Capítulo 22

AGNÈS llevaba estacionada casi dos horas en las inmediaciones de la pensión en la que, de madrugada, se alojaron Aimar, Andrés y las dos chicas. Desde su posición, a escasos cincuenta metros, podía ver el pequeño Peugeot del hijo de María Páez.

La espera comenzaba a desquiciarle. Eran horas tontas en las que la mente iba y venía sin sentido alguno, y en muchas ocasiones adentrándose en lugares nada convenientes: los dominios de esos pequeños diablillos que a veces pululan en la mente de uno, y, por regla general, escuchar a estos incorpóreos consejeros no solía acarrear nada bueno. Aburrida, desoyendo al etéreo diablillo que no paraba de aconsejarle que se fuera… que abandonara aquel absurdo cometido, argumentándole que allí no hacía nada más que perder el tiempo, se mantuvo firme en el puesto de vigilancia; hasta que, finalmente, obtuvo su recompensa. Aimar y Andrés se aproximaban, caminado, hacia el vehículo que vigilaba; venían sin la compañía de las chicas. Los dos jóvenes montaron en el coche y, rápidamente, se pusieron en marcha. Agnès dudó un instante si seguirles a vista de pájaro o fiarlo todo al localizador que tenía adherido a los bajos del Peugeot. En el caso de seguirles de cerca era probable que los chicos se dieran cuenta. Finalmente, optó por dejarse guiar por el artilugio electrónico.

Espero diez minutos y, acto seguido, realizó una llamada al localizador. Calculaba que se habrían dirigido a cualquier chiringuito o cafetería a comer algo y que les había dado tiempo suficiente de alcanzar su destino. Sonó, en el móvil, el tono de aviso de un SMS. Era un mensaje del localizador. Lo leyó y traspasó las coordenadas al GPS, y le solicitó la ubicación.

—¡Mierda! —exclamó.

El GPS indicaba una coordenada en la A7 cercana a Málaga. «¿Que iban, a la capital?», se preguntó sorprendida. Decidida a no esperar más, se puso en marcha. A pesar de tenerlos bien cogidos con aquel maldito cacharro electrónico no quería que se alejaran demasiado. Accedió a la A7 y, según conducía, volvió a telefonear al localizador. Transcurridos dos segundos éste le devolvió un SMS. Introdujo las coordenadas en el GPS y comprobó que no se habían detenido, habían pasado de largo la ciudad y continuaban circulando hacia el este. «¿A dónde irían?», no pudo dejar de preguntarse. Fue ejecutando con cierta frecuencia los mismos pasos y, en todos los casos, el localizador le indicó que continuaban en la autovía: dejando atrás las localidades de Torre de Benagalbón, Torre del Mar y Nerja; concluyendo Agnès que el desplazamiento sería más largo de lo previsto. Se convenció a sí misma, en ese momento, de no dejar pasar un maldito segundo más. En cuanto tuviera delante a ese par de chalados se encararía con Aimar y, costara lo que costara, le sonsacaría lo que necesitaba saber.

Continuó tras los pasos de los chicos por el entramado de autovías hasta que, al llegar Motril, abandonaron la autopista. Introdujo las coordenadas que le acababa de enviar el localizador en el GPS y, éste, le indicó que se encontraban en las calles de la pequeña ciudad. Tomó la salida de la autopista y tras alcanzar las primeras edificaciones se detuvo. Volvió a consultar en el localizador el lugar en el que se situaban Andrés y Aimar, y recibió un nuevo SMS indicándole que se hallaba en la Avenida Enrique Martín Cuevas. Condujo el Kia hasta la avenida indicada en la pantalla del artilugio electrónico y, finalmente, pudo distinguir el Peugeot; que estaba aparcado.

—¡Bingooo…! —gritó de emoción.

Dedujo que Andrés y Aimar se habrían acercado a algún bar cercano. Aparcó el Kia en el primer hueco que encontró y se dispuso a echar un vistazo a los establecimientos de hostelería de la zona.

