Capítulo 8
AGNÈS estacionó el Audi en el aparcamiento exterior del Hotel Ayestarán, en el centro de Lekunberri. Recogió la maleta y se encaminó al hotel. En cuanto alcanzara la habitación se daría una ducha para desprenderse de la pegajosidad del viaje; seguidamente, tenía previsto comer algo y descansar hasta que llegara Igone. Se habían citado para las cuatro de la tarde.
El edificio del hotel constaba de cuatro plantas. Disponía de piscina y pista de tenis junto a una zona ajardinada de un verdor esplendoroso. En el interior, la decoración era de estilo rústico: los muebles del hall, antiguos, estaban teñidos con nogalina hasta alcanzar un tono cercano al negro, en concordancia con la estructura de madera vista del edificio; en contraste con el blanco de las paredes y los granates, verdes botella y sienas, de sillones, bordados de sobremesa y cortinas.
—Arratsalde on —le saludó la recepcionista, una joven de blanca y pecosa piel y agradable sonrisa.
—Buenas tardes —le contestó Agnès—. En castellano, por favor. Vengo de Cataluña y no hablo euskera.
—Discúlpeme. ¿Qué desea?
—Tengo reservada una habitación.
—¿Nombre, por favor?
—Agnès Albert. Pero la reserva la ha realizado una amiga: Igone Barberena. No sé sí la ha reservado a mi nombre o al suyo propio.
—¡Ah, sí! La estábamos esperando —le confirmó la recepcionista tras operar en el ordenador—. Hay reservadas dos habitaciones a nombre de Igone Barberena. Y se nos informa que usted va a ocupar una de ellas.
—¿Dos habitaciones? —se sorprendió Agnès.
—Sí, señorita. Son dos las habitaciones reservadas.
—Perfecto, no hay problema— aceptó Agnès. Ya le aclararía Igone el motivo.
Una vez finalizados los trámites pertinentes, Agnès subió, en el ascensor, a la tercera planta; y se encaminó a la habitación 321, la que le correspondía. Ésta era sobria y decorada en la línea con el resto del hotel, y aportaba una sensación muy hogareña. «Igone no podía haber escogido mejor», pensó.
Dejó la maleta sobre la cama y, desvistiéndose y dejando caer la ropa al suelo según se desplazaba camino del baño, acabó de desnudarse. El baño era completo. Activó los grifos de agua caliente y fría de la bañera, y puso la mano bajo el chorro de agua, cuando consideró que estaba a la temperatura adecuada, manipuló el distribuidor del caudal para que el agua se encauzara hacia la alcachofa de la ducha. Seguidamente, se introdujo en la bañera y deslizó la mampara hasta hacer tope. Las cinco horas de viaje le habían dejado agotada, y aquella reconfortante ducha le renovaría completamente.
Se abrieron las puertas del ascensor en la planta bajo, surgió de éste Agnès y enfiló hacia el exterior del hotel. Le quedaba una hora para su cita con Igone y pretendía, antes, comer algo. En el lado opuesto de la calle se situaba el casco antiguo de la localidad, cruzó la carretera y se dirigió al mismo.
Según caminaba, su mente, inevitablemente, retornaba constantemente a pasajes del día a día, de su vida dejada atrás hacía unas horas en Barcelona. Se propuso que lo primero que haría sería telefonear a Sara, su hijita. La había dejado a cargo de Oriol, que no le había puesto ninguna objeción, y, a pesar de saber que estaría perfectamente ya que Sara adoraba a su padre, un sentimiento de culpa le corroía. «El corazón no entiende de lógicas», se dijo. Rememoraba, también, la disputa un poquito subida de tono que mantuvo con Adrià, su jefe. A pesar de haber acabado el trabajo que tenía pendiente en un tiempo record, a falta de unos pequeños flecos sobre los cuales le dejó sus correspondientes apuntes, Adrià no aceptó de buen grado que adelantara las vacaciones, y menos tan de improviso; y, para colmo, para irse a jugar a policías y ladrones con una coleguilla. «No eres una maldita freelance… ¡joder!», le había llegado a gritar; para, finalmente, acabar consintiendo. Y: «¡coge a ése pedazo de cabrón!», recordaba haberla dicho al despedirse. En fin… hombres. ¿Quién estaba capacitada para comprenderles
Se topó con una plaza, amplia. En un lateral vislumbró un toldo extendido y, bajo éste: mesas y sillas. Un bar. Entró y comprobó que servían comidas, y optó por ocupar una de las mesas del comedor y esperar a ser servida. Se le acercó una camarera de aspecto rudo y, por algún extraño sortilegio de quién sabe quién, bella a la vez. En la lengua autóctona le preguntó qué deseaba, ahora al comprobar que no le había comprendido, se dirigió a ella en castellano:
—Buenas tardes. ¿Qué va a comer?
