IV. POLÍTICA

Así pues, regresamos finalmente a la cuestión de la totalidad (que, se supone, ya hemos aprendido a distinguir de la «totalización» como operación). Este tema me dará también el placer personal de mostrar que el análisis de la postmodernidad no es ajeno a mi trabajo anterior, sino consecuencia lógica de él[52]. De nuevo, quiero probar esto en términos de la idea de «modo de producción», a la que pretende contribuir mi análisis de la postmodernidad. Pero quisiera observar primero que mi propia versión tomó forma en una coyuntura relativamente complicada (aunque quizás no lo haya dicho muy a menudo, le debe mucho a Baudrillard, así como a los téoricos con quienes él mismo está en deuda: Marcuse, McLuhan, Henri Lefébvre, los situacionistas, Sahlins, etc., etc.). No fue sólo la experiencia de nuevos tipos de producción artística (sobre todo en el ámbito de la arquitectura) lo que me despertó de los canónicos «sueños dogmáticos»: como señalaré más adelante, según el uso que yo le doy, «postmodernidad» no es un término exclusivamente estético o estilístico. La coyuntura también ofrecía una oportunidad para resolver un malestar añejo frente a los tradicionales esquemas económicos de la tradición marxista. Esta inquietud la sentíamos algunos no respecto al ámbito de la clase social, cuya «desaparición» sólo podían tomar en serio los auténticos «intelectuales independientes», sino ante los media, cuya impactante onda expansiva en Europa occidental permitía al observador tomar una pequeña distancia crítica y perceptual respecto a la mediatización paulatina y aparentemente natural de la sociedad norteamericana en los años sesenta. Las ideas de Lenin sobre el imperialismo no se podían extender a los media; y poco a poco iba pareciendo posible recibir su lección de otro modo. Y es que Lenin dio el ejemplo de identificar una nueva fase del capitalismo que no había sido prevista explícitamente por Marx: la llamada fase del monopolio, o el momento del imperialismo clásico. Esto podía llevarnos a pensar o bien que la nueva mutación había sido nombrada y formulada de una vez por todas, o que estaríamos autorizados a inventar otra más en ciertas circunstancias. Pero los marxistas fueron muy reacios a extraer esta segunda conclusión antitética porque, mientras tanto, los nuevos, fenómenos mediáticos e informacionales habían sido colonizados (en nuestra ausencia) por la Derecha, en una serie de influyentes estudios donde la primera noción tentativa de la Guerra Fría acerca de un «final de la ideología» daba a luz, por fin, al concepto pleno de una «sociedad postindustrial». El libro de Mandel Late Capitalism cambió todo esto, y por vez primera teorizó una tercera fase del capitalismo desde una perspectiva marxiana utilizable. Fue eso lo que posibilitó mis propias reflexiones sobre la «postmodernidad», que por tanto han de entenderse como un intento de teorizar la lógica específica de la producción cultural de esa tercera fase, y no como otra incorpórea crítica cultural ni como un diagnóstico más del espíritu de la época.

A nadie le ha pasado inadvertido que mi aproximación a la postmodernidad es «totalizadora». Por eso, la pregunta interesante no es por qué adopto esta perspectiva, sino por qué tanta gente se escandaliza (o ha aprendido a escandalizarse) con ella. En los viejos tiempos, la abstracción era una de las vías estratégicas para distanciar y desfamiliarizar los fenómenos, sobre todo los históricos. Cuando se está inmerso en lo inmediato (la experiencia, año tras año, de los mensajes culturales e informacionales, de los acontecimientos sucesivos, de las prioridades urgentes), la distancia abrupta que permite un concepto abstracto —una descripción global de las secretas afinidades de dominios aparentemente autónomos e inconexos, y de los ritmos y secuencias ocultos de las cosas que solemos recordar sólo aisladamente y por separado— es un recurso único, sobre todo porque la historia de los años recientes nos es siempre lo menos accesible. De este modo, la reconstrucción histórica, el planteamiento de las descripciones e hipótesis globales, la abstracción a partir de la «caótica y ruidosa confusión» de la inmediatez, fue siempre una intervención radical en el aquí-y-ahora y una promesa de resistencia ante sus ciegas fatalidades.

Pero hay que reconocer el problema de la representación, aunque sólo sea para separarlo de los otros motivos que intervienen en la «guerra contra la totalidad». Si la abstracción histórica —las ideas de modo de producción, capitalismo, o postmodernidad— es algo que no se da en la experiencia inmediata, entonces cabe preocuparse por la confusión potencial entre este concepto y la cosa misma, y por la posibilidad de tomar su «representación» abstracta por la realidad, de «creer» en la existencia sustantiva de entidades abstractas como la Sociedad o la Clase. No importa que preocuparse por los errores ajenos suela significar preocuparse por los errores de otros intelectuales. A la larga, probablemente no se pueda caracterizar una representación como representación tan bien como para anticipar siempre esas ilusiones ópticas, de la misma manera que es imposible garantizar la resistencia de un pensamiento materialista a las recuperaciones idealistas, o protegerse contra la lectura de una formulación deconstructiva en términos metafísicos. La revolución permanente en la vida y la cultura intelectuales significa, a la vez, esa imposibilidad y la necesidad de reinventar constantemente precauciones contra algo que en mi tradición se llama «reificación conceptual». Las extraordinarias fortunas del concepto de postmodernidad son sin duda un ejemplo que viene aquí al caso, pensado para infundirnos recelos a quienes somos responsables de él. Pero lo que se necesita no es trazar una línea, decir basta y confesar el exceso («mareado por el éxito», como reza la célebre frase de Stalin), sino más bien renovar el propio análisis histórico y reconsiderar y diagnosticar infatigablemente la funcionalidad política e ideológica del concepto —el papel que, de pronto, ha llegado a desempeñar en las soluciones imaginarias que damos a nuestras contradicciones reales.

