Capítulo 31

AGNÈS, por un momento, no pudo sentirse más plena y feliz… El último par de semanas habían sido para ella sumamente estresantes. La responsabilidad que asumió al aceptar este caso no le abandonó en ningún instante, fuera de día o de noche. Lidiando hora sí hora no entre multitud de ideas y sensaciones dispares: desde la errónea percepción de haber dejado a su hija de lado, a temer que de su falta de pericia dependiera la vida de Nekane. Su sentido de la responsabilidad, en un caso tan sangrante como era el secuestro de Nekane, le había impulsado a no abandonar en mitad de la partida. Pero esa decisión provocó en ella una pequeña lidia: entre el instinto maternal que le instaba a que diera preferencia a ir a procurar los cuidados que Sara precisaba, y su decisión final de permanecer en Lekunberri y esclarecer el caso de la joven secuestrada. En esos precisos momentos Agnès sentía que había recibido su recompensa. Y estaba convencida de que había merecido la pena la decisión tomada. A pesar, como era consciente, de que aún no habían alcanzado su objetivo final: liberar a Nekane de las garras del asesino y meter a éste entre rejas. Un sentimiento de temor la dominó… Temor a no llegar a tiempo.

—Bien —comenzó Agnès tensa y dirigiéndose a sus compañeros—. Tenemos dos posibles sospechosos: El primero se trata de un tal Isidro, le apodan El Indiano, y es residente en Uitzi. Y del segundo únicamente conocemos que le apodan El Rubio. Según me ha informado El Ruso es residente en Lekunberri, y camionero de profesión. Esto es todo lo que tenemos. El hombre al que buscamos tiene que tratarse de uno de estos dos.

El Ruso únicamente les había aportado un nombre y dos apodos. Al primero le podrían detectar fácilmente en el censo de Uitzi, su pueblo de residencia; pero al segundo, El Rubio, y en caso de que él fuera el asesino, les faltaba conocer su verdadera identidad. Patxi Agote extendió sobre la mesa del comedor de la vivienda de Ramón Jáuregui el listado con los nombres de los residentes en Uitzi, buscando el nombre de Isidro. Agnès e Igone se arremolinaron entorno suyo con la intención de ayudarle. Pero, ante la sorpresa general y sin que les diera tiempo a hojear el listado de nombres, intervino Ramón:

—No es necesario que continuéis buscando. Sé quién es y dónde vive. ¡Maldito sea! Me engañó como a un niño. Y aunque no recuerdo absolutamente nada de lo que me sucedió aquella noche, ya no me cabe duda de quién se trata.

Por un instante todos se mantuvieron estupefactos y expectantes. Finalmente, Igone reaccionó y le exigió a Ramón:

—¡Explícate, Ramón. Porque nos tienes en ascuas! ¿Acaso recuerdas algo?

—¡No! Ya os he dicho que no recuerdo nada… Y ruego a Dios que siga siendo así. Pero, por los datos que has mencionado —dijo refiriéndose a Agnès—, únicamente puede tratarse de una persona.

—¡¿Y quién es, Ramón?! —insistió Igone comenzando a perder la paciencia—. ¡Dínoslo de una vez!

—Se llama Isidro Valbuena —masculló con ira Ramón—. Y le apodan El Indiano.

—¡¿De qué le conoces?! —continuó con el interrogatorio Igone.

—Se hizo amigo mío. Hace tres años que vino de Sudamérica, de Venezuela, y se instaló en una propiedad que heredó de su madre.

—¿Estás totalmente seguro de lo que dices, Ramón? —quiso cerciorarse Igone.

Sin responder a Igone, y tras cubrir su rostro con las manos, Ramón Jáuregui inició un quedo sollozo. Era mucha la presión que hasta entonces había soportado.

Igone dejó a un lado el interrogatorio al que le estaba sometiendo y se acercó al anciano, y le abrazó. E intentó animarle:

—Tranquilo, Ramón. Tú no has tenido culpa de nada.

Compungidos, Patxi y Agnès se miraron un instante. Finalmente, transcendiendo de aquel duro momento que Ramón estaba experimentando… acuciada por las prisas, Agnès decidió tomar las riendas de la situación. Cada segundo que pasaba era oro. Y le expuso:

—Ramón, siento mucho por lo que estás pasando, pero no tenemos tiempo que perder.

