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EQUIVALENTES ESPECIALES EN EL SISTEMA MUNDIAL

La postmodernidad suscita preguntas en torno al actual apetito de arquitectura y, casi al mismo tiempo, las desvía. Junto con la comida, se puede considerar que el gusto por la arquitectura es relativamente reciente entre los norteamericanos, que lo saben todo sobre música y narración de cuentos, que se han interesado menos por la elocuencia y que a veces han pintado cuadros pequeños, oscuros y secretos de intención sospechosa, con aroma a supersticiones o a ocultismo. Pero hasta hace muy poco no han querido (¡y por buenos motivos!) pensar demasiado en lo que comían; en cuanto al espacio edificado, también ha reinado durante mucho tiempo una narcosis protectora, una actitud de no-quiero-verlo, no-quiero-saber-nada que quizás, en términos generales, haya sido la relación más sensata que cabía entablar con la antigua ciudad americana. (La postmodernidad, pues, sería la fecha en que todo esto cambió). El legado que en la inmediata postguerra dejó esta especie de protección de las especies naturales o biológicas ha sido el desvío de estos instintos estéticos (denominación harto dudosa) hacia la mercantilización instantánea: por un lado, la comida rápida, y por otro la decoración de interiores y el mobiliario kitsch que dan fama a Estados Unidos y que se han identificado con algo similar a un manto protector —aquella vulgar producción interna de la postguerra de la Primera Guerra Mundial— concebido para conjurar los recuerdos de la depresión y sus severas privaciones físicas. Pero no se puede empezar nuevamente de cero; y todo lo que ha venido luego —la llamada postmodernidad, mucho después de que la depresión haya caído en el olvido, salvo como pretexto para que Reagan se comparase a sí mismo con Roosevelt— ha tenido que cimentarse sobre aquellos inicios comerciales tan poco prometedores. Así pues, como si de un discípulo de Hegel se tratase, lo postmoderno asimila (y supera) toda esa basura (Aufhebung), incluyendo la hamburguesa en sus comidas de gourmet y a Las Vegas en el paisaje multicolor de sus psicodélicos monumentos comerciales.

Sin embargo, el apetito de arquitectura es inconsistente con el desapego con el que las diversas clases sociales de la república solían gestionar sus barrios céntricos. Este apetito remite a la ciudad, sin duda, y al edificio erguido (preferentemente bloques de piedra) cuya forma en el espacio tanto nos gusta ver (si es que éste es el verbo adecuado). Aquí, lo que se cuestiona es lo monumental, que no precisa de la retórica contemporánea del cuerpo y de sus trayectorias, pero que tampoco es abyectamente visual como los códigos cromáticos postmodernos. No hay que subir en persona la grandiosa escalera, pero no se trata de ninguna parábola manierista que podamos miniaturizar echándole un rápido vistazo y llevarnos después a casa en el bolsillo. Puesto que Heidegger y J. Pierpont Morgan ya han sido mencionados, viene al caso observar que lo monumental se halla en algún lugar entre los dos, en Pittsburgh más que en el Partenón, pero participando de ambos mediante la Idea. En todo caso, quizás haya llegado el momento de hacer algún comentario positivo sobre lo neoclásico, que parece ser lo que se está implicando; quizás lo neoclásico sea también el homólogo oculto y tácito dentro del esquema combinatorio en el que, súbitamente, surgió hace unos años lo postmoderno. Como en la cuisine francesa, el apetito de lo postmoderno es sólido, burgués y decimonónico; y necesita, si no ya el propio París, sí al menos una sólida ciudad neoclásica que siga incluyendo la categoría formal de la calle y la acera que tan memorablemente se propuso abolir la modernidad, con un éxito considerable. En mi opinión, la postmodernidad se empeñó en suprimir algo aún más fundamental: la distinción entre el interior y el exterior (lo único que llegaron a decir los modernistas sobre esta cuestión fue que el uno debía expresar al otro, lo cual indica, sobre todo, que aún no se había puesto en duda que fuesen dos términos necesarios). Las calles de antes se convierten entonces en pasillos de grandes almacenes que, si lo pensamos al modo japonés, pasan a ser el modelo y el emblema, la secreta estructura interna y el concepto de la «ciudad» postmoderna que, como es debido, ya se ha realizado en ciertas secciones de Tokyo.

