Capítulo 26

AGNÈS, tras estacionar el coche de renting y realizar los correspondientes trámites de entrega del vehículo se dirigía, en la planta última del aeropuerto de Loiu y con un hambre atroz, en busca de la cafetería. Había necesitado de la noche entera, en el Kia, para cruzar la península. Realizando únicamente dos paradas en las que aprovechó para tomarse sendos cafés.

Según caminaba, con la cafetería del aeropuerto al fondo y bajo aquella laberíntica cubierta creada por el polémico arquitecto Santiago Calatrava, los viajeros que esperaban su vuelo no podían evitar observarla curiosos. Andaba renqueante, consecuencia de los golpes que tenía en la espada y piernas, dolores que se le había acentuado tras tantas horas de conducción. El moratón que tenía en el ojo derecho era imposible de ocultar con las pequeñas gafas de sol tras las que intentaba disimularlo. Y venía despeinada y con la ropa hecha un desastre tras el largo viaje realizado.

Su hambriento estómago le inducía a dirigirse sin más demora a la cafetería. Pero su sentido del recato le hizo comedirse, y optó por pasar antes por los baños públicos a acicalarse un poco. Medianamente peinada y tras lavarse la cara con agua fría, esta vez sí, se dirigió finalmente a la cafetería. Iba dispuesta a comerse un caballo entero si fuera preciso antes de partir hacia Lekunberri.

—Buenos días, ¿qué desea? —le atendió una de las camareras.

—Buenos días —le saludo a su vez Agnès—. Un bocadillo de jamón, un sandwich vegetal y un bollo de leche, por favor. ¡Ah!, y una coca cola.

La hostelera, antes de ir a atender el pedido, no pudo dejar de mirarle como si tuviera ante sí a una indigente que acababa de birlar una cartera y se desesperaba por dilapidar los billetes en satisfacer sus anhelos.

—Enseguida, señorita —le aseguró desdeñosa.

Agnès ni se inmutó. Era consciente de que su rostro no pasaba inadvertido con semejante moratón, y que, tras el pedido que hizo, la camarera debió hacerse una falsa idea sobre ella. Que se metiera en sus cosas… Le importaba un comino lo que pudiera pensar. Lo único que verdaderamente le importaba, en ese momento, era placar el hambre que la devoraba. Además, hacía tiempo que había traspasado esa delgada línea existente entre ser tú misma o disfrazarte de lo que otros desean que aparentes.

Tras abonar la cuenta, con el plato lleno en una mano y la coca cola en la otra, se acercó a una de las mesas de la zona para comensales. En un abrir y cerrar de ojos, dejó el plato completamente limpio. Luego, más calmada, extrajo el móvil del bolso y, ante lo temprano de la hora, optó por enviar un SMS a Patxi Agote: informándole de su llegada a Lekunberri para media mañana. Seguidamente, tras echar un vistazo al reloj y comprobar que pasaban de las siete, se levantó y se dirigió a recoger su coche. Era hora de volver a casa.

 

—Agnès, buenos días —le recibió Patxi Agote feliz por su reencuentro—. ¿Qué tal estás?

—Bien, Patxi. ¿Y tú, qué tal?

—Qué te puedo a decir, merodeando por aquí y por allá, pero sin lograr resultado alguno.

—Tranquilo, Patxi. Ya llegarán —le contestó ella enigmática.

—¿Qué te ha pasado en el ojo, Agnès? —le preguntó señalándoselo, y sorprendido, Patxi.

—Nada de importancia —le respondió ella—. Simplemente, tuve un mal encuentro.

—¡¿Aimar?! —se interesó él curioso.

—Y sus amigos… Patxi. Aimar y sus amigos.

—¡¿Pero qué te han hecho?! —no pudo evitar preocuparse por su compañera. Si había algo que le enajenaba era la violencia hacia la mujer y hacia los niños. Eran comportamientos que le provocaban aflorar sus más bajos instintos.

No le quedó otra opción, a Agnès, que hacerle un pormenorizado relato sobre lo acontecido en su tour mediterráneo. En el corto paseo desde el hotel hasta la terraza del bar Albi, hacia el que se encaminaban, le puso al corriente de hasta el último de los detalles de su aventura.