—Lo siento. Disculpadme —reaccionó finamente éste, mientras se limpiaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Danos la dirección y te dejaremos tranquilo —le pidió Agnès.

—¡De eso nada! —reaccionó como un resorte Ramón y con un evidente cambio de talante—. No os vais a librar de mí tan fácilmente. Iré con vosotros.

Tras superar la sorpresa por su cambio de actitud, Agnès llegó a la conclusión de que la compañía de una persona conocedora de la zona les sería de gran ayuda, por lo que aceptó su petición. Seguidamente, cogió el móvil y llamó al inspector Abellán.

—Dígame, Agnès. ¿Sabe algo? —le preguntó el inspector ansioso.

—Le tenemos, inspector.

Se hizo un ligero silencio. El inspector Abellán, en el momento de la verdad, dudó sí no se habría dejado llevar por la marea y estuviera cometiendo un error. Y, sin posibilidad de dar marcha atrás, acabaría finalmente arrastrado al fracaso. Pero, pasada ésta primera impresión, retomó su aplomo.

—Enhorabuena, señorita. Nos ha dado usted una sabia lección.

—Gracias, inspector. Pero no vendamos la piel del oso antes de cazarlo.

—Estoy de acuerdo con usted, Agnès. Y no tenemos ni un minuto que perder.

Agnès, que no podía estar más de acuerdo con el inspector, pasó a informarle del sospechoso:

—Se llama Isidro Valbuena, y le apodan El Indiano. Es inmigrante de Sudamérica. Circunstancia ésta que explica el conocimiento que tiene sobre ciertas drogas y sus efectos; como es el caso de la Escopolamina. Vive en un caserío de Uitzi, que heredó de su madre.

—¿Conoce su dirección?

—No. Pero Ramón Jáuregui, que está con nosotros, puede guiarnos hasta ella.

—Es para redactar las órdenes —le informó Abellán—. Pero no se preocupe. Nosotros la encontraremos.

Tuvo la sensación Agnès de que, finalmente, la caza del asesino se ponía en marcha. Y no estaba dispuesta a perderse detalle alguno de cuanto aconteciera.

—Inspector… Nosotros salimos para allá.

—Van a dejarlo en nuestras manos, señorita. Ustedes no pueden ir.

—Vamos a ir le gusto o no, inspector —le respondió con terquedad Agnès. Después de haber llegado hasta allí, no estaba dispuesta a ceder.

El inspector Abellán dudó un largo rato. Lo único que harían sería molestarles; aparte de no desear poner en riesgo sus vidas. Pero era consciente de que todos ellos, de una u otra forma, eran parte del caso.

—Ni se les ocurra acercarse a la casa. Esperen nuestra llegada en la plaza del pueblo. Voy a dar el aviso, a las dos patrullas que aguardan en Irurtzun, de que salgan para Uitzi. Obedezcan sus órdenes en todo momento. ¿Me ha comprendido?

—Gracias por todo, inspector —le reconoció Agnès, consciente de lo mucho que él ponía sobre el tapete—. Así lo haremos.

 

Agnès y su tropa, en el Nissan Patrol de Ramón, se mantenían ocultos en un recoveco del casco urbano de Uitzi. Junto a ellos se habían detenido los dos coches patrulla de la Policía Foral. Ante lo irregular de la situación, algunos vecinos del pueblo se habían acercado a ver qué ocurría; motivo por el que comenzaban a preocuparse, ya que no deseaban perder el factor sorpresa. Y, aunque el sospechoso vivía en las afueras del pueblo, aquella aglomeración de vecinos entorno suyo no les aportaba beneficio alguno.

Sin previo aviso, los dos coches patrulla comenzaron a maniobrar. El que circulaba en segundo lugar se detuvo un momento a la altura del coche de Ramón. El agente que iba de copiloto les interpeló:

—Tienen que mantenerse en todo momento detrás de nosotros. Y cuando se lo ordenemos, tienen que detener el vehículo y aguardar hasta nueva orden. ¡¿Lo han comprendido?!

—Sí, agente, así lo haremos —le aseguró Agnès—. No se preocupe por nosotros.

El agente hizo un asentimiento de cabeza, ahora con mirada reprobatoria. «¿En qué estaría pensando el inspector?», parecía preguntarse. Dejándoles a ellos más que claro, que sí por él fuera, se habrían quedado bien quietecitos donde les correspondía: a no menos de treinta kilómetros de la casa del sospechoso.