Sin embargo, la motivación más profunda de la «guerra contra la totalidad» reside en otro lugar, en un temor a la Utopía que resulta no ser otro que nuestro viejo amigo 1984, de tal modo que una política utópica y revolucionaria, correctamente asociada con la totalización y con un cierto «concepto» de totalidad, se debe evitar porque aboca fatalmente en el Terror: como poco, esta idea se remonta a Edmund Burke, pero las atrocidades de Camboya la resucitaron (después de que la época de Stalin la hubiese reafirmado en incontables ocasiones). Ideológicamente, este revival de la retórica y de los estereotipos de la Guerra Fría, propiciado por la desmarxificación de Francia de los años setenta, apuntaba a una extraña identificación de los gulags de Stalin y los campos de exterminio de Hitler (pero véase el notable Why Did the Heavens not Darken? de Arno Mayer para una definitiva demostración de la relación constitutiva entre la «solución final» y el anticomunismo de Hitler[53]); lo que puedan tener de «postmoderno» estas vetustas imágenes de pesadilla, excepto la despolitización a que nos invitan, está menos claro. También se puede apelar a la historia de las convulsiones revolucionarias en cuestión para extraer una lección muy distinta; a saber, que la violencia brota ante todo de la contrarrevolución, que la forma más eficaz de contrarrevolución reside precisamente en esta transmisión de la violencia al propio proceso revolucionario. Dudo de que el actual estado de alianza o micropolítica de los países avanzados apoye tales ansiedades y fantasías; para mí no constituyen fundamentos para retirar el apoyo y la solidaridad a una potencial revolución en Sudáfrica, por ejemplo. Por último, el sentimiento general de que el impulso generalizador, utópico o totalizador, está cargado de prejuicios y condenado a derramar sangre por la estructura misma de sus pensamientos, es idealista, por no decir que es una repetición de las doctrinas del pecado original en su peor sentido religioso.

Pero la cuestión del pensamiento totalizador también se puede presentar de otro modo, preguntándonos no por su contenido de verdad o su validez, sino más bien por sus condiciones históricas de posibilidad. Pero hacer esto ya no es exactamente filosofar o, si se prefiere, ya no es filosofar en un nivel sintomático, en el que nos distanciamos y alejamos nuestros juicios inmediatos sobre un concepto dado («el pensamiento postmoderno más avanzado nos enseña a no utilizar conceptos de totalidad o periodización»), preguntándonos por los determinantes sociales que posibilitan o bien impiden el pensamiento. El actual tabú o totalidad ¿deriva simplemente del progreso filosófico y del aumento de la autoconciencia? ¿Se debe a que hemos logrado hoy un estado de ilustración teórica y sofisticación conceptual que nos permite evitar los más flagrantes errores y meteduras de pata de los anticuados pensadores del pasado (sobre todo Hegel)? Puede que así sea, pero pasa por alto la lección de Rorty y exigiría también una suerte de justificación histórica (en la que cabe suponer que intervendría la invención del «materialismo»). Esta hubris del presente y de los vivos se puede evitar planteando el tema de modo algo distinto: por qué los «conceptos de totalidad» han parecido necesarios e inevitables en ciertos momentos históricos y, por el contrario, nocivos e impensables en otros. Esta investigación, abriéndose camino de regreso por el exterior de nuestro propio pensamiento y basándose en lo que ya no podemos pensar (o aún no), no puede ser filosófica en ningún sentido positivo (si bien Adorno intentó, en su Dialéctica Negativa, convertirlo en una auténtica filosofía de nuevo cuño); ciertamente, nos produciría la intensa sensación de que el nuestro es, en muchos sentidos, un momento de nominalismo (desde la cultura al pensamiento filosófico). Probablemente resultaría que tal nominalismo posee varias prehistorias o sobredeterminaciones: el momento del existencialismo, por ejemplo, en el que cierto nuevo sentido social de los individuos aislados (y el horror a la demografía, como hemos visto, sobre todo en Sartre) hace empalidecer a los más antiguos «universales» tradicionales y los despoja de su fuerza conceptual y de su persuasividad; también, la tradición añeja del empirismo angloamericano, que con fuerzas renovadas emerge de esta muerte del concepto en una época paradójicamente «teórica» e hiperintelectual. Evidentemente, hay un sentido en que el término «postmodernidad» significa también todo esto; pero en ese caso no se trata de la explicación, sino de lo que queda por explicar.

La especulación y el análisis hipotético de este tipo que afecta al debilitamiento de conceptos generales o universalizantes en el presente es el correlato de una operación que, a menudo, puede parecer más fiel: el análisis de los momentos pasados en que esta conceptualidad parecía posible. Con frecuencia se han privilegiado los momentos en que han surgido conceptos generales. Por lo que respecta al concepto de totalidad, me atrevería a decir lo que dije una vez sobre la idea althusseriana de la estructura, esto es, que el asunto crucial es el siguiente: podemos reconocer la presencia de un concepto tal, siempre que entendamos que sólo hay uno y que se suele llamar «modo de producción». Ésta es la «estructura» althusseriana, y también la «totalidad», al menos en el uso que yo le doy. Respecto a los procesos «totalizadores», a menudo equivalen poco más que a establecer conexiones entre varios fenómenos, proceso que, como sugerí antes, tiende a ser cada vez más espacial.

Debemos estar agradecidos a Ronald L. Meek por haber escrito la prehistoria del concepto de «modo de producción» (posteriormente desarrollado en los escritos de Morgan y Marx), que en el siglo XVIII revestía la forma de lo que Meek llama «teoría de las cuatro fases». Esta teoría cuajó en Francia y en la Ilustración Escocesa, y sostenía que las culturas humanas varían históricamente con su base material o productiva, que sufre cuatro transformaciones esenciales: caza y recolección, pastoreo, agricultura y comercio. Lo que habrá de ocurrirle después a esta narrativa histórica, sobre todo en el pensamiento y en la obra de Adam Smith, es que al haber producido ahora ese objeto de estudio que es el modo de producción específicamente contemporáneo, o capitalismo, el andamiaje histórico de las fases precapitalistas tiende a desmoronarse y dotar a los modelos de capitalismo, tanto el de Smith como el de Marx, de un aspecto sincrónico. Pero Meek quiere defender[54] que la narrativa histórica era esencial para la posibilidad misma de pensar el capitalismo como sistema, sincrónico o no; y yo sostendré una postura parecida ante esa «fase» o momento del capitalismo que algunos venimos llamando «postmodernidad».