—Una ensalada mixta y una coca cola, por favor.
Viendo dirigirse a la camarera a realizar el pedido, Agnès se mantuvo observando su caminar… de fibrosas y oscilantes nalgas, mientras elucubraba sobre la idiosincrasia de los vascos y su cultura: la cual le resultaba muy atractiva y singular, pero complicado de lograr mantener en este mundo tan globalizado. Otra cosa era su arcaica lengua… Madre de Dios. Le sonaba extrañísima. Se sentía alelada oyéndolos hablar, no había forma de comprender absolutamente nada. Finalmente y recordando a su familia, se abstrajo de sus pensamientos y decidió telefonear a Oriol, a ver que tal lo llevaba con la nena.
—¡Mare! —le saludó Sara—. Estamos en el zoo. Ahora voy a comer una hamburguesa.
—Hola, cariño. ¿Qué tal estás?
—¡Bien…! He visto a los cocodrilos. ¡Cuántos dientes tienen!
Sí cariño, muchos. ¿Está papi ahí? —le preguntó feliz de oír su vocecita.
—Ahora se pone, mare.
—¿Qué tal el viaje, mi gran heroína? —le saludó Oriol sarcástico.
—Bien… muy bien. Ya he llegado y estoy a punto de comer. ¿Qué tal con la nena? ¿Todo bien?
—Sí, mujer, no te preocupes, que va a estar fenomenal.
—Ya lo sé, Oriol…
—Disfruta de una semana sin la peque. Te vendrá bien. Así te vas acostumbrando para cuando se eche novio y te mande con viento fresco.
—Tan burro como siempre, Oriol.
—C`est la vie, mon amour.
—Bueno, ya veo que os lo pasáis muy bien. Mañana os llamo. Sólo quería saber qué tal estabais.
—Perfecto… No te preocupes.
—Gracias, Oriol. Dale un besito a Sara de mi parte.
—Así lo haré… Adéu.
—Adéu, Oriol.
Todo parecía en orden. Podía comer tranquila.
Localizó a Igone nada más entrar al hotel, sentada en una butaca del hall. Se acercó a ella y se fundieron en un fuerte abrazo.
—Gracias por venir, Agnès. ¿Cómo te ha ido el viaje?
—Bien, Igone —le aseguró su amiga—. Ya sabes que no me gusta hacer viajes largos en coche, pero he llegado bien.
—Sí, chica, a mí tampoco me gusta conducir largas distancias. ¿Sí te encuentras cansada lo dejamos para mañana?
—No, no es necesario. Lo cierto es que aún no he aterrizado. Pero lo mejor que podemos hacer es ponernos manos a la obra cuanto antes.
—Como prefieras, Agnès. Me tienes a tu disposición.
—¿Dónde podemos charlar tranquilas? —le preguntó Agnès a Igone.
—He reservado un par de habitaciones. Una para que te alojes y la otra como ofis —le aclaró ésta—. Podemos subir a la oficina.
—Esto explica lo de las dos reservas, Igone. Me tenías intrigada.
—¿Subimos? —le preguntó Igone visiblemente satisfecha por su acierto.
—Me parece perfecto —aceptó Agnès.
A la habitación 320, contigua a la de Agnès, le faltaba la cama; la sustituía una mesa rectangular y cuatro sillas. Una cafetera eléctrica descansaba sobre otra mesa, pequeña, ubicada en un rincón. La esquina opuesta a la mesa rinconera, junto a la ventana que daba al exterior, la ocupaban un cómodo sillón y una lámpara de lectura. Y, sobre una de las paredes, colgaba una superficie metálica lacada en blanco en la que se podía escribir y borrar fácilmente con un rotulador que descansaba sobre la mesa central; se adherían sobre el tablero metálico varios de imanes.
—Igone, es una estupenda idea.
—Gracias, Agnès. Qué menos.
—Estás en todo, cariño. ¿Te ha puesto muchos inconvenientes la dirección del hotel para acondicionar la habitación?
—Me ha costado lo suyo convencerles, pero al final han accedido.
—Estupendo, la verdad.
—¿Quieres que prepare café? —le preguntó Igone.
—Acabo de tomarme uno. Prepáralo para ti si te apetece.
—No, que a la noche no pego ojo —le aseguró Igone—. ¿Nos sentamos?