Agnès y su tropa se pusieron en marcha y se situaron tras los coches patrulla. Al volante del Nissan iba Ramón Jáuregui, de copiloto Igone, y en los asientos traseros se acomodaban Agnès y Patxi Agote. Al quebrar la carretera una casa, en el mismo casco urbano, vieron a los dos coches patrulla situarse tras otro vehículo, un Seat León de color azul oscuro; se trataba del inspector Abellán que les estaba esperando.

Según avanzaban por la serpenteante carretera tras los pasos de la policía, la tensión entre los ocupantes del Nissan se mascaba en el ambiente. Sin hablarse, ni siquiera mirarse, todos y cada uno de ellos hacía sus propias cábalas sobre cómo terminaría aquel asunto. Y rogando todos ellos de llegar a tiempo para liberar Nekane; y previsiblemente también a Carlos Iriarte.

Alcanzaron un altiplano y se toparon con una bifurcación, a la izquierda, que llevaba a una pista descendente. Los cuatro vehículos que conformaban el convoy la cogieron y comenzaron a descender por la pendiente. Alcanzaron una pronunciada curva dominada por un acentuado cambio de rasante, y seguidamente, al fondo y entre el arbolado, distinguieron el caserío que buscaban. El descubrimiento de la casa provocó en los ocupantes del Nissan una sensación general de desasosiego, cómo sí la edificación estuviera envuelta un halo maléfico.

En el exterior no se percibía movimiento alguno. Un viejo sedán de color blanco y marca irreconocible se encontraba estacionado enfrente de la fachada principal. El último de los coches patrulla se detuvo a una distancia prudencial e impidió el paso al Nissan. Uno de los agentes, ya protegido con un chaleco antibalas y armado con un rifle de cañón corto, se bajó y acercó a los civiles.

—Deténganse aquí. Manténganse en el interior, y bajo ningún concepto desalojen el vehículo. ¡¿Lo han comprendido?!

El agente no podía disimular la tensión que le atenazaba. Se enfrentaban, supuestamente, a un peligroso asesino, y por muy preparados que estaban para afrontar este tipo de situaciones, la cercanía de la muerte los convertía en vulgares seres humanos… con sus temores y aprensiones. Los ocupantes del Nissan, al igual que el agente, lidiaban con sus propios temores, por lo que no opusieron inconveniente alguno. Había llegado la hora de dejar que la policía tomara el mando de la operación.

Ramón apagó el motor del Nissan. Y desde aquella prudencial distancia, todos ellos se dispusieron a no perder detalle de lo que allí iba a acontecer.

El comisario Abellán y su ayudante se detuvieron frente a la puerta de la casa, y tras ellos los dos coches patrullas. Pusieron pie a tierra los seis policías: los cuatro agentes, tensos y con sus armas largas en mano, se posicionaron defensivamente; los dos de la judicial se acercaron a la puerta y la golpearon utilizando la aldaba.

—¡Abran! ¡Policía! —escucharon nítidamente los ocupantes del Nissan gritar al inspector Abellán.

Transcurrió un breve periodo de tiempo, y ante la falta de respuesta, el inspector Abellán insistió en golpear la puerta con la aldaba y reclamar a gritos que abrieran; pero sin resultado alguno. Cómo sí lo hubieran pactado de antemano, tras hacer un gesto Abellán a uno de los agentes, éste se acercó al maletero de uno de los coches patrulla y cambió su arma larga por un ariete revienta puertas. Con el artilugio en mano y acompañado por otro agente se acercaron a la puerta de entrada. Se situaron enfrente del viejo portón y, cogiendo el ariete entre ambos, impactaron con un certero golpe en la misma cerradura. El portón no pudo soportar el violento impacto y se abrió produciendo un gran estruendo.

Con la puerta descerrajada, los dos agentes que la habían derribado extrajeron las pistolas de sus fundas y se mantuvieron a la espera. El inspector Abellán y su ayudante, con las suyas ya amartilladas, se dispusieron a entrar. Previamente el inspector había acordado con sus compañeros que dos de ellos se mantuvieran en la retaguardia, apostados tras los coches patrulla y vigilantes, mientras el resto entraba y registraba la casa. Con su Star de nueve milímetros encañonando el interior, Abellán tomó una bocanada de aire y se introdujo en la negrura de la casa, y los demás entraron tras él.