Pero mi principal interés se vuelca aquí en las condiciones de posibilidad del concepto de un «modo de producción», es decir, las características de la situación histórica y social que permiten, en primer lugar, articular y formular el concepto de «totalidad». Sugeriré, de modo general, que pensar este nuevo pensamiento (o combinar de esta nueva manera pensamientos antiguos) presupone un tipo singular de desarrollo «desigual», de tal manera que modos de producción diferenciados y coexistentes se registran juntos en el mundo vital del pensador en cuestión. Meek describe las precondiciones de la producción de este particular concepto (en sus formas originales de «teoría de las cuatro fases») como sigue:

En mi opinión, es probable que el tipo de teoría que estamos considerando, que subraya primordialmente el desarrollo de las técnicas económicas y de las relaciones socioeconómicas, dependa, en primer lugar, de la rapidez del progreso económico contemporáneo, y, en segundo lugar, de la facilidad con la que se pueda observar un contraste entre zonas que progresan desde un punto de vista económico y zonas que están aún en estadios «inferiores» de desarrollo. En las décadas de 1750-1760, en ciudades como Glasgow y en zonas como las provincias más avanzadas del norte de Francia, toda la vida social de las comunidades en cuestión se estaba transformando, rápida y visiblemente, y era bastante obvio que esto estaba sucediendo como resultado de profundos cambios en las técnicas económicas y en las relaciones socioeconómicas básicas. Y las nuevas formas de organización económica que estaban surgiendo se podían comparar y contrastar muy fácilmente con las viejas formas de organización que aún existían, por ejemplo, en las Tierras Altas escocesas o en el resto de Francia (o entre las tribus indias de América). Si los cambios en los modos de subsistencia estaban desempeñando un papel tan importante y «progresivo» en el desarrollo de la sociedad contemporánea, parecía correcto suponer que también lo habían desempeñado en el de la sociedad pasada[55].

Esta posibilidad de pensar por vez primera el concepto de modo de producción se describe a veces, sin mucho rigor, como una de las formas incipientes de la conciencia histórica, o historicidad. Sin embargo, no es necesario recurrir al discurso filosófico de la conciencia, ya que también estas formas que se describen podrían considerarse nuevos paradigmas discursivos, y esta manera más contemporánea de hablar de la emergencia conceptual queda reforzada, para los lectores literarios, por la presencia junto a éste de otro nuevo paradigma histórico en las novelas de Sir Walter Scott (tal y como las interpreta Lukács en La novela histórica). Es probable que la desigualdad que permitió a los pensadores franceses (Turgot, ¡pero también el propio Rousseau!) concebir un «modo de producción» no tuviera tanto que ver con la situación prerrevolucionaria de la Francia de aquel momento, cuando la diferencia distintiva de las formas feudales hacía que éstas destacasen más abruptamente que nunca de una cultura burguesa y una conciencia de clase incipientes. Escocia es, en muchos aspectos, un caso más complejo e interesante. Ultimo de los jóvenes países del Primer Mundo, o primero de los del Tercer Mundo (según la provocativa idea de Tom Nairn en The Break-Up of Britain), la Escocia de la Ilustración era sobre todo un espacio de coexistencia de zonas completamente distintas de producción y cultura: la arcaica economía de los highlanders y su sistema de clanes y, al otro lado de la frontera, el vigor comercial del «compañero» inglés en los albores de su «despegue» industrial. El esplendor de Edinburgo no era, pues, una cuestión de material genético gaélico, sino que obedecía más bien a la posición estratégica —aunque ex-céntrica— de la metrópolis y de los intelectuales escoceses respecto a esta coexistencia casi sincrónica de modos de producción diferenciados (y la tarea singular de la Ilustración Escocesa fue «pensarla» o conceptualizarla). No sólo se trata de una cuestión económica. Scott, como más adelante Faulkner, heredó una materia prima social e histórica, una memoria popular, en la que las más feroces revoluciones y guerras civiles y religiosas inscribían la coexistencia de los modos de producción en una intensa forma narrativa. Las condiciones de pensar una nueva realidad y articular un nuevo paradigma para ella exigían una coyuntura peculiar y cierta distancia estratégica frente a esa nueva realidad, que tiende a desbordar a quienes se hallan inmersos en ella (esto sería algo así como una variante epistemológica del conocido principio del «observador externo» en el descubrimiento científico).

Pero todo esto tiene una consecuencia secundaria más relevante para nuestra discusión, que afecta a la represión paulatina de esta conceptualidad. Si la postmodernidad, considerada como una tercera fase ampliada del capitalismo clásico, es una expresión más pura y homogénea del capitalismo clásico, del que se han borrado (a través de su colonización y absorción por la forma mercancía) los reductos de la diferencia socioeconómica que habían sobrevivido hasta ahora, tiene sentido sugerir que el declive de nuestro sentido de la historia y, más concretamente, nuestra resistencia a conceptos globalizadores o totalizantes como el de «modo de producción», son una función de esta misma universalización del capitalismo. Allí donde todo es, en lo sucesivo, sistémico, la noción misma de un sistema parece perder su razón de ser, y regresa sólo mediante un «retorno de lo reprimido» en las formas más pesadillescas del «sistema total» fantaseadas por Weber, Foucault o la gente de 1984.

Pero un modo de producción no es un «sistema total» en ese sentido intimidatorio; aloja en su seno diversas contrafuerzas y nuevas tendencias, fuerzas «residuales» tanto como «incipientes», que deben procurar dominar o controlar (la concepción gramsciana de la hegemonía). Si esas fuerzas heterogéneas no estuviesen dotadas de una eficacia propia, el proyecto hegemónico sería innecesario. Así, el modelo presupone las diferencias, y esto se distingue claramente de otro rasgo que complica al modelo, a saber, que el capitalismo también produce las diferencias o la diferenciación como función de su propia lógica interna. Por último, para retomar nuestro análisis inicial de la representación, está claro que hay una diferencia entre el concepto y la cosa, entre el modelo global y abstracto y nuestra experiencia social individual, respecto a la cual quiere ofrecer una distancia explicativa pero a la que no puede sustituir.

También es aconsejable recordar otros «usos correctos» del modelo del modo de producción: siempre merece la pena señalar que lo que se llama «modo de producción» no es un modelo produccionista. Y merece la pena decir que implica una diversidad de niveles (u órdenes de abstracción) que han de respetarse para evitar que las discusiones sobre el tema terminen siendo caóticas. En The Political Unconscious propuse una imagen muy general de estos niveles y, en concreto, de las distinciones que se deben respetar entre analizar los acontecimientos históricos, evocar grandes conflictos y tradiciones de clase e ideología, y abordar los impersonales sistemas socioeconómicos de estandarización (entre cuyos ejemplos se encuentran las conocidas temáticas de la reificación y la mercantilización). El tema de las instancias activas, frecuente en estas páginas, se debe articular sobre estos niveles.