—Bueno… empecemos —comenzó Agnès—. Lo primero que deseo saber: es cómo llevas las gestiones que te solicité.
—En principio, he conseguido todo lo que me pediste: direcciones y teléfonos de los chicos que vieron a Ramón Jáuregui y alertaron a emergencias; y también los datos del lugareño que localizó el cadáver. Con la enfermera de urgencias que le atendió hablé personalmente, y cuando le expuse nuestro deseo de tener una charla con ella aceptó encantada; está esperando a que le llamemos. Juanita, la hermana de Ramón, está hoy de visita en el Penal de Alicante. Mañana estará de vuelta y nos traerá el puñado de cabello de su hermano que me pediste. En cuanto al subinspector Agote, está deseoso de reunirse contigo. Ahora bien, exige máxima discreción. También he conseguido la lista de las amistades más íntimas de Ramón. Le he echado una ojeada y todas parecen personas de lo más común, exceptuando un individuo llamado Carlos. Le apodan Guiputxi. Desconozco su apellido pero tengo su dirección. La hermana de Ramón no le tiene en gran estima… habrá que tenerlo en consideración.
—Veo que eres muy diligente, querida amiga —le aseguró Agnès sorprendida por su eficacia—. Con esto tengo suficiente para empezar.
—Gracias, Agnès. Es lo menos que podía hacer.
—Es mucho, Igone —le agasajó Agnès creyendo fervientemente en lo que decía. Su amiga había cumplido perfectamente con las tareas que le había encomendado facilitándole su trabajo.
Satisfecha por el reconocimiento de Agnès—: estoy a tu entera disposición. ¿Cuál es tu plan? ¿Por dónde empezamos? —le ofreció Igone su colaboración.
—En principio, tengo la intención de comenzar con mis pesquisas esta misma tarde —le respondió Agnès—. Le daré un repaso a lo que me has traído y realizaré alguna que otra visita, para cotejar con los testigos sus testimonios. Y, también, me daré una vuelta por los alrededores para ir haciéndome al lugar. Con un par de días tendré suficiente.
—Y yo, ¿qué hago? —le preguntó un poco confusa Igone por no haber sido incluida en la investigación.
—Vuelve a Pamplona. Continúa con tu día a día. En caso de necesitarte te aviso.
—¿Estás segura, Agnès?
—Sí, completamente.
—Como desees. —aceptó Igone resignada—. Tú eres la jefa.
—Mañana, en cuanto estés con Juanita, que te entregue los cabellos de su hermano. Es muy importante. Luego los envías, por correo urgente, a este laboratorio de Barcelona —le indicó Agnès haciéndole entrega de una nota con la dirección—. Están sobre aviso.
—¿Qué esperas encontrar en el cabello? —le preguntó Igone curiosa.
—Existe una remota posibilidad, que estoy barajando, y quiero comprobarla —le respondió Agnès enigmática y sin soltar prenda.
—Perfecto. Sin problema —aceptó Igone. Ya se lo explicaría cuando procediera—. ¿Algo más, Agnès?
Sí. Pregúntale al subinspector si puede citarse conmigo mañana por la mañana.
—No opondrá ninguna objeción —le aseguró Igone—. Está deseoso de conocerte.
—Pues, por mí, hemos finalizado —dio por acabada la reunión Agnès.
En vistas de que habían finalizado su pequeño conclave, Igone le propuso a Agnès:
—¿Qué tal un café ahora? ¿Te apetece?
Claro que sí, cariño —aceptó ésta—. Pero… ¿y lo del no poder dormir?
—Dios dirá… —guaseó Igone sonriéndole—. ¿Nos acercamos a una terraza?
—Por mi perfecto —aceptó Agnès.
—Pero antes tenemos que hablar de dinero —cambió de tema Igone—. Tengo vía libre por parte de la familia para contratar, y…
—Aguarda un momento, no he pensado en ello y no es el motivo que me ha traído hasta aquí. Lo sabes.
—Por supuesto Agnès que lo sé. Pero una cosa no quita la otra.
—Déjalo de momento, Igone. Ya hablaremos de eso otro día.
Antes de ponerse en marcha y sin darle tiempo a reaccionar a Agnès, Igone depositó un fajo de billetes en la mesa. Y le dijo:
—Esto es para gastos, Agnès. Son dos mil euros. Si necesitas más, no dudes en pedirlos.
Agnès observó el dinero, dirigió seguidamente su mirada a su amiga y, tras sonreírse ambas, lo recogió de la mesa y guardó en el bolso. Y—: ¡Vayamos a tomarnos ese café! —le propuso a su colega.