Los detectó rápidamente, acomodados en la terraza de un bar, el Metrópolis, pero se desmoronó su plan de entablar conversación con ellos nada más localizarlos. Estaban en compañía de otros chicos. En total formaban un grupo de seis. Comprendió, al verlos, que sería una pésima idea abordar a Aimar en aquella situación. Aparentemente, todos ellos cojeaban del mismo pie: una verdadera panda de descerebrados. Y, previsiblemente, en el caso de apremiar a Aimar, le mandarían a tomar viento.

—¡Mierda. Mierda. Mierda…! —clamó para sí Agnès. Siempre surgía un imprevisto que le impedía acometer su objetivo.

Optó por acceder al interior del establecimiento. Con la mayor discreción que fue capaz, intentando pasar desapercibida, finalmente entró al bar; tarea que no le costó mucho, ya que los chavales estaba muy interesados en su propia conversación y no prestaban atención a su entorno. Sobre la barra del bar y mirando hacia el exterior, pidió al camarero un botellín de agua y un sándwich vegetal. Estaba hambrienta y, mientras comía, esperaría acontecimientos.

«¿Esperar?», se preguntó. ¿Podía esperar Nekane? ¿Y Guiputxi?, no se encontraría aquel listillo en una situación similar a la de la joven. Ella apostaría a que sí. Tomando como referencia el caso de Uxue Beloki, asesinada hacía más de medio año, entre la fecha en que fue secuestrada y la de su asesinato transcurrieron casi un cuarenta días; pero sin darse la circunstancia de que una tercera persona se hubiera inmiscuido en los hechos. El caso de Nekane Lizardi era diferente: cada vez tenía menos dudas de que Carlos Iriarte había descubierto y abordado al secuestrador. Y el hecho de haber desaparecido resultaba un mal augurio, no pudiendo significar otra cosa que la jugada le había salido cruz. De lo que se podía deducir que también había sido secuestrado o, peor incluso, asesinado. Temía que estos hechos, de ser como los preludiaba, pusieran nervioso al secuestrador y éste acelera los acontecimientos. Resopló en un intento de quitarse presión. Ya tenía suficiente con acechar al maldito Cabra como para agobiarse aún más con aquellos aciagos pensamientos.

Vio acercarse al camarero con el sándwich, que depositó ante ella, deseándole seguidamente buen provecho; el agua se lo había servido previamente. Le agradeció el servicio y le entregó un billete de veinte euros, y se aprestó a cenar.

«Menuda porquería me voy a comer», pensó tras echar un vistazo al rancio sándwich que le acababa de servir.

Se comió finalmente el emparedado y pidió que le sirvieran un café. Mientras lo tomaba, viendo como entraba la noche, se mantenía tensa… atenta a los movimientos de los chicos. Repentinamente, estos se pusieron en movimiento. Agnès se sobresaltó, llevaba un tiempo esperando este momento pero le cogió por sorpresa. Bebió de un trago el café y se dispuso a salir tras sus pasos.

Aimar y Andrés, acompañados por dos de los chavales con los que habían departido, se alejaron caminado por la acera; los otros dos restantes cruzaron la carretera y desparecieron de la vista. Agnès se contuvo un momento, antes de salir tras los pasos del grupo de Aimar. Al rato los vio detenerse… a la altura de un parking de motocicletas.

—¡Mierda! —exclamó.

Si se iban en moto perdía la posibilidad de seguirlos con la inestimable ayuda del localizador que tenía fijado en los bajos del Peugeot de Andrés. Al instante se confirmaron sus sospechas: los cuatro chicos se montaron en dos scooter.

—¡¿Qué hago yo ahora?! —se preguntó desesperada viéndolos alejarse por la avenida. Por un instante se sintió cansada. Le estaba resultando imposible mantener una simple conversación de dos minutos con Aimar.

Se sobrepuso y salió a la carrera en dirección al Kia. Montó en el coche y arrancó el motor rápidamente. Introdujo la primera marcha y giró al máximo el volante. De un zapatazo aprisionó el acelerador hasta que hizo tope. Aflojó el pedal de embrague y, con el motor subido de revoluciones, el Kia salió derrapando sobre el asfalto hasta dar un giro de 180 grados. Con el coche enfilado en el carril opuesto, a Agnès justo le dio tiempo de ver, al final de la avenida, a la última de las dos motocicletas girando a la derecha, y tomar por la calle que lleva a la autopista. Los chicos abandonaban Motril.