Sin embargo, la consecuencia es que, por muy apasionante que pueda ser esta nueva cuestión en términos espaciales, cada vez nos es más difícil pedir un menú arquitectónico de primera clase a la vieja usanza, aunque nos apetezca (y, en este sentido, cabe comparar las producciones de los arquitectos postmodernos con los sucedáneos del tabaco, sustitutos de la cosa misma). Por tanto, el apetito actual de arquitectura debe de ser, en realidad, apetito de otra cosa (comparto la idea, y así lo he manifestado públicamente, de que la postmodernidad la ha resucitado, por no decir reinventado).

Creo que es un apetito de fotografía: hoy, lo que deseamos consumir no son los propios edificios, que apenas reconocemos en el horizonte de la autopista. Antes de que podamos recordar su foto, nuestros reflejos condicionados vuelven gris el centro urbano; el típico solar en construcción del sur de California se reduce a una imagen sin brillo y emite la provisionalidad habitual, que, si bien se considera excelente en un «texto», en el espacio es un mero sinónimo de mala calidad. De hecho, es como si esa «realidad externa» (que nos abstendremos de identificar con el referente) fuera el último refugio y el santuario del blanco y negro (como en el cine en blanco y negro): lo que consideramos color en el mundo real externo no es más que información sobre un programa informático interno; los datos se traducen y se marcan con el tono adecuado, como cuando se colorean películas clásicas de Hollywood. El color verdadero llega cuando miramos las fotografías, las láminas brillantes, en todo su esplendor. «Tout, au monde, existe pour aboutir au Livre». ¡Bueno, al menos al libro ilustrado! Son muchos los edificios postmodernos que parecen concebidos para la fotografía, único lugar donde adquieren una existencia y una realidad brillantes, fosforescentes como una orquesta de alta tecnología en disco compacto. Cualquier regreso a lo táctil, como cuando Venturi recupera la respetabilidad con el Gordon Wu Hall en Princeton, con sus metales pulidos y sólidos pasamanos, parece remontar a Louis Kahn y lo «modernista», a los tiempos en que los materiales de construcción eran caros y de insuperable calidad, cuando la gente aún vestía traje y corbata. Es como la transición desde los metales preciosos a la tarjeta de crédito: las «malas cosas nuevas» no son menos caras, ni tampoco consumimos su valor en menor medida, pero (como indicaremos más adelante) lo que primero se consume es el valor del equipo fotográfico, y no el de sus objetos.

Así, después de todo, quizás la arquitectura postmoderna sea propiedad de los críticos literarios, y quizás sea textual en más de un sentido. El modernismo conseguía esto organizando la arquitectura en torno a estilos y nombres individuales, que son más distintivos que las obras individuales: los efectos secundarios residuales del modernismo son tan tangibles en los métodos que requieren las obras como en las estructuras de éstas, y una de las aproximaciones más enriquecedoras a lo postmoderno es analizar estos residuos y especular en torno a su necesidad (a su manera, también se intentará en este capítulo).

Por otra parte, hay residuos muy anteriores a lo moderno y que se nos presentan como un arcaico «retorno de lo reprimido» en el seno de lo postmoderno.