—¡Madre mía, Agnès! —exclamó él alcanzado la terraza del bar—. Ni que hubieras participado en un rodaje de Tarantino.

—Tú lo has dicho, Patxi —convino con él—. Ni en mis peores sueños me hubiera imaginado estar inmersa en los líos que me he metido.

Entre que Agnès se acomodaba en la terraza, Patxi entró al bar a pedir la bebida. Ya devuelta y azucarando cada uno sus respectivos cafés, Agnès le pidió que le contara los últimos sucesos acontecidos en la zona; a lo que él accedió encantado. Comenzó por hacerle un detallado listado de todos y cada uno de sus pasos. Básicamente, las pesquisas efectuadas se reducían al estudio de los censos de Lekunberri y los pueblos limítrofes, en busca de nombres y apellidos que comenzaran por Isi o Iri; y al seguimiento que realizó al hombre que fue atendido en el Centro Médico de Irurtzun y en el Hospital Virgen del Camino de Pamplona. Para acabar, apelando a su falta de resultados.

Tras lo expuesto por su compañero, a Agnès no le quedó otra opción que animarle y excusarle. En realidad la falta de logros de Patxi no era lo que a ella más preocupada le tenía, lo que verdaderamente le inquietaba era tener que exponer ante él la escabrosa decisión que tomó, como fue contratar al Ruso. Pero, finalmente, acabó por contárselo.

—¿Y, entonces, qué podemos hacer, Agnès? —le planteó un sorprendidísimo Patxi—. Esperar a que te llame El Ruso.

—No, Patxi —le respondió ella—. Si todo transcurre como está previsto, podemos anticiparnos e ir preparando el terreno. En previsión de poder actuar con la mayor celeridad posible.

—Explícate mejor, por favor —le rogó él.

—En el supuesto de que el plan funcione, en un plazo de treinta horas a lo sumo, dispondremos de la información que necesitamos. Lo ideal sería que, para entonces, tengamos todo el dispositivo de detención del sospechoso dispuesto para entrar en acción.

—Pero, ¿te olvidas de que estoy rebajado de empleo y sueldo, Agnès? —le recordó él—. No estoy en situación de poder hacer nada.

—No lo he olvidado, querido Patxi, lo tengo muy presente. Pero también tengo claro es que no vamos a cometer el error de enfrentarnos con un tipo tan peligroso con las manos desnudas. Dejaremos que quien le detenga sea la policía.

—Pero, Agnès, es que no lo comprendes —protestó él—. Tenemos que buscar otra solución.

—No, Patxi, esa es la única solución. Y no me refiero a que sea tu unidad la que efectúe la detención del asesino. Mi intención es negociarlo con el inspector Mario Abellán, el inspector de la comisaría de Tafalla. ¿No me comentaste que os llevabais muy bien?

Patxi Agote se mantuvo por un momento pasmado, jamás se le hubiera ocurrido tal solución. Lo cierto era que, al reabrirse el caso del asesinato de Sonia La Reina, la división de Tafalla encargada de su investigación tenía la potestad de solicitar una orden judicial de registro y detención. Pero se daba la circunstancia de que el sospechoso no residía en la jurisdicción de Tafalla, sino en la de Pamplona; y dudaba de que el inspector Mario Abellán estuviera dispuesto a pisotear los dominios del inspector Ángel Peña sin antes informarle de ello. Teniendo en cuenta que él, por nada de este mundo, estaba dispuesto a ofrecer en bandeja de plata tal logro al patán del inspector Peña—, podemos intentarlo, pero pongo una única condición —accedió finalmente a la petición de compañera.

—Habla, Patxi —le respondió ella—. Te escucho.

—Siempre y cuando mi unidad quede totalmente al margen. Mi último deseo es que el inspector Peña se otorgue a sí mismo el éxito de este caso. Y no sé si el inspector Abellán estará conforme en ayudarnos sin el consentimiento del inspector Peña.

—Pues no tenemos tiempo que perder —concluyó Agnès—. Vayamos a negociarlo con Abellán.

—De acuerdo, Agnès —le respondió no muy convencido él—. Por intentarlo no perdemos nada.

Apuraron los cafés y se encaminaron hasta el coche de Patxi. Agnès le propuso que condujera él. Ella había estado de viaje desde la tarde del día anterior y no estaba dispuesta a coger un volante en lo que restaba de semana.