—¡Maldita sea! —juró Agnès para sí. Estaba comenzando a hartarse de tanto viajecito.

Accedieron los chicos a la E15 con dirección hacia el levante. Con la noche ya cerrada dejaron atrás las poblaciones de Cartuja y Calahonda. Agnès comenzaba a desesperarse cuando, recorridos unos kilómetros desde ésta última población, los jóvenes tomaron una salida previa a un pequeño túnel… que parecía no llevarles a ninguna parte: no se veía ningún tipo de iluminación que indicara de la cercanía de población alguna. Para no descubrirse, Agnès continuó circulando por la autovía, acabando por introducirse en la bocana que horadaba la tierra. Se angustió. No sabía ni dónde se encontraba ni adónde iba; ni tan siquiera si había otra salida de la autopista cercana. «¿A qué lugar llevaría la salida que habían tomado los chicos?», se preguntaba insistentemente. Se encontraba totalmente bloqueada y tenía que tomar una decisión: el túnel estaba llegando a su fin.

—¡Mierda! —volvió a exclamar mientras golpeaba el volante.

Nada más salir del túnel pudo ver, a la derecha, un carril de incorporación a la vía. No lo pensó dos veces. Dio un brusco volantazo y acabó introduciéndose en él. Detuvo el Kia en el arcén y apagó las luces y el motor. Se sintió sumamente tensa… extremadamente alterada, no había nacido para aquello.

Intentó serenarse pero le resultó imposible. Se bajó del vehículo y, por el carril de acceso a la autopista, en sentido opuesto, se encaminó hacia la loma que el túnel franqueaba. Ascendió hasta alcanzar al punto más alto. A su izquierda se situaba el mediterráneo. Lo oía e incluso podía olerlo. Y, también, en el horizonte, a pesar de la negrura reinante, vislumbraba como el mar recortaba el cielo. Cruzó la carretera y pasó al otro lado. Se movía con sigilo. No sabía si los chicos se habían detenido en la loma o habían continuado su camino. En este segundo supuesto no le quedaría otra opción que retirarse al hotel y continuar tras los pasos de Aimar al día siguiente. Inesperadamente, le pareció oír voces lejanas. «Se habían detenido allí», concluyó. «Pero, ¿para qué?», se preguntó seguidamente. Todo aquello le resultaba sumamente extraño.

Cuando se sintió peligrosamente cercana a los chicos se detuvo, y se encogió como un ovillo. No deseaba que descubrieran su figura recortada contra el firmamento. Desde su atalaya pudo por fin distinguirlos. Estaban en una cala a no más de cincuenta metros de su punto de vigilancia. No llegaba a comprender sus palabras, pero apreciaba cierto nerviosismo en ellas. Decidió esperar, tenía curiosidad por saber que les había llevado hasta allí.

Transcurrido un tiempo que le resultó eterno, de repente, en la mar, distinguió tres haces de luz dirigidos hacia la costa; como sí hubieran sido realizados por una linterna o un artilugio de similares características. No pudo dejar de asombrarse. «¿Qué podía significar aquello?», se cuestionó. Seguidamente, observando atenta pudo apreciar cómo, desde la cala, respondían con otros tantos fogonazos. Por un instante se mantuvo estupefacta, cuestionándose en qué lío se estaba metiendo y cómo saldría de aquel atolladero. Lo que estaba sucediendo ante sus ojos no podía significar otra cosa que no fuera inmigración ilegal o tráfico de drogas, y ninguno de los dos supuestos le generaba la más mínima tranquilidad.