—¡Eso está hecho! —aceptó Igone encantada.
El día era espléndido. Las dos mujeres, una vez abandonaron el hotel y con sus brazos entrelazados, caminaron por las calle de la pequeña localidad contándose sus confidencias.
El reloj indicaba las ocho de la tarde y, hacia el poniente, el sol parecía acariciar las crestas de las montañas. Agnès Albert conducía el Audi, cautelosa, por la estrecha y revirada carretera que lleva a Etxarri, pequeño municipio en el que está ubicada la finca de Ramón Jáuregui. Igone le había entregado las llaves del caserío y un plano de la comarca, que se conformaba por varios pequeños pueblos periféricos a Lekunberri. En el plano estaban indicadas varias reseñas de interés y, entre ellas, la ubicación de la finca del propio Ramón Jáuregui. Con el GPS del automóvil configurado, Agnès no tenía pérdida.
Previamente, Agnès había telefoneado a Obeko, uno de los tres chavales que se habían topado con Ramón Jáuregui la noche del asesinato de Uxue Beloki, para citarle junto con su amigos: Itoitz y Urtzi, los otros dos jóvenes que le acompañaban aquella fatídica noche; y que fueron los que dieron el aviso al 112 alertando de la presencia de Ramón, ensangrentado, en las calles de Lekunberri. Le habían contestado favorablemente a su propuesta y se habían citado para las diez de la noche en el Hostal Elosta, en Lekunberri.
Tras dejar atrás una densa arbolada, la carretera se bifurcaba en un claro dominado por amplios y verdes prados vallados con estacas de madera y alambre de espino; hatos de vacas manchadas en blanco y negro pastaban en ellos. Alertada por el GPS, tomó el desvío hacia Etxarri. Tras recorrer trescientos metros nuevamente comenzó a pitar el GPS, indicándole de un próximo desvío a la izquierda unos metros más adelante. Al llegar a este enlace se introdujo en él, era una pista de cemento llagada perpendicularmente al sentido de la marcha. Zigzagueó sobre ésta hasta alcanzar un pequeño hayedo; la pista cementada por la que circulaba lo cruzaba. Lo traspasó y alcanzó a su destino.
La construcción era sólida, rectangular, típica de la zona: de mampostería enfoscada pintada en blanco y cercos de puertas y ventanas contorneadas con bloques de piedra cincelada. La carpintería exterior era de roble teñido con nogalina. Un sendero a la derecha de la casona conducía a una segunda construcción de gran superficie que se asentaba a unas decenas de metros del edificio principal, semioculta tras un robledal. Agnès dedujo que sería la vaquería de Ramón. No pudo evitar preguntarse quién estaría al cargo. Según la información que le habían dado, tenía una ganadería vacuna de más de noventa reses destinada a la comercialización de carne, y este pequeño detalle no lo había comentado con Igone. En la próxima cita se lo consultaría.
Estacionó el Audi frente a la puerta de entrada. Bajó del auto, y se dispuso a echar un vistazo por los alrededores antes de acceder al interior de la casa. Ciertamente no sabía qué buscaba, pero la experiencia le había demostrado que a través de un detalle sin valor aparente, en muchos casos se topa uno con una pista… un indicio, por lo que no había que desdeñar ninguna posibilidad.
En la parte opuesta del caserío corría un porche que se extendía por todo el frontispicio: a un lado se asentaba una mesa de grandes dimensiones y con una decena de sillas complementándola; en el lado opuesto se asentaba una barbacoa, de obra, con su gran chimenea traspasando la cubierta del porche; y, el centro, lo regía una puerta de entrada a la casa de características similares a la de la fachada norte. Por lo que pudo observar, el exterior del caserío estaba ordenado y limpio. Era evidente, ante su ausencia, que algún allegado o familiar de Ramón se encargaba de atender la propiedad.
Entró al interior y se encontró en una amplia estancia, que cumplía las funciones de salón y comedor. Lo encontró ordenado y limpio. Éste hecho le confirmó que algún familiar de Ramón debía visitar la finca periódicamente. Recorrió la planta bajo: el propio salón comedor, la cocina, y un amplio baño. No encontró nada que llamara su atención.
«¿Qué esperaba encontrar?», se preguntó.