 

Iban por la A15 hacia Pamplona, en el viejo Seat Ibiza de Patxi. Una vez alcanzaran la capital navarra enlazarían con la autovía que lleva a Zaragoza, la cual pasa por Tafalla. Patxi Agote, previamente a partir hacia la ribera navarra, había telefoneado al inspector Mario Abellán avisándole de sus intenciones, y éste le aseguró que les recibiría encantado. Tras recorrer unos kilómetros y tras echar varios vistazos al retrovisor, a Patxi no le cupo duda de que, circulando a una prudencial distancia, les perseguía un automóvil.

—Nos siguen —informó a Agnès.

—¡¿Cómo que nos siguen?! —se sorprendió ésta.

—¡Sí! Un coche… a unos doscientos metros —le confirmó él—. Lleva varios kilómetros detrás de nosotros.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro, Patxi? —le preguntó Agnès.

En principio, Patxi dudó sobre cómo explicarle sus sospechas, optando finalmente por decirle claramente lo que pensaba:

—Porque soy de ese tipo de conductores que no para de recibir bocinazo tras bocinazo, acompañado del correspondientes cortes de mangas, por mi parsimoniosa forma de conducir. Y me extraña mucho que yendo a 90 por hora, pudiendo ir a 120, el coche que no sigue aún no me haya adelantado.

—¿Y de quién puede tratarse? —le preguntó Agnès mientras echaba un vistazo al cuenta kilómetros y comprobaba la velocidad a la que circulaban.

—Del incompetente de mi jefe. ¡Seguro! —opinó Patxi—. Estarán dando palos al agua y habrán decidido vigilar nuestros movimientos.

—¡Mierda…! —exclamó Agnès—. No nos interesa que tengan conocimiento de nuestra entrevista con el inspector Abellán.

—Pues nos va a resultar imposible quitárnoslos de encima, Agnès —le aseguró él—. El subinspector Cerezo es un conductor de primera. No tengo nada que hacer ante él.

—No te preocupes, Patxi —le dijo finalmente ella—. Les daremos esquinazo.

Extrajo seguidamente el móvil del bolso y telefoneó a Igone.

—Pero bueno, Agnès —le saludó su colega—. ¿En dónde diablos te habías metido?

—He estado liada, Igone. Ya te contaré. Ahora tengo un problemilla y necesito que me ayudes.

—Dime, ¿qué necesitas? —le ofreció la abogada navarra.

—Nos están siguiendo —le expuso Agnès—. Estoy con Patxi. Y necesitamos quitarnos de encima a los perseguidores.

—¿Quién os persigue? —quiso saber Igone.

—Creemos que son los ex compañeros de Patxi, los de la judicial.

—¿No tienen otra cosa mejor en la que ocupar el tiempo? —no pudo evitar ironizar Igone.

—Qué quieres que te diga. Andarán perdidos —opinó Agnès.

—Está bien, ¿qué quieres que haga?

—El edificio de tu bufete tiene garaje subterráneo ¿No es cierto?

—En efecto, Agnès, así es.

—¿Tienes el coche aparcado en el garaje?

—Sí.

—Me vas a hacer un favor, Igone —le pidió finalmente Agnès—. Espéranos en la entrada, pero sin salir del garaje. En cuando nos veas llegar abres la puerta. El coche de Patxi es un Ibiza blanco.

—Sin problema, Agnès. —le aseguró Igone—. ¿Alguna otra cosa más?

—Sí… A continuación nos sacas del garaje ocultos en tu coche. Y luego nos lo prestas, claro.

—Perfecto. ¿Qué tiempo tardareis en llegar?

—Unos veinte minutos —le informó Agnès.

—De acuerdo. Os estaré esperando.

Patxi Agote no pudo evitar sonreír imaginado la cara de pasmo que se le iba a quedar al inspector Peña una vez le dieran esquinazo. Últimamente, uno de sus mayores gozos, era joder a aquel fantoche.

—No hagas nada extraño, Patxi, continuaremos como si no pasara nada —le propuso Agnès—. ¿Conoces la dirección del despacho de Igone?

—Sí. Y también sé dónde está la entrada al garaje.