Debemos suponer, por ejemplo, que las formas colectivas en abanico son, por lo general, residuales, y que se heredan de modos de producción anteriores cuyo carácter es más colectivo que el nuestro: así, la cocina china y sus interrelaciones sincrónicas o, en otro terreno, lo que ahora se conoce como concepto japonés de equipo, que, sin embargo, organiza grupos de personas en ámbitos ajenos a la propia fábrica. Esto hace suponer que los modelos monumentales de la «totalidad», de tipo arquitectónico, son reconstrucciones de aquellos fragmentos residuales del período moderno. En otras palabras, no ofrecen formas capitalistas y «occidentales» de la totalidad alternativas a estas formas más antiguas, ya que la lógica del capitalismo es diseminadora y disyuntiva y no tiende a totalidades de ningún tipo. Por tanto, cuando éstas se encuentren en nuestro modo de producción, como en el poder estatal (o, dicho de otro modo, en la construcción o reconstrucción de una burocracia estatal), cabe entender que se está reaccionando contra la dispersión y la fragmentación, y que se trata de una forma reactiva o de segundo grado. Así pues, la relajación de lo postmoderno no determina un regreso a formas colectivas anteriores, sino una descomposición de las construcciones modernas tal que sus elementos (todavía identificables, y relativamente enteros) flotan a cierta distancia entre sí, en una stasis o suspensión milagrosa que, como las constelaciones, puede sin duda descomponerse de un momento a otro. La imagen más elocuente de este proceso la aporta el llamado historicismo de los arquitectos postmodernos, y ante todo su relación con el lenguaje clásico, cuyos elementos —arquitrabe, columna, arco, orden, dintel, buhardilla y cúpula— empiezan a huir unos de otros en el espacio con la fuerza lenta de los procesos cosmológicos. Estos elementos sobresalen de sus soportes anteriores como si levitasen libremente, y por un breve instante final poseen la resplandeciente autonomía del significante psíquico, como si su función sincategoremática secundaria se hubiera convertido por un momento en la Palabra, antes de esparcirse como el polvo por los espacios vacíos. Esta flotación estaba ya presente en el surrealismo: los últimos Cristos de Dalí estaban suspendidos sobre las cruces donde estaban clavados, y los hombres de Magritte con sombrero de hongo descendían lentamente del cielo en forma de gotas de lluvia que, a su vez, les habían obligado a ponerse los sombreros y llevar paraguas. A menudo se recurría a La interpretación de los sueños para dar cuenta de la experiencia de ingravidez que en cierto modo aglutinaba a todos estos objetos, y así se les dotaba de la profundidad del modelo psíquico o del inconsciente, de una manera muy ajena a lo postmoderno y, en su contexto, anticuada. Pero en la Piazza d’Italia de Charles Moore (y en otros muchos edificios suyos) los elementos flotan libremente con impulso propio, convirtiéndose cada uno en un signo o logo de la propia arquitectura. Huelga decir que, de este modo, la arquitectura se consume como una mercancía (y con la ávida fruición propia de este consumo), en contraste con el papel que en la modernidad, ansiosa por resistirse al consumo y ofrecer una experiencia de imposible mercantilización, se invitó a ejercer a tales elementos (aunque, más a menudo, se les impidió ejercerlo).

Así pues, parece que un síntoma fundamental del espacio postmoderno es este tipo de diferenciación interna, como si los elementos y componentes de la obra permanecieran disueltos por una especie de antigravedad de lo postmoderno (de naturaleza absolutamente distinta a la ley de los graves de la modernidad, que —como el Eros de Freud— intentaba aglomerar y combinar por atracción). No parece que el otro síntoma guarde relación alguna con esto, pues implica un principio positivo de relación en vez de este movimiento centrífugo, y más bien sugiere el modo en que los organismos reaccionan a cuerpos extraños, rodeando y neutralizándolos con una especie de cuarentena espacial o cordón sanitario. Pues estos elementos son casi siempre extrínsecos o extrasistémicos, por el mero hecho de que pertenecen al pasado.

Tomaré prestado, pues, el término mismo de los arquitectos y llamaré a este segundo procedimiento envoltura (wrapping). Debe entenderse que aquí estamos haciendo algo similar y que, por tanto, sería bueno intentar «producir su concepto» también en un nivel teórico. Cabe considerar la envoltura como reacción a la desintegración de aquel concepto tradicional que Hegel denominaba «fundamento», que pasó al pensamiento humanístico en la forma denominada «contexto». Sus adversarios lo encontraban despreciablemente «externo» o «extrínseco», ya que parecía encerrar el doble criterio de dos conjuntos de pensamientos y procedimientos radicalmente distintos (uno para el texto y otro —casi siempre importado del exterior, de manuales de historia o de sociología— para el contexto en cuestión). Asimismo, el contexto exhalaba el aroma de una concepción mayor y aún más intolerable de la futura totalidad social. El problema se reformulaba entonces como problema formal: ¿qué tipo de relaciones hemos de establecer ahora entre ambos conjuntos diferenciados de datos o materias primas, si la relación figura/fondo se ha excluido desde el comienzo? La «intertextualidad» siempre fue una solución excesivamente débil y formalista al problema. La envoltura lo resuelve mucho mejor. Primero, porque es más frívola (y, por tanto, desechable al instante), pero también y sobre todo porque, a diferencia de la intertextualidad, conserva el prerrequisito esencial de la prioridad e incluso de la jerarquía (la subordinación funcional de un elemento a otro, que incluso a veces se llama «causalidad»), aunque lo vuelve reversible. Lo que está envuelto también puede utilizarse como envoltorio y, a su vez, éste puede ser envuelto.