Desistió de subir a la planta superior, con lo que ya había visto tenía suficiente. Había ido con la idea de encontrar un supuesto sótano, que tras ojear el informe policial conocía de su inexistencia; cualquier pequeño detalle que le aportara una idea, pero el detalle en sí era la propia casa: ordenada y pulcra. Se giró dispuesta a marcharse convencida de que estaba perdiendo el tiempo cuando, bajo el vano de la puerta de entrada, lo vio: un hombre en actitud desafiante atento al más mínimo de sus movimientos.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó finalmente el desconocido.
Atónita por la inesperada presencia de aquel hombre se sintió incapaz de responderle.
—¡¿Quién es usted y qué hace aquí?! —volvió a preguntarle el hombre.
—Me llamo Agnès Albert —reaccionó finalmente la abogada—. Trabajo para la familia Jáuregui.
El desconocido no hacía el más mínimo esfuerzo por reducir la tensión existente entre ambos. Parecía disfrutar de la situación.
—¿Y usted quién es? —se atrevió a preguntarle finalmente Agnès, contrariada por su mal comportamiento.
Sin llegar a responderle, el desconocido desapareció del campo de visión de Agnès tal como había aparecido. Sí en un primer momento se quedó paralizada y sorprendida, ahora, en cambio, reaccionó rápidamente, y cruzó el salón a la carrera y salió al exterior. Observó a ambos lados pero no le vio. El tipo había desaparecido. Se sintió inquieta. ¿Quién demonios era aquel maleducado? Evidentemente, este suceso no iba a quedar así. Llevaría a cabo las averiguaciones oportunas hasta descubrir de quién se trataba. Desasosegada, cerró la puerta y le dio un par de giros a la llave, y abandonó el lugar.
El Hostal Elosta se situaba en el casco antiguo del pueblo, formado éste por un grupúsculo de no más de treinta edificaciones, motivo por el cual lo encontró sin dificultad. Accedió al bar del hostal. Era de reducido tamaño y de decoración rústica. En torno a una mesa se congregaba un grupo formado por dos chicos y una chica. «Tenían que tratarse de ellos», se dijo Agnès.
—Buenas noches, me llamo Agnès Albert. Si no me equivoco, esta tarde he hablado con uno de vosotros.
—Buenas noches —le respondieron cohibidos los jóvenes.
—¿Puedo sentarme? —les preguntó.
—¡Claro! —le contestó la chica ofreciéndole una silla.
Observó Agnès que tenían sus cervezas consumidas.
—¿Os apetece otra ronda?
—No, estamos bien así —le aseguró la chica, que parecía llevar la voz cantante.
Agnès se giró hacia la barra y pidió al camarero, que no le había quitado el ojo desde que entró al establecimiento, una caña. Seguidamente, ofreciéndoles una de sus mejores sonrisas para ganarse su confianza, se dirigió a los jóvenes:
—Os he citado, únicamente, para comprobar algunos datos de vuestra declaración. No soy policía… Os lo digo para que estéis tranquilos. Soy abogada y trabajo para la familia de Ramón Jáuregui; y estoy investigando los sucesos de finales del pasado año. Y, también, el caso de la chica de Pamplona que ha sido secuestrada el fin de semana anterior.
El camarero se acercó con la consumición de Agnès y esperaron a que volviera a la barra.
—Nosotros no sabemos nada —intervino la chica—. Ya se lo dijimos a la policía.
Agnès la notó tensa, al igual que a sus dos amigos. Era evidente que la dimensión de lo sucedido superaba su bisoñez—. Lo sé, lo sé. Lo único que os pido es que me volváis a relatar lo sucedido. Sólo eso —les rogó.
—¡Vale…! —aceptó la chica. Y le exhortó a uno de los chicos—: Cuéntaselo, Obeko.
—Estábamos en el coche —comenzó, éste, inseguro—, oyendo música. Eché un vistazo por el retrovisor y vi a un tipo raro acercándose por detrás, y les avisé a mis colegas. En un instante el tipo ya estaba sobre la luneta trasera, y nos dimos cuenta de que estaba pringado de sangre. Nos dio un susto de muerte y nos largamos de allí a toda pastilla. Luego telefoneamos a emergencias y les dijimos que un tipo muy raro y manchado de sangre andaba por la calle. Eso es todo.
Agnès comprobó que el relato coincidía plenamente con la versión del interrogatorio que les había realizado la policía, y que el subinspector Patxi Agote había tenido a bien entregarle a Igone.
—Vosotros habíais visto a Ramón Jáuregui antes de esa noche? —continuó el interrogatorio Agnès.
—¡Sí! —le confirmaron los tres.