—Perfecto, Patxi —concluyó ella, dispuesta a dar su merecido a aquel par de incompetentes.

 

El inspector Peña y el subinspector Cerezo se hallaban mal estacionados en la Avenida Conde Oliveto. En su seguimiento a Patxi Agote y la abogada catalana, éstos les habían llevado hasta aquella calleja. Para, una vez en ella, verlos desaparecer en un garaje subterráneo.

—¡Maldita sabandija! —bramó el inspector Peña viendo difuminarse el Ibiza en la negrura de la bocana del parking—. ¿Adónde irán?

Al no tener un hilo conductor del qué tirar, el inspector Peña hacía dos días que decidió vigilar los movimientos de su antiguo subordinado. Encontrándose éste rebajado de empleo y sueldo, pensó que debería haberse quedado en casita. Pero no había ocurrido así, el chico seguía jugando a policías y ladrones, y al comprobar que se reunía con la letrada catalana en Lekunberri, el inspector no pudo prometérselas más felices. En la práctica, no podía dejar de sentirse encantado de que todo ello hubiera ocurrido. La jugada, a él, le estaba saliendo de perlas; ahora… hasta ese preciso momento. Cuando como quien dice estaban a punto de cantar bingo, los dos tortolitos desaparecen bajo tierra. «¿Qué cojones hacían en aquel garaje? ¿A quién visitaban?», no dejaba de preguntarse. Algo le olía mal en todo aquel asunto y no alcanzaba a comprender el motivo. Estaba absorto en sus cábalas, cuando el subinspector Cerezo llamó su atención:

—¡Jefe!, se abre la puerta del garaje.

El inspector, expectante, centro la atención en la entrada al subterráneo. Su instinto le avisaba de que algo estaba sucediendo delante de sus propias narices, pero sin llegar a imaginarlo.

—Estate alerta, Cerezo —le avisó a su compañero—. Si son ellos, síguelos.

La puerta del garaje acabó por abrirse y pudieron comprobar que no era el Ibiza de Patxi Agote el que surgía de las entrañas de la tierra, sino un Volkswagen Golf Plus conducido por una mujer. Al inspector comenzaron a revolvérsele las entrañas. Algo que se le escapaba estaba sucediendo delante de él y no acababa de comprender de qué se trataba.

—¡Cerezo! Aquí huele a muerto y no veo el cadáver por ninguna parte. ¿Qué piensas tú?

—La mujer del Volkswagen que ha salido del garaje, creo reconocerla pero no recuerdo de qué.

—¡Claro, Cerezo! —exclamó el inspector Peña—. Te suena de verla en los juzgados. Es letrada de Ramón Jáuregui.

—Eso es, inspector —cayó en la cuenta el subinspector—. Es ella.

—¡Se están riendo delante de nuestras narices y nosotros sin enterarnos! —bramó el inspector cabreado—. ¡Síguela, Cerezo. No dejes que se escape!

El subinspector Cerezo arrancó el motor y actuó con la máxima celeridad. Tenía que girar ciento ochenta grados y necesitó de varias maniobras, hasta que logró enfilar el coche policial y salió en persecución del Volkswagen. El inspector dudó entre si poner la sirena portátil o no. Finalmente desistió de hacerlo. Tanto con ella como si no, Cerezo conduciría velocísimo y prefirió no hacerse notar. Tras recorrer las calles adyacentes como verdaderos desesperados, al final tuvieron que desistir de su empeño. El Volkswagen había desaparecido.

—¡Malditos bastardos! —bramó el inspector—. Estos planean algo, y sabiendo que les seguíamos nos la han jugado.

Incapaz de contener su ira, el inspector Peña estampó tal manotazo al salpicadero que el subinspector Cerezo creyó que saltaría hecho añicos. Mientras, observando de soslayo, pudo distinguir a Igone que venía caminado por la acera.

—¡Inspector! En la acera. La letrada de Ramón Jáuregui.

—¡Para! —le ordeno el inspector Peña.

Salió seguidamente del coche el inspector cual búfalo herido, y cerrando la puerta del coche con tal furia que por poco no arruga el chasis.

—¡Usted…! ¡Alto! —le gritó a Igone.

