Capítulo 4

NEKANE salió al exterior del recinto dejando atrás los acordes de la música House que en esos instantes reverberaban en todas y cada una de las paredes de la disco. Sin rumbo fijo y cabizbaja, se encaminó hacia la zona de estacionamiento de vehículos. Necesitaba relajarse.

—¡Guapa…! ¿Dónde vas tan solita? —le pareció escuchar, acompañado el estúpido piropo de las típicas risitas de imberbes adolescentes.

«Egoi es un verdadero majadero», no paraba de decirse según caminaba. ¿Para qué diablos pensaba que habían quedado? Se habían acercado desde Pamplona hasta Lekunberri, a la disco, sin la compañía de los amigos para tener más intimidad. ¿Y a qué se dedicaba él? A tontear con la primera niñata que le hacía ojitos.

Caminó, errante, rememorando constantemente la imagen de Egoi sonriéndole abobado a aquella niñata con la que se lió a charlar en la barra. Repentinamente, sintió el intenso frío nocturno en la piel desnuda de sus hombros, pero a pesar de ello continuó caminando. Se dirigió hacia el exterior del parking por sentirse incómoda entre los pequeños grupos de chicos y chicas que lo ocupaban, unos dentro y los otros fuera de sus respectivos coches, charlando y riendo, mientras liaban y fumaban sus petas.

La disco estaba ubicada en el polígono industrial de la pequeña localidad Navarra, escasamente iluminado y alejado del casco urbano, y al que se accedía por una estrecha carretera que serpenteaba suavemente. Continuó andando, pausada, sobre el irregular asfalto. Atisbó, a unos metros, un pretil de piedra construido sobre un pequeño puente que salvaba un riachuelo. Decidió que sería un lugar ideal en el que sentarse y tratar de relajarse un poco.

Acomodada en el pretil, extrajo la cajetilla de cigarrillos y el mechero del bolso. Usaba el tabaco para momentos de ansiedad, y éste, precisamente, era uno de ellos. Encendió el pitillo, inhaló profundamente el humo y, tras una corta pausa, lo exhaló. Seguidamente, concentró sus sentidos en la quietud del lugar: el aire olía al frescor del rocío; el discurrir del agua, topándose contra los cantos rodados que poblaban el río, cantaba su monótona melodía; y en el cielo, raso, predominaba el pulular de las estrellas. Nuevamente, Nekane, se llevó el pitillo a los labios e inhaló su humo.

De repente se sobresaltó, convencida de haber percibido un pequeño ruido a su espalda. Un escalofrío recorrió su cuerpo y sintió miedo. Nuevamente volvió a oír el mismo ruido, muy próximo y casi inaudible, parecido al de una pisada. Asustada, se giró.

En la oscuridad de aquella noche sin luna, dificultosamente pudo distinguir cómo un puño se acercaba veloz y directo hacia su propio rostro. A pesar de la sorpresa experimentada deseó gritar, pero antes de llegar a producir el más mínimo sonido y sin poder evitarlo, recibió el violento impacto a la altura del pómulo izquierdo. Su cabeza giró bruscamente hasta casi sentir desnucarse. Cayendo y quedando, seguidamente, inerte e inconsciente sobre el asfalto.

 

Unos violentos espasmos hicieron que Nekane recuperara la consciencia. Una mordaza le impedía respirar cómodamente y sentía ahogarse. ¿Dónde estaba? ¿Qué sucedía? Tendida de lado, en posición fetal, sintió el traqueteo del vehículo y comprendió que se hallaba prisionera en el maletero de un automóvil. Quiso moverse y no pudo, las ligaduras que ataban sus pies y manos se lo impidieron. Un inaudito terror se apoderó de ella.

—¡Ay! —se quejó al sentir, repentinamente, un intenso dolor en el rostro. Recordó lo que acababa de sucederle: el tremendo puñetazo que le habían dado en plena cara, y no pudo evitar pensar que aquello no podía estar sucediéndole. Tenía que tratarse de una maldita pesadilla.

El traqueteo del vehículo al transitar sobre un bache la devolvió a la realidad. Quiso gritar y le resultó imposible. Las malditas pelusas de la tela de la mordaza se le adherían a la lengua y al paladar provocándole deseos de vomitar. Inesperadamente, una arcada ascendió por su tráquea conteniendo los restos del líquido de la última copa que había tomado… y de restos de comida también, mezclada con ácidos estomacales. No pudo evitar que se le convulsionara el rostro.

«¡No, por Dios!», rogó para sí.

Los vómitos, inexorablemente, se toparon con la mordaza. Toda la musculatura del entorno de su cuello, en un acto reflejo, se contrajo, cerrando el paso a las vías respiratorias para evitar ahogarse. Los ojos los sintió salírsele de las órbitas. Necesitaba respirar. Hizo un intento por serenarse. Con gran esfuerzo… y repulsión, fue tragando, poco a poco, los restos que le anegaban el paladar. Finalmente, y tras volver a ingerir toda aquella porquería, pudo por fin abrir las vías respiratorias y realizar la toma de aire que tanto precisaba. Inevitablemente, un ataque de histeria comenzó a dominarle hasta casi hacerle perder la cordura. Y, un desgarrador sollozo surgió de su misma alma.

