Capítulo 24
AGNÈS se encontraba preparada para salir. Había dormido, como en ella era habitual, con la ventana abierta, y se había levantado acalorada. En la Costa del Sol por esas fecha ya hacía calor tanto de día como de noche. Finalizada su conversación con Patxi lo primero que hizo fue ducharse, y seguidamente, con una agradable sensación de frescor en el cuerpo, vestirse con ropa ligera.
—¡Lista para la acción…! —se animó a sí misma.
Se había propuesto no posponer el encuentro con Aimar ni un segundo más. Iba para el tercer día tras sus pasos y no podía postergarlo por más tiempo. Rememoraba, que la noche anterior y tras lo sucedido en la cala, dudó sí continuar en su empeño de tener un encuentro con el chaval. Pero, descansada tras un sueño reparador, decidió que no tenía otro remedio si quería sonsacarle a tiempo la información que necesitaba de él. Un mal presentimiento le llevaba a pensar que si no se apresuraba llegaría tarde para ayudar a Nekane. Y, tras la conversación que acababa de mantener con Patxi, estaba cada vez más convencida de que Carlos Iriarte se encontraba en la misma situación que la joven.
Recogió el bolso de mano de encima de la cama y abandonó la habitación. Previamente había telefoneado al localizador, y éste le había devuelto el correspondiente SMS con las coordenadas de su ubicación: Avenida de las Palmeras. De lo que dedujo que los chicos debían encontrarse en casa de María Páez, la madre de Andrés.
Salió a la calle y se fue en busca del Kia, que estaba aparcado a un par de manzanas del hotel. «De hoy no pasa», se comprometió consigo misma camino del coche. En el caso de que los chicos estuvieran durmiendo mejor. Estaba convencida de que María Páez le ayudaría a sonsacar a Aimar. Tenía tal convencimiento por el buen feeling experimentado entre ambas la tarde que se conocieron.
A pocos metros de alcanzar el Kia accionó la apertura de las puertas; los intermitentes del coche parpadearon un par de veces. Inesperadamente, sin tiempo de reaccionar, Agnès vio salir a dos hombres de un BMW, quienes se interpusieron en su camino. Iba a protestar, cuando uno de ellos le agarró por la mano derecha y se la giró bruscamente. El dolor que sintió le hizo ver las estrellas, y no tuvo otro remedio que ceder ante la presión para evitar que aquel bruto le luxara la muñeca, quedando finalmente inmovilizada y a la merced de sus captores.
—¡Entra en el coche o te rompo el brazo! —le amenazó, con cerrado acento malagueño, el hombre que la tenía inmovilizada.
Agnès le habría dicho cuatro cosas pero no tuvo más remedio que obedecerle. El energúmeno aquel no suavizaba la presión sobre su mano, y si se revolvía contra él acabaría por dislocarle la muñeca. A empujones fue introducida en la parte trasera del BMW, cayendo finalmente de bruces sobre el asiento corrido. Se montaron junto a ella los dos hombres que le habían interceptado: el que la llevaba inmovilizada entró con ella, y el otro por la puerta opuesta.
Enclaustrada entre los dos hombres, estos le forzaron a que agachara la cabeza y la introdujera en el reducido espacio existente entre los dos asientos delanteros. Antes de quedar de tal guisa, a Agnès le dio tiempo de distinguir a Andrés Baeza sentado al volante y al Cabra en el asiento del copiloto.
Arrancó Andrés Baeza el motor y se pusieron rápidamente en marcha, saliendo disparados de la zona. Durante el tiempo que duró el corto trayecto que realizaron, todos los ocupantes del vehículo se mantuvieron en silencio; tiempo que Agnès, inmovilizada y sin posibilidad de ver nada, estimó en quince minutos a lo sumo. De lo que sí tuvo la sensación fue de que, por lo bacheado del terreno, el último tramo circularon por algún tipo de pista forestal. Finalmente el coche se detuvo. Agnès sentía la musculatura del cuello y de la espalda a punto de sufrir una contractura por la forzada postura en la que le mantenían, pero no se quejó en ningún momento.
—¡Fuera del coche… Golfón! —le ordenó el hombre que en lo que duró el viaje la mantuvo forzada; agarrándole de la cabellera y tirando de ella.