En el interior del Nissan de Ramón la tensión era máxima. Angustiados por el posible resultado final, se mantenían atentos al más ínfimo detalle de todo lo que acontecía ante sus ojos.

 

Nekane, en el transcurso de aquel fatal día, se sintió totalmente hundida. Desde el mismo instante en el que el maldito asesino se llevó a Carlos, no la abordó otro tipo de pensamientos que no fuera acabar con su propia vida. La lucha que desde media mañana mantenía consigo misma era terrorífica: con la cadena colocada en torno al cuello, no tenía más que dejarse caer y el metal haría el resto. Lo prefería a tener que volver a enfrentarse al monstruo, pero de momento no lo había consumado.

—¡Madre! —llorosa y al rememorarla, rogaba que comprendiera su decisión—. Perdóname por lo que voy a hacer. No soporto un segundo más esta situación.

Ahora, a pesar de lo decidida que estaba, algo en ella la impedía poner fin a su vida. «¡¿Por qué?!», se preguntaba desesperada, y consciente de que lo único que le iba a deparar su futuro más inmediato no era otra cosa que vejaciones y torturas, y su asesinato. Se estaba convirtiendo en el día más duro de su cautiverio: el instinto de supervivencia le incapacitaba de darse muerte a sí misma por mucho que entendiera que era lo mejor; y la lógica le llevaba a comprender que no debía perder ni un segundo más y que tenía que acabar con su existencia urgentemente.

Tras sufrir largas y duras horas en aquella indecisión existencial y cogiéndole por sorpresa, le pareció oír voces provenientes del exterior de la casa. Al principio pensó que tenía que tratarse de la bestia, que tras deshacerse de Carlos volvía a finalizar su macabro plan; no le cabía otra idea en mente. Pero seguidamente escuchó un tremendo estruendo en la planta superior, del que no supo determinar su origen, pero que le resultó sumamente extraño.

—No puede ser cierto. Estoy delirando despierta —se dijo a sí misma tras albergar una ínfima esperanza de ser liberada.

Su último deseo era alimentar falsas esperanzas. Pero… ése ruido, ése ruido jamás lo había oído anteriormente; o cuánto menos de tal intensidad. «¿Y sí realmente venían a rescatarla? No podía ser. No quería creerlo. Estaba fantaseando. Tenía que tratarse del ogro que le estaba echando una celada para mofarse seguidamente de ella», pensó angustiada.

Luchando contra su propia incredulidad, escuchó gritos de voces desconocidas provenientes de la planta de arriba. Se sintió desfallecer. ¡No podía ser! ¡No quería acabar de creerlo! Pero era factible. Los gritos, en vez de silenciarse, continuaban; y también comenzó a oír puertas que se abrían a patadas… En ese instante no le quedó duda de que venían a rescatarla.

Durante infinidad de momentos, en las últimas horas, pendió de un hilo su decisión de dejarse caer o no, y colgar de la cadena hasta morir. Y ahora en cambio, tras tantas horas de agónica incertidumbre, con la moneda de su vida dando vueltas en el aire y sin acabar de caer, el destino se entrometía tomando partido por ella.

Apreció cómo sí un pesado manto se desprendiera de todo su ser, desparramándose y fundiéndose con los suelos; y se sintió renacer. Ahora sí era el momento: el momento de creer y soñar. Permitió que un inenarrable sentimiento de felicidad renaciera en ella y la embriagara completamente: hasta el último de los recovecos de su alma. Y, por primera vez en mucho tiempo, lloró de alegría y no de sufrimiento.

—¡Aquí! —les gritó—. ¡Por Dios… Estoy en el sótano!

No tuvo que aguardar mucho tiempo Nekane. El haz de luz de una linterna comenzó a bailar sobre las paredes de la mazmorra. Y, tras él, una voz masculina le preguntó:

—¡Quién eres! ¡Sal con las manos en la nuca o te disparo!

—Soy Nekane. Estoy secuestrada y atada. No puedo salir.

—Hemos venido a ayudarte… Nekane —le respondió la misma voz—. ¿Hay alguien más contigo ahí?

—¡No! Estoy sola —le informó ella antes de venirse abajo.