Sobre el velado clareado del romper de las olas distinguió una sombra aproximándose a la arena; el sonido de un motor al ralentí la acompañaba. Cuando la lancha se encontraba cercana a la cambiante línea que separa el mar y la tierra, pudo ver la silueta de dos hombres saltando de la planeadora. Tensa y temerosa como no lo había estado jamás, vio cómo estos estrechaban sus manos con los de la playa. Para, sin más demora, como verdaderos fantasmas entre tinieblas, comenzar a transitar entre la arena y la planeadora. Cada viaje de vuelta a la playa lo realizaban con un gran fardo cargado al hombro. Estaban llevando a cabo una descarga ilegal que dedujo sería hachís proveniente del norte de África. «¡Joder con El Cabra. Menudo angelito que está hecho el niño!», no pudo dejar de asombrarse Agnès. Lo cierto era que acababa de llevarse una sorpresa mayúscula.

De sopetón una alarma saltó en su cerebro, alterándose más sí cabe de lo que ya estaba: el sonido de un motor aproximándose a lo alto de la loma por la vertiente opuesta le llenó de inquietud. Se acababa de meter en un nido de víboras sin pretenderlo, y como cometiera el más mínimo error se lo harían pagar carísimo. Decidió que era hora de retirarse. Allí no pintaba nada y su objetivo de tener una pequeña charla con Aimar había saltado hecho añicos. Y, ciertamente, estaba comenzando a asustarse. «¿Sería oportuno acorralar al chico con sus inquisiciones sobre lo que había hablado o dejado de hablar con Carlos Iriarte visto el tipo actividades que llevaba a cabo?», se preguntó. No le quedaba otra opción que replantearse su forma de proceder.

Los focos de una furgoneta iluminaron el entorno en el que se guarecía. Se pegó al suelo como una verdadera lapa, incluso teniendo la sensación de perforar la misma tierra con su cuerpo por la presión que ejercía sobre ella. Su corazón latía desbocado. Un miedo atroz comenzó a dominarla. ¿Y sí la descubrían? No quería ni pensar en las consecuencias que ello le acarrearía. Tenía que esfumarse como fuera.

Por suerte para Agnès la furgoneta se detuvo y apagó las luces. Evidentemente, ellos eran los primeros interesados en no hacerse notar. La abogada se dio un respiro. Su corazón continuaba latiendo frenético y su respiración era convulsa, pero, momentáneamente, lo peor había pasado.

De la furgoneta se bajaron dos hombres y se dirigieron a la parte trasera del vehículo… dedujo que serían los otros dos chicos. Mientras uno de ellos abría los portones de carga el otro realizó una especie de silbido de doble sonido. Una réplica del mismo tipo de silbido fue devuelta desde la playa. Seguidamente, los dos hombres comenzaron a bajar hacia la ensenada.

En el silencio de la noche Agnès oyó que arrancaban el motor de la barca. Concentró la vista en la pequeña cala y pudo observar cómo una sombra planeaba sobre el blanquecino rompiente de las olas, hasta verla alejarse mar adentro. Habían finalizado la descarga. Esperó y, cuando comprobó que los dos hombres venidos en la furgoneta pisaban la arena, decidió que era el momento oportuno de largarse de aquella maldita ratonera. No se la jugaría ni un segundo más. Se levantó, ahora precipitadamente: el suelo que pisaba se constituía de tierra seca y suelta y de piedras. Pedruscos de diversos tamaños comenzaron a rodar por el precipicio que finalizaba en la arena.

—¡¿Qué hostias ha sido eso?! —escuchó aterrada que gritaban en la playa.

A medio levantar como se encontraba, una linterna la enfocó desde la distancia. Cientos de improperios y descalificaciones cayeron sobre ella provenientes de la arena.

—Pies para qué os quiero —se dijo para sí Agnès.

Reaccionó velozmente. Se quitó rápidamente los zapatos y, con ellos en la mano, se puso a correr cómo alma que lleva el diablo. Alcanzó la carretera en cuatro zancadas, y continuó corriendo cuesta abajo mientras presionaba el botón del mando a distancia del Kia intentando activar la apertura de las puertas, pero se encontraba demasiado alejada del vehículo para que la señal lo alcanzara. Sin llegar a comprender cómo, dos de los tipos que no hacía un instante pisaban la arena de la playa corrían tras ella en la carretera. Se angustió. ¿Pero cómo podían correr tanto? Sin mirar atrás, oyendo las pisadas de sus perseguidores tras de sí, continuó corriendo hasta sentir tal tensión en los gemelos que creyó reventarían. Mientras, desesperada, seguía presionando el maldito botón del mando a distancia del coche.