Agnès salió del BMW junto a su captor a punto de llorar del dolor que le estaba infringiendo en el cuero cabelludo. Aimar, Andrés y el otro hombre también se bajaron del coche. Agnès echó un vistazo alrededor y comprobó que se encontraban en un descampado: terroso y con escasa vegetación, a excepción de unas cuantas encinas y alguno que otro arbusto. Los dos hombres que le asaltaron cuando iba a recoger el Kia se colocaron tras ella, uno a cada lado, asiéndole cada uno por un brazo. Enfrente de ella se situaron Aimar y Andrés Baeza.
—¡Puta cagona…! ¡¿Qué cojones hacías fisgoneando en la cala?! ¡¿Eres una poli de mierda o qué?! ¡Habla o te abro de patas y te damos un repaso entre todos! —le amenazó Andrés Baeza fuera de sí.
—¡No! No soy poli. Soy abogada —les aclaró Agnès aterrada—. Lo único que deseo es tener una pequeña charla con Aimar.
Acercó El Cabra su cara a pocos centímetros de la de Agnès, y le gritó:
—¡¿Por qué hostias me sigues… Puta?!
—¿No me recuerdas? —le preguntó ella—. Estuvimos hablando en Irurtzun.
Sin previo aviso y por sorpresa, El Cabra le dio un puñetazo en el estómago. La cogió totalmente desprevenida y Agnès perdió el aliento. Intentando recuperar la respiración, no dejaba de convulsionarse.
—¡Claro que te recuerdo. Asquerosa! —le volvió a gritar El Cabra.
Y nuevamente le golpeó, pero esta vez en pleno rostro.
Los dos hombres que le atenazaban por los brazos la soltaron, y Agnès acabó por caer al suelo. Recogida sobre sí misma y dolorida, escuchó cómo El Cabra le amenazaba:
—No quiero volver a ver tu jeta… tía. Y cómo largues algo de lo que has visto, ¡puta golfa!, ni tú ni tu familia estaréis a salvo. ¿Lo has comprendido?
Agnès, sobre el suelo, asintió con un gesto de cabeza. Como respuesta, El Cabra le propinó dos patadas seguidas: la primera en las piernas y la segunda en la espalda.
—Esto es para que no lo olvides —acabó advirtiéndole.
Agnès, hecha un ovillo y sintiendo que no le llegaba el aire a los pulmones, y observando de soslayo, vio a Andrés Baeza hurgando en su bolso, del cual extrajo la cartera. Sacó de ésta el DNI y con él en la mano le avisó:
—Nos lo quedamos. Ya sabemos dónde vives.
Tras amenazarle de posibles represalias en caso de que se fuera de la lengua, y sin mediar más palabra, Agnès vio cómo aquella panda de energúmenos reculaba hasta el BMW, se montaban en él, y salían disparados; enterrándole a ella en la densa polvareda creada por el patinar de las ruedas en la tierra. No hizo ningún tipo de movimiento hasta que el coche desapareció tras tomar una curva. Sólo entonces se liberó y dio rienda suelta a la rabia que acumulaba:
¡Hijos de vuestra madre… Mamones!
Al salir del hotel en busca de Aimar Agnès se las prometió muy felices, convencida de que estaría en casa de María Páez y de que ésta le ayudaría. Lo que no se había imaginado ni por asomo era que Aimar y sus colegas se habían dedicado a localizar el Kia.
«¿Quién le mandaría meterse en semejantes líos?», se preguntó desanimada.
Según levantaba su maltrecha anatomía del suelo su ira crecía exponencialmente, y un irrefrenable rencor comenzaba a apropiarse de ella. «Se van a enterar esos matones. Si quieren guerra la van a tener», se juró a sí misma. No iba con su personalidad ceder a la primera contrariedad, y si les iba el juego sucio lo tendrían.
Con bastante dificultad comenzó a caminar por la pista de tierra, en la misma dirección por la que había desaparecido el BMW. Por lógica, acabaría llevándole a alguna carretera, y podría solicitar auxilio al primer conductor con el que se cruzara. Se resentía de ambos muslos, de la espalda y también del ojo derecho, que se le estaba comenzado a hinchar.