Featherstone[56], por ejemplo, piensa que según mi uso del término la «postmodernidad» es una categoría específicamente cultural. No lo es, y para bien o para mal apunta a nombrar un «modo de producción» donde la producción cultural encuentra un lugar funcional específico y cuya sintomatología, en mi obra, se extrae sobre todo de la cultura (ésta es, sin duda, la fuente de la confusión). Featherstone me aconseja que preste más atención a los propios artistas y sus públicos, así como a las instituciones que median y gobiernan este nuevo tipo de producción. (Tampoco llego a saber por qué habría de excluirse ninguno de estos temas; sin duda, son cuestiones muy interesantes). Pero es difícil ver cómo podría ser explicativa la investigación sociológica a esta escala: más bien, los fenómenos que le preocupan tienden inmediatamente a reconfigurarse en su propio nivel sociológico semiautónomo, nivel que exige entonces una narrativa diacrónica. Decir lo que son hoy el mercado del arte y el estatus del artista o del consumidor significa decir lo que eran antes de producirse esta transformación, e incluso, en algún límite externo, dejar un espacio abierto para una configuración alternativa de estas actividades (como en el caso de Cuba, por ejemplo, donde no hay mercado del arte, galerías, inversiones en pintura, etc.)[57]. Una vez escrita esa narrativa, esa serie de cambios locales, se añade al dossier como si fuera un espacio más donde leer algo así como la «gran transformación» postmoderna.

Aunque las observaciones de Featherstone parecen traer a escena a los agentes sociales concretos (los postmodernos serían los artistas y los músicos, los empleados de las galerías y los museos o los ejecutivos de las compañías discográficas, así como los consumidores burgueses, juveniles o de clase obrera), también aquí hay que mantener la exigencia de diferenciar entre niveles de abstracción. Porque también es plausible afirmar que la «postmodernidad», en el sentido más limitado de un ethos y un «estilo de vida» (expresión deleznable donde las haya), es la expresión de la «consciencia» de toda una nueva fracción de clase que rebasa con creces los límites de los grupos enumerados arriba. Esta categoría mayor y más abstracta se ha etiquetado de nueva pequeña burguesía, clase de los profesionales ejecutivos o, de modo más sucinto, «los yuppies» (cada una de estas expresiones introduce consigo un pequeño excedente de representación social concreta)[58].

Esta identificación del contenido de clase de la cultura postmoderna no implica en absoluto que los yuppies se hayan convertido en algo así como la nueva clase dirigente, sino sólo que sus prácticas y valores culturales, sus ideologías locales, han articulado un útil paradigma dominante ideológico y cultural para esta fase del capital. A menudo se da el caso de que las formas culturas prevalecientes en un período concreto no las aportan los principales agentes de la formación social en cuestión (hombres de negocios que sin duda tienen algo mejor que hacer con su tiempo o están motivados por fuerzas psicológicas e ideológicas de otro tipo). Lo esencial es que la ideología cultural en cuestión articule el mundo de la manera más útil funcionalmente, o de maneras que se puedan reapropiar funcionalmente. Por qué una cierta fracción de clase habría de aportar estas articulaciones ideológicas es una cuestión histórica tan enigmática como la del predominio repentino de un escritor o de un estilo concretos. Sin duda, no puede haber de antemano ningún modelo o fórmula para estas transacciones históricas; pero, de la misma manera, aún no se ha resuelto esto respecto a lo que llamamos postmodernidad.

Asimismo, ahora se manifiesta otra limitación de mi trabajo sobre el tema (tal y como se formuló en el capítulo inicial de este libro); a saber, que la decisión táctica de presentar el informe en términos culturales ha contribuido a la relativa ausencia de toda identificación de «ideologías» propiamente postmodernas, algo que he intentado rectificar parcialmente en el capítulo sobre la ideología del mercado. Pero, al haberme interesado especialmente la cuestión formal del nuevo «discurso teórico», y debido también a que la paradójica combinación de descentralización global e institucionalización de grupos pequeños parece un rasgo importante de la estructura tendencial postmoderna, he destacado sobre todo fenómenos intelectuales y espaciales como el «postestructuralismo» y los «nuevos movimientos sociales». Esto ha dado la impresión, de nuevo contra mis convicciones políticas más profundas, de que todos los «enemigos» estaban en la izquierda.

Pero lo que se ha dicho acerca de los orígenes de clase de la postmodernidad trae como consecuencia la exigencia de que especifiquemos un tipo más elevado de instancias activas (o más abstracto y global) que los enumerados hasta ahora. Se trata, evidentemente, del capital multinacional: como proceso, puede describirse como una lógica «no humana» del capital, y yo seguiría defendiendo que ese lenguaje y ese tipo de descripción son adecuados, en sus propios términos y en su mismo nivel. Que esta fuerza aparentemente incorpórea es también un conjunto de agentes humanos, entrenados de modos específicos y que inventan tácticas y prácticas originales siguiendo las posibilidades creativas de la libertad humana, también es obvio desde otra perspectiva a la que sólo habría que añadir que sigue vigente, para los agentes del capital, el antiguo dictum: «las personas construyen su historia, pero no en circunstancias que ellas mismas escojan». Es en el seno de las posibilidades del capitalismo tardío donde la gente atisba la «oportunidad única» y donde «va a por todas», donde gana dinero y reorganiza empresas (igual que los artistas o los generales, que los ideólogos o los dueños de galerías de arte).

