Capítulo 18

EL avión con destino a Málaga había salido del aeropuerto de Loiu, Bilbo, a las nueve y cinco de la mañana. En esos instantes sobrevolaba La Mancha. Sin embargo, los ojos de Agnès no disfrutaban de la ocre meseta que podía distinguirse a través de la ventanilla; más bien se abstraían en un horizonte virtual proyectado por su propia mente, en el que lo único que visualizaba eran los sucesos acontecidos estos día atrás entrelazados con retazos de su propia vida: Sara, su trabajo, sus amistades, sus padres… «¿Pero qué hacía subida en aquel avión?», no podía evitar preguntarse, siendo consciente en esos momentos de lo mucho que añoraba la rutina de su día a día en Barcelona.

Hizo un esfuerzo por sobreponerse a la nostalgia. Tenía un objetivo que cumplir y no se dejaría afectar por la añoranza de sus seres queridos. Una de las máximas por las que se regía era: «acaba lo que comienzas», y se propuso ser fiel a ella. Lo cierto es que el motivo por el que se trasladó a Navarra: ayudar a su colega Igone en el caso de Ramón Jáuregui, estaba resuelto; pero, sin pretenderlo, por las circunstancias del caso, se sentiría traicionar a Nekane a pesar de no conocerla no continuando con la investigación. Bien es cierto que podía haber delegado en el subinspector, o tenía que llamarle ex subinspector, pero no era menos cierto que percibía el rastro de su presa y no era cuestión de perderlo. Según sus previsiones, en dos o tres días a lo sumo, tendría en sus manos la pista definitiva: la que descubrió Carlos Iriarte.

Se sobresaltó al recordar a Guiputxi. ¿Dónde estaría?, no quería ni pensarlo. Algo en ella le llevaba a pensar que no había desaparecido voluntariamente. La suya era una personalidad muy recia cómo para huir a la primera contrariedad, y más siendo inocente. ¿Habría sido tan inconsecuente de llegar a enfrentarse al verdadero urdidor de aquel maléfico plan? En caso de ser así lo daba por muerto. Una sensación de desazón la dominó. «Ojalá estuviera equivocada», pensó, sin mucho convencimiento. Decidió eludir este tipo de pensamientos que no le aportaban nada y concentrarse en lo que realmente le aguardaba en Benalmádena, en la que no deseaba perder excesivo tiempo tras los pasos de Aimar.

Se removió incómoda en el asiento. La presión que le suscitaba el hecho de que una vida dependiera de su presteza le agobiaba. Se propuso no perder el tiempo en elucubraciones mentales y concentrarse en hechos objetivos, como el establecer una hoja de ruta. Lo primero que tenía que hacer era descubrir la dirección de Andrés Baeza, amigo al que supuestamente había ido a visitar Aimar. Decidió enviar un email al correo privado de Marta, era sábado y el bufete de Adrià estaba cerrado. Con un poco de suerte lo leería esa misma mañana y realizaría las gestiones oportunas para localizar la dirección del tal Andrés. Marta era muy eficaz cuando se ponía delante de una pantalla de ordenador y accedía a la red, facultad que admiraba de ella. Desplegó la pantalla del Macbook, accedió a Internet, abrió su cuenta de Gmail, picó sobre redactar y, en un escueto mensaje, le rogó que localizara la dirección de correo correspondiente al teléfono que le había dado Ana, la madre de Aimar.

Enviado el correo, plegó la pantalla del portátil y se concentró en los pasos que debía seguir nada más aterrizar en Málaga. En primer lugar se propuso alquilar un coche con GPS en el mismo aeropuerto. Sólo la idea de circular en automóvil, en una provincia desconocida y sin un cicerone electrónico que te indique la ruta a seguir, le horrorizaba. Se admiraba pesando cómo viajaba la gente antiguamente: con un simple mapa de carreteras en la guantera y guiados por las señales de las calzadas… ¡Qué tensión! La reserva de habitación la había realizado la noche anterior, a través de la red, en el Hotel Palmasol, al lado del puerto deportivo. Precisamente al día siguiente, dieciséis de junio, comenzaba la temporada alta, pero era conocedora de que en ésta primera quincena de la temporada estival los hoteles tenían pocas reservas contratadas.