—Cabrones… Podían haberme lesionado la médula espinal —masculló para sí rabiosa.
¿Cómo se puede agredir así a una persona indefensa?; no podía entenderlo. Continuó caminando por aquella polvorienta pista palpándose a cada momento el ojo, que cada vez lo sentía más dolorido, y que, inevitablemente, acabaría amoratándose. No dejó de jurar improperio tras improperio en toda la caminata, hasta que, finalmente, tras girar un pequeño requiebro, pudo comprobar cómo la pista finalizaba en una carretera comarcal. Nada más alcanzarla pudo ver un pequeño todoterreno circulando por ella. Se puso en la mitad de la vía y comenzó a hacer grandes aspavientos, hasta que el conductor se detuvo y bajó la ventanilla. Agnès pudo comprobar que se trataba de un lugareño con apariencia de dedicarse a la agricultura.
—¡¿Qué le ha sucedido, señorita?! —le preguntó, con cerrado acento malagueño y expresión de gran sorpresa—. Está usted echa un desastre.
—¿Puede ayudarme, por favor? ¿Podría acercarme a alguna población?
—¿Adónde quiere ir, señorita? ¿Y qué le ha pasado? —insistió el lugareño sin superar su asombro.
Agnès no sabía qué contestarle. Se sentía desnuda, abatida, vejada… ¿Qué podía decirle a aquel buen hombre? Finalmente, le mintió:
—Un desencuentro amoroso, señor.
—Pues menudos novios más cabrones que se echa, señorita —le respondió aún incrédulo—. Con lo guapa que es usted podría escoger mejor la compañía. ¿Qué está, de vacaciones?
—Sí, señor, y me ha salido cara la noche.
Observándola con reprobación, aparentemente preguntándose cómo una señorita de su clase podía andar por ahí ligoteando con el primer gigoló que le diera dos meneos de cadera al son de un simplón fandango, el hombre finalmente accedió a llevarle:
—Está bien, señorita, monte y dígame adónde quiere ir —le instó el lugareño entre que le abría la puerta—. Si no está muy lejos, le llevaré.
—A Benalmádena. Estoy alojada en un hotel de Benalmádena.
—Le acercaré, señorita —concluyo el hombre—. Yo también voy a Benalmádena.
Lo primero que hizo Agnès nada más llegar a la habitación fue dirigirse al baño. Se desnudó y metió en la bañera, bajo el chorro de agua fría. El polvo y el hedor a terror exudados corrió por su cuerpo acabando en el desaguadero. Se mantuvo bajo la cascada de agua fría hasta que comenzó a sentirse helada. No recordaba un momento en toda su vida en el que hubiera estado más cabreada.
Más calmada y recién duchada se puso delante del espejo, y se abstrajo un instante contemplándose: facciones proporcionadas, ojos bonitos y mirada inteligente, y bella. Pero no era la armonía de sus rasgos faciales lo más destacado, sino más bien su ojo derecho: ornamentado con incipiente moratón. Una rabia que a duras penas pudo contener se reflejó en el rostro que le devolvía el espejo. «Hasta aquí he llegado. El juego va a cambiar de tablero y de jugadores», se propuso.
Completamente desnuda, como estaba, se dirigió a la habitación; sintiendo dolor a cada paso que daba por las lesiones que le habían provoca aquellos matones. Cogió el celular y marcó el número de Adrià.
—¡Buenos días, Agnès! —le saludó alegre su jefe y aparentemente feliz de poder hablar con ella—. ¿Qué tal se encuentra mi chica predilecta?
—Hola, Adrià. Estoy bien. ¿Qué tal todo por ahí?
—Te echamos de menos, querida. Sin ti ya sabes que esto no es lo mismo. ¿Cuándo te vas a pasar por aquí?
—Pronto, Adrià, aún me quedan unos días de vacaciones —le respondió ella algo distante.
—Sí, ya lo sé. ¿Te sucede algo, Agnès? Te noto extraña.
—Bueno, es difícil de explicar —comenzó ella dubitativa. Pero, tras pensarlo un momento, decidió que lo mejor sería ir directa al grano—: Adrià, estoy metida en un lío tremendo y necesito que me ayudes.