Seguidamente y una vez estuvo a su altura, el inspector Peña le plantó delante de las narices su cartera con la identificación policial y placa.

—¿Qué desea, inspector? —le preguntó con tono burlón ella.

—Menos guasa, guapa. Sabes perfectamente lo que quiero. ¿Te crees que te puedes reír de la policía?

—¿Reírme dice, inspector? —se mofó Igone. Porque ciertamente que le costaba no mostrarse risueña.

—Rivales peores que una abogaducha del tres al cuarto tengo aplastados como si se trataran de simples gusanos. Así que menos chulerías —le amenazó el policía—. ¡¿Adónde han ido Agote y la letrada catalana?!

—Cuidado, inspector, no se confunda —le respondió Igone retadora. La burlona sonrisa le había volado de la cara—. No me intimida usted con sus bravuconadas.

—Está interfiriendo en una investigación policial —le interpeló él—. ¿Alcanza a comprenderlo, letrada?

—¡Yo no estoy interfiriendo en nada! —le respondió ella rabiosa. Estaba comenzando a hartarse de aquel maldito asusta niños—. Y no me parece usted más un fantoche, inspector.

Si se pudiera medir en kilos la ira que en ese momento dominó al inspector, y que a duras penas logró contener, reventaría más de una báscula. Con los ojos cargados de odio clavó su vengativa mirada en los de ella, mostrándole, sin lugar a equívocos, que sí de él únicamente dependiera la despellejaría viva allí mismo.

—No olvidaré esto, letrada. Nunca lo olvidaré. Recuérdelo.

—Váyase con sus amenazas a la mierda, inspector —le replicó con desdén Igone.

Encolerizado por ser incapaz de hacer postrarse a sus pies a aquella mujer, el inspector Peña retornó al coche. Habían perdido la ocasión y no merecía la pena perder un segundo más. Ya le arreglaría las cuentas a aquella gentuza en cuanto tuviera la más mínima oportunidad.

 

Agnès y Patxi Agote llegaron a la Comisaría de Tafalla con retraso. El indeseado encuentro con el inspector Peña y el subinspector Cerezo había provocado que se demorasen. Aparcaron el Seat enfrente de la propia comisaría. El inspector Mario Abellán les esperaba a sus puertas.

—Buenos días, Agote y compañía —les recibió.

Y dirigiéndose a continuación a Patxi:

—¿Qué tal la vida de parado?

—¿Ya se ha enterado, inspector?

—Las noticias vuelan, Agote —le aseguró éste con una media sonrisa en el rostro.

Tras lo cual, Patxi Agote se dedicó a realizar las presentaciones:

—La señorita Agnès Albert, inspector. Abogada catalana.

Y señalándole a él:

—El inspector Mario Abellán.

—Encantado de conocerla, señorita —le recibió el inspector a Agnès mientras estrechaban las manos.

—El gusto es mío —le respondió ella agradecida.

—¿Qué le ha sucedido en el ojo? —no pudo evitar preguntarle él.

—No es nada, inspector —le aseguró Agnès intentando evitar ser el foco de atención—. Simplemente, un encuentro desafortunado.

—Cuídeselo, señorita —le aconsejó él—. Con lo guapa que es usted no le queda nada bien.

—Gracias, inspector. No se preocupe usted. Ya sanará.

Una vez realizadas las presentaciones, el inspector Abellán les tenía preparada una sorpresa. Les propuso:

—¿Qué os parece si nos vamos a comer al campo? Así salgo de esta maldita ratonera. No nací para vivir entre cuatro paredes.

Patxi, antes de confirmar o desestimar la oferta, buscó con la mirada el consentimiento de Agnès. Y ésta aceptó con un asentimiento de cabeza.

—Por nosotros perfecto, Abellán.

—Pues a lo dicho. Vais a degustar el mejor cordero lechal de mundo —les aseguró.

Y seguidamente, para asegurarse, preguntó a Agnès:

—Le gustará el cordero, ¿no, señorita?

—Me encanta, inspector —le confirmó ella.

—Pues está de suerte. No hay cordero que se iguale al de la ribera navarra —le aseguró—. La fama la tiene el de Castilla. Pero no le quepa duda de que comparado con el nuestro no es más que pecata minuta.