Repentinamente, el vehículo redujo la velocidad significativamente. Probablemente habían llegado a su destino. Tras sentir cómo giraban a la izquierda notó aumentar considerablemente el traqueteo del automóvil. Se deslizó hacia adelante hasta topetar con los respaldos de los asientos traseros. Habían iniciado un tramo de descenso. El terror que la embargó la hizo extremar los sentidos: analizando cada ruido… cada vaivén que se producía en el interior del reducido habitáculo. Incapaz de detener la mente, miles de pensamientos la abordaron y ninguno de ellos la confortó o tranquilizó, sino todo lo contrario. Fuera quien fuere el que estaba haciendo aquello abriría el maletero una vez detuviera el vehículo, y debía prepararse para afrontar ese terrorífico momento.

El vehículo se detuvo. Dejó de oír el sonido del motor y notó cómo se abría y cerraba una de las puertas. El corazón se le aceleró a tal ritmo que lo sintió latir en el cuello. Escuchó unas apagadas pisadas aproximarse a la parte trasera del vehículo, sintió el chasquido del cierre del portón del maletero tras ser activado, y vio como los muelles hidráulicos hacer el resto… acabando por levantar el portón. La noche, ante sus ojos, se mostró sumamente oscura. La silueta de un hombre más oscura aún que la propia noche se recortaba contra el cielo. Deseó hablar, chillar, preguntarle: ¿por qué?; la mordaza se lo impidió. Mientras, pudo distinguir reflejos de luz en una de las manos del hombre. «¡No, por Dios! ¡Me va a acuchillar!», pensó Nekane desesperada y contemplando absorta el cuchillo.

El secuestrador se inclinó hacia adelante a la par que hacía un rápido movimiento con la mano armada, introduciéndola en el interior del maletero. Nekane creyó haber llegado su hora. Desesperada intentó sin éxito moverse, soltarse y, cuándo creía que iba a ser degollada, sintió cómo sus pies quedaban liberados de las ligaduras.

Con los pies libres pero con los brazos aún amordazados tras la espalda hizo ademán de levantarse, pero antes de poder siquiera moverse, el secuestrador la asió con una mano por la cabellera y tiró de ella hacia el piso del maletero. Seguidamente, acercó su boca a escasos centímetros del oído de Nekane y le amenazó:

—Como te muevas… ¡perra!, te mato aquí mismo.

Nekane exclamó un apagado—: ¡ay…! —de dolor a través de la mordaza al sentir cómo el hombre tiraba nuevamente de su cabellera izándola, y forzándole a salir del cubil. No le quedó otra opción que adecuar sus movimientos a los de la firme mano del secuestrador ya que el dolor que le estaba infringiendo en el cuero cabelludo le resultaba insufrible. Pero, inmovilizada de manos y sin poder evitarlo, cayó de bruces contra el suelo, de grava, recibiendo nuevamente la mayor parte del golpe sobre su tumefacto pómulo izquierdo.

Por un instante Nekane creyó desmayarse nuevamente y volvió a sentir deseos de vomitar, pero tuvo que ceder a la presión ascendente que la mano del secuestrador ejercía sobre su cabello. Una vez logró ponerse en pie, a trompicones, se dejó llevar. Accedieron al interior de un caserío. A oscuras, el secuestrador se orientó perfectamente, dirigiéndose sin vacilar hacia una escalera descendente camuflada tras una puerta. Nekane dedujo que llevaría a una cuadra o alguna especie de sótano.

Una vez en los sótanos transitaron por varios habitáculos hasta que el secuestrador, finalmente, se detuvo en uno de ellos. La aprisionó rudamente contra una de las paredes, de piedra, y sintió cómo palpaba sobre ésta hasta que encontró lo que buscaba. Seguidamente, notó un grillete que remataba una cadena ceñírsele sobre una de la muñeca izquierda. Sólo entonces el secuestrador le cortó las ligaduras que le aprisionaban los brazos y le soltó la mordaza. Los brazos de Nekane se relajaron y pudo finalmente respirar cómodamente. Antes de poder girarse completamente el secuestrador retrocedió hasta lo que, en la penumbra, le pareció el umbral o paso por el que habían entrado.

—¡Cómo te oiga siquiera murmurar, bajo aquí y te aseguro que te vas a arrepentir! ¡Perra! —le advirtió el hombre desde la distancia.

Seguidamente y sin mediar más palabras, el tenebroso personaje se fundió en la oscuridad predominante en aquel lugar.

 

Llevaba dos días con sus respectivas noches presa, con la muñeca izquierda ceñida por un grillete que remataba una cadena. Nekane llevaba la cuenta del paso del tiempo por la escasa luz que lograba alcanzar la mazmorra. En el transcurso de ese par de días no había vuelto a saber nada del carcelero. Únicamente mantenía grabada en su retina la tenebrosa silueta del secuestrador recortada contra el oscuro cielo nocturno, sin cara, sin expresión, la noche que le apresó.