He intentado mostrar aquí que, si bien a algunos lectores y críti-cos les puede parecer que mi versión de lo postmoderno no deja lugar a las «instancias activas», es posible traducirla o transcodificarla a una versión narrativa en la que participan agentes de todos los tamaños y dimensiones. Elegir entre estas descripciones alternativas —focalizaciones sobre niveles de abstracción diferenciados— es una cuestión práctica antes que teórica. (Aun así, sería deseable vincular esta descripción de las instancias activas con la fértil tradición —psicoanalítica— de las «posiciones de sujeto» psíquicas e ideológicas). Valga la objeción de que las descripciones de las instancias activas antes descritas son meras versiones alternativas del modelo de base-superestructura (una base económica para la postmodernidad en una versión, una base social o de clase en esta otra), siempre que entendamos que «base y superestructura» no es en realidad un modelo de algo, sino más bien un punto de partida y un problema, una exhortación a establecer conexiones, algo tan poco dogmático como la recomendación heurística de comprender la cultura (y la teoría) en y por sí misma, pero a la vez también en relación con su exterior, su contenido, su contexto y su espacio de intervención y eficacia. No obstante, cómo haya de hacerse esto nunca viene dado de antemano, y aunque las descripciones y los análisis de este libro intentan dibujar y medir el espacio de la lucha ideológica y teórica, es posible extraer de ellos todo un espectro de conclusiones prácticas y recomendaciones políticas muy diferentes.

Incluso en lo que respecta a la política cultural, cabe concebir al menos dos tipos distintos de estrategia. Se podría denominar estrategia homeopática a la estética política más propiamente postmoderna, que se enfrentaría cara a cara con la estructura de la sociedad de la imagen minándola desde dentro (en lo postmoderno, paradójicamente, la ofensiva ha llegado a ser lo mismo que la subversión y, como las dos vías de Proust, la guerra de movimientos de Gramsci ha resultado ser lo mismo que su guerra de posiciones). En nuestros días, su ejemplo más dramático y paradigmático lo constituyen las instalaciones de Hans Haacke, que invierten el espacio institucional incorporando en sí mismas el museo que las contiene técnicamente, como parte de su temática y contenido: arañas invisibles, cuya red contiene a sus propios contenedores y le da la vuelta a la propiedad privada del espacio social como a un guante. Sin embargo, formalmente, tal y como ya hemos sugerido, Haacke —junto a muchos otros artistas contemporáneos, entre los cuales los fotógrafos y los videoartistas son los más políticos e innovadores— parece empeñado en socavar la imagen por medio de la propia imagen, y en planear la implosión de la lógica del simulacro a fuerza de dosis cada vez mayores de simulacros.

En cambio, cabe identificar lo que he llamado cartografía cognitiva con una estrategia más modernista, que conserva un concepto imposible de totalidad cuyo fracaso representacional parecía de momento tan útil y productivo como su (inconcebible) éxito. El problema de esta consigna concreta radicaba claramente en su propia accesibilidad (representacional). Puesto que todo el mundo sabe lo que es un mapa, hubiera sido necesario añadir que la cartografía cognitiva no puede implicar (al menos en nuestro tiempo) algo tan sencillo como un mapa; en efecto, al enterarnos de hacia dónde conducía la «cartografía cognitiva» había que desterrar todas las imágenes de mapas y cartografías de la mente y procurar imaginar otra cosa. Pero quizá sea más deseable una aproximación genealógica que muestre cómo la cartografía no se puede obtener ya mediante los mapas. Esto permite sugerir (como con frecuencia se ha hecho en estas páginas) que cada una de las tres fases históricas del capital ha generado un tipo de espacio que le es único, a pesar de que estas tres fases del espacio capitalista obviamente sostienen una interrelación mucho más profunda que los espacios de otros modos de producción. Los tres tipos de espacio que tengo en mente son fruto de la expansión discontinua, de los saltos cuánticos que ha dado la ampliación del capital, de su penetración y colonización de zonas que hasta ahora no se habían mercantilizado. Aquí se presupone cierta fuerza unificadora y totalizante —no el Espíritu Absoluto hegeliano, ni el partido, ni Stalin, sino simplemente el capital mismo; y no cabe duda de que la idea de capital se sostiene o se desmorona con la noción de una lógica unificada de este mismo sistema social.

El primero de estos tres tipos de espacio es el del capitalismo clásico o de mercado en términos de una lógica de la cuadrícula que reorganiza el antiguo espacio sagrado y heterogéneo mediante la homogeneidad geométrica y cartesiana, un espacio de infinita equivalencia y extensión cuya representación dramática o emblemática está en el libro de Foucault sobre las prisiones. Pero hay que advertir que una concepción marxiana de este espacio lo fundamenta en la taylorización y en el proceso de trabajo más que en esa entidad borrosa y mítica que Foucault llamaba «poder». Es probable que la emergencia de este tipo de espacio no plantee problemas de figuración tan graves como los que afrontaremos en fases posteriores del capitalismo, ya que aquí, por el momento, se observa ese conocido proceso que en general se ha asociado hace tiempo con la Ilustración: la desacralización del mundo, la descodificación y secularización de las antiguas formas de lo sagrado o lo trascendente, la lenta colonización del valor de uso por el valor de cambio, la demistificación «realista» de los viejos tipos de narrativas trascendentes en novelas como Don Quijote, la estandarización tanto del sujeto como del objeto, la desnaturalización del deseo y su desplazamiento último por la mercantilización (o, en otras palabras, el «éxito»), y así sucesivamente.

Los problemas de figuración que nos atañen sólo se verán en la siguiente fase, la del tránsito desde el mercado al monopolio del capital, o lo que Lenin llamó «fase del imperialismo». Se pueden expresar mediante la creciente contradicción entre la experiencia vivida y la estructura, o entre una descripción fenomenológica de la vida del individuo y un modelo más propiamente estructural de las condiciones de existencia de esa experiencia. Podemos decir rápidamente que, mientras que en sociedades antiguas, y quizás incluso en las fases tempranas del capital de mercado, la experiencia inmediata y limitada de los individuos aún es capaz de englobar y coincidir con la auténtica forma económica y social que gobierna a esa experiencia, en el siguiente momento estos dos niveles se alejan cada vez más y empiezan a constituirse como esa oposición que la dialéctica clásica describe como Wesen y Erscheinung, esencia y apariencia, estructura y experiencia vivida.

En este momento, la experiencia fenomenológica del sujeto individual —tradicionalmente, la suprema materia prima de la obra de arte— se limita a una pequeña esquina del mundo social, una vista con cámara fija de cierta sección de Londres, del campo o de lo que fuere. Pero la verdad de esa experiencia ya no coincide con el lugar donde ocurre. La verdad de esa experiencia cotidiana limitada de Londres reside más bien en la India, Jamaica o Hong Kong; se vincula muy estrechamente a todo el sistema colonial del Imperio Británico, que determina el carácter de la vida subjetiva del individuo. Pero esas coordenadas estructurales ya no son accesibles a la experiencia vivida inmediata, y la mayoría de las personas a menudo ni siquiera las puede conceptualizar.

