Capítulo 21

FRANCISCO PÉREZ, Arzobispo de la Archidiócesis de Pamplona y Tudela, oficiaba misa de las doce en la catedral de Pamplona. El aforo de la nave destinada a los feligreses estaba más vacío de lo que a Monseñor le complacía, y por sí esto fuera poco, lo que más le perturbaba era la media de edad de los asistentes al culto, que superaba con creces los sesenta años. «Había que hacer algo», pensó. Si la cosa seguía de este modo la Iglesia se iría al garete.

Previamente a la Liturgia de la Palabra pudo distinguir, entre los concurrentes, la asistencia al culto del Fiscal Jefe: don Fernando Zarra, así como la de los padres de Nekane: Pilar Bustiza y Pedro Mª Lizardi, visiblemente compungidos ocupaban la primera fila de bancos. Discretamente, susurrándole al oído, el Arzobispo le transmitió una orden a uno de los ministros asistentes para, seguidamente, continuar con la ceremonia.

En ese día, continuando con La liturgia de la Palabra, escogió la lectura de Lucas 8:26-39, en la que Jesús expulsa a los demonios:

 

Y arribado a la tierra de los gadarenos, se le acercó un hombre de la ciudad, endemoniado desde hacía mucho tiempo; y no vestía ropa, ni moraba en casa, sino en los sepulcros. Al ver a Jesús, postrándose a sus pies, exclamó: «¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te ruego no me atormentes». Porque mandaba al espíritu inmundo que saliese del hombre, pues hacía mucho tiempo que se había apoderado de él. Y le preguntó Jesús: «¿Cómo te llamas?» Y él le dijo: «Legión». Porque muchos demonios habían entrado en él, y le rogaban que no los mandase ir al abismo. Había allí un hato de cerdos que pacían en el monte, y le rogaron que les dejase entrar en ellos, y les dio permiso. Y los demonios salieron del hombre, entraron en los cerdos, y el hato se precipitó por un despeñadero al lago, y se ahogó, y los pastores huyeron despavoridos dando aviso por los campos y en la ciudad. Y salieron a ver qué había sucedido, y vieron a Jesús, y vieron al hombre de quien habían salido los demonios sentado a los pies de Jesús, vestido y en su cabal juicio, y tuvieron miedo. Y los que lo habían visto les contaron cómo había sido salvado el endemoniado. Y entonces, toda la turba venida de la ciudad y los campos tuvo miedo, y le rogó que se marchara. Y Jesús se montó en la barca, pues en ella había venido, y se volvió. Y el hombre que había exorcizado le rogó que le dejara estar con Él, pero Jesús le despidió, diciendo: «Vuélvete a tu casa y cuenta cuán grandes cosas ha hecho Dios contigo». Y él se fue, publicando por la ciudad y los campos cuán grandes cosas había hecho Jesús por él.

 

Finalizada la lectura bíblica y continuando con la Liturgia de la Palabra, Monseñor se dispuso para la Homilía. Observando de soslayo, pudo apreciar el profundo dolor que afligía a la devota feligresa Pilar Bustiza, quien, cargando el cuerpo sobre el de su esposo, y apoyando la cabeza sobre su hombro, se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Y ruego a ti, Jesús, —continuó el Arzobispo con la misa—, que como hiciste con el gadareno, expulses los demonios del hombre que aflige con sus perversos actos a nuestros feligreses aquí presentes: Pilar y Pedro María, siervos tuyos.

En el sepulcral silencio predominante un hiriente gemido pudo oírse proveniente de la primera fila de bancos.

—Y una vez exorcizado de los demonios que le gobiernan y dirigen —continuó Monseñor ajeno al sollozo de Pilar—, devuelva sana y salva a nuestra queridísima Nekane, congregante de ésta tu comunidad de fieles. Y para que así se haga, roguemos todos juntos al Señor Nuestro Dios y Padre Misericordioso.

Finalizada la Homilía, la había acompañado el insistente sollozo de la madre de Nekane, Monseñor continuó con la Liturgia Eucarística y el Rito de Conclusión, hasta que dio por finalizada la misa.

Pilar Bustiza y Pedro María Lizardi fuero los últimos en abandonar la Catedral. Apoyándose en el brazo de su marido, caminaron por el pasillo central hacia el exterior. Tras traspasar las puertas del templo una intensa y radiante claridad incidió en los ojos de ambos, deteniéndose un momento para adaptar la vista al violento cambio lumínico experimentado.