Cabe acercarse a estos efectos de modo aproximativo a través de propuestas anteriores, como la idea[1] de Malraux de una obra de arte ficticia. Se refería a cómo la fotografía crea formas artísticas que hasta entonces nunca se habían realizado; por ejemplo, ampliando el oro batido de una pieza de joyería escita hasta obtener volúmenes que recordaban a los frisos del Partenón. El arte decorativo se transformaba así en escultura, y los productos provisionales, móviles y menores de los nómadas pasaban a ser «obras» canónicas monumentales y sedentarias. Él mismo, al sostener planteamientos canónicos y modernistas, no consiguió desarrollar el concepto de tales transformaciones, sino sólo incluir a los anónimos escitas (junto a los pintores de tumbas de Fayoum) en el canon «principal». Si esta operación puede funcionar a la inversa, reconvirtiendo las grandes formas canónicas en arte menor, es una pregunta distinta que no se ha respondido (Deleuze y Guattari intentan hacerlo con ese clásico moderno que es Kafka)[2].

Sin embargo, tras la aparición del discurso teórico, y con la opinión hoy casi universal de que el contexto anterior también es en realidad un texto por sí mismo porque lo extrajimos de otro libro (ya que, en cualquier caso, todo es un texto), lo que solía considerarse como una cita hace que surja cierta versión de la creación malrauxiana de formas de arte ficticias. (Véase, por ejemplo, la foto de la película Nostalgia, de Andrey Tarkovsky). Está más claro que nunca que cualquier crítica o explication de texte, y sobre todo las prácticas más idiosincráticas de la teoría contemporánea, simplemente envuelven un texto en otro. Y el paradójico efecto es que el primero —una mera muestra de escritura, un párrafo o una oración ilustrativos, un segmento o momento arrancados de su contexto— se afirma como autónomo y como una suerte de unidad por sí misma, como los voraces leones de los pendientes de Malraux. El nuevo discurso se afana por asimilar el «texto primario» (antes llamado Literatura) a su propia sustancia, transcodificando sus elementos, destacando en primer plano todos los ecos y analogías, a veces incluso apropiándose de los rasgos estilísticos del ejemplo para forjar los neologismos o la terminología oficial de la envoltura teórica. Y, en efecto, en ocasiones los clásicos más débiles se funden con sus poderosos portavoces oficiales y terminan siendo apéndices o largas notas a pie de página a un teórico célebre. Con mayor frecuencia, sin embargo, el resultado que perdura es secundario y no se buscaba del todo: aflojar la unidad primaria, disolver una obra en un texto, liberar los elementos para que posean una existencia semiautónoma como trozos de información en el espacio saturado de mensajes de la cultura tardocapitalista de los media, o «espíritu objetivo». Pero en este caso el movimiento puede ser reversible, y así ha ocurrido con escritores que, como Samuel Delany, reintrodujeron los fragmentos terminológicos del discurso teórico en su propia «producción literaria» oficial y los dejaron incrustados ahí, como fósiles en restos estratificados o siluetas de un cuerpo atomizado en una futura Pompeya. En el discurso teórico, los «fragmentos» no son en ningún caso estas piezas de una obra de arte previa, sino más bien los propios términos, los neologismos que, convertidos en logos ideológicos, se salpican como la metralla por el mundo social. Pasan al acervo común y dibujan su parábola con fuerza menguante, para acabar depositándose en algún obstáculo inamovible que, por supuesto, puede ser finalmente los media.

Esta estrategia de la envoltura y lo envuelto también prolonga la insinuación de que ninguna de las partes es nueva (que, implícitamente, también es el mensaje más explícito del «concepto» de intertextualidad). A partir de ese momento, lo que está en juego es la repetición más que la innovación radical. El problema reside en la consiguiente paradoja de que es sobre esta renuncia a lo nuevo o al novum donde se basa la reivindicación de originalidad histórica de la postmodernidad en general, y de la arquitectura postmoderna en particular. Entonces, ¿en qué consistirá lo original (en un sentido nuevo) de esta concepción de lo «neo», para que ésta se abstenga de la originalidad y abrace la repetición con fuerza y de manera original? ¿Hasta qué punto podemos seguir describiendo las originalidades de la construcción espacial en lo postmoderno, si éste ha renunciado explícitamente al gran mito modernista de producir un espacio utópico radicalmente nuevo capaz de transformar el mundo?