Surge entonces una situación en la que podemos decir que si la experiencia individual es auténtica, no puede ser verdadera; y que si un modelo científico o cognitivo del mismo contenido es verdadero, escapa a la experiencia individual. Es evidente que esta nueva situación le plantea graves problemas a una obra de arte; y he sostenido que el modernismo o, mejor, los distintos modernismos han surgido como un intento de cuadrar este círculo y de inventar nuevas y minuciosas estrategias formales para superar este dilema: con formas que inscriben un nuevo sentido del sistema colonial global ausente en la sintaxis del lenguaje poético, en un nuevo juego de ausencia y presencia que, en su versión más simple, se obsesiona con lo exótico y se tatúa con nombres de lugares extranjeros, y en su faceta más intensa inventa lenguajes y formas extraordinarios.

En este punto hay que introducir un concepto esencialmente alegórico —el «juego de la figuración»— con el fin de expresar cierta sensación de que esas realidades globales nuevas y enormes le son inaccesibles al sujeto ó conciencia individual (incluso a Hegel, por no decir Cecil Rhodes o la Reina Victoria). Esto, en última instan-cia, significa que esas realidades fundamentales son, de alguna manera, irrepresentables, o que, dicho con la frase de Althusser, son algo así como una causa ausente, una causa que nunca puede irrumpir en la presencia de la percepción. Pero esta causa ausente puede hallar imágenes con las que expresarse de maneras distorsionadas y simbólicas, y una de nuestras tareas básicas como críticos es localizar y volver conceptualmente disponibles las realidades y experiencias últimas que designan esas figuras que la mente lectora tiende, inevitablemente, a reificar y leer como contenidos primarios en sí mismos.

La relación del momento moderno con la nueva gran red colonial global se puede ilustrar con el ejemplo sencillo pero especializado de un tipo específico de figuración de esta situación histórica. Hacia finales del siglo XIX, un amplio abanico de escritores empezó a inventar formas para expresar lo que llamaré «relativismo monádico». En Gide y Conrad, en Fernando Pessoa, en Pirandello, en Ford, y en menor medida en Henry James, incluso indirectamente en Proust, empezamos a tener la sensación de que cada conciencia es un mundo cerrado. Así, una representación de la totalidad social deberá revestir la forma (imposible) de una coexistencia de esos herméticos mundos subjetivos y su peculiar interacción, que en realidad es una travesía de barcos en la noche, un movimiento centrífugo de líneas y planos que nunca se pueden cruzar. El valor literario que surge de esta nueva práctica formal se llama «ironía», y su ideología filosófica a menudo reviste la forma de una vulgar apropiación de la teoría de la relatividad de Einstein. En este contexto, lo que quiero sugerir es que estas formas, cuyo contenido suele ser el de la vida privatizada de la clase media, son no obstante síntomas y expresiones distorsionadas de que esta nueva y extraña relatividad global del tejido colonial ha penetrado incluso en la experiencia vital de la clase media. Una es entonces la figura, por muy deformada que sea y por mucho que se haya reescrito simbólicamente, de la otra; y pienso que este proceso figurai seguirá siendo central en todos los intentos posteriores de reestructurar la forma de la obra de arte para que acomode contenidos que deben oponer una resistencia radical y huir de la representación artística.

Si esto es así en la época del imperialismo, con mucha más razón debe serlo en nuestro propio momento, el de la red multinacional o lo que Mandel denomina «capitalismo tardío». No sólo la antigua ciudad sino también la nación-estado han dejado de desempeñar un papel funcional y formal central en un proceso que, en un nuevo salto cuántico del capital, se ha expandido prodigiosamente más allá de ellos, dejándolos atrás como si fueran restos ruinosos y arcaicos de fases anteriores del desarrollo de este modo de producción.

De ahí surge un nuevo espacio donde se suprime la distancia (en el sentido del aura de Benjamin) y se saturan implacablemente los lugares vacíos que quedan, hasta el punto de que el cuerpo postmoderno —ya deambule por un hotel postmoderno, se encierre con música rock en el walkman o sufra los shocks y bombardeos de la guerra del Vietnam, tal y como nos cuenta Michael Herr— se expone ahora al aluvión perceptual de la inmediatez, desposeído de todas las capas protectoras y mediaciones. Por supuesto, quisiéramos comentar otros muchos aspectos de este espacio —sobre todo, el concepto de espacio abstracto de Lefébvre, algo que es simultáneamente homogéneo y fragmentario—, pero la desorientación del espacio saturado será el hilo conductor más útil en nuestro contexto.

Considero estas idiosincrasias espaciales de la postmodernidad como síntomas y expresiones de un dilema nuevo e históricamente original, un dilema que implica nuestra inserción en cuanto sujetos individuales en un conjunto multidimensional de realidades radicalmente discontinuas, cuyos marcos abarcan desde los espacios que aún quedan de la vida privada burguesa hasta el inconcebible descentramiento del capital global. Ni siquiera la relatividad einsteiniana, ni los múltiples mundos subjetivos de los antiguos modernistas, tienen capacidad para darle una representación adecuada a este proceso, que en la experiencia vivida se hace sentir mediante la llamada muerte del sujeto o, más exactamente, el descentramiento y la dispersión, fragmentados y esquizofrénicos, de éste (que ya ni siquiera puede ejercer la función de un reverberador jamesiano o «punto de vista»). Pero, en realidad, la que se implica aquí es la política práctica: desde la crisis del internacionalismo socialista, y con las enormes dificultades estratégicas y tácticas de coordinar las bases de acción política locales y de barrio con las nacionales o internacionales, estos apremiantes dilemas políticos son funciones inmediatas del complejísimo nuevo espacio internacional.