—Buenos días les dé Dios —les abordó afablemente uno de los ministro de la iglesia que habían ayudado a oficiar misa a Monseñor.

—Buenos días, Padre —le respondió Pedro María—. ¿Qué desea?

A escasos metros, de pie, permanecía un señor con discreta compostura. Señalándole, el Padre les informó:

—Deseo presentarles a don Fernando Zarra, Fiscal Jefe. Monseñor solicita reunirse con ustedes y el fiscal.

Tras un momento de indecisión, Pedro María Lizardi argumentó que su esposa se encontraba muy afectada, y que consideraba que lo mejor, en su estado, era que se retirara a descasar. Asistiría él. Se despidió de Pilar y, seguidamente, los tres hombres se dirigieron al despacho del Arzobispo.

Monseñor se había desprendido del alba, el amito y el cíngulo con los que había celebrado la misa, por lo que les esperaba vestido de seglar: con chaquetilla y pantalón negro; únicamente el alzacuello y un crucifijo daban cuenta de su condición. De esta guisa recibió a sus invitados:

—Buenos días, queridos amigos. Pasad… pasad.

—Su Ilustrísima… —se agachó Pedro María y le besó la mano. Acción que, a continuación, también llevó a cabo el Fiscal Jefe.

—¿No ha venido Pilar? —peguntó el Arzobispo

—No, Su Ilustrísima. No se encuentra en bien y se ha retirado a descansar —le aclaró el padre de Nekane.

—Lo comprendo, Pedro María —le respondió Monseñor—. En estos momentos tan duros hemos de ser fuertes y tener fe en los designios del Señor.

—Sí, Su Ilustrísima. Es lo único que nos queda: fe y esperanza —sentenció el padre de Nekane.

—Querido Pedro María —continuó el Arzobispo—, te hecho venir para mantener una charla con nuestro querido amigo don Fernando, que, como sabes, es el responsable de la investigación sobre el caso de vuestra hija.

Don Fernando y Pedro María se observaron un instante, mientras asentían a las aclaraciones de Monseñor.

A propósito, Padre —interrumpió sus explicaciones éste dirigiéndose al sacerdote—, no le necesitamos más.

—Sí precisa de mi estaré en la antesala —se ofreció, servil, el Padre Bernardino. Por nada de este mundo estaba dispuesto a poner en juego el magnífico puesto que ocupaba.

Una vez se quedaron solos el Arzobispo les invitó a sentarse, a la vera de su escritorio, en un cómodo conjunto compuesto por un sofá y dos sillones.

—Les he reunido —comenzó el prelado de la iglesia una vez se acomodaron—, para que usted, don Fernando, le explique a nuestro querido amigo en qué fase se encuentran las investigaciones del caso de su hija. Sí está en nuestra mano mitigar el sufrimiento que está padeciendo esta buena familia, como buenos cristianos, es nuestra obligación contribuir a ello.

—Por supuesto, Su Ilustrísima —le respondió el fiscal.

Y se dirigió seguidamente al padre de Nekane:

—En primer lugar asegurarle, Pedro María, que pueden usted y su esposa contar con nuestra total solidaridad y compromiso. No vamos a detenernos hasta localizar a ese desalmado y lograr liberar a su hija.

—Gracias, don Fernando —aceptó su compromiso Pedro María.

Observado atentamente por el Arzobispo, el jefe de la fiscalía continuó su relato:

—Estoy en condiciones de afirmar que tenemos al secuestrador de Nekane identificado. Y, perdóneme por la expresión, con el aliento en su cogote.

—¡Por Dios que necesitaba oír algo así! —prorrumpió pedro María interrumpiéndole.

Monseñor, por su parte, se arrellanó satisfecho en el sillón. Satisfecho por ser el artífice de ofrecer un atisbo de esperanza a aquel buen padre de familia y mejor cristiano. Con suma atención, continuó atento a las explicaciones del fiscal.

—Si me permite, Pedro María —continuó el jurista—, le realizaré una breve exposición de los hechos. Como ya sabrá, a través de los medios de comunicación, y con anterioridad al secuestro de Nekane, sucedieron dos casos de secuestro y posterior asesinato; y que los dos principales sospechosos han sido excarcelados.

Siguiendo atentamente la narración del fiscal, Pedro María asintió e hizo inciso:

—En efecto, don Fernando. Además, Su Ilustrísima tuvo a bien informarme sobre la conversación que mantuvieron ustedes sobre esos hechos.