Pero, como siempre, los propios dilemas de lo postmoderno modifican —y a su vez son modificados por— los de lo moderno, donde, si bien la innovación en tanto valor ideológico carecía de ambigüedad, su realización era estructuralmente ambivalente e indecidible. Este tipo de reflexión la debería haber facilitado la equivalencia directa que los modernistas más programáticos (como Le Corbusier) establecían entre el cambio social formal y el radical, y que supuestamente puede someterse a la verificación empírica habitual (siempre que nos parezca una tarea fácil registrar la regeneración social a posteriori). Por último, el intento de pensar en profundidad esos cambios desde la perspectiva de la superestructura parece producir modelos sociales o visiones del mundo de corte esencialmente religioso. En cualquier caso, el concepto de espacio demuestra aquí su suprema función mediadora, en cuanto su formulación estética acarrea inmediatamente consecuencias cognitivas, por un lado, y socio-políticas, por otro.

Pero, por esto mismo, también puede llevar a equívocos formular las consecuencias sociales de la innovación espacial en términos del espacio mismo —y aquí se impone la intervención de un tercer término o interpretante extraído de otro ámbito o medio—. Esto fue lo que ocurrió en los estudios sobre cine hace unos años, cuando Christian Metz elaboró su semiótica cinematográfica en un vasto programa de reescritura que reformulaba los elementos esenciales de la estructura fílmica en términos de sistemas del lenguaje y del signo[3]. El resultado evidente de este programa de reescritura fue un problema doble que nunca se hubiera podido articular ni enfocar de haber seguido formulándose en términos puramente cinematográficos. Era, en suma, el problema de las unidades mínimas y macroformas que se corresponderían en la imagen con el signo y sus componentes, y desde luego con las propias palabras. También era el problema de lo que en el discurso cinematográfico cabía considerar como un enunciado completo; aún más, como una oración o incluso como cierto tipo de párrafo «textual» mayor. Pero estos problemas son «producidos» en el marco de un pseudoproblema mayor de aspecto ontológico (o metafísico, que viene a ser lo mismo), y que puede adoptar la forma de la pregunta irresoluble de si el cine es un tipo de lenguaje (incluso afirmar que es como un lenguaje —o como el Lenguaje— tiene ecos metáfísicos). No parece que este período concreto de estudios cinematográficos finalizara al identificar como falsa la pregunta ontológica, sino cuando el trabajo concreto de la transcodificación hubo alcanzado el límite de sus objetos; sólo entonces se pudo considerar claramente esta cuestión como un pseudoproblema.

Este programa de reescritura puede sernos útil en nuestro contexto arquitectónico actual, siempre que no se confunda con una semiótica de la arquitectura (que ya existe), y siempre que se añada un segundo paso histórico y utópico a este paso clave, cuya función no es suscitar cuestiones ontológicas análogas (respecto a si el espacio edificado es un tipo de lenguaje) sino, más bien, plantear el problema de las condiciones de posibilidad de una forma espacial cualquiera.

Al igual que en el cine, las primeras cuestiones son las de las unidades mínimas: las palabras del espacio edificado, o al menos sus sustantivos, serían las habitaciones, categorías que se relacionan y articulan sintáctica o sincategoremáticamente mediante los diversos verbos y adverbios espaciales —pasillos, entradas y escaleras, por ejemplo—, a su vez modificados por adjetivos (pintura, mobiliario, decoración y ornamentos, cuya denuncia puritana por parte de Adolf Loos presenta interesantes paralelismos lingüísticos y literarios). No obstante, estas «oraciones» —si es que podemos considerar que esto es lo que «es» un edificio— son leídas por lectores cuyos cuerpos completan los espacios, como si éstos fuesen las posiciones del sujeto gramatical y las variables de los modificadores lingüísticos de una oración; y el texto mayor en que se insertan estas unidades se puede asignar al texto-gramática de lo urbano (o quizás, en un sistema mundial, a geografías aún mayores y a sus leyes sintácticas).