—Explícate mejor, Agnès —le pidió él algo alarmado—. ¿Qué te sucede?
—Necesito un par de buenos fontaneros —le soltó Agnès a bocajarro.
O ella se había vuelto loca o él tenía cera en los oídos y había malinterpretado sus palabras. Trascurrido un corto e incómodo silencio entre ambos, y aún sorprendido, le preguntó:
—¿Te he entendido bien, Agnès?
—Sí, Adrià, me has entendido perfectamente. Necesito un par de fontaneros. Y me es muy urgente.
—Me dejas estupefacto —intentó ganar algo de tiempo él sin lograr superar su asombro. Tenía que tratarse de la primera de las opciones: su empleada se había vuelto tarumba—. No sé a qué te refieres, Agnès.
—Comprendo que te cojo desprevenido, Adrià. Y que te hago una petición quizás fuera de lugar. Pero necesito que me ayudes urgentemente. En otro momento, con más tiempo, ya te lo explicaré.
—Agnès, tú sabes que no trato con ese tipo de gente.
—Adrià, por favor. Te lo explicaría pero no tengo ni tiempo ni ánimo. Déjate de darme largas. Tengo conocimiento de muchos aspectos, digamos: top secret, del bufete.
—Pero bueno, Agnès, ¿en qué lío te has metido? Aclárame algo, ¿no?
—Haz lo que te pido, Adrià. No tengo tiempo. Y más adelante ya hablaremos.
Adrià se mantuvo un momento indeciso. No le complacía lo más mínimo confirmar y airear las vergüenzas del bufete. Finalmente optó por satisfacerle, le apreciaba como a nadie y tenía total confianza en ella.
—Está bien, Agnès, tú ganas. No sé en qué líos andas metida. Pero espero que tengas una historia que contarme a la altura de lo que pides. ¿Eres consciente de ello?
—Adrià, de no ser así, no te lo pediría.
—Déjame hacer unas gestiones y en breve te enviaré un SMS —accedió él finalmente—. Haz exactamente lo que te digan. Adeu, Agnès.
—¡Bien…! —gritó exultante Agnès tras cortar la comunicación. Lo había logrado.
En vista de los exiguos resultados que estaba obteniendo, la noche anterior comenzó a valorar la posibilidad de pedir ayuda a Adrià. Pero dos fueron los motivos por los que decidió no hacerlo: evitar involucrar en el caso que la ocupaba al bufete para el que trabajaba, y también por pensar que podría solucionarlo por sí misma. Pero la situación se le acababa de ir de las manos y se sentía incapaz de controlarla.
Recostada sobre la cama como su madre la trajo al mundo intentó relajarse pero le resultó del todo imposible, el dolor de la espalda, muslos y pómulo se lo impedía. En la zona lumbar, en el espejo y después de ducharse, pudo distinguir un gran hematoma consecuencia de la patada que le dio Aimar; y el ojo lo tenía totalmente amoratado. «Ya se curarían», se animó al pensar en sus lesiones; no dejaban de ser un mal menor. Más le inquietaba el camino que acababa de tomar. Nunca en su vida creyó en la necesidad de tener que recurrir a matones, su sentido de la ética así se lo hizo entender… hasta ese momento. Pero siempre había una maldita primera vez, y, en este caso, el fin justificaba los medios. «¿Ciertamente el fin justifica los medios o era su deseo creerlo así?», se preguntó. En el caso que le ocupaba de todo su ser emanó un rotundo: ¡Sí! «¡Que se jodieran los chavales. Se habían portado como verdaderos animales con ella!», se justificó. «¿Ahora, en todas las circunstancias el fin justifica los medios?», continuó cuestionándose mientras esperaba el SMS de Adrià. Transcurrió el tiempo entreteniéndose Agnès con este tipo de reflexiones cuando el móvil emitió una señal de aviso. «tenía que tratarse de Adrià», se dijo. Y recogió de la mesita el teléfono:
Hola Agnès…
Telefonea, a las 19 h, a este número: 693412064. Hazlo desde un teléfono público.
