Capítulo 30

ANDRÉI y Drago circulaban por la AP4 en las inmediaciones de Zaragoza. Habían desalojado el hotel de Benalmádena a primeras horas de la mañana con la intención de alcanzar Barcelona, su ciudad, al atardecer. Conducía Drago. Andréi comprobó la hora: las quince y cincuenta y tres. «La mujer estaría a punto de llamar», pensó.

La operación había salido según lo planeado: La tarde anterior, una vez introdujeron al Cabra en el Opel y desalojaron la zona del puerto deportivo, se dirigieron a la calle en la que habían estacionado el Seat. En donde tenían previsto dar el cambiazo entre vehículos. El Opel ya lo había limpiado Drago a conciencia, por lo que el traslado entre uno y otro coche fue rápido y sin contratiempos. Una vez en el Seat, con el chico a buen recaudo y sin testigos que hubieran presenciado el intercambio entre coches, se pusieron en marcha y se dirigieron a las afueras de la ciudad: en busca de una discreta pista forestal que Andréi había localizado en el mapa y tenía reseñada. La alcanzaron sin dificultad y, tras introducirse en ella y recorrer unos cuantos cientos de metros, se detuvieron. Y los tres pusieron pie en tierra. Aimar, completamente intimidado y sin alcanzar a comprender que estaba sucediendo, no hacía otra cosa que suplicar y rogarles clemencia; asegurándoles también que colaboraría en todo lo que le pidieran. A pesar de tener al chico comiendo de su mano, Andréi, que odiaba al género humano en su conjunto, y en particular no soportaba a aquellas jóvenes generaciones de mal criados burguesitos, según bajaron del coche le propinó un gancho al hígado. Al pobre Aimar, en un instante, le mudó el cetrino color de tez consecuencia de la resaca que padecía a un pálido verdoso resultado de la falta de resuello. Seguidamente y sin haberle dejado recuperar el aire, Andréi le enganchó un directo a la mandíbula que provocó que Aimar cayera al suelo y perdiera el conocimiento. Lo que continuó fue como coser y cantar. Tras izarlo Drago por los aires y zarandearlo para conseguir que se despabilara, Andréi le realizó las dos preguntas que les habían llevado hasta allí. Siendo ambas respondidas por El Cabra con la celeridad y contundencia que se le requería. Una vez logrado su objetivo, llevaron al chico a una pequeña y escondida hondonada en la cual había una vieja encina. Le ataron al tronco del árbol y le amordazaron; y le dejaron a su suerte. De eso había pasado ya un día entero. En caso de tener un poco de suerte el chico, ya lo habría encontrado y liberado algún agricultor o senderista; en caso de no haber sucedido así que se jodiera… «¿No habían golpeado él y sus amigos a la mujer?», se justificaba El Ruso cuando rememoraba los hechos.

Repentinamente, el teléfono de Andréi comenzó a sonar. Lo recogió y comprobó que se trataba de la mujer.

—Buenas tardes. Soy…

—No diga nada innecesario, señorita —le interrumpió Andréi—. Antes de nada, cuando acabemos la conversación, extraiga la tarjeta y trocéela; y luego deshágase de los pedazos. ¿Lo ha entendido?

Agnès, que comenzaba a estar harta de las intrigas del Ruso, no tuvo otro remedio que seguirle el juego.

—Sí, lo he comprendido.

—Está bien, señorita. La respuesta ha sido satisfactoria —continuó Andréi—. Preste atención, son dos hombres: El primero se llama Isidro, le apodan El Indiano, y vive en un pueblo llamado Uitzi. Y al segundo le apodan El Rubio, pero desconozco su verdadero nombre porque el chico me dijo que no lo sabía. Es un camionero y vive en Lekunberri. ¿Lo ha comprendido?

—Sí, perfectamente.

—¿Necesita que se lo repita?

—No, no es necesario, ya lo he anotado —le aseguró Agnès.

—Entonces haga lo que le acabo de decir. Deshágase de la tarjeta. Y… suerte, señorita —se despidió Andréi.

Con el encargo finalizado Andréi se relajó. Únicamente les quedaba destruir la tarjeta de prepago y deshacerse del Seat. La broma no le iba a resultar ninguna ganga a la mujer. Le había exigido el pago de diez mil euros a su cliente, quien lógicamente le reclamaría la cuantía a ella. Satisfecho por dar carpetazo a un trabajo tan fácil y bien remunerado, se dirigió a su compañero:

—Vamos, Drago, alegra esa cara. Esta noche la pasaremos con Irina y su amiga la rumana.