Uno de los aspectos de los que más renegaba de su ciudad, Barcelona, eran las avalanchas de turistas que con sus shorts a la altura de la rodilla, coloridas camisas o nikis, cámaras en ristre, pieles rojizas quemadas por los primeros rayos de sol y cara de no haber roto un plato en la vida, pisoteaban hasta la última de las losas de la urbe desvirtuando la idiosincrasia propia de la ciudad, la que le aportan sus propias gentes en su discurrir cotidiano. Sentía hastío viendo su ciudad vendida como si de una vulgar mercancía más se tratara al sector de los Tour Operadores, llenando éstos sus calles con cientos de miles de visitantes y expropiándosela a sus verdaderos propietarios: los propios barceloneses.

Según sus cálculos, una vez realizados los trámites aeroportuarios, incluyendo el alquiler de un coche, llegaría al hotel a mediodía. Lo primero que tenía previsto hacer una vez en la habitación era darse una placentera y relajante ducha. Seguidamente, y tras prepararse, se acercaría a cualquier chiringuito del casco viejo de la ciudad para comer. Y, si para entonces Marta le había respondido satisfactoriamente a su email, comenzaría con la localización del Cabra. «Menudo apodito tenía el chaval», pensó; aunque, rememorando su encuentro con él, concluyó que le venía de perlas. Tampoco podía eludir la posibilidad de que Marta no le hubiera respondido, que estuviera ocupada en otras cosas, en ese caso le llamaría ella. No le satisfacía invadir la intimidad de su compañera, era fin de semana, y no estaba de servicio las veinticuatro horas del día los siete días de la semana, pero estaba convencida de que le comprendería. Necesitaba conocer la dirección de Andrés Baeza sí o sí.

Dirigió la mirada a través de la ventanilla del avión y, en el horizonte, recortado por la línea costera, vio el mar. Abstraída en sus pensamientos no se había apercibido de que hacía tiempo que sobrevolaban la provincia de Málaga. Miró el reloj y comprobó que faltaban escasos minutos para que el comandante del avión procediera a realizar la maniobra de aterrizaje. En breve, la azafata les instaría a que se pusieran los cinturones de seguridad. Recogió el portátil que reposaba sobre la mesita extensible y lo introdujo en el maletín. Ciñó y cerró el cinturón de seguridad sobre sus muslos antes incluso de que les invitaran a hacerlo, y espero confiada a que el avión tomara tierra.

 

El subinspector Cerezo conducía el coche sin distintivos policiales como un verdadero energúmeno… con puntas de velocidad que superaban los doscientos kilómetros por hora en de la autovía A15 sentido Donostia. El Inspector Peña, sentado a su lado, no prestaba la más mínima atención al incumplimiento constante de las normas de la circulación por parte de su compañero; estaba acostumbrado a ello. Y, además, se encontraba abstraído analizando la información que había recibido aquella misma mañana.

La orden de búsqueda y captura emitida contra el ciudadano Carlos Iriarte comenzaba a dar sus frutos. Desde el cuartel de la guardia civil de Leitza le habían telefoneado informándole sobre la localización de un vehículo de la marca Mercedes, de color blanco, y cuyo propietario era Carlos Iriarte. Nada más ser informados y tras indicar al número de la guardia civil que se abstuvieran tocar nada del interior del vehículo, partieron sin dilación hacia Leitza.

—Un par de minutos, inspector —le informó Cerezo a su superior.

El inspector alzó la vista y comprobó que se hallaban a escasos quinientos metros de la salida de la autovía. Suspiró profundamente. Durante todo el trayecto, desde que salieron de Pamplona, no había dejado de hacer cábalas intentando comprender el motivo que le llevó al maldito patán de Carlos Iriarte a dejar su automóvil, supuestamente abandonado, en Leitza. «Daba igual, le realizarían un concienzudo registro», se propuso. Ya sobre las calles de la localidad, el subinspector Cerezo continuó circulando cómo sí fueran participes de una carrera automovilística: recortando las rotondas y avanzando entre los chirridos generados por sus bruscos frenazos y acelerones y el estrepitoso sonido del motor. Repentinamente, alcanzado el cuartel de la benemérita, frenó; ahora tan bruscamente que el inspector casi se topa con el parabrisas.

—¡Cerezo… Joder! —se quejó a su ayudante—. ¡Pareces un crío! ¡¿No puedes conducir más despacio?! ¡Por poco se me salen los ojos de las cuencas!