Postrada e inconsolable recibió Nekane a los rescatadores, que iluminándola con las linternas no podían despegar la otra mano de sus narices. El olor a inmundicia y humanidad era asfixiante. Quién encabezaba la marcha se le acercó, la atrajo hacia sí y, abrazándola firmemente, le dijo:

—Soy el inspector Mario Abellán. Todo se ha acabado, Nekane. Vamos a sacarte de aquí.

Seguidamente y cobijando a Nekane entre sus brazos, el inspector les ordenó a sus compañeros:

—¡Traed una cizalla! ¡Está atada y tenemos que cortar la cadena!

 

Haciéndoseles eterna la espera, la ansiedad que experimentaban los ocupantes del Nissan era inmensa. Repentinamente, Agnès y sus acompañantes distinguieron cómo uno de los agentes, a la carrera, surgía de las entrañas de la casa y se dirigía a uno de los coche patrulla. «¿Qué habrá sucedido?», parecían preguntarse nerviosos mientras alternaban la mirada entre el agente y la puerta de entrada al caserío. Al momento, tras verle trajinar en el maletero del coche, y nuevamente a la carrera, lo vieron retornar a la casa portando un objeto largo y metálico.

—¡Es una cizalla! —exclamó Ramón.

—En efecto. Lo es —confirmó Patxi Agote—.

—¿Y eso qué puede significar? —preguntó Igone nerviosa—. ¿La habrán encontrado y la van a liberar?

—No aventuremos nada —terció Patxi—. Lo mismo es para cortar un candado.

Agnès hacía ímprobos esfuerzos por no salir disparada y acercarse a ver que estaba sucediendo. Y exclamó:

—¡Por Dios… Que nos digan algo!

Transcurrido un insignificante espacio de tiempo pero que a los ocupantes del Nissan les resultó una eternidad, vieron a uno de los agentes saliendo de la vivienda. Y tras él, no tardaron en distinguir la figura del inspector Abellán; que salía de la casa abrazando a un bulto con forma humana y que estaba totalmente cubierto por una manta. Varios suspiros de alivio se pudieron escuchar en el interior de Nissan.

—¡Tiene que tratarse de Nekane! —gritó Igone emocionada.

Agnès, en silencio, experimentó una dicha inmensa. Después de arrastrar a toda aquella gente durante tantos días tras sus pasos, poder comprobar que no había errado el tiro fue una explosión de satisfacción. Sin poder contenerse y haciendo caso omiso de las órdenes recibidas, salió del Nissan a la carrera hasta alcanzar al grupo de policías.

—Ustedes —les ordenó Abellán a dos de sus compañeros y antes de enfrentarse a la abogada—, continúen con el registro de la casa.

—¿Es ella? —le preguntó Agnès al inspector.

—Tenía usted razón, Agnès. Es Nekane.

—¡Bien! —exclamó Agnès pletórica de alegría.

—Muchas gracias por todo. Es usted una lince, Agnès —terminó reconociéndole el inspector.

Apreciando Agnès cómo se removía inquieta Nekane bajo la manta, aún abrazada fuertemente por el inspector, vio cómo éste le hacía un gesto indicándole que se hiciera cargo de la joven. Agnès se acercó a la Nekane y la abrazó y atrajo hacia sí, y liberó al inspector de aquella tarea. Nada más abrazarla la sintió estremecerse bajo la frazada, y percibió, al tacto, el terror que la poseía.

—Ya se ha acabado… Nekane. Estate tranquila —le susurró a través de la manta y a la altura del oído, y haciendo un ímprobo esfuerzo por reprimir el propio deseo de llorar.

El inspector, que no había perdido un segundo, tenía el móvil pegado al oído. Lo poco que pudo comprender Agnès de la conversación que mantenía fue que su interlocutor era el Fiscal Jefe, al cual informaba oportunamente del rescate de la joven y de la necesidad que tenían de una ambulancia. Una vez finalizada la conversación con el fiscal, y pendiente de que sus compañeros acabaran el registro de la casa, Agnès le urgió:

—Mario, el caso no está cerrado. No hemos encontrado a Carlos Iriarte.

—Lo sé, Agnès. Pero de momento no podemos hacer otra cosa.

Agnès, tras hacer mención de Carlos Iriarte, sintió estremecerse inquieta bajo la manta a Nekane; y entre sollozos la oyó murmurar algo. El inspector también se apercibió de ello.