Permítaseme ilustrar esto con una breve exposición muy importante y sugerente en lo que atañe a los problemas del espacio y de la política. Se trata de una narración histórica de la experiencia política más significativa en los Estados Unidos de los años sesenta. Detroit: I Do Mind Dying, de Marvin Surkin y Dan Georgakis[59], es un estudio del ascenso y caída de la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios (League of Black Revolutionary Workers) en aquella ciudad a finales de los sesenta. La formación política en cuestión consiguió conquistar el poder en el lugar de trabajo, sobre todo en las fábricas de automóviles; abrió una brecha sustancial en el monopolio mediático e informacional de la ciudad a través de un periódico de estudiantes; eligió jueces y, por último, estuvo a un paso de elegir al alcalde y hacerse con el aparato de poder de la ciudad. Fue, sin duda, un extraordinario logro político caracterizado por una concepción extremadamente sofisticada de la necesidad de una estrategia de múltiples niveles para la revolución, involucrando iniciativas en los diversos niveles sociales del proceso de trabajo, los media y la cultura, el aparato jurídico y la política electoral.

Pero también está claro —y mucho más aún en los triunfos virtuales de este tipo que en las fases tempranas de la política vecinal— que esta estrategia se une y limita a la forma de la ciudad. Una de las enormes fuerzas del superestado y su constitución federal reside en las evidentes discontinuidades entre ciudad, estado y poder federal: si no se puede hacer socialismo en un país, ¿cuánto más irrisorias serán hoy las posibilidades que tiene el socialismo de establecerse en una ciudad de Estados Unidos?

Pero ¿qué ocurriría si se conquistara sucesivamente toda una serie de grandes centros urbanos clave? Esto es lo que empezó a plantearse la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios; es decir, empezaron a pensar que su movimiento era un modelo político y que debía ser generalizable. El problema que surge es espacial: cómo desarrollar un movimiento político nacional sobre la base de una estrategia y una política de ciudad. En cualquier caso, los líderes de la liga empezaron a correr la voz por otras ciudades y viajaron hasta Italia y Suecia para estudiar las estrategias de los trabajadores de allí y explicar su propio modelo; y, a la inversa, políticos de otros lugares acudieron hasta Detroit para estudiar las nuevas estrategias. A estas alturas debería estar claro que nos encontramos en pleno problema de la representación, siendo una parte importante la aparición de esa inquietante palabra americana que es «liderazgo» (leadership). Aun así, de un modo más general, estos viajes hacían algo más que establecer una red de conexiones, hacer contactos, divulgar la información: planteaban el problema de cómo representar un modelo y una experiencia locales únicos a gente inmersa en otras situaciones. Era lógico que la liga hiciera una película de su experiencia, y fue sin duda una película muy buena y emocionante.

Sin embargo, las discontinuidades espaciales son más sinuosas y dialécticas, y no se superan por ninguna de las vías más obvias. En la experiencia de Detroit, reaparecieron como límite último ante el cual ésta se vino abajo. Lo que ocurrió fue que los militantes de la liga se habían convertido en estrellas de los media; no sólo se estaban alejando de sus circunscripciones locales, sino que, aún peor, nadie se quedaba en casa para cuidar de la tienda. Habiendo accedido a un plano espacial más amplio, la base desapareció bajo sus pies; y, con ella, el experimento revolucionario con más éxito de aquella fértil década política de Estados Unidos arribó a un final triste y dramático. No digo que no dejara huella, ya que quedaron diversos logros concretos y, en todo caso, cada experimento político enjundioso sigue alimentando la tradición de las políticas clandestinas. En este contexto, no obstante, lo más irónico es el propio éxito de su fracaso: la representación —el modelo de esta compleja dialéctica espacial— sobrevive triunfalmente en forma de una película y un libro, pero, mientras se convierte en imagen y espectáculo, el referente parece haber desaparecido (como tantos y tantos, desde Debord a Baudrillard, nos han advertido que habría de ocurrir).

El ejemplo también puede servir para ilustrar la idea de que la representación espacial lograda no tiene por qué ser una enaltecedora dramatización social-realista del triunfo revolucionario. Cabe incluirla en una narrativa de la derrota que a veces, incluso más eficazmente, hace que toda la arquitectónica del espacio global postmoderno se eleve en espectral perfil detrás de sí, como una barrera dialéctica última o límite invisible. Y puede que la experiencia de Detroit especifique con mayor precisión lo que se pretende decir con el término de «cartografía cognitiva», que cabe describir como cierta síntesis entre Althusser y Kevin Lynch. La obra clásica de Lynch The Image of the City generó la subdisciplina menor que hoy asume la frase «cartografía cognitiva» como designación propia. La problemática de Lynch sigue encerrada en los límites de la fenomenología, y su libro es susceptible de recibir muchas críticas en sus mismos términos (entre ellas, no es la menor la de la ausencia de toda concepción de acción política autónoma o proceso histórico). Mi uso del libro será emblemático o alegórico, ya que el mapa mental del espacio de la ciudad que explora Lynch se puede extrapolar a ese mapa mental de la totalidad social y global que todos acarreamos, de maneras diversamente confusas, en nuestras cabezas. Partiendo de los centros urbanos de Boston, Jersey City y Los Angeles, y mediante entrevistas y cuestionarios en los que se pedía a los sujetos que dibujaran de memoria el contorno de su ciudad, Lynch sugiere que la alienación urbana es directamente proporcional a la imposibilidad de cartografiar mentalmente los paisajes ciudadanos locales. Así pues, una ciudad como Boston, con sus perspectivas monumentales, sus indicadores y su estatuaria, su combinación de formas espaciales grandiosas pero simples (incluidos los límites más ostensibles como el río Charles), no sólo permite a las personas situarse —con la imaginación— de una manera por lo general correcta y continua respecto al resto de la ciudad, sino que además les da algo de la libertad y la gratificación estética de la forma urbana tradicional.