Y continuó la chica:
—Aquí todos nos conocemos. Pero esa noche no le reconocimos, estaba sucio y lleno de sangre, lloviznaba y estaba muy oscuro. Nos enteramos después, por la radio, y porque todo el pueblo hablaba de lo mismo: del asesinato de la chica y de la detención de Ramón Jáuregui.
—Una última pregunta —insistió la abogada—. ¿Qué pensáis de Ramón y de lo sucedido?
A mí me cuesta creerlo —opinó Obeko, uno de los dos chicos—. Ramón era muy amigo de mi padre, y un viejo de esos bonachones que no se meten con nadie. Es un poco raro todo este lío; y, ahora, otra chica secuestrada. No sabemos qué pensar. Lo que sí sé es que todas las chicas del pueblo están acojonadas.
—No me extraña, Obeko —opinó, Agnès—. Si yo fuera una jovencita y viviera aquí, también estaría muy asustada. ¿No te parece?
—Sí… claro —aceptó Obeko un poco avergonzado.
—Bueno… Gracias por haber venido, chicos —les correspondió Agnès—. Esto es todo. ¿Veis como no era para tanto?
—¡Buaaa…! —exclamaron los tres aliviados.
Agnès se llevó su caña a los labios y le dio un largo trago. Dios, qué sed tenía.
—¿Nos podemos ir? —le preguntó la chica.
—Sí, claro. Lo único que, si necesito haceros alguna otra pregunta, os volveré a llamar. ¿Conformes, chicos?
—De acuerdo —aceptaron de buen grado. Se habían quitado un buen peso de encima.
Agnès se levantó con ellos y se acercó a la barra a abonar la caña. Seguidamente, desalojaron el establecimiento hostelero. Antes de despedirse de los tres jóvenes, les hizo entrega de una de sus tarjetas de visita, rogándoles qué sí recordaban algo de interés le telefonearan, a lo que los chicos aceptaron de buen grado.
Según volvía a Lekunberri de la finca de Ramón Jáuregui, Agnès había telefoneado y se había citado con Fátima, la auxiliar de los Servicios de Urgencias de Irurtzun que asistió a Ramón Jáuregui la noche en que Uxue Beloki fue asesinada. La cita la habían concertado para las doce de la noche, en el propio centro médico. Comprobó, en el reloj, que aún le quedaba una hora y media. Decidió irse a cenar.
En los informes que le había entregado su amiga Igone, figuraba el bar Albi cómo el establecimiento hotelero que habitualmente frecuentaba Ramón. Era el mismo en el que había almorzado a media tarde tras acomodar sus pertrechos en el hotel. Sabía dónde estaba. Decidió dejarse acercarse y, mientras cenaba, comprobar que tipo de personal lo frecuentaba. Pensó en la posibilidad de que el cómplice, inductor o lo que pudiera ser de Ramón se encontrara en él. Sólo pensar en la posibilidad de cruzarse y no reconocerlo le hizo inquietarse.
El local se hallaba atestado de un elenco de parroquianos atentos a la pantalla del televisor. Se ofrecía un partido de pelota a mano y el ambiente estaba sumamente caldeado. Los había que discutían, acaloradamente, la resolución del último tanto; otros, por contra expectantes, no le quitaban la vista al televisor por no perderse el más mínimo detalle del acontecimiento deportivo. Pudo distinguir con cierta dificultad, entre la gran cantidad de clientes, una única mesa desocupada en el comedor. Se dirigió rápidamente hacia ella no fuera a perderla.
Se abrió paso como buenamente pudo. Cosa que no le resultó sencilla, porque conseguir caminar entre aquellos hombres afectados por el alcohol y excitados por la contienda deportiva, más parecía una quimera que un objetivo real. Una vez logró sentarse, solo le quedaba esperar a ser atendida.
Como por arte de magia y aparecida de la nada se presentó ante ella, libreta y bolígrafo en mano, la camarera que le había atendido aquella misma tarde. A los ojos de Agnès se le apareció como una verdadera heroína en el campo de batalla. Desplazarse entre aquel ingente conglomerado de músculos no debía ser nada fácil para aquel menudo cuerpo; pero, la resolución que reflejaba su rostro daba a entender que, si tuviera la necesidad de pegar un par de codazos a la hora de hacerse hueco, los debía de impartir sin contemplaciones.
—¡Buenas noches ¿Qué desea?! —le preguntó gritando por encima del barullo reinante; y esforzándose por mantener el equilibrio ante la presión que aquella jauría humana ejercía sobre su menuda espalda.
