Capítulo 19

HACÍA un par de horas que había amanecido, y dos días desde que el secuestrador le había sorprendido escudriñando en el interior de su vivienda. Desde ése fatídico momento, ni Guiputxi ni Nekane habían vuelto a tener noticias de él. «Estaría atareado maquinando sus próximos pasos a dar», pensaba Guiputxi.

Esta incertidumbre mantenía a Guiputxi muy preocupado: intentando adivinar cuales serían las intenciones de su captor; llegando siempre a la misma conclusión y que evitaba compartir con Nekane. Bastante tenía la pobre chavala con lo que le tocaba vivir. Y, no llegaba a imaginar otro colofón que no fuera el asesinato de ambos. Pero, ante la duda de ¿cuándo y cómo?, un mar de preguntas relativas a cuál sería la mejor manera de defenderse le atosigaban.

«¿Cómo podía haber sido tan ingenuo al dejarse capturar de aquella manera?», no podía dejar de recriminarse. Oleadas de furor por la estupidez cometida le agobiaban cada vez que pensaba en ello. Ciertamente, se decía, aquel craso error ya no tenía remedio. A pesar de todo no lo daba todo por perdido, mantenía viva la esperanza de que la tía estupenda y su acompañante lograran seguirle el rastro y acabaran localizándolos.

Desde la perspectiva que le ofrecía esa exigua esperanza había tomado una serie de decisiones: en primer lugar optó por centrarse en cuidar y recuperar a Nekane, la necesitaba como aliada. Así mismo, llegó a la conclusión de que era perentorio armarse cómo buenamente pudieran. Y, también y en la medida de sus posibilidades, dificultar las acciones del carcelero. La teoría estaba clara y sonaba hasta bonita pero, ¿era posible? ¿Y sí daban un paso en falso y precipitaban los acontecimientos? Llevaban mala mano en aquella partida y el bote no era otro que sus propias vidas. Deberían hilar tan fino como posiblemente no lo habían hecho en la vida.

Convencido de que con una actitud decidida tendrían alguna posibilidad de éxito, por muy ilusorias que fueran sus probabilidades de sobrevivir a la fecha que el carcelero seguramente tenía reseñada con un círculo rojo en un calendario, se había ocupado de su compañera de celda: intentando animarle y ayudándole a curar las lesiones que tenía.

Nekane, emocionalmente, estaba destrozada… No hacía falta ser un lumbreras para darse cuenta de ello. En el par de días que llevaban juntos Guiputxi se había esforzado en transmitirle todo el afecto que fue capaz, única medicina valida en esas circunstancias. Físicamente, la joven no se encontraba en mejores condiciones: había sido maltratada duramente. Tenía numerosas golpes y hematomas repartidos por todo el cuerpo. Ahora, exceptuando uno de sus pómulos que era muy probable que lo tuviera fracturado, y las graves heridas que tenía en la muñeca del brazo izquierdo, el resto de contusiones eran de escasa importancia. Por su huidizo comportamiento Guiputxi intuía que tenía lesiones en sus partes íntimas, consecuencia de haber sido brutalmente violada; pero, con la intención de evitar que se sintiera más humillada sí cabe, en todo momento evitó hacer mención alguna sobre ello.

De todas las lesiones de Nekane la que más preocupado tenía a Guiputxi era la de su muñeca, del brazo encadenado. Ante las reiteradas y constantes quejas de la joven, y tras palparle, notó dos cortes en la piel de cierta gravedad. Tenía que hacer algo urgentemente antes de que la infección fuera a más y acabara con ella.

