Capítulo 3
EL inspector Ángel Peña se arrellanó en el sillón, elevó sus robustos brazos y los llevó hacia atrás, articuló los codos y colocó ambas manos tras la nuca. Seguidamente, cargó la espalda contra el respaldo del sillón hasta abatirlo completamente. Orientó la mirada al techo… ahora sin verlo, y dejó vagar la mente: «Dos meses», recordó; una sonrisa de plena satisfacción se reflejó en su rostro. Llevaba veinte años en el cuerpo que no habían sido nada fáciles: sin padrinos, lamiendo culos y plegando la cabeza por doquier; sólo recordarlo provocó que se le tensaran las cervicales. Comenzó sirviendo a aquella caterva de incompetentes pateando las calles, ascendió con humildad y sumisión y astucia, de forma escalonada desde simple agente hasta inspector y, finalmente, comisario. Faltaban un par de meses para que el comisario Santiago Leunda se jubilara y hacía escasos días que le habían notificado que él sería su sucesor. Realizó un repaso mental sobre los últimos casos en los que había trabajado y, básicamente, lo tenía todo bien encauzado, por lo que no vislumbraba nada que pudiera poner en peligro su prestigio y… ascenso. Además, en el caso de que algo o alguien supusiera un peligro para él, ya se encargaría de ponerlo en su sitio si fuera preciso.
Decidió llamar al subinspector Patxi, Patxi Agote. Era un niñato del tres al cuarto que le sacaba de quicio. No parecía comprender que, a su vera, lo óptimo era ser humilde y servil para ascender; aparte de su mirada de superioridad, marca de la casa y de tantos otros que van de intelectualillos, que tanto llegaba a irritarle. En otros tiempos sí que sabían tratar a este tipo de gentuza. Además… «¿qué le importaba a él su formación académica?», se convencía a sí mismo. La verdadera formación de un policía hecho y derecho se lleva a cabo en las calles: apaleando putas, maricas y delincuentes, y metiéndolos entre rejas; y no en las malditas universidades. Y, para colmo, el muy memo era un idealista; como sí a él le importaran una mierda los ideales.
Repudiaba a los idealistas. Ya desde bebé, asía los senos de su madre uno después del otro con ambas manos, y no desistía hasta exprimir hasta la última gota de leche aún a pesar de estar saciado. Seguidamente, y descontando que no había llegado a conocer lo que era el hambre, e incluso tras haber dejado secas ambas mamas maternas, iniciaba un estudiado lloro… constante y perturbador, destrozando psíquicamente a su progenitora, con el único fin de asegurarse su atención y suministro lácteo. En toda su existencia había actuado de igual forma, coge lo que te da la vida y apúralo hasta el último rescoldo, que para eso te lo da, y deja de perder el tiempo anhelando y lloriqueando de lo que careces. En su mente no concebía otra forma de entender la vida.
En un instante, le cambió el talante. Su sexto sentido le decía que algo iba mal, no sabía el qué pero sí que sucedía. Extremadamente celoso de sus propios intereses se sintió inquieto. Se irguió en la silla y llamó al subinspector Patxi Agote:
—¡Agote, está ocupado?! —le preguntó. No le gustaba nada aquel chico, no le gustaba y se lo hacía saber siempre que tenía ocasión. Hasta que no entrara en razón le trataría como le correspondía.
—¿Qué desea, inspector? —respondió el aludido con voz alerta.
—Acérquese un momento a mi despacho —le ordenó el inspector Peña.
Patxi Agote, en apariencia, era un ser tranquilo y parco en palabras. Llevaba unas gafitas redondas y tenía una melenita de pelo color negro y rizado. Justo rebasaba el metro setenta y cinco de estatura. Desde niño se caracterizó por ser un poco fantasioso… Siendo ya adolescente optó por estudiar criminología, y soñó con ser un gran investigador: el azote de los grandes adalides de la delincuencia. Una vez adulto e integrante de los cuerpo de seguridad con el grado de subinspector, comprendió que la realidad no tenía nada que ver con las fantasías de su infancia; incluso que en la realidad la gran delincuencia no porta hierro sino corbata, y maneja todas y cada una de las instituciones públicas en función de su propios intereses, convirtiendo los cuerpos policiales en su seguridad privada. En lo más íntimo de su ser, una maléfica vocecilla le suscitaba a echar a correr y alejarse lo más posible de aquel tropel de mercenarios… sus propios compañeros, bajo riesgo de acabar como ellos. Pero, de momento, allí continuaba.
—En seguida voy, inspector —le respondió finalmente a su superior.
—¿En qué caso está trabajando en estos momentos, subinspector Agote? —comenzó el interrogatorio el inspector Peña nada más presentarse su ayudante en el despacho—. En toda la pasada semana, sumados a los tres días transcurridos de la presente, no me ha pasado ningún informe. ¿A qué se debe?
—No hemos recibido denuncia alguna en los últimos días y los informes de los casos anteriores están todos remitidos a la fiscalía, inspector.
—¿A qué dedica su tiempo entonces, Agote? ¿A observar las moscas del techo o a frikear con las nenas por Internet?
—En fin… inspector. ¿Qué insinúa?
—Yo no insinuó nada, subinspector, sino afirmo. Y afirmo que un buen policía nunca está desocupado… ocioso. Su instinto de cazador le hace desconfiar, le impulsa a husmear, le tiene siempre en vilo. ¿Lo llega a comprender usted?