—No la descubras —le dijo Abellán a Agnès—. Se ha pasado en penumbra todo el tiempo y sus ojos están muy sensibles a la luz. Hay que darles tiempo.

—¿Quieres decirnos algo, Nekane? —le preguntó, con la boca pegada a la manta, Agnès a la joven.

Nekane, nerviosa y excitada, comenzó a removerse bajo aquella manta que le tenía impedida y no paró quieta hasta que logró desprenderse de ella. Al quedar al descubierto su rostro a Agnès casi le da un vértigo, y al inspector un sincope.

—¡Le cortó un brazo! —exclamó Nekane con lágrimas corriendo por sus mejillas—. ¡Se lo ha llevado ésta misma la mañana!

Agnès, sin capacidad de reacción, se mantenía paralizada observándola: tenía la cara maltrecha y famélica, llena de raspaduras y golpes, y el pómulo y ojo izquierdos completamente amoratados. La poca ropa que llevaba estaba hecha jirones y muy sucia. Y, sobre los demás aspectos, destacaba sobremanera el trozo de cadena que colgaba del grillete que le ceñía la muñeca izquierda; y la herida que éste le había provocado lacerándole la piel hasta dejar al descubierto los muñones de sus huesos. Contemplándola, y sin dejar de estremecerse, finalmente Agnès reacción:

—¡¿Te refieres a Carlos Iriarte, Nekane?!

—¡Sí! Vino a salvarme y el asesino lo capturó. Se lo ha llevado hoy mismo… a la mañana. Y le dijo a Carlos que le iba a enterrar en la Sima de los Goñi.

—Explícate mejor, Nekane, por favor —le rogó Agnès—. No entiendo nada de lo que nos estás contando.

—Hace dos días le cortó el brazo de un hachazo. Dijo que lo conservaría en el congelador para luego dejar las huellas de Carlos en la escena del crimen tras asesinarme, y así poder inculparle a él.

Nada más oírle, el inspector hizo un gesto a uno los dos agentes que aguardaban junto a ellos para que se acercara y lo comprobara.

—Hoy, a la mañana —continuó Nekane relatando—, se lo ha llevado. Y le dijo a Carlos que le iba a meter bajo tierra en la Sima de los Goñi.

—¿Y sabes lo que eso puede significar? —le preguntó Agnès.

Nekane volvió a sollozar, y negó con la cabeza.

—¡Ya basta…! —intervino el inspector Abellán.

Y, seguidamente, ordenó al único agente que se mantenía junto a ellos:

—Llévate a la muchacha al coche patrulla. Quédate con ella hasta que llegue la ambulancia y no permitas que nadie le moleste más.

Entre que el agente cumplía la orden y se llevaba a Nekane al coche patrulla, el inspector se dirigió a Agnès:

—Conozco tus intenciones, pero a la chica le vamos a dejar tranquila. Bastante ha sufrido ya. ¿De acuerdo?

—Sí, Mario —aceptó Agnès resignada. Ahora, infatigable ante el desaliento, le preguntó—: ¿Te suena de algo la Sima de los Goñi?

El inspector Abellán se mantuvo un momento pensativo antes de contestarle:

—No soy de la zona, Agnès. No tengo ni idea a qué se puede referir.

—Claro, inspector, cómo va a saberlo —se disculpó ella—. En qué estaría pensando.

Dio media vuelta y, dejando plantado al inspector, se fue directa hacia el Nissan. Según caminaba tuvo la certeza de que sí alguien, entre todos ellos, podía saber a qué se refirió Isidro Valbuena con tal expresión, ese alguien era Ramón. Posiblemente fuera el único que podría aportar algo de luz a aquel dilema.

—¡Ramón…! —le gritó sin haber alcanzado aún el Nissan—: ¡¿Sabes qué significado tiene: La Sima de los Goñi?!

Éste, en un primer momento, se mostró perplejo. Pero ante el gesto de apremio de Agnès comprendió que debía de tratarse de algo de vital importancia.

—No sé a qué te refieres, Agnès. Déjame pensarlo.

Con sus compañeros expectantes, Ramón se esforzó en recordar. Finalmente, un chispazo pareció iluminar su mente:

—Hace muchos años, más de ochenta quizás, tres hermanos mataron a otro joven de un hachazo. Le asesinaron para robarle. Todos ellos eran de Beruete, un pueblo cercano. Si no recuerdo mal, tras matarlo, arrojaron el cuerpo a una sima. Cómo no te refieras a ese suceso, no se me ocurre otra cosa.