Intentando idear un antiséptico con los escasos medios que tenían en aquel maldito zulo, llegó a la conclusión de que no disponían de otra cosa que no fuera la propia orina de Nekane. En el transcurso de su vida Guiputxi había oído mil y una habladurías sobre la orina y sus propiedades: los beduinos se dice que la tomaban como medio de hidratación ante la falta de agua cuando cruzaban el desierto. Las sorginas de euskalerria, en sus akelarres, cuentan que preparaban una especie de sopa o pócima con diversos condimentos entre los que incluían el hongo alucinógeno: amanita muscaria; y, con posterioridad a las tomas del brebaje, los participantes en la orgía orinaban en una perola común con el único fin, una vez pasados los efectos alucinógenos que provocaba el hongo, de beber la meada colectiva para volver a colocarse. Las adolescentes, antiguamente, se rumoreaba que se restregaban el cutis con su propia orina para eliminar el acné. Los soldados ingleses, en la segunda guerra mundial, en el norte de África, que tras mantener relaciones sexuales con meretrices se friccionaban los genitales con su propia orina como mejor remedio contra la sífilis. Tribus indígenas de todos los continentes, vertiéndola directamente sobre las heridas, debían utilizarla como método antiséptico… Y un largo e interminable etcétera. Lo cierto era que, Guiputxi en su juventud, en los veranos que pasó en el pueblo materno con su tío José ayudándole en las labores ganaderas, conoció por entonces a un lugareño, de escasas luces todo sea dicho, que tenía la costumbre de orinar sobre las heridas que se producía; y, al parecer y supuestamente en contra del criterio de cualquier facultativo, con resultados óptimos. Una vez tomada la decisión, el mayor inconveniente que encontró Guiputxi fue convencer a la propia Nekane para que usara su propia orina como antiséptico. En sus pésimas circunstancias, aparentando no importarle ni su propia vida, convencerla para que llevara a cabo semejante acción le resultó extremadamente dificultoso… Con suma delicadeza le explicó los motivos, y seguidamente le instó a que efectuara la desinfección de la muñeca tal y cómo le solicitaba; siendo la respuesta de Nekane una negativa acompañada de un gesto de repugnancia. Pero, perseverante y con una paciencia que desconocía tener, Guiputxi finalmente consiguió que la joven accediera a hacerlo. Una vez logrado el objetivo de que Nekane comenzara a realizar las curas de su muñeca, Guiputxi se sintió satisfecho; era innegable que, el simple acto de curarse, le generaría emociones más positivas hacia sí misma.

Tras lograr el primero de sus objetivos, que Nekane comenzara a salir del pozo emocional en el que se hallaba inmersa, Guiputxi se concentró en los preparativos de la defensa. No era tarea fácil organizar un sistema defensivo con los medios tenían. Lo primero que se propuso fue comenzar a racionar los escasos alimentos que tenían desde ése mismo instante; a lo sumo, calculó que podrían alargar sus existencias entre cinco y seis días. Con la primera de sus decisiones ya tomada, el mayor inconveniente lo encontró a la hora de armarse, optando finalmente por desmontar dos de las lamas del somier que sustentaba el colchón, para fabricar con ellas una especie de arma blanca. Tras desmontarlas, se sentó en el suelo y se pasó la mañana entera desbastándolas. Para lograrlo, las friccionó durante horas contra el piso, el cual era de cemento, hasta que tras un arduo esfuerzo se sintió satisfecho con el resultado: un razonable filo a ambos lados del par de lamas y una punta apta para penetrar las partes blandas de un cuerpo humano. Las ampollas que se le produjeron en las palmas de las manos y las múltiples erosiones en los dorsos por el roce con el abrasivo suelo, en su afán de afilar al máximo las lamas, eran fieles testigos del trabajo realizado. Sí conseguía crear una barrera lo suficientemente resistente tras la que protegerse y, además ya armados, consideraba que el esfuerzo habría merecido la pena.

Los únicos objetos válidos que podía utilizar para construir una barricada en la entrada al zulo eran el somier y la pequeña mesita del rincón. Sin dudarlo un instante y tras urgir a Nekane a que se levantara del camastro, depositó el colchón en el suelo, y el somier lo posicionó verticalmente en el umbral de acceso; como refuerzo apoyó tras el somier la mesita. El parapeto que había creado no tenía la suficiente consistencia como para impedir el paso, pero… cuanto menos, dificultaría y retrasaría la entrada a la mazmorra al carcelero el tiempo suficiente para preparar su recibimiento. Se imaginaba, a sí mismo, en condiciones de trincar como a un maldito pollo a aquel Hijo de Satanás.

El punto débil de la defensa era la propia Nekane; la necesitaba como agua de mayo… para turnarse en la vigilancia, pero la sentía incapacitada para hacer frente al opresor. Éste le tenía aniquilada psicológicamente y no se extrañaba de ello, el daño que le había infringido era sangrante. Consciente de que no podía hacer nada más, decidió que era hora de informar a Nekane sobre sus planes, y animarla a que colaborara en su empeño de defenderse.

Nekane había estado observándole toda la mañana sin preguntarle por sus actividades… como sí nada fuera con ella, en un aparente estado de ausencia que a Guiputxi le inquietaba. Dudaba, viéndola en aquella actitud, sí llegado el momento lucharía por su propia vida. Pacientemente, le informó de sus propósitos e intentó estimularla; pero, a pesar de sus asentimientos de cabeza, no le quedó muy claro a Guiputxi el convencimiento de la joven. Si lograra convertir su autocompasión en odio e ira, estaba convencido que se encontraría con la mejor aliada posible. «¿Pero, eso cómo se logra?», se preguntaba. Eran las armas que tenían y con ellas opondrían la resistencia que fueran capaces.