—Perfecto —convino don Fernando Zarra sin poder evitar preguntarse qué más le habría contado el Arzobispo. Mientras éste, cogido en orsay, les ofrecía su mejor cara de buen jugador de mus—. En ese caso, obviaré esos hechos y le informaré sobre nuestras últimas pesquisas.

—Me parece muy bien, don Fernando —aceptó el padre de Nekane.

—La investigación la dirige el comisario Santiago Leunda, un gran profesional que tiene a su cargo un extraordinario equipo capitaneado por el inspector Ángel Peña. Ayer mismo, el inspector y uno de sus ayudantes, registraron el vehículo del sospechoso en la localidad de Leitza. En el transcurso del registro encontraron un pequeño bolso de mano perteneciente a su hija. Lo sabemos porque en su interior hallamos su documento de identidad.

A Pedro María Lizardi, que no se esperaba aquella información, le dio un vuelco el corazón. Era la primera noticia que tenía de Nekane desde el día en que desapareció. Atentamente observado por el Arzobispo, con evidente anhelo, preguntó al fiscal:

—¡¿Qué más han descubierto?!

—En principio, únicamente el bolso con su DNI y algunas de sus pertenencias —le informó el fiscal—. Estamos convencidos de que el sospechoso se ha dado a la fuga.

—¿Y… de mi hija, qué más saben? —insistió Pedro María nervioso—. ¡¿Nada más…?!

—Hemos registrado la vivienda del sospechoso y no hemos encontrado ni a su hija ni indicios de que la haya tenido cautiva en ella. Estamos totalmente convencidos de que la tiene cautiva en alguna borda de los montes aledaños a su propiedad o en alguna especie de gruta o cueva.

—¡Pero…!

—Permítame, Pedro María. Permítame que continúe —le interrumpió don Fernando—. Ayer hemos activado cuatro patrullas de montaña que están peinando todas las bordas en un radio de diez kilómetros, tomando como punto de referencia la vivienda del sospechoso. En el caso de no fructificar el intento de localizar a Nekane, ampliaremos el radio a quince kilómetros; y, por otra parte, estamos realizando un mapa con las grutas y cuevas existentes en toda zona, con intención de realizar un exhaustivo registro a todas ellas.

Se produjo un largo e incómodo silencio en el que el padre de Nekane valoraba lo que le acababa de contarle don Fernando.

—Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos, Pedro María. No lo dude —le aseguró el fiscal—. Y no vamos a parar hasta encontrar a su hija.

—Lo que me aterra es la posible reacción del secuestrador —se sinceró el padre de Nekane visiblemente emocionado—. No puedo evitar pensar que, al sentirse acorralado, opte por acabar con la vida de mi hija.

—Es una posibilidad pero no creemos que haya sucedido ya ni que vaya a suceder. En primer lugar, porque nos hemos presentado en su propiedad sin que él lo esperara. Y, la segunda razón en la que me baso, es el convencimiento de que ha huido a la desesperada. Ha tenido que abandonar a Nekane a su suerte en donde la tiene cautiva.

—¡Por Dios! ¡Cuánta maldad! —no pudo dejar de exclamar Monseñor.

Pedro María quería creer, necesitaba creer en lo expuesto por el jefe de los fiscales. No dejaba de ser un maldito clavo ardiendo al que agarrarse pero… un clavo al fin y al cabo.

—Supongo que es todo. ¿No es así, don Fernando? —le preguntó finalmente al jurista.

—Así es, Pedro María, de momento es todo lo que le puedo decir. En las próximas setenta y dos horas tenemos previsto finalizar con los registros de las bordas y de las cuevas existentes en la comarca. Estoy convencido que para entonces ya hayamos encontrado a su hija.

Pedro María se mantuvo un instante pensativo, asimilando lo que le acababa de exponer el fiscal. Finalmente, agradeció a don Fernando su deferencia, consciente de que tanto él como la propia policía estaban haciendo todo lo que estaba al alcance de su mano; no podía pedirles un imposible.

—Si no tenemos nada más que tratar, me van a disculpar ustedes —comenzó a despedirse del fiscal y el Arzobispo—. Tengo que volver con mi esposa.

—Vaya usted, Pedro María —convino con él el prelado.

—Le tendré informado. Tenemos acorralado al sospechoso y es cuestión de horas su detención —le animó el fiscal mientras estrechaban las manos.

El padre de Nekane, una vez finalizada la reunión, abandonó cabizbajo el despacho del Arzobispo; sin saber a ciencia cierta si eran buenas o malas las noticias que acababa de recibir.

