles y un agrio sinsabor en la boca.
Agnès y el subinspector Agote, tras mantener una breve reunión con Igone en Pamplona, en la que le entregaron la colilla que Guiputxi tiró al suelo para que encargara realizar una prueba de ADN con la saliva que impregnaba la misma, decidieron realizar una vista a Aimar Gorostiza: El Cabra. En la reunión anterior, Agnès no se había quedado satisfecha e intuía que el chaval no contó todo lo que sabía. Quería conocer el motivo que llevó a Carlos Iriarte hasta él e incluso por qué había llegado a agredirle; y esta vez no le iban a dejar marchar tan fácilmente. Intuía que la información que Guiputxi le había sonsacado era el hilo conductor que tanto necesitaban. Por lo que decidió presionarle con la ayuda del subinspector.
Le habían telefoneado en reiteradas ocasiones para concertar una cita pero su móvil permanecía apagado, motivo por el cual decidieron acercarse hasta su casa. Pulsaron el timbre del 3ºb, donde vivía El Cabra con su madre. Una voz de mujer les atendió:
—Bai. Nor da?
—Buenas tardes, señora. ¿Está Aimar en casa? —le preguntó Agnès.
—¡No! —contestó la mujer—. Está fuera.
Ni Agnès ni el subinspector Agote alcanzaron a interpretar correctamente el sentido de aquella definición. ¿Volvería en un rato? ¿Se había fugado? Y, de ser así, ¿adónde?
—¿Podemos hablar con usted? —le rogó Agnès.
Tras titubear un momento—, suban —les invitó la madre del Cabra a la vez que pulsaba el portero automático.
La puerta del piso del Cabra se encontraba entreabierta. Agnès tuvo la impresión de que su madre intentaba evitar que los vecinos tuvieran conocimiento de aquella visita. La abogada no se sorprendió, Aimar tenía toda la pinta de ser un verdadero figura… Cuando se actúa furtivamente siempre existe una razón, y no era complicado deducir los motivos que llevaban a su madre a proceder con tal cautela. Inesperadamente, la puerta acabó de abrirse completamente.
La mujer aparentaba los sesenta años. Por su fisonomía tenía que ser originaria de la región. Con la mirada parecía rogarles que fueran discretos. Y, sin darles siquiera tiempo a presentarse, con un gesto de mano les invitó a entrar en el piso. Seguidamente, cerró la puerta tras de sí. Sólo entonces, pareció relajarse un poco.
—¿Qué desean? —les preguntó con cerrado acento vasco.
—Buenas tardes, señora —le saludó, Agnès—. Queríamos hablar con Aimar.
Esperando su respuesta y observándola atenta, Agnès no pudo evitar sentir por ella una especie de compasión; era el fiel reflejo de tantas y tantas madres que, por el amor incondicional que les profesan, encubren a sus hijos por muchas fechorías que éstos cometan.
—Ya les he dicho que no está en casa. Se ha ido unos días fuera —les aseguró.
E, intentando salir de lo que intuía como una encerrona, les preguntó:
—¿Son ustedes policías?
—No —le mintió la abogada ocultando la identidad del subinspector, consciente del resquemor que genera en la gente sencilla la sola mención de la policía—. Somos abogados. Este es mi compañero Patxi, y yo me llamo Agnès… Agnès Albert.
La madre del Cabra sintió un gran alivio. De su hijo hacía tiempo que no esperaba nada bueno—. Para qué quieren hablar con Aimar? —les preguntó.
—Creemos que tiene una información que es muy importante para nosotros —le dijo Agnès.
—No sé dónde está —mintió la mujer.
«¿Se podía esperar otro comportamiento de una madre?», se preguntó Agnès. Decidió subir la apuesta. No deseaba airear sus actividades pero ésta era una de esas situaciones en las que era inevitable sí se pretendía conseguir algo.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó con la intención de ganarse su confianza.
—Ana…
—Está bien, Ana. Lo que voy a decirle es fundamental que se mantenga en la más absoluta discreción; por favor no lo comente con nadie. Estamos investigando el caso de la joven que ha sido secuestrada en Lekunberri. Y creemos que Aimar tiene conocimiento de una información que para nosotros es fundamental; para ayudarnos a encontrar a la pobre chica y poder liberarla.
La madre del Cabra sintió flaquearle las piernas. Esperaba este momento desde el mismo día en que enviudó, siendo aún su hijo adolescente. Nunca se sintió capacitada para controlarle y llevarle por el buen camino. Pero lo cierto es que jamás llegó a pensar en verlo relacionado con un caso de secuestro. Aquello superaba sus perores presagios. Dificultosamente pudo articular:
—No sé nada… No sé adónde ha ido…
—Tranquila, Ana. No estamos diciendo que Aimar esté implicado en el secuestro. Simplemente que sabe algo de suma importancia para nosotros. ¡Por favor, ayúdenos! —le suplicó Agnès.
—Sí no sé nada, señorita. No tengo ni idea de dónde está. Nunca me dice lo que hace —insistió la madre del Cabra. Por muy ciertas que fueran las palabras de aquella mujer, ella no diría nada.
Consecuente Agnès con la impresión que acababa de sufrir Ana al comprender que su hijo estaba envuelto, de una forma u otra, en el caso de secuestro del que todo el mundo hablaba, optó por no presionarla más; ahora convencida de que la semilla recién plantada en el mismo centro de su alma finalmente germinaría y acabaría por informarles del paradero de su hijo.
—Está bien, Ana, no se preocupe. Le voy a dejar mi tarjeta. En ella está mi número de móvil. Lo único que le pido es que se no olvide de Nekane… la joven secuestrada. Su vida corre peligro —finalizó Agnès martirizando intencionadamente la conciencia de la pobre mujer.
La sufrida madre del Cabra, con los ojos enrojecidos y conteniendo la emoción, miró a su interlocutora un instante rogándole comprensión.
—Gracias por todo, señorita. Si me entero de algo la llamaré —le prometió.
—Adiós, Ana. Y no se olvide de Nekane —insistió Agnès hurgando más sí cabe en la herida abierta.
—Agur… —les despidió la mujer cerrando seguidamente la puerta.
El subinspector y Agnès abandonaron el edificio algo desalentados por el pequeño fracaso sufrido, pero con la esperanza de que en poco tiempo un creciente sentimiento de culpa acabaría por derribar las férreas defensas de la madre del Cabra, y que finalmente acabaría por llamarles.