 

Hacía horas que Guiputxi había comenzado su última guardia mientras Nekane, recostada, descansaba sobre el colchón; comenzaba a desesperarse. Una vez que te motivas para el enfrentamiento todo tu ser accede a un estado de alta tensión, y ansías que acontezca lo ineludible. ¿Para qué esperar? Ahora, con el transcurrir de las horas, la situación se vuelve en tu contra… acribillando tu cerebro con miles de dudas. La mente, ociosa, comienza a cuestionarlo todo: tu predisposición, coraje, el sentido de tu objetivo, introduciéndote en una vorágine que se convierte más perniciosa incuso que lo propio de tu lamentable situación. A pesar de ello y en espera del nefasto momento que, por sorpresa, sabían que tenía que sobrevenir, se habían mantenido fieles a su objetivo: vigilando y descansando por turnos las casi veinte horas ya transcurridas desde que comenzaron a custodiar la mazmorra.

Guiputxi despertó a Nekane y le propuso comer algo, y ella lo rechazó. Ante su negativa, le insistió en alimentarse para no debilitarse. Seguidamente, cogió unas rebanadas de pan de molde y preparó un par de sándwiches, con chorizo, el único fiambre que les quedaba junto a medio queso. Con los emparedados en la mano recogió uno de los botellones de agua y se sentó en el camastro, junto a su compañera de cautiverio.

—Toma, Nekane —le entregó uno de los emparedados—. Cómelo y luego sigues descansando.

Nekane, sin voluntad, asintió, y tras coger el sandwich de manos de Guiputxi comenzó a comer.

—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó él.

—Bien —respondió apática.

—Todo va a salir bien. No voy a permitir que te haga más daño. Tienes que esforzarte por sobreponerte e ir preparándote para cuando salgamos de aquí.

Nekane sonrió tristemente.

—Pronto nos vendrán a buscar —le animó Guiputxi no muy convencido—. Mientras tanto, nuestra obligación es evitar que ése cabrón entre aquí. Y, si lo logra, clavarle estas estacas ¿Lo has comprendido?

—Sí… —respondió escuetamente ella.

Las dudas sobre cómo reaccionaría su compañera llegado el momento a Guiputxi le atormentaban. «Tengo que confiar en ella», se dijo. Él no podía mantenerse de vigilia las veinticuatro horas del día, y, además, Nekane había comenzado a cumplir con sus obligaciones… Tenía que confiar en ella.

Finalizada la exigua cena y tras ceder el camastro a Nekane, Guiputxi volvió a sentarse sobre el frío suelo; la espalda la apoyó contra la pared. Con las manos sobre el regazo asió fuertemente una de las espadas de madera que había fabricado. La visibilidad era prácticamente nula… hacía rato que había anochecido. Con la mirada perdida en la oscuridad circundante, delegó en los oídos la mayor de la vigilancia.

Y quedó en alerta, en espera de acontecimientos, consciente del lamentable estado en el que se encontraba. La humedad del sótano hacía tiempo que había penetrado en su cuerpo, indisponiéndole. El grillete que se le ceñía al cuello, por efecto del peso de la cadena, incidía sobre su piel llagándola. Su musculatura la sentía entumecida hasta el agarrotamiento. Y, las manos, las tenía destrozadas. «¿Tendría fuerzas para oponerse a aquel mal nacido?», se preguntó, y dudó de ello. Intentó no agobiarse con aciagos pensamientos, y lo mejor para lograrlo era ocuparse en anticipar los movimientos del carcelero.

Sobre lo que no le cabían dudas, en cambio, era que había logrado desmontar los planes del secuestrador. En el caso de asesinato en el que Ramón estaba acusado, el carcelero debió encontrar alguna forma de obligar a su amigo a hacerlo; sin otro fin que utilizarlo como un simple cabeza de turco tras el que ocultar sus propios delitos: secuestro y violación de la chica asesinada. Ello le llevaba a pensar que intentaría crear una falsa escena del crimen con Nekane y él, la única diferencia consistía en que, en este caso, el carcelero sí tendría que mancharse las manos de sangre… ¿O no? Un estremecimiento le dominó.

«¿Todo aquel tinglado por satisfacer sus burdos instintos sexuales? ¡Que se fuera de putas. Joder!», no pudo evitar pensar. Reclinó mejor la espalda contra la pared, levantó la vista al frente, y aumentó su estado de alerta. Se convenció de no dejar entrar a la mazmorra a aquel demonio, y, en caso de que llegara a lograrlo, acabar por destriparlo.