Sé clara y escueta, y no hagas preguntas. Limítate a seguir las indicaciones que te den.
Espero que sepas lo que haces. Me tienes muy preocupado.
Un saludo.
Adrià…
—Gracias, Adrià, sabía que no me fallarías —le habló como si él pudiera escucharle.
Se tenía que dar prisa, eran las seis y media de la tarde y estaba sin preparar. En el hall del hotel había visto cabinas de teléfono públicas. Llamaría desde una de ellas. Inesperadamente, según se levantaba de la cama para ponerse en acción, sintió un profundo desasosiego: como si estuviera jugando a la gallinita ciega y en total oscuridad; pero éste corro no lo conformaban sus antiguas compañera de patio de colegio, sino que estaría enclaustrada entre dos bandas de matones. En fin, la decisión ya estaba tomada, que sucediera lo que tenía que suceder.
Bajó al hall del hotel y se acercó hasta una de las cabinas telefónicas, y esperó a que el minutero del reloj alcanzara la hora señalada. Al dar las siete introdujo una moneda de un euro y descolgó el teléfono, y marcó el número que le había enviado Adrià.
—Buenas tardes, señorita —le saludó su interlocutor al otro lado de la línea. Con voz pausada y un marcado acento eslavo.
—Le llamab…
—No diga nada, señorita —le interrumpió él—. Limítese a contestar a mis preguntas. ¿Me ha comprendido?
—Sí, le he comprendido.
—¿Está usted sola?
—Sí.
—¿Llama desde un teléfono público?
—Sí.
—Bien… Concrete exactamente que desea de nosotros —le dijo finalmente el enigmático personaje.
Agnès dudó un momento: ¿No le había dicho que se mantuviera en callada?, ¿qué él le realizaría las preguntas?
—Necesito saber cierta información que tiene una persona, y no encuentro la manera de conseguirla.
—¿Qué necesita saber, señorita?
—De un chico al que llevo persiguiendo tres días, necesito que me transmita lo que le dijo con anterioridad a otra persona.
—¿Dónde se encuentra el chico con el que tenemos que hablar? —le preguntó él.
—En Benalmádena. En la provincia de Málaga.
—Sé dónde está Benalmádena, señorita. ¿Cómo puedo localizar al chico?
—Se llama Aimar, y le apodan El Cabra. Tengo su fotografía y la matrícula del coche de un amigo suyo. Siempre van juntos. Además, a los bajos del coche le he fijado un localizador.
—¿Está activo el localizador?
—Sí, aún le restan cuarenta y ocho horas de autonomía.
—¿Y por qué no le pregunta usted directamente al chico lo que necesita saber?
—Lo he intentado y me ha salido mal. De hecho me han agredido.
—¡¿Le han pegado, señorita?! —se sorprendió su interlocutor.
—Sí. Me han dado una buena paliza, señor.
Se produjo un significativo silencio, tras lo cual el hombre le preguntó sin tapujos:
—¿Únicamente desea la información que precisa o también que les demos un repaso a los chicos?
—¡No…! —se alarmó Agnès. No aspiraba a ningún tipo de venganza—. Con que consiga la información que necesito será suficiente, señor.
—Lo cierto es que nos lo pone usted muy fácil, señorita —le aseguró él.
—¿Entonces, qué tengo que hacer? —le preguntó Agnès insegura de su cometido.
—Es muy sencillo, señorita —comenzó él—. Acérquese a un supermercado tipo DIA o de similares características. Pida una tarjeta telefónica de prepago de la propia compañía. Le entregaran una especie de cuestionario: rellénelo con datos falsos. No suelen solicitar que les muestre el DNI. Y, en caso de que lo hagan, dígales que no lo lleva encima; le entregarán la tarjeta de prepago igualmente. Cuando la tenga introdúzcala en su móvil y me envía: el número del localizador, la foto del chico en cuestión, y el modelo y marca del coche y su matrícula. Una vez me haya enviado esta información, extraiga la tarjeta y guárdela.
—¿Eso es todo? —le preguntó Agnès.
—Sí, de momento sí. Vuelva usted a telefonearme a éste mismo número pasadas cuarenta y ocho horas, y tendrá la información que me pide. Tras esta segunda conversación, troceé la tarjeta de prepago y deshágase de los restos.