Le aterraba saber que, en transcurso de la segunda noche, la visitó mientras ella dormía. Confirmaba este hecho los suministros de agua, víveres y enseres que había depositado sobre una pequeña mesa existente en un rincón del zulo. Un estremecimiento le recorría el cuerpo cada vez que pensaba en ello. Se encontraba completamente indefensa y a merced del secuestrador.

Los peores momentos los sufrió al principio del encarcelamiento: las primeras horas del primer día. Cada interminable segundo transcurrió ahíto de aciagos presentimientos, turbias emociones y desesperados pensamiento; cada hora le resultó una eternidad. Finalmente, asumió la cruda realidad.

Hacía ímprobos esfuerzos por no gritar. Se recostaba sobre el camastro, hecha un ovillo, y lloraba en silencio. Le aterraba la idea de que su llanto molestara al secuestrador y bajara al sótano y le pegara… El intenso dolor que sentía en el pómulo, sumado a las magulladuras que se produjo al caer de bruces contra el suelo tras ser forzada a salir del maletero, le convencían de que la amenaza de castigarle duramente si la oía hablar, gemir o quejarse, era bien cierta.

Descontando las adversas circunstancias, la nefasta situación en la que se encontraba, lo que más le desesperaba era la incomunicación. A tal extremo de enajenación llegó por momentos que creyó volverse loca. Y, por no sufrirlos, llegó incluso a desear la visita del secuestrador; únicamente por tener a alguien con quien hablar. Sintiendo, seguidamente, una gran repulsión hacia sí misma por tener aquellos deseos tan siniestros e ilógicos.

No sabía qué hora era. Por el tiempo transcurrido desde que los primeros rayos de luz alcanzaron la mazmorra, al alba, calculaba que estaba atardeciendo. En el piso superior no había oído ningún tipo de ruido en lo que iba del día. El carcelero se encontraría fuera.

En muchos momentos llegaba a la conclusión de que lo que buscaba, a través de ella, no era otra cosa que el cobro de un rescate. O así lo quería pensar, aún consciente de las malas pasadas que la mente nos juega muchas veces haciéndonos creer lo que deseamos y ocultándonos la realidad. Basaba esta conclusión en el hecho de que, desde la noche en que tan violentamente le secuestró, no volvió a agredirle; y en lo cauteloso que siempre se mostró, cómo sí pretendiera protegerse para evitar ser reconocido con posterioridad. Estas conclusiones le llevaban a pensar que, previsiblemente, solicitaría un rescate por su liberación, y al cual su padre accedería sin ambages. Y que, una vez pagado, la dejaría marchar.

Un rayo de esperanza tocaba su corazón cuando tenía este tipo de pensamientos; desvaneciéndose, seguidamente, al rememorar su vida robada y a sus seres queridos. E inevitablemente preguntándose: «¿qué no estaría pasando por la mente de sus padres?, ¿qué sentirían en esos momentos tan dramáticos para ellos?». La imagen de su madre destrozada, sollozando desconsolada por la noticia de su desaparición, por momentos le abrumaba.

Decidió sobreponerse y comer algo, cuanto más fuerte se encontrara mejor para afrontar la situación. Se levantó del sucio y estrecho camastro y se acercó a la mesita del rincón. Lo único que le había dejado para alimentarse, la noche anterior, constaba de: bolsas de patatas fritas, un queso, diversos fiambres al vacío, dos bolsas de pan de molde, cuatro botellones de agua de 5 litros cada uno de ellos, y alguna que otra porquería.

«Qué asquerosidad», pensó. Pero hizo de tripas corazón y se preparó un par de bocadillos: uno de jamón y otro de queso.

Una vez se comió los dos sándwiches bebió un poco de agua, a morro, de uno de los botellones, y, sin otra cosa en qué ocupar el tiempo, volvió a acostarse. Previamente, había pensado en caminar por la celda para mantenerse en una buena condición física, pero se sentía tan desanimada que desistió de hacerlo. Tumbada boca arriba, se propuso comenzar con la preparación física al día siguiente, caminando de un a otro lado de la celda hasta donde la cadena se lo permitiera.

Repentinamente, oyó ruido proveniente de la planta superior. Sin poder evitarlo se irguió y puso tensa. La mala bestia había vuelto. Ante su cercanía no pudo evitar aterrarse. Su corazón comenzó a latir frenético. Sobre todas las restantes circunstancias temía quedarse dormida… y a merced del secuestrador. Intentó serenarse, podía hacer con ella lo que le placiera y en el momento que quisiera, se encontrara despierta o dormida, y sí no lo había hecho ya era porque no tendría intención de hacerlo. La liberaría cuando su padre pagara el rescate.

Saltando de pensamiento en pensamiento y a cada cual más opuesto, fueron transcurrir las horas. La luz natural que llegaba escasa a la mazmorra hacía tiempo que había dejado de hacerlo. Era la noche. Agotada, se giró y acostó de lado, se arropó con la única manta que tenía y, en un momento inconcreto, se durmió.