El subinspector no se dio por aludido. Se sentía gozoso del correr de la adrenalina por sus venas… totalmente dopado de ella. Además, llevaban trabajando muchos años juntos y su jefe sabía que la velocidad le enloquecía. ¡Qué se jodiera!

El inspector Peña recogió un kit de registro de la guantera del vehículo. Se componía de fundas para el calzado, gorrito, guantes, bolsitas para depositar pruebas, pinzas, y una especie de pequeño cutter. Desalojaron el coche y se encaminaron al cuartelillo. En la puerta, un número, con una gorra en sustitución del arcaico tricornio, les sonrió. Supusieron que les estaba esperando.

—Buenos días, agente —le saludó el inspector.

—Buenos días —le respondió el número—. ¿Son los de la foral?

—Sí, agente, somos nosotros.

—Esperen un momento —les propuso el número—. Voy a avisar al teniente.

Con el Mercedes de Carlos Iriarte ante sus ojos, estacionado a escasos metros de donde se hallaba, y se mantuvieron a la espera.

—Buenos días, caballeros —les saludó un oficial que acababa de salir del cuartel—. ¿Qué tiempo tenemos por Pamplona?

—Muy bueno, teniente —le respondió el inspector Peña.

El inspector tenía sentimientos encontrados hacia la benemérita. En el subconsciente del conjunto de la población civil anidaba cierto sentimiento de recelo y temor hacia ésta, y, el inspector, proveniente de una humilde familia obrera, ya desde la niñez amamantó la desconfianza que la clase trabajadora sentía hacia la Guardia Civil; pero, desestimando estos sentimientos inducidos en su más tierna infancia, y con su actual forma de pensar… era consciente de que para ascender en la carrera policial se precisaba de contactos hasta en el infierno, motivo por el cual no desmerecía su amistad.

—Qué envidia me dais —les aseguró el teniente—. En éste pueblucho de mala muerte nos pasamos el día con los bajos de las perneras empapadas, y la maldita humedad nos cala hasta los huesos.

—Sí os tienen aquí destinados será por ser unos malos picolos —guaseó el inspector Peña intentando romper el hielo.

—¡Ja, ja, ja…! —rió el guardia civil—. De cabrones está lleno el mundo.

—Cuánta razón tiene, teniente.

—Bueno, ¿qué queréis hacer? —les preguntó el teniente.

Observando el viejo Mercedes—, le echaremos un vistazo al interior. La científica está al caer y ya lo examinarán más en profundidad —le dijo Peña.

—Es todo vuestro —no les opuso objeción alguna el oficial de la benemérita—. Está abierto.

—Gracias, teniente.

Sin más dilación, el inspector puso manos a la obra. Se colocó el gorrito y los guantes de plástico, recogió las pinzas y entregó el kit con los objetos restantes al subinspector Cerezo. Abrió seguidamente las cuatro puertas y el portón del maletero, y comenzó el registro por éste último. Estaba lleno de manchas y restos de todo tipo—. ¡Pedazo cerdo! —bramó, observado por su ayudante y el teniente quienes no pudieron evitar reír.

—¡Cerezo!, acércate, por favor —le pidió.

Tras sentirlo trajinar en el interior de maletero, el subinspector Cerezo vio cómo su jefe extraía sujetos con las pinzas lo que parecían ser cabellos humanos de cierta longitud.

—¿Qué ha encontrado, jefe? —le preguntó lleno de curiosidad.

—Si esto no son pelos de mujer, Cerezo, que me parta un rayo —le respondió el aludido con expresión de victoria.

—Está seguro, inspector —insistió su ayudante.

—No me cabe la mínima duda, Cerezo —le confirmó el inspector visiblemente contento—. El maletero está lleno de ellos

—¿Hay rastros de sangre, inspector? —quiso saber el subinspector.

—No se ven a simple vista, Cerezo. Ya se encargaran los de la científica de darle un repaso con Luminol. Echemos un vistazo al interior.

Introdujo, el inspector Peña, medio cuerpo por una de las puertas traseras del vehículo. Con las manos enguantadas rebuscó bajo los asientos delanteros. Palpó un bulto y lo recogió. A punto estuvo de darle un sincope. No podía ser… No podía ser tan gilipollas aquel mercachifle de Carlos Iriarte. Un bolso de mujer. Más concretamente: un pequeño y ridículo bolsito de los que llevan las adolescentes.