—Siendo así, inspector —le siguió el juego Agnès, a quien aquel tipo le cayó bien nada más conocerlo—. ¿A qué estamos esperando?

En el coche policial sin distintivos del inspector Mario Abellán, y tras abandonar Tafalla, cogieron una comarcal por la que recorrieron entre tres y cuatro kilómetros. Seguidamente, y tras tomar a la derecha, se introdujeron en una pista forestal. Nada más acceder a la pista, una densa y voluminosa polvareda se levantó tras el paso de coche. Hacía tiempo que no llovía y el terreno se encontraba extremadamente seco. Recorridos otros tres o cuatro kilómetros, alcanzaron una pequeña cabaña guarecida entre un par de chopos y otros tantos nogales. El inspector detuvo el coche una vez la alcanzaron.

La cabaña, oculta entre el arbolado, estaba hecha un verdadero desastre: Los ladrillos de las paredes estaban sin enlucir. El techo, de vieja y decolorada hojalata, se veía destartalado. Y, la carpintería de puerta y ventanas, estaba sumamente agrietada completamente desconchada.

Bajaron del coche y se encaminaron hacia aquella especie de barraca. Acomodado en una silla de PVC blanca, y bajo uno de los nogales, les aguardaba un lugareño de edad indescifrable: lo mismo podía tener setenta que ciento treinta años; y a sus pies reposaba un perro. A su vera se asentaba un asador, y, sobre los rescoldos, se doraba un pequeño cordero lechal abierto en canal.

—¡Buenos días, don Pedro! —saludó el inspector Abellán al anciano.

—¡Buenos días a todos ustedes! —les recibió risueño éste, mostrando la falta casi completa de su dentadura. El vivo azul de sus ojillos, en cambio, resplandecían de vitalidad.

—La señorita Agnès y mi compañero Patxi Agote, también de la foral —les presentó el inspector.

Y, dirigiéndose seguidamente a ellos:

—Y éste es mi buen amigo don Pedro.

—Encantado, señorita —le saludó don Pedro a Agnès mientras estrechaban las manos. Y seguidamente saludó a Patxi Agote—: Bien venido, señor.

—Encantado de conocerle, don Pedro —le respondió éste.

A continuación y señalándole el moratón, se interesó don Pedro:

—¿Qué le ha pasado en el ojo, señorita?

Ruborizada—, un mal encuentro, don Pedro. Pero no tiene importancia —se excusó ella.

—No deje de cuidarlo, señorita —le repitió el anciano el consejo que previamente le había dado el inspector Abellán—. No le favorece en nada.

—Gracias. Pero no se preocupe, don Pedro —le contestó Agnès sintiéndose algo cohibida. Y comenzando a hartarse también de, encima de haber sido agredida, sentirse culpable por las secuelas—. Ya sanará.

Con intención de romper el hielo y desviar la atención del tumefacto ojo de Agnès, consciente de su rubor, el inspector Abellán varió el motivo de la conversación:

—Espero que hayas preparando un cordero en condiciones, don Pedro. Les he hablado mil maravillas de tus artes culinarias y del producto de la tierra. ¿No me harás quedar mal, eh?

Encajando la tirada con ese humor tranquilo y exclusivo de la gente rural, el anciano pastor le replicó:

—Y aun siendo mal cocinero, siempre comeréis mejor en esta tierra que donde vivís. No os preocupéis por mis dotes al fogón.

—Claro que sí, don Pedro. No nos cabe ninguna duda —convino Abellán con él—. ¿Y cómo va el asado?

—Va que casi se viene. Me habías dicho que pasaríais para las doce y media, y es la una. Menos mal que decidí echar el cordero a la brasa un poco más tarde, que si no lo comeríamos socarrado.

Echándole un brazo al hombro y obligándole a ir hacia la brasa, el inspector le contestó:

—¡Siempre quejándote!, ¡siempre quejándote! Veamos ese asado.

Y, dirigiéndose seguidamente a Paxi, le pidió el inspector Abellán:

—¡Patxi!, sirve unos vinos y sentaos. Coge una botella de la despensa. Está en la cabaña.