—Yo también he oído hablar alguna vez de ese caso —intervino Igone—. Los hermanos fueron ajusticiados y ahorcados en Pamplona.

—¿Y no conocéis a alguien que nos pueda aclarar sí esos hermanos se apellidaban Goñi? ¿O… la propia víctima, quizás? Y, más importante aún: ¿dónde se encuentra esa sima? —les preguntó Agnès a ambos.

Patxi Agote seguía el hilo de la conversación con máximo interés. Entendía que lo se dilucidaba era la posibilidad de localizar a Carlos Iriarte con vida. Pero, si el asesino se lo había llevado por la mañana como aseguraba Nekane, él no apostaría un duro por su vida. Absorto en sus agoreros pensamientos, escuchó con atención a Ramón:

—Conozco a una persona originaria de Beruete y que en la actualidad vive en Lekunberri. En su juventud Hizo las Américas, como vulgarmente se dice por aquí. Hace años volvió. Antes de emigrar trabajó muchos años como leñador en los montes de toda la comarca. Si alguien conoce la historia y el apellido de los hermanos y la localización de la sima, tiene que ser él.

—¿Podríamos hablar con él? —le preguntó Agnès.

—Claro, no creo que se oponga a ello. Tengo buena relación con él y estará encantado de ayudarnos.

Agnès miró el reloj y comprobó que se les iba el tiempo, ya eran las cinco de la tarde. Un mal presentimiento provocó que se desesperanzara. Inesperadamente y cogiéndoles a todos por sorpresa, de la casa y a la carrera surgió uno de los agentes. Blandiendo con mano alzada un objeto envuelto en plástico, y con cara descompuesta y expresión de horror, gritó:

—¡Tenía razón la chica, inspector. He encontrado esto en el congelador!

El agente, con las manos enguantadas, no tuvo reparo de extraer el contenido del envoltorio de plástico: la mano y medio antebrazo que Isidro Valbuena había mutilado a Carlos Iriarte. Agnès tuvo que girarse para evitar vomitar.

—¡Agente… Conténgase! ¡Guarde usted eso! —le recriminó Abellán dirigiendo instintivamente la mirada al coche en el que aguardaba Nekane.

—Lo siento, inspector —se disculpó avergonzado el agente—. ¿Qué hago con él?

—¡Quítelo de la vista! ¡Joder! —le gritó Abellán dudando de sí no sería idiota.

Se giró seguidamente hacia Agnès y esperó a que se recuperara:

—¿Se encuentra mejor, Agnès?

—Qué horror, inspector —le respondió ella aún afectada—. ¿Es posible que haya gente que disfrute haciendo esas cosas?

—No le quepa duda —le aseguró él—. El ser humano es un nicho de maldad y podredumbre.

Agnès, observándole atenta tras su aserto, no pudo dejar de pensar en los horrores de todo tipo a los que el inspector habría tenido que enfrentarse en su dilatada carrera policial.

—Bien, señorita —continuó Abellán—. Sin tener en cuenta este desagradable incidente, y perdone la poca sensibilidad del agente, tengo que darle la enhorabuena. El Fiscal Jefe me ha rogado que le exprese su agradecimiento.

Agnès, preocupada por el devenir de Guiputxi, le recordó:

—No hemos acabado nuestro trabajo, inspector. Carlos Iriarte sigue desaparecido.

—Señorita, ¿usted no descansa nunca? —le preguntó él irónico.

—No estoy para bromas, Abellán. Ya ha oído a la muchacha. La vida de Carlos Iriarte pende de un hilo y no hemos detenido al asesino.

—Cálmese y disculpe mi tono —se excusó el inspector—, jamás osaría burlarme de usted, Agnès. Cuando finalicemos el registro estaré a su entera disposición.

—Nosotros nos vamos a Lekunberri —le respondió ella—. Intentaremos hablar con el hombre que sabe dónde está la maldita sima.

—Está bien, Agnès. Cuando lo localicen háganmelo saber. Nos desplazaremos al lugar lo más rápidamente que podamos.

—De acuerdo, inspector. Le avisaré.

Sin demorarse un segundo más, Agnès se montó en el Nissan. Tenían que partir hacia Lekunberri urgentemente, a hablar con el amigo de Ramón conocedor de la zona.