—Gracias, señor…
—¿Desea usted saber el costo del servicio, señorita?
—Cobre lo que tenga que cobrar pero no se pase, ¡eh!—, le salió del alma a Agnès responderle. Nunca antes había estado en la tesitura de ofrecer a un tercero cobrar lo que quisiera, finalmente, acabó ruborizándose.
—Bien. El cobro lo realizaremos a través de nuestro contacto —le aseguró el hombre sin inmutarse.
—¿Y qué hago yo entre tanto? —quiso saber ella.
—Váyase. Puede ir a donde quiera. Nosotros nos encargamos del asunto. Dentro de cuarenta y ocho horas tendrá la información que desea.
La curiosidad hizo mella en Agnès y le resultó imposible contenerse:
—¿Con qué nombre me puedo dirigir a usted? No me lo ha dado.
—Cuanto menos conozca yo de usted y usted de mí, mejor para ambos. Esta gestión es un favor personal a un buen cliente mío. Cuando todo acabe olvide lo sucedido.
—Está bien —aceptó ella resignada. Comprendía que él tenía razón.
—¡Dâ svidaniya! —se despidió finalmente el hombre.
Agnès no entendió lo que le dijo pero lo supuso, ya que, seguidamente, el hombre había cortado la comunicación. Aquel vocablo le sonó a ruso y, además, ya había deducido su nacionalidad por su acento.
Colocó el terminal telefónico en su lugar y se dirigió a la habitación con la mente desatada. Se había propuesto no dejar de acechar a Aimar hasta logra su objetivo y, de repente, se había quedado sin cometido alguno. Finalmente, optó por hacer caso a la sugerencia del Ruso y decidió largarse de la Costa del Sol.
Rápidamente llegó a la conclusión de que, a pesar de las dudas que le generaba dejar el caso en manos ajenas, allí ya no pintaba nada. Ni deseaba conocer al Ruso ni le importaba un carajo los medios que utilizara para sonsacar la información a Aimar. Que le partiera la cara si era preciso con tal de que consiguiera para ella lo que necesitaba saber. Si le servían en bandeja de plata su demanda por qué rasgarse las vestiduras. Decidió que retornaba a Navarra, a colaborar con Patxi en sus pesquisas. Entre tanto, aguardaría al resultado del Ruso.
Sentada en la cama desplegó la pantalla del portátil; la wi-fi del hotel estaba abierta. Abrió Google y accedió a Edreams. Pidió un vuelo para aquella misma tarde de Málaga a Bilbo, pero no lo logró; todas las ofertas existentes eran para el día siguiente. Dudó qué hacer; hasta que, finalmente, optó por hacer el viaje en coche. Decidió viajar hasta el aeropuerto de Loiu, Bilbo, en donde entregaría el Kia. Su propio coche lo dejó estacionado allí y se propuso recogerlo. Una vez en Loiu, partiría hacia Navarra. Necesitaba pensar, asimilar todo lo que le acababa de suceder, y aunque conducir no era una sus aficiones predilectas llegó a la conclusión de que, inmersa en la monotonía del largo viaje, encontraría el sosiego y la lucidez que necesitaba.
Tras abonar su estancia en el Hotel Palamsol, lo abandonó y se acercó a un supermercado DIA, en el propio Benalmádena. Como le asesoró el Ruso, Agnès pidió una tarjeta de prepago a una de las cajeras, y junto con la tarjeta la cajera le hizo entrega de una pequeña ficha para que la rellenara con sus datos. Como había predicho el eslavo, el control de seguridad en el pequeño centro comercial era pésimo, por no decir inexistente. No es hubiera tenido que excusar su falta del DNI, sino que ni le requirieron que lo mostrara. Salió del supermercado y se montó en el Kia. Introdujo la tarjeta de prepago que acababa de adquirir en el móvil y, seguidamente, envió al Ruso toda la información que le pidió: la fotografía de Aimar, el número de matrícula y modelo del coche de Andrés Baeza, y el número de teléfono del localizador. No pudiendo resistirse en pensar lo fácil que resulta sortear las barreras de seguridad existentes en esta sociedad.