El ex subinspector, indeciso, se dirigió al interior de la cabaña a efectuar la petición del inspector. Agnès en cambio, y haciendo caso omiso de la indicación de Abellán de que se sentara, se acercó al asador. Desde niña sentía una hipnótica atracción por el fuego y no se iba a perder la ocasión de disfrutarlo en aquella plácida mañana, en aquel olvidado paraje, y con aquella maravillosa compañía.

El cordero que se doraba a la brasa bien habría pesado de entre cinco y seis kilos sí don Pedro se hubiera dignado a ponerlo en una báscula, cosa que no había hecho. Agnès, entre el inspector Abellán y el anciano, y observando aquel delicioso manjar, a cada segundo que pasaba se le abría más el apetito. Extendido y dibujando una especie de aspa, y reposando sobre la parrilla, rezumaba su grasilla lentamente, y estaba adquiriendo unos tonos dorados que incitaban a comérselo sobre los mismos rescoldos.

—¡Ya está listo! —exclamó don Pedro.

—Sentaos —les propuso el inspector al anciano y a Agnès—. Yo me encargo de trocearlo y servirlo.

Patxi Agote y Agnès, entre que la visita al campo les había abierto el apetito y que jamás en la vida habían degustado un asado tan exquisito, comieron con inaudita ansia. El anciano y el inspector, entre bocado y bocado, entre vinito y vinito, disfrutaban viéndolos comer con tanta satisfacción.

—¿Quién quiere otro pedacito? —preguntó don Pedro a sus invitados una vez estos limpiaron sus platos.

Ninguno de los comensales optó por aceptar la oferta de tan saciados que estaban.

—Está bien —decidió el anciano ante la negativa general—, Txiki se los comerá encantado.

El perro, que se había pasado toda la comida merodeando en torno a los comensales, en cuanto oyó su nombre y conociendo a su dueño como le conocía, comenzó a mover frenéticamente la cola expresando la alegría que sentía.

Viéndolo dar saltos junto al anciano:

—¡Mira que contento se ha puesto Txiki! —exclamó Agnès.

Con el perro continuando como loco a sus pies—, y ahora, si os parece, os dejo para que habléis de vuestras cosas. Yo voy a dar de comer a Txiki —les propuso don Pedro levantándose.

—No hace falta que te vayas —le aseguró el inspector Abellán reteniéndole por el brazo.

—Lo sé, Mario —le contestó el anciano—, pero tus invitados lo mismo se sienten cohibidos.

—Todo lo contrario, don Pedro —le aseguró Agnès—, con lo bien que nos ha atendido.

—De acuerdo —aceptó finalmente éste acarreando los restos de la comida—. Pero si me duermo con vuestras historias no os ofendáis. Más allá de mi rebaño de ovejas, de Txiki, y de disfrutar de una buena comida y un buen vino, todo lo demás me trae sin cuidado.

Aprovechando que don Pedro se alejaba a dar de comer al perro, el inspector dio inicio al conclave:

—Bueno… comencemos. ¿Qué es lo que queréis proponerme?

Agnès y Patxi se observaron un momento, y el ex subinspector acabó cediendo la palabra a Agnès.

—Como usted sabrá —comenzó ésta mirando fijamente a los ojos al inspector Abellán—, llevamos a cabo una investigación privada sobre el caso que nos ocupa.

—En efecto, señorita —le confirmó él—, estoy al corriente de ello.

—Doy por hecho que han reabierto el caso de Sonia La Reina, acontecido aquí, en Tafalla —continuó Agnès—. Y que usted, Mario, estará volcado en la búsqueda y captura del asesino.

—Así es, señorita —le confirmó el inspector—. Por si le interesa saberlo, decirle que ya tenemos un sospechoso. La Unidad de Policía Judicial de Pamplona, a la que pertenece nuestro amigo Patxi, aquí presente, está tras sus pasos.

—Siento contradecirle, inspector —terció Agnès irónica—. La unidad a la que usted se refiere está más desencaminada que Colón buscando las Indias.

El inspector Mario Abellán no sabía que pensar. Se encontraba allí sentado, con un compañero que había traicionado al estamento policial y con una letrada a la que no conocía de nada, hablando de información restringida. Por si esto no fuera suficiente, intuía que le iban a pedir que realizara algún tipo de gestión probablemente ilegal. Dudaba entre sí mandarlos con viento fresco, o escuchar su propuesta y conocer que intenciones tenían.