Justo antes de que Agnès pudiera responderle, atronó un griterío general. Acababa de finalizar el partido de pelota mano. No le quedó otra que subir el tono hasta gritar para poder realizar el pedido a su heroína particular—: ¡El plato combinado número 7 y una Coca Cola. Por favor!—. Para, tras su petición, verla desaparecer absorbida entre la ingente masa humana.
En el minuto escaso que la camarera tardó en ir y volver de la barra con la bebida, cómo sí un enjambre de abejas enfurecidas hubiera invadido el local, éste se había vaciado de clientes. Despejado el recinto y tras echar un vistazo, en un lateral de la barra, Agnès reconoció al hombre que le había dado un susto de muerte en la visita que realizó al caserío de Ramón. Se sobresaltó. El tipo se encontraba apoyado en la barra hablando con dos chicos; dando la impresión, a primera vista, de que mantenían una tensa conversación. Sin pensarlo dos veces, Agnès configuró el móvil en modo foto y, con discreción, orientó el objetivo hacia el hombre. Y le fotografió.
—¡Ya te tengo, tío listo! —se animó viendo la foto en la pantalla del móvil.
Levantó la mirada de la pantalla y se quedó petrificada. El desconocido no le quitaba la vista de encima: calibrándola. No le agradó nada cómo la observaba. Seguidamente, con un ademán de cabeza se despidió de los dos chicos con los que había mantenido la tensa conversación, y abandonó el local.
Agnès se quedó pensativa. «¿Quién leches era aquel tipo y qué papel jugaba en aquella historia?», se preguntó. No tardaría mucho en descubrir la relación que había entre aquel hombre y Ramón. Con la fotografía que le había realizado, únicamente era cuestión de tiempo.
—Buen apetito —le sorprendió la camarera depositando el plato combinado en la mesa.
—Gracias… —justo le dio tiempo de responderle a Agnès, antes de que le diera la espalda y desapareciera de su lado.
Una vez se quedó sola, fue consciente del hambre que tenía; desde la tarde no había probado bocado.
Irurtzun, a aproximadamente veinte kilómetros de Lekunberri, era el núcleo urbano con mayor número de habitantes de la zona; y la única localidad que no había sabido mantener el estilo rural que el resto de pueblos limítrofes sí conservaban. La edificación que predominaba en esta pequeña urbe era similar a la que uno se encuentra en los barrios periféricos de cualquier gran ciudad: edificios de cuatro y cinco alturas, de gusto más que dudoso, y ningún valor arquitectónico. El centro médico estaba situado en la Plaza de los Fueros.
Agnès aparcó el Audi a la vera del centro. Bajó del automóvil y se encaminó a la puerta de entrada. Ya en el interior del centro médico, se encontró con una auxiliar que la observó de forma interrogativa. Tenía que tratarse de Fátima.
—Buenas noches —le saludó Agnès.
—Muy buenas —le contestó la enfermera con ligero acento vasco—. ¿Que desea?
—Me llamo Agnès Albert —se presentó—. ¿Es usted Fátima?
—Sí, soy yo —le saludó la enfermera sonriéndole—. Le estaba esperando.
—Sí, me he imaginado que era usted.
Señalándole un bancal corrido—, le apetece que nos sentemos, hablaremos más cómodas —le ofreció la auxiliar.
Se acomodaron las dos y permanecieron un instante en silencio. Entre ambas palpitaba la típica incertidumbre que se produce al citarse dos desconocidas.
—Y bien —comenzó, vacilante, Fátima la conversación—. ¿En qué puedo ayudarle, Agnès?
—En primer lugar, darle las gracias por recibirme, Fátima —comenzó la abogada—. Como le comenté, trabajo para la familia de Ramón Jáuregui y estoy intentando esclarecer algunas lagunas que existen en la investigación policial sobre su caso.
La enfermera Fátima, al oír pronunciar el nombre de Ramón, sufrió un pequeño estremecimiento. Había pasado muchas noches sin dormir pensando en las horas que había convivido, aquella fatídica noche, con un asesino de tal calibre; y en el riesgo que supuso para su propia integridad física aquel hecho.
—Bueno, poco hay que contar que no haya contado a la policía —le respondió esquiva la enfermera.
A pesar de su actitud evasiva, era evidente que Fátima estaba más que aburrida y dispuesta a contarle hasta el último detalle del día de su Primera Comunión con tal de tener compañía. Ahora, también era evidente que no le iba a regalar nada que la abogada no se ganara por sí misma.
—He tenido la ocasión de repasar la declaración que usted realizó a la policía —le dijo Agnès.
