Capítulo 6

AGNÈS dejó a Sara en la puerta del colegio y se dirigió directamente al bufete. Su querida amiga y colega Igone le había telefoneado la víspera informándole que le visitaba.

Su colega le había relatado, un poco por encima, las últimas novedades referentes al caso de su cliente. Sucesos que, una vez tuvo conocimiento de ellos, le sorprendieron tanto o más que a la propia Igone. Lo cierto era que, a su parecer, el caso tomaba un cariz muy interesante. «Ahora, ¿qué podía aportarle ella?», se preguntaba. Le asesoraría lo mejor que fuera capaz y le indicaría las pautas a seguir según su criterio. Se hallaba inmersa en estos pensamientos cuando sonó el móvil. Activó el manos libres y—: ¿dígame? —preguntó.

—Buenos días, Agnès. Soy Marta. Igone ya está aquí. La he pasado a tu despacho.

—Buenos días, Marta. Dile que baje al bar de Braulio, indícale cómo llegar hasta él. Yo estoy ahí en diez minutos.

—De acuerdo, Agnès.

Estacionó el Audi en el parking subterráneo. La embriagaba una gran alegría por volver a encontrarse con su amiga, aunque fuera por motivos laborales. Accedió al exterior y enfiló por la acera. La suave brisa primaveral meció su cabello, castaño, largo y ligeramente ondulado, peinado con una difusa raya al medio. Caminaba alegre.., dinámica; emanaba una gran seguridad. Más que guapa, que realmente lo era, resaltaba tremendamente su atractivo.

Abrió la puerta del bar de Braulio y entró. Enseguida la localizó. Se encontraba sentada en un taburete, en la barra. Le esperaba con una espléndida sonrisa de bienvenida. Se fundieron en un efusivo abrazo, ausentes de las miradas de la concurrencia.

—¡Pero qué guapa estás! ¡Deja que te vea bien! —la saludó Agnès, antes de volverle a abrazar.

—¡Tú sí que estás guapa! —le reconoció, emocionada, Igone.

Tras unos segundos en los que se mantuvieron observándose—. ¿Qué te apetece tomar? —le preguntó Igone.

—Un café, por favor. Necesito cafeína en mis venas.

—Coge tú una mesa Agnès, mientras le pido al camarero.

—Perfecto.

Igone pidió un café y lo llevó a la mesa. Y se sentó ella también.

—Ya sabes por qué me he acercado hasta Barcelona —comenzó la conversación Igone—. Cuanto antes comencemos mejor, ¿no te parece, Agnès?

—Me parece bien. Pero, ¿no tendrás previsto irte hoy mismo?

—¡No! Lo haré mañana, de madrugada.

—Perfecto. Después recogemos a Sara del colegio y pasamos la tarde juntas.

—Tiene que estar preciosa. ¿Sigue tan rubita?

—¡No!, se le va oscureciendo. Pero sí, está guapísima.

—Me muero de ganas por verla. Dos años han pasado desde que veraneasteis con nosotros. ¿Recuerdas?

—Sí. Como pasa el tiempo, ¿verdad, Igone?

—Así es, Agnès, nos hacemos viejas.

—¡Ja, ja, ja…! —rieron cómplices.

Seguidamente, cómo sí hubiera tañido una campana, el ambiente entre ellas varió.

—Bueno, Igone, dispara —le alentó Agnès—. ¿Por dónde comenzamos?

—Que te puedo decirte que no sepas ya. ¿Qué opinión tienes después de lo que te conté ayer, lo de subinspector y lo del ADN? ¿Qué te hace pensar la existencia de restos orgánicos de una tercera persona bajo las uñas de la joven asesinada?

—En principio, sabiendo como sabemos que estuvo engrillada por la muñeca del brazo izquierdo permanentemente, pienso que, cuando era agredida sexualmente, en algún momento se defendió.

—¿Y…? —la alentó Igone expectante.

—Por lógica, tenemos que suponer que tu cliente tiene un cómplice. Es la explicación más lógica.

Consciente de que su colega había llegado a la misma conclusión que el subinspector, que tendría que nadar contra corriente, Igone opinó:

—Cada vez doy más crédito a la teoría que plantea la familia de Ramón. Piensan que, de una u otra forma, fue inducido a hacer lo que hizo. Ramón no pudo tener secuestrada a la chica. Me resulta todo sumamente extraño. También está lo del caso de la joven de Tafalla, de similar características al de mi cliente. Y, ahora, otra joven secuestrada.

Se produjo un incómodo silencio. Agnès parecía valorar los argumentos que esgrimía Igone. Y, ésta, se mantenía a la expectativa.