—Está bien, señorita —consintió finalmente el inspector—. Explíquese y dígame qué desea de mí.

Agnès se sintió aliviada. Había logrado derribar la primera y más compleja de las barreras.

—En primer lugar, inspector, quisiéramos saber si usted puede conseguir una orden judicial de detención y registro en una jurisdicción que no sea la de Tafalla. En el caso que nos interesa, la vivienda a registrar pertenece a la jurisdicción de Pamplona.

—Zzz… —don Pedro, que hacía un momento que se había sentado con ellos, con los antebrazos apoyados en la mesa y la cabeza sobre estos, acababa de quedarse dormido.

Bajando el tono de voz para no molestar al anciano, le preguntó el inspector a Agnès:

—¿Me está dando a entender que sabe quién es el asesino y no lo ha denunciado a la policía? ¿Está usted loca, señorita?

—No, inspector. Aún no conozco la identidad del asesino. Pero en un plazo de menos de treinta horas, es más que probable que sepamos de quien se trata.

El inspector los miró como si estuviera ante un par de chiflados. Si no fuera porque conocía a Patxi Agote desde hacía tiempo, y tenía un buena opinión de él, allí mismo les pateaba el culo.

—Está bien, señorita —le dijo finalmente a Agnès—. Si no le importa, comience desde el principio y no omita nada. ¿Será capaz de hacerlo?

—Sí, inspector —aceptó ella.

Y comenzó su exposición desde el principio como le había solicitado el inspector, y sin omitir nada. En primer lugar le relató cómo su amiga Igone le pidió ayuda, y todas las gestiones y pesquisas que efectuaron entre las dos. Seguidamente, Agnès le contó el acuerdo al que llegaron con el entonces subinspector Patxi Agote, allí presente, y cómo entre los tres lograron descubrir el modus operandi del verdadero asesino. Y, para terminar le narró, con todo lujo de detalle, las peripecias vividas en la Costa del Sol. Omitiendo únicamente, la petición que le realizó a Adrià de conseguirle un par de fontaneros; y, por ende, de la existencia de éstos.

—Madre mía, señorita, me deja usted perplejo. ¿Pero pueden llegar a sucederle a alguien tantas cosas en tan poco tiempo? —bromeó con ella el inspector Abellán—. Y la pregunta que quedan en el aire es: ¿En dónde narices está Guiputxi y cómo va a sacarle usted la información a ese tal Cabra? Porque no la tiene, ¿no es cierto?

Agnès dudó un momento pensando en cómo salir de aquel pequeño atolladero, el inspector parecía un hombre honrado y no deseaba engañarle, pero tampoco quería mostrar todas las cartas, y menos las marcadas.

—Estamos convencidos de que Carlos Iriarte fue a la caza del verdadero asesino, y que éste es quién le ha cazado a él. Y, en referencia a Aimar, si no le importa inspector, prefiero no exponerme. Lo único que le puedo asegurarle es que mañana, antes de la cuatro de la tarde, nos habrá informado lo que deseamos saber.

El inspector, con la mirada perdida, se mantuvo un momento indeciso. Le estaban pidiendo que incumpliera el protocolo de actuación policial correspondiente para estos casos, y que antepusiera su versión de los hechos a la de la propia policía. No era poco lo que pretendían.

—Concededme un par de horas —les contestó sin acabar de tomar una decisión definitiva—. Necesito pensarlo antes, y realizar alguna consulta.

—Gracias, inspector —le reconoció Agnès, consciente de lo mucho que le pedía.

—Sabes, Agote —se sinceró Abellán con Patxi—. El inspector Peña es de mi propia promoción. Nunca me cayó bien. Es el típico policía que no hace otra cosa que desprestigiarnos.

—Así es, Mario —convino Patxi con él, satisfecho por la confianza que éste le acababa de demostrar.

Finalmente, sin otro tema de peso sobre la mesa, optaron por dar carpetazo a la reunión y ponerse en marcha. Si realmente llegaban a un acuerdo, no tenían tiempo que perder. Sin despertar a don Pedro, que continuaba plácidamente dormido, acabaron abandonando la cabaña y partieron para Tafalla, en donde Agnès y Patxi tenían previsto recoger el Seat y retornar a Lekunberri.