—¡Bingo…! —bramó de alegría el inspector sacando el corpachón del vehículo—. ¡Lo tenemos, Cerezo!

—¿Ha encontrado su tesoro? —ironizó el teniente de la benemérita al ver tan feliz al inspector.

Deseos le dieron al inspector Peña de partirle la cara a aquel pringado de teniente. Ahora, esforzándose por no exteriorizar su rencor y con forzada sonrisas, le aseguró:

—Si es lo que espero que sea, teniente, no le quepa duda de ello.

Abrió el bolso y, por increíble que pudiera parecerle, entre varios de los absurdos enseres que suelen almacenar las mujeres, encontró una pequeña cartera. La abrió ansioso y, tras hurgar en el interior, dio con un DNI. Una inenarrable sensación de felicidad lo embriagó al comprobar de quien se trataba. En ese instante, todas sus dudas e incertidumbres desaparecieron de su mente. Había sido constante y tenaz a una idea, y delante de él tenía el fruto a su tesón.

—¡En efecto, teniente! —exclamó el inspector exultante y blandiendo el DNI de Nekane Lizardi delante de las mismísimas narices del oficial—. ¡Aquí tiene usted mi tesoro!

La llegada de un automóvil les interrumpió. A las puertas del cuarte y a escasos metros de donde se hallaban se detuvo un Seat León de color blanco. Bajaron del mismo dos individuos. Uno de ellos portaba un maletín negro. Eran los de la policía científica.

—Buenos días —saludaron a los presentes.

—Buenos días —les respondieron éstos.

—¿Qué… Peña, contaminando la escena del crimen? —ironizó uno de los recién llegados.

—¡Vete a joder a tu madre, Argüelles! —le respondió airado el aludido—. Vosotros sí que jodéis todo lo que manoseáis.

—Tranquilo, Peña. Si te dedicara más a joder con las tías y a dejar en paz a tus compañeros te irían mejor las cosas —le contestó el inspector Antonio Argüelles. No le caía bien Ángel Peña. Era un verdadero hijo de puta. Sentía verdadera repulsión hacia él.

—Dejémonos de chorradas, Argüelles. Hemos encontrado este bolso con el DNI de la chica secuestrada en el interior. A ver sí hacéis bien vuestro trabajo por una vez y encontráis algo más. El maletero está lleno de cabellos largos y no creo que el sospechoso sea un jodido hippie.

—No nos digas cómo tenemos que hacer nuestro trabajo, Peña. Según dicen las malas lenguas la has jodido y bien jodido. Se dice que has ahuyentado al sospechoso.

—Os podéis ir a tomar por culo tú y los alcahuetes que te rodean, Argüelles.

—Sí, Peña. Lo que tú digas —le contestó éste, evitando que la cosa fuera a más.

Mostrándole la espalda a Argüelles y dirigiéndose al oficial de la Benemérita:

—Gracias, teniente —le reconoció el inspector Peña su ayuda.

Fue su forma de iniciar la retirada. Allí ya no pintaba nada y, además, el payaso de Argüelles tenía la habilidad de sacarle de sus casillas.

—De nada, inspector. Encantado de colaborar —le despidió el teniente.

Ángel Peña e Ignacio Cerezo, inspector y subinspector de la judicial, se montaron en el coche policial sin distintivos y abandonaron la población de Leitza. De camino a la capital, opinó el inspector:

—Cerezo, creo que hemos dado en el clavo. En un principio tenía mis dudas, pero los hechos confirman nuestra línea de investigación. ¿Qué piensas tú de ello?

El subinspector Cerezo consideraba a su compañero como una especie de Mantis Religiosa hembra. Con tacto y tino, siendo oportunamente cauteloso, podías llegar a copularla sin verte devorado. Ahora bien, como enemigo lo consideraba temible por rencoroso y vengativo, por lo que lo más adecuado era no contrariarle.

—He de reconocer que, según iban sucediéndose los acontecimientos, tenía mis reservas, pero ahora estoy convencido de que ha dado en la diana, inspector.

—¡Qué pelota eres, Cerezo! Te auguro un gran porvenir a mi lado. Un porvenir fenomenal —le aseguró satisfecho el inspector Peña.

Se miraron mutuamente y no pudieron evitar echarse a reír: no cabía duda de que estaban hechos el uno para el otro.