—¡Ufff…! —rompió finalmente el silencio reinante Agnès—. Es complicado, la verdad.

—¿No lo encuentras todo muy extraño?

—Sí, reconozco que es una situación muy enrevesada. En referencia a lo que planteas, lo de ser inducido a hacer algo así, en principio me resulta inverosímil; ahora… hoy en día todo es posible. ¿Qué te lleva a estar tan convencida? ¿No hace mucho no pensabas así?

—No lo sé. Simplemente, una intuición.

—Está bien, Igone —aceptó Agnès—. Demos crédito a tu intuición ¿Qué pretendes de mí?

—Francamente, Agnès, me he desplazado hasta aquí para convencerte de que me ayudes en la investigación. Personalmente me supera un caso de estas dimensiones.

—Renuncia. Si te ves desbordada es lo correcto.

—No puedo. Estoy metida hasta el cuello. Y, este nuevo caso de secuestro, podría tratarse de uno de nuestros hijos.

—¡Ufff…! —suspiró nuevamente Agnès—. No es conveniente mezclar lo personal en nuestra profesión, Igone. Es algo que nos enseñan en la universidad. ¿O ya lo has olvidado?

—Lo sé, Agnès, pero me resulta muy complicado.

Desde el mismo instante en que su amiga le comunicó que se desplazaba a Barcelona, sospechó a lo que venía. Por ello, le expuso:

—Necesitaría estar sobre el terreno. Es una de las bases del éxito y me resulta imposible en estos momentos. Sara coge vacaciones dentro de quince días. Quiero llevármela de viaje, y antes tengo que dar carpetazo a mi propio trabajo.

—Diez días, Agnès, ni uno más. Es lo que te pido para ayudarme en la investigación. A partir de ahí el destino dirá. No sé ni por dónde tengo que empezar.

—Me comentaste que el subinspector te ofreció su ayuda.

—No le conozco de nada, lo mismo es un patán —le planteó Igone sus dudas—. En cambio, tú. Comprendo que todo es muy precipitado, pero la urgencia la apremia la situación de la joven secuestrada.

Agnès se mantuvo un rato dubitativa antes de responderle:

—¡Qué lío, por Dios! Siete días, Igone ¿Ni un segundo más! El sábado me tienes en Pamplona. ¿Satisfecha?

—¡Gracias, Agnès… Mil gracias! —exclamó eufórica Igone—. Sabía que no me fallarías.

—Déjalo, cariño, o vas a lograr que me ruborice. Me complace ayudarte.

—Gracias otra vez, Agnès.

—De nada, mujer. Cambiando de tema, me has dicho que te vas mañana.

—De madrugada —le confirmó Igone—. Tengo intención de comer en Pamplona.

—Bien, Igone. Te prepararé una lista con las gestiones que tienes de realizar antes de mi llegada. ¿Hay algún tipo de hotel en el propio Lekunberri?

—Sí, lo hay. Es un hotel bastante grande. ¿Estás segura de alojarte en Lekunberri?

—Sin duda —le aseguró Agnès—. Lo mejor es estar sobre el terreno.

—Bien, si lo tienes claro…

—Resérvame una habitación para siete días.

—Sin problema, Agnès. ¿Algo más?

—En principio, no. Si te parece, rematamos los flecos pendientes en casa, a la noche. Ahora podemos ir a recoger a Sara e irnos de fiesta las tres.

—Me parece un plan perfecto, Agnès —aceptó Igone encantada.

 

Disfrutaron, junto a Sara, de una maravillosa jornada festiva en la ciudad condal. Comieron en un restaurante italiano en Gràcia, para, posteriormente, desplazarse al Parque de Atracciones Tibidabo, sito en un monte de la periferia de la ciudad, y desde el cual, si lo permitía la densa seta de CO2 que por norma cubría la urbe, se divisaba una completa panorámica de la metrópoli. La cena, para rematar el día, la degustaron en un restaurante frente al puerto deportivo.

En casa de Agnès y con Sara ya acostada, comentaron sobre el caso que tenían entre manos y prepararon una serie de gestiones que Igone anticiparía a la llegada de su amiga. Finalmente, agotadas tras un día tan frenético, se retiraron a descansar.

A la mañana siguiente, de madrugada, Agnès solicitó un taxi para que acercara a Igone a recoger su coche que lo había dejado estacionado en las inmediaciones del bufete. A las puertas de la vivienda, lista para partir, Igone abrazó agradecida por su ayuda a su amiga antes de despedirse.