 

El subinspector Cerezo y el inspector Peña se encontraban a las puertas de Donostia. Se dirigían al depósito de vehículos decomisados de la policía municipal de la ciudad. Habían sido avisados, por la guardia civil de Leitza, de la sustracción de un vehículo en la localidad; y de que éste había sido localizado en las inmediaciones de la Estación del Norte de la capital guipuzcoana. A pesar de ser domingo, tras recibir el aviso, Cerezo y Peña optaron por desplazarse a Donostia, para echarle un vistazo al coche. Salieron de la pista y accedieron a la avenida que transcurre paralela a la ría. En el Puente de Santa Catalina giraron para tomar el desvío que lleva al barrio de Egia. Alcanzaron el Paseo Duque de Mandas, calle en la que está ubicado el depósito de vehículos decomisados. Y, por la rampa de bajada al subterráneo, accedieron finalmente al depósito de vehículos. Una barrera de seguridad les impidió el paso.

—Buenos días, ¿que desean? —les preguntó el agente de retén.

El inspector Peña extrajo su cartera con la identificación y placa policial, y mostrándosela:

—Buenos días, agente. Inspector Peña, de la Foral Navarra.

—Disculpe, inspector, no le he reconocido.

—No se preocupe… Nos han informado que tienen en depósito un vehículo sustraído en la localidad de Leitza.

—Sí, inspector, tenemos el vehículo. Estaba denunciado como robado en Leitza y una patrulla lo ha detectado enfrente de la estación del tren.

El inspector tenía conocimiento de tal hecho, pero ante las palabras del agente no puedo evitar pesar que la sanguijuela de Carlos Iriarte bien podía haber cogido un tren y haberse esfumado.

Pueden pasar —les indicó el agente elevando la barrera—. Está al fondo. Es un Nissan Patrol de color blanco y marrón; no tienen perdida. Y… por cierto, inspector, está hecho un verdadero asco.

—No se extrañe, agente —le replicó el inspector Peña antes de continuar hasta el vehículo—. Esa gente de los pueblos es bastante mugrienta.

—¡Ja, ja, ja…! —rió el agente—. Pues éste se lleva la palma, inspector.

Estacionaron al lado del viejo y destartalado todoterreno. Como les había informado el agente, era de color marrón y con la capota blanca, aunque estaba bastante amarillenta. Se bajaron del coche policial y se acercaron al vehículo decomisado. El inspector se colocó unos guantes de látex y abrió la puerta del conductor. Sin demorarse, se afanó buscando algún objeto o prueba que relacionara el vehículo con Carlos Iriarte; o, incluso, con la joven secuestrada. Pero, aparte de unos aperos de labranza, diversidad de medicamentos para el ganado, bolsas de plástico, todo tipo de papeles, colillas, botes de cristal, tierra, hierba, restos de heces de ganado ovino y un largo etcétera, no encontraron nada de interés.

—¡Pedazo de cerdo que es el tío! —exclamó el inspector tras finalizar el registro—. Pesa más la mierda que el propio coche.

—Sí, inspector —opinó Cerezo tras echarle un vistazo al interior—. Parece un vertedero de basura.

El inspector Peña se sintió planchado. Toda la mañana del domingo perdida para nada. A ver si, con un poco de suerte, la científica daba con alguna huella que implicara a Carlos Iriarte en el robo de aquel vehículo.

—Cerezo, vayámonos —le dijo finalmente a su ayudante—. Aquí no pintamos nada.

Abandonaron el parking con las manos vacías. El subinspector Cerezo se dedicó a circular como en él era habitual. El inspector Peña, por su parte, se mantenía pensativo. Necesitaba, con urgencia, un éxito en aquella investigación. Y no precisamente por la perentoria situación en la que se encontraba la chica secuestrada. A él qué podía importarle su situación. Acaso a ella o su familia les preocupaba una mierda la forma en que él se ganaba las habichuelas. Le importaba una mierda si la violaban, torturaban, mataban; su existencia no significaba absolutamente nada para él. En cambio, la detención del secuestrador, en un caso tan mediático, eso sí que le motivaba. Tal hazaña encumbraría su carrera policial hasta cotas insospechadas. Según analizaba la nueva situación iba poniéndose de peor humor. Deseó, en su fuero interno, que el vehículo recién registrado no hubiera sido robado por Carlos Iriarte. Resultaría una nefasta noticia para sus propios intereses, ya que significaría que el pájaro había volado; y, si había volado, también se esfumaba con él su anhelado éxito.