—Lógico, inspector —le dio coba—. Estoy totalmente de acuerdo con usted
El inspector Peña, aquella actitud del subinspector Agote la percibió como un desafío, ya que a su entender nada bueno se podía esperar de un subordinado habitualmente irreverente con la jerarquía cuando le lamía a uno el culo. Pero, se mantuvo en silencio, quería conocer qué ideas le rondaban por la cabeza.
—¿Recuerda el caso de secuestro y asesinato acontecido en las proximidades de Lekunberri a finales del año pasado, el de la joven pamplonesa, y que usted instruyó, inspector?
Al inspector Peña se le removió el suelo bajo los pies. Su instinto no le había fallado: algo iba mal ¿Cómo no iba a recordar un caso tan flagrante? ¿Qué hacía aquel mercachifle del tres al cuarto removiendo un caso que tenía más que enfilado y suficientemente atado?
—Sí, ¿por qué lo pregunta, subinspector? —le cuestionó, intentado no mostrar la ira que comenzaba a dominarle—. ¿Es que no está resuelto ese caso?
—Como ya le informé hace aproximadamente un mes —continuó el subinspector Agote sin tener en consideración el cambio de talante que apreció en su superior—, había ciertos hechos que no encajaban debidamente. Decidí investigar el asunto y he descubierto un caso de similares características, acontecido hace aproximadamente un año, en el término municipal de Tafalla.
El inspector Peña escuchaba a su subordinado haciendo ímprobos esfuerzos por no explosionar, agarrarlo por la pechera, y soltarle el par de tortazos que tenía merecidos desde hacía tiempo. Se contuvo y dejó que continuara con su exposición.
—La víctima —continuo el subinspector Agote—, de veinte años y vecina de Olite, se llamaba Sonia La Reina. Estuvo secuestrada durante nueve días, y posteriormente fue brutalmente asesinada. El informe forense determinó que durante su cautiverio fue agredida y violada brutalmente. El presunto homicida fue detenido en las horas posteriores al asesinato con sus ropas empapadas con la sangre de la víctima y en un estado de amnesia total. El caso fue instruido por el inspector Mario Abellán, de la comisaría de Tafalla.
El inspector Peña no cabía en sí, intentó disimular su rencor por aquel indisciplinado mequetrefe pero sin llegar a lograrlo.
—Muy ilustrativo, subinspector Agote, muy ilustrativo. O sea… ¿que se dedica usted a barrenar el trabajo de sus compañeros? —le siseó escupiéndole su odio entre silabas.
—Inspector, los dos casos son completamente idénticos. ¿Y sí no hemos equivocado en el caso de Lekunberri y hemos detenido a la persona equivocada?
—Sin entrar a valorar qué está usted cometiendo un acto de indisciplina otorgándose el derecho de meter su maldito hocico de hurón en un caso que he dado por cerrado, no creo que sea necesario recordarle que las pruebas del caso de Lekunberri presentadas por este departamento a la fiscalía son totalmente concluyentes. ¡Irrefutables!
—Sí insp…
—¡¿Por qué le cuesta tanto asumir su verdadero y único rol… que no es otro que lamerme el culo?! —le interrumpió el inspector Peña—. ¡Se lo voy a decir por última vez, Agote: cómo continúe por ese camino le voy a levantar un expediente disciplinario por insubordinación! ¡¿Le ha quedado claro?!
—Sí, inspector. Suficientemente claro.
—El caso de Lekunberri está cerrado. Que no me entere de que sigue husmeando en él.
—Sí, inspector.
—Puede usted marcharse. Y póngase a trabajar en algo de provecho, es la ociosidad la que alienta esas ideas suyas tan absurdas.
—Como usted ordene, inspector.
—¡Márchese!
El subinspector Agote alcanzó su propio despacho y, una vez dentro, cerró la puerta y entornó las lamas de las persianas americanas. Necesitaba un poco de intimidad. Seguidamente, se acomodó en el escritorio y apoyo la cabeza entre ambas manos. Resopló… Se sintió totalmente desanimado.
La única conclusión que podía extraer de la charla recién mantenida con el inspector, descontando la pésima opinión que tenía de él, venía a confirmar su propio criterio sobre el estamento policial del que él era parte, en el que por encima de las demás consideraciones prevalecía la jerarquía… el servilismo, condicionantes que limitaban las aptitudes propias de los individuos. En el caso concreto que le ocupaba, experimentaba la sensación de que cometían un gran error. Entendía que había algo más en aquel caso y que, hasta el momento, se les escapaba. No tenía la menor duda de que, por pura y simple estadística, los sucesos de Tafalla y Lekunberri tenían que estar relacionados. Por un sencillo cálculo de probabilidades, la existencia de dos casos completamente similares en un periodo menor de un año, en un radio de acción de sesenta kilómetros, cuando menos era suficiente motivo para investigarlo. Pero no, prevalecían las pruebas recabadas ante las dudas razonables.
Tomó una decisión difícil, se metería por el trasero la orden y amenazas del bocazas del inspector Peña. Tenía que encontrar la forma de dar continuidad a la investigación que tenía en mente y, a ser posible, sin implicarse directamente. De hecho barajaba una idea de un tiempo a esta parte y no le dejaban otra opción que ponerla en marcha.