A la enfermera no le hizo ninguna gracia aquella información. Se resquebrajaba, por momentos, la esperanza de poder mantener una larga charla con aquella mujer; y poder así pasar las tediosas horas de la guardia acompañada.
—Entonces, ¿qué es lo que desea de mí? —le preguntó desdeñosa.
—Bueno, Fátima, es difícil exponerlo. Ya sabemos que la policía es muy poco delicada. ¿Comprende usted a qué me refiero?
—¡Y que lo diga! —exclamó la enfermera sin poder ocultar su resentimiento—. ¿Conoce al inspector Ángel Peña?
—No. No tengo el gusto.
—¿Gusto…? De gusto nada, se lo aseguro. No se pierde usted nada.
—¿Por…?
—Es un verdadero majadero. Me trató con un menoscabo que no sé a qué cuento venía. Además, en mi opinión, no creo que sea capaz ni de encontrar una zapatilla debajo de su cama —escupió más que habló rabiosa la enfermera.
Agnès, dudando sobre cuál sería el motivo del rencor que sentía Fátima contra el inspector, pero convencida de que a ella le importaba un carajo fuera cual fuera ya que no era a hablar de ello a lo que había venido, decidió cambiar el hilo de la conversación e ir directa al grano:
—Bueno, por los hechos de los que tengo conocimiento, sé que Ramón Jáuregui estuvo ingresado aquí, en el centro, entre cuatro y cinco horas. ¿Notó o le escuchó mencionar alguna palabra o dicho que le resultara extraño? ¿No sé… cualquier frase fuera de lugar?
La enfermera meditó un instante qué responderle. Estaba claro que la chica tiraba con bala y las probabilidades de prolongar su compañía se diluían como chocolate en leche hirviente.
—Hay un hecho que en su momento no le di importancia —respondió, finalmente, Fátima—; pero que durante muchas noches de insomnio ha martilleado mi cerebro. Es una frase, inconexa, que el enfermo murmuraba permanentemente mientras dormía. Era algo así como: Sí Iri, o Sí Isi. No dejaba de mascullarlo mientras se convulsionaba. Daba la sensación de que, en sueños, hablaba con alguien.
Fátima realizó un inciso para observar a la abogada, y ante la expectación que ésta mostraba continuó su relato encantada:
—Comprendo que le resulte insignificante o absurdo lo que le acabo de decir, pero lo cierto es que se pasó media noche farfullando esas palabras. Aparte de eso, no se me ocurre nada más y que no declaré ya a la policía.
Agnès guardó celosamente en su mente lo que le acababa de contar la enfermera. Entendía, desde su experiencia pericial, que tanto en el caso de un borracho como en el de una persona hablando en sueños y más tras haber cometido un crimen de tal calibre, sus palabras no podían calificarse de absurdas como las acababa de adjetivar la auxiliar, sino más bien lo contrario; y aquellas expresiones podían significar, posiblemente, las iniciales de un nombre, apodo o apellido. No pudo sentirse más satisfecha por haberse desplazado a charlar con la enfermera. Le había merecido el esfuerzo. No es que hubiera descubierto Roma pero intuía que aquellas frases mencionadas por Ramón en sueños tenían que tener cierto valor. ¿Cuál?, eso era algo que tendría que descubrir por sí misma.
Se le estaba haciendo tarde y sabía que allí ya no pintaba nada. Aparte de esta serie de expresiones mencionadas por la enfermera el resto lo conocía por el informe policial. Entendía que era una descortesía por su parte interrumpir tan abrupta y precipitadamente la conversación que mantenían, y más viendo lo dispuesta que Fátima estaba a continuar con la charla, pero así era la vida. Decidió iniciar la retirada.
—Bueno, Fátima, no deseo molestarle más. Tendrá trabajo que hacer.
—No se preocupes por mi trabajo —se sinceró en un baldío intento de prolongar la conversación—. La verdad es que las noches se nos hacen bastante tediosas.
Sin darse por aludida ante la directa que le acababa de tirar la auxiliar, Agnès se levantó dispuesta a salir pitando. Le horrorizaban las conversaciones baldías.
—Gracias por todo, Fátima —le reconoció ofreciéndole estrechar sus manos—. Me ha ayudado mucho.
Visiblemente insatisfecha al comprobar que sus escasas posibilidades de disfrutar de un poco de compañía se habían quedado en nada, Fátima estrechó la mano que la abogada le ofrecía, y seguidamente se despidieron. No sin antes hacerle entrega Agnès de una de sus tarjetas de visita, rogándole qué sí recordaba cualquier otro detalle, por insignificante que le pudiera parecer, se lo hiciera saber.