Capítulo 15

ACABABAN de dar las siete de la mañana cuando Guiputxi lo vio salir del caserío. Llevaba apostado en sus inmediaciones desde las cinco de la madrugada y se sentía entumecido por el frío. Vio montar al hombre en el viejo todoterreno estacionado junto a un sedán… no menos antiguo. Escuchó el runrún del motor tras ser arrancado. Seguidamente, lo vio desaparecer en la arbolada en la que se introducía la carretera. No esperó más. El momento había llegado.

Por la información que le había sonsacado a su amigo Iulen sabía que aquel tipo vivía solo. Por pura lógica la casa se quedaría deshabitada, aunque no era lo que presuponía. Se levantó de la esterilla y se sintió agarrotado. Inició una serie de movimientos articulares, necesitaba reactivar la circulación sanguínea y calentar la musculatura. Cuando se sintió medianamente recuperado, recogió la mochila y se puso en marcha.

Con ojo avizor y alma furtiva descendió por la ladera. A pesar de ser un hombre de temple su ritmo cardiaco comenzó a acelerarse alocadamente. «Tranquilo», intentó calmarse pero sin llegar a lograrlo.

Con sigilo, acabó por recorrer la distancia que le restaba hasta alcanzar el caserío. A la altura de una de las ventanas, extrajo de la mochila un martillo de pequeñas dimensiones e impactó suavemente con él sobre el cristal. Éste saltó hecho añicos. El pequeño estruendo le hizo desconfiar y oteó en rededor: no vio a nadie, se encontraba sólo. Retiró los pequeños fragmentos de cristal aún adheridos a la ventana para evitar cortarse. Seguidamente introdujo la mano y giró la manilla de apertura, y empujó la hoja. De un ágil salto se introdujo en el interior de la casa. Se mantuvo quieto uno instante hasta permitir que sus ojos se adaptaran a la penumbra. En silencio y atento al menor ruido, finalmente, respiró tranquilo: había logrado su objetivo.

Le sobrecogió el sepulcral silencio reinante. Inesperadamente, le invadió una extraña sensación de desasosiego que no pudo establecer ni comprender su origen. Una especie de alerta comenzó a enviarle avisos de un inminente peligro… ¿Pero cuál? Quiso creer que era su mente que le jugaba una mala pasada. Con su corazón latiendo incontrolado: «No pasa nada», intentó calmarse nuevamente.

Comprobó que se había adentrado en la cocina. Guardó el martillo en la mochila, la cerró, y se dispuso a recorrer la casa. Abandonó la cocina y se encontró en el hall. Era amplio. A su derecha se encontraba la puerta de entrada, enfrente de ésta una escalera que llevaba a la segunda planta, y a ambos lados del recibidor había una ristra de puertas: todas ellas ciegas a excepción de una que era acristalada.

El recibidor no tenía de ventana alguna, la escasa luz que se filtraba de la cocina lo iluminaba tenuemente. Se encaminó hacia la única puerta acristalada existente: de color ambarino los relieves del cristal dibujaban una composición campestre de dudoso gusto. Fue a abrirla cuando, bajo la escalera, distinguió semioculta otra puerta de reducido tamaño. Desistió de abrir la puerta acristalada y optó por comenzar el registro de la casa por aquella pequeña puerta, convencido de que le llevaría a alguna especie de sótano. Se giró para volver sobre sus pasos cuando, inesperadamente, vislumbró una especie de sombra que se abalanzaba sobre él. Comprendió que estaba siendo atacado y se asustó. Hizo un desesperado intento por evitar al atacante, pero para cuando quiso reaccionar fue demasiado tarde. En un acto reflejo elevó los brazos para protegerse, pero sin poder evitar recibir un fuerte impacto en la cabeza, y cayendo seguidamente inconsciente al suelo.

 

Guiputxi volvió en sí. Un intenso escalofrío recorrió su cuerpo. Había estado absorbiendo la humedad del suelo en el tiempo que estuvo inconsciente sobre el mismo, y sentía mucho frío. Mareado y aún sin comprender dónde estaba ni qué le había pasado repentinamente, un intenso dolor proveniente de la parte frontal de su cabeza le hizo tomar consciencia de lo sucedido.

—¡Mierda! —gritó. Se había convertido en el cazador cazado.

«¿Pero cómo había podido ser tan idiota?», se recriminó. A quién pretendía dar caza, previsiblemente al acecho, tenía que haber sido testigo de sus movimientos sin que él lo sospechara; y, como señuelo, había realizado una salida en falso de la vivienda para atraerlo hacia la misma. Se sintió como un verdadero mentecato. Había actuado como un verdadero aficionado, y ahora le tocaba pagar el precio.

Con los ojos abiertos como platos intentó distinguir algo en aquella velada oscuridad que lo dominaba todo. Se sobresaltó… Allí había alguien más aparte de él: un par de puntitos luminosos no dejaban de observarle.

—¡Hostias…! ¡¿Quién eres?! —preguntó.

No recibió respuesta alguna.

—¡¿Eres tú… Cabrón?! —le volvió a preguntar creyendo que pudiera tratarse de su agresor. Pero siguió sin recibir ningún tipo de respuesta.