—¡Por fin…! —exclamó exultante al ver destellar dos veces los cuatro intermitentes del Kia.

Se hallaba, corriendo alocadamente, a no más de veinte metros del vehículo, pero sentía que no era mucho mayor la distancia que le separaba de sus perseguidores; que, tras ella y gritándole como energúmenos, le proferían todo tipo de insultos y amenazas. Con el último aliento que le restaba alcanzó finalmente el Kia. Abrió la puerta del conductor y se introdujo en el coche más rápida que un rayo. Y, una vez dentro, accionó el botón de cierre centralizado.

Por un segundo pudo respirar tranquila. Lo había logrado. Introdujo la llave y arrancó el motor. Unos sonoros manotazos golpearon rabiosos la luneta trasera y el techo del Kia. Introdujo la primera marcha y aceleró a tope. Y, para cuando soltó el pedal del embrague, ya tenía a uno de los perseguidores a la altura de su ventanilla: golpeándola iracundo y gritándole mil y una amenazas. Patinando las ruedas delanteras tras recibir éstas toda la potencia del motor, perezosamente, el Kia fue adquiriendo velocidad. Agnès dio entonces un pequeño giro al volante hacia su izquierda y arroyó al tipo que insistía en golpear frenéticamente el coche. Justo antes de ser atropellado, el energúmeno saltó hacia atrás tirándose al suelo.

—¡Jódete… Cabrón! —le gritó Agnès cómo jamás en su vida había chillado a nadie. Exultante y excitada hasta límites desconocidos para ella.

Dopada por la adrenalina que le corría por las venas… corrigió el volante de un golpe seco y enfiló el Kia hacia la autopista con tanta audacia como un piloto de carreras. Se incorporó a la autovía cambiando de marchas sin bajar el motor de las cinco mil revoluciones, hasta introducir la sexta. Solo entonces se permitió echar un vistazo al retrovisor: un par de luces que se movían indistintamente venían tras ella. Eran los focos de las dos scooter.

—¡Hay os jodáis. Cabrones! —les gritó.

Sabía que las motocicletas no eran de gran cilindrada, a lo sumo de ciento veinticinco centímetros cúbicos, por lo que los descolgaría fácilmente.

Para cuando quiso darse cuenta circulaba por encima de los ciento ochenta. Volvió a echar un vistazo al retrovisor y apreció cómo los focos de las scooter se difuminaban en la opacidad de aquella noche mediterránea hasta casi extinguirse, y llegando a confundirlas con estrellas. Por vez primera desde que fue descubierta se sintió medianamente segura.

 

Agnès se hallaba recostada en la cama, en su habitación, en el Palmasol. El reloj de pared indicaba las dos y media de la madrugada. Ya era lunes. «Otro día perdido», se contrarío. El tiempo volaba y no estaba logrando su objetivo. Con lo simple que era: «Aimar, ¿qué es lo que le dijiste a Carlos Iriarte?»; así de sencillo. El chico se lo decía y ya estaba. Pero no, las cosas tenían que complicarse de aquella manera tan absurda. ¿Qué tenía ella que ver con una trama de tráfico de estupefacientes? Se había librado por los pelos. Solo pensar en la posibilidad de haber sido alcanzada por aquel par de descerebrados la hizo estremecerse de terror.

Tenía que cambiar de registro. A cada segundo que pasaba se convencía de que sin la ayuda adecuada no iba a conseguir absolutamente nada. Necesitaba apoyo, pero ¿de quién? Su primer impulso fue telefonear a Patxi Agote. Quizás fuera la solución. Con su ayuda sería menos complicado. Pero desistió… no lo tenía claro. Decidió sobreponerse a la sensación de impotencia. A esas horas de la noche no podía hacer nada, a no ser dormirse y descansar. Seguramente, tras un sueño reparador, vería las cosas de otra forma. Se levantó y acercó al aseo, a darse una ducha, para relajarse y poder conciliar el sueño. Por la mañana tomaría una decisión definitiva.