Siempre me ha sorprendido cómo la concepción de Lynch de la experiencia de la ciudad —su dialéctica entre el aquí-y-ahora de la percepción inmediata y el sentimiento de la ciudad como una totalidad ausente— presenta una especie de análogo espacial de la gran formulación de Althusser de la ideología como «representación Imaginaria de la relación del sujeto con sus condiciones de existencia Reales». Sean cuales fueren sus defectos y problemas, esta concepción positiva de la ideología como función necesaria en cualquier forma de vida social posee el gran mérito de acentuar la brecha que hay entre la ubicación local del sujeto individual y la totalidad de las estructuras de clase en que él o ella se sitúan, una brecha entre la percepción fenomenológica y una realidad que trasciende todo pensamiento o experiencia individual; pero que la ideología, como tal, intenta abarcar o coordinar, cartografiar, por medio de las representaciones conscientes e inconscientes. La concepción de cartografía cognitiva que aquí se propone supone extrapolar el análisis espacial de Lynch al ámbito de la estructura social; en nuestro momento histórico, a la totalidad de las relaciones de clase a escala global (o quizá deberíamos decir multinacional). Por desgracia, vista de modo retrospectivo, esta fuerza de la formulación es también su principal debilidad: la transmisión del mapa visual[60] desde la ciudad al globo es tan atractiva que termina re-espacializando una operación en la que se suponía que debíamos pensar de una manera completamente distinta. Se suponía que un nuevo sentimiento ante la estructura social global habría de asumir su figuración y desplazar al sustituto puramente perceptual de la figura geográfica; la cartografía cognitiva, que tenía que poseer una suerte de valor oximorónico y trascender por completo los límites de la cartografía, se retira como concepto debido a la fuerza de gravedad del agujero negro del mapa (uno de los más poderosos entre los instrumentos conceptuales humanos), y ahí cancela su propia originalidad imposible. Aun así, también debemos argumentar una premisa secundaria —a saber, que la incapacidad de cartografiar espacialmente es tan paralizante para la experiencia política como la incapacidad análoga de cartografiar espacialmente lo es para la experiencia urbana. Se sigue de ahí que una estética de la cartografía cognitiva en este sentido es una parte integral de cualquier proyecto político socialista.

Lo que hay que subrayar metodológicamente, en la operación de cartografiar tal y como surge del intersante texto de Georgakis y Surkin (o del único análisis exhaustivo de la cartografía cognitiva de un producto cultural que yo haya conseguido completar), es que en el actual sistema mundial siempre está presente un término mediático que funciona como analogon o interpretante material de uno u otro modelo social más directamente representacional. Surge, pues, lo que parece una nueva versión postmoderna de la fórmula de la base-y-la-superestructura, en la que una representación de las relaciones sociales exige que medie una u otra estructura comunicacional interpuesta, de la que debe desprenderse indirectamente su lectura. En la película que analicé (Dog Day Aftemoon, 1975, dirigida por Sidney Lumet)[61], la posibilidad de una representación de clase en el contenido (el hundimiento de los antiguos estratos de clase media en la proletarización o trabajo asalariado, la irrupción de una falsa «clase nueva» en la burocracia gubernamental) se proyecta, por un lado, sobre el sistema mundial, y por otro se articula en la forma del propio star system que, interpuesto, se lee como interpretante del contenido. La doctrina del analogon sartreano permitía teorizar esta intervención y sus mecanismos: y mostraba cómo incluso la representación necesita, para ser completada, un sustituto o lugarteniente, algo que le guarde el sitio y, por así decirlo, un modelo a pequeña escala completamente distinto y más formal. Parece evidente que este tipo de triangulación es históricamente específico y que sostiene una relación profunda con los dilemas estructurales que plantea la postmodernidad. También clarifica con carácter retroactivo la descripción provisional del «discurso teórico» postmoderno arriba expuesta (y que también presenta la nueva simbiosis postmoderna entre los media y el mercado). Así pues, en realidad éstas no son teorías, sino más bien estructuras inconscientes, imágenes derivadas y efectos secundarios de una cartografía cognitiva propiamente postmoderna, cuyo indispensable término mediático se presenta ahora como una reflexión filosófica sobre el lenguaje, la comunicación y los media y no como la manipulación de su representación.

Saul Landau ha observado respecto a nuestro momento que jamás en su historia ha disfrutado el capitalismo de más holgura y espacio de maniobras: todas las fuerzas amenazadoras que generó contra sí mismo en el pasado —movimientos laborales e insurgencias, partidos socialistas de masas, incluso los propios estados socialistas— hoy parecen completamente desorganizadas, si es que no se han neutralizado eficazmente, de alguna manera; por el momento, el capital global parece capaz de seguir su propia naturaleza e inclinaciones, sin las precauciones tradicionales. He aquí, entonces, otra «definición» más de la postmodernidad que, sin duda, es muy útil, y que sólo un avestruz tacharía de «pesimista». En esta medida, lo postmoderno bien pudiera ser poco más que un período transicional entre dos fases del capitalismo en el que las formas anteriores de lo económico se están reestructurando a escala global, incluidas las antiguas formas de trabajo y sus instituciones y conceptos organizativos tradicionales. No hace falta un profeta para predecir que un nuevo proletariado internacional (adoptando formas que ni siquiera podemos imaginarnos) resurgirá a partir de este revuelo: pero nosotros aún estamos en pleno meollo, y nadie puede decir cuánto tiempo habremos de seguir ahí.

En este sentido, dos conclusiones aparentemente diferentes de mis dos ensayos históricos sobre la situación actual (uno sobre los años sesenta[62] y el otro sobre la postmodernidad, en el primer capítulo de este volumen) son, en realidad, idénticas: en el segundo, pedía esa «cartografía cognitiva» de tipo nuevo y global que acaba de referirse aquí; en el primero, anticipaba un proceso de proletarización a escala global. En realidad, la «cartografía cognitiva» no era más que un término clave para designar la «conciencia de clase» —sólo que proponía la necesidad de una conciencia de clase de nuevo cuño, jamás soñada hasta el momento, y canalizaba la exposición hacia la nueva espacialidad implícita en lo postmoderno (que de manera tan elocuente y oportuna aborda Ed Soja en Postmodern Geographies). A veces estoy tan cansado del término «postmoderno» como el que más, pero, cuando estoy a punto de lamentar mi complicidad con él, de deplorar sus abusos y su mala reputación y de concluir con cierta renuencia que plantea más problemas que los que resuelve, me paro a preguntarme si existe algún otro concepto capaz de exponer los temas con tanta eficacia y economía.

La estrategia retórica de las páginas anteriores ha supuesto un experimento: comprobar si sistematizando algo que es resueltamente asistemático, e historizando algo decididamente ahistórico, podíamos superarlo y forzar un modo histórico de pensar sobre este tema. «Tenemos que nombrar el sistema»: el lema central de los años sesenta encuentra un inesperado revival en el debate de la postmodernidad.