La vista de Guiputxi comenzó a habituarse a la oscuridad reinante. Lo que hasta hace poco no eran más que casi inapreciables formas fueron tomando cuerpo y sentido: una pequeña mesa en un rincón, un inodoro, un camastro y, tendido en él, el silencioso dueño de aquellos malditos ojos que no le quitaban la vista de encima.

—¡Nekane! —exclamó Carlos Iriarte al comprender.

Aquellos ojos no pertenecían a su captor sino que tenían que ser los de Nekane, la joven secuestrada… y a quien que buscaba. Guiputxi no pudo evitar sonreírse. Se podía afirmar que había fracasado aunque a medias; la evidencia la tenía ante sí. Había logrado encontrar a Nekane, ahora, ¿a qué precio? ¿Serviría de algo su logro habiendo sido tan estúpido de dejarse apresar? Por un momento no pudo evitar abstraerse en repasar los motivos que le habían conducido hasta aquel lugar: Tras lo sucedido a su amigo Ramón y conociéndole cómo le conocía, dedujo que en su caso había algo que no olía bien. Decidido a investigar por su cuenta, fue recopilando información sobre los hechos que se le imputaban; y pasó horas… días, intentando comprender qué pudo suceder. En ningún momento creyó que aquel viejo bonachón cometiera el crimen del que se le acusaba, de otro igual sí pero no de Ramón. Un día desarrolló una idea: Ramón tuvo que haber sido, de alguna forma que no alcanzaba a comprender, coaccionado o forzado a hacer lo que hizo; por muy descabellada que siempre le resultó llegar a semejante conclusión. Un dato había martilleado pertinazmente su mente avalando esta idea durante todo aquel tiempo: las pruebas toxicológicas que le realizaron y que dieron un resultado positivo en cocaína. Basándose a ese hecho y consciente de que su viejo amigo no sabía ni lo que era un simple porro, imaginó una trama urdida por algún tipo de mente perversa que, por inverosímil que le resultó al inicio de sus investigaciones, fue tomando cuerpo con el paso de los días; hasta llegar a la conclusión de que era la única hipótesis posible. Hipótesis que ahora, el hallarse allí cautivo y malherido, lo corroboraba.

Decidió levantarse y acercarse a Nekane, que a pesar de no haberle confirmado ser ella ya no tenía duda alguna sobre su identidad. Con el primer intento de levantarse escuchó el tintineo que los eslabones de las cadenas metálicas producen al friccionar entre sí; e, inmediatamente, sintió el peso de la cadena colgarle del cuello. Se llevó las manos al gaznate y palpó el grillete.

—¡Mierda! —juró.

Acabó de levantarse y tiró de la cadena. Calculó que tendría una longitud de entre cinco y seis metros. Parecía lo suficientemente larga cómo para poder recorrer aquella maldita mazmorra.

«¿Por qué Nekane no daba señales de vida?», se preguntó seguidamente. La veía observarle bregar con la cadena pero como si estuviera ausente. Se acercó hasta ella despacio. Seguramente, estaría aterrada.

—Hola. ¿Eres Nekane? —le preguntó con el tono más conciliador que fue capaz.

Nekane, si era ella y Guiputxi no encontró motivo alguno para que no fuera así, no le contestó. Alcanzó el camastro sobre el que yacía la joven y vio cómo se recogía, temerosa, sobre sí misma. «¿Qué no le habría hecho aquel animal?», no pudo dejar de preguntarse.

—Nekane. Me llamo Carlos… Carlos Iriarte. He venido a ayudarte —le aseguró, consciente de la perogrullada que acababa de decir.

Ayudarla… le acababa de asegurar. Pero sí ni siquiera era capaz de ayudase a sí mismo, ¿cómo iba a ayudar a la pobre chica? A pesar de lo evidente no desistió, ya tendría su oportunidad. Y si no se daba tendría que buscarla. No iba a consentir que aquel mal nacido hiciera más daño a la muchacha.

—Contéstame, Nekane. Por favor —insistió—. He venido a ayudarte y no voy a permitir que te siga haciendo más daño ese animal.

Ante la falta de reacción de la joven se sentó en el camastro, a su lado, y extendió el brazo arropándole. Comenzó a acariciarla delicadamente a la vez que le susurraba reconfortantes palabras, intentando transmitirle una seguridad que ni él mismo sentía. Transcurrido lo que le resultó una eternidad e inseguro de si estaba haciendo lo correcto, Guiputxi apreció como, inesperadamente, Nekane se le arrimó y posó la cabeza sobre su pecho. Seguidamente, notó como le rodeaba el cuello con ambos brazos para, débilmente, comenzar a llorar.

Carlos Iriarte pudo comprobar que, al igual que él, Nekane estaba encadenada; no por el cuello sino por la muñeca izquierda. También sintió cómo en sus brazos la joven pareció relajarse. Era un buen comienzo. No quería ni imaginar en lo terrorífico que estaría siendo el cautiverio para la joven; joven que por su edad le recordaba a su propia hija. Repentinamente le dominó tal sentimiento de rencor que de tener al carcelero en sus manos no dudaría en estrangularlo hasta matarlo. Intentó alejar de sí este tipo de pensamientos que no le conducirían a nada bueno, a no ser a enajenarse más; y se convenció de cuál era su verdadero cometido en aquel húmedo, oscuro y apestoso lugar: armarse de paciencia y ayudar a Nekane en lo que pudiera. Era lo único que podía hacer a la espera de tener alguna oportunidad.