Una vez establecidas estas equivalencias, surgen las cuestiones más interesantes: las referidas a la identidad histórica. Estas cuestiones no están implícitas en el aparato lingüístico o semiótico, y empiezan a imponerse cuando a éste se lo desafía dialécticamente. ¿Cómo, por ejemplo, hemos de pensar en la categoría fundamental de la habitación (como unidad mínima)? ¿Deben considerarse las habitaciones privadas, las públicas y las de trabajo (por ejemplo, el espacio de la oficina) como un mismo tipo de sustantivo? ¿Pueden todas ellas utilizarse indistintamente en el mismo tipo de estructura oracional? Para un tipo de lectura histórica[4], sin embargo, la habitación moderna surge sólo como consecuencia de la invención del pasillo en el siglo XVII; su intimidad tiene muy poco que ver con los mediocres espacios para dormir a los que accedía una persona sorteando cuerpos dormidos y cruzando aquellas ratoneras que eran las habitaciones. Esta innovación, así reescrita, genera ahora cuestiones afines en torno a los orígenes de la familia nuclear y la construcción o formación de la subjetividad burguesa, cosa que también hacen las preguntas sobre las técnicas arquitectónicas relacionadas. No obstante, también plantea serias dudas sobre las filosofías del lenguaje que llevaron a cabo esta formulación: ¿cuál es, en realidad, el estatus transhistórico de la palabra y la oración? Es muy significativo que la filosofía moderna modificase la percepción de su propia historia, así como el concepto de su función, cuando empezó a darse cuenta de la relación entre sus categorías (occidentales) más fundamentales y la estructura gramatical del griego antiguo (por no hablar de sus equivalencias latinas). Cabe decir que el rechazo a la categoría de sustancia en la filosofía moderna es una respuesta al impacto de esta experiencia de la historicidad que desacreditaba al sustantivo como tal. No está claro que ocurriera nada parecido en el macronivel de la oración misma, a pesar de que pronto se comprendió la relación constitutiva entre la lingüística como disciplina y la oración como su mayor objeto de estudio posible (y, lejos de disolverse, esta relación se refuerza con el intento de inventar disciplinas complementarias como la semántica o la gramática del texto, que reafirman las fronteras que con todas sus fuerzas desearían transgredir o abolir).

La especulación histórica se agrava cuando se extraen consecuencias políticas y sociales. Todos, desde Kant hasta Lévi-Strauss, han tachado de ilegítima la pregunta por los orígenes del lenguaje (por la ur-formación de la oración y de la palabra en un magma galáctico en los albores del tiempo humano), a pesar de que viene acompañada por una pregunta por los orígenes de lo social mismo (e incluso, antes, por otra pregunta afín sobre los orígenes de la familia). Pero la pregunta por la posible evolución y modificación del lenguaje sigue teniendo sentido, y guarda una relación vital con la cuestión utópica de la posible modificación de la sociedad (allí donde siga siendo concebible). En efecto, nos podrá parecer que las formas que adoptan estos debates son filosóficamente aceptables o, por el contrario, que son anticuadas y supersticiosas, en estricta proporción a nuestras convicciones más arraigadas sobre si todavía es posible cambiar la sociedad postmoderna. Por ejemplo, Lysenko ha etiquetado el debate Marr en la Unión Soviética como aberración científica, sobre todo por la hipótesis de Marr de que la forma y la estructura del lenguaje se alteraron según el modo de producción, del que eran una superestructura. Puesto que el ruso no había evolucionado sensiblemente desde el período zarista, Stalin puso un drástico punto final a esta especulación con un famoso panfleto («Marxismo y lingüística»). En nuestros días, el feminismo ha estado prácticamente solo en su intento de concebir los lenguajes utópicos que hablarían aquellas sociedades en las que ya no hubiera dominación y desigualdad sexual[5]: el resultado fue mucho más que un mero momento glorioso de la ciencia-ficción reciente, y debería ser un ejemplo del valor político de la imaginación utópica como forma de la praxis.

Pero es precisamente a partir de la perspectiva de esta praxis utópica desde donde podemos retomar el problema de la valoración de las innovaciones del movimiento moderno en arquitectura. Ya que, si la expansión de la oración desempeña un papel fundamental en el modernismo literario desde Mallarmé a Faulkner, también es fundamental la metamorfosis de la unidad mínima en la modernidad arquitectónica, cuya abolición de la calle puede verse como un intento de trascender la oración como tal. En un sentido muy similar, cabe pensar que el «plan libre» de Le Corbusier desafía la existencia de la habitación tradicional como categoría sintáctica e introduce el imperativo de morar de una nueva manera; de inventar nuevas formas de vivir y de habitar, como consecuencia ética y poli-tica —y quizás también psicoanalítica— de la mutación formal. Así pues, todo gira en torno a si pensamos que el «plan libre» es tan sólo una habitación más, aunque sea de un tipo nuevo, o si trasciende esta categoría por completo (del mismo modo que un lenguaje situado más allá de la oración trascendería tanto nuestro sistema conceptual occidental como nuestra socialidad). Esta cuestión tampoco se reduce a una mera demolición de las formas antiguas, como en la terapia iconoclasta y purificadora de dadá: este tipo de modernidad prometía articular nuevas categorías espaciales que bien cabe considerar utópicas. Como se sabe, la postmodernidad es unánime en su valoración negativa de estas aspiraciones del modernismo, que afirma haber abandonado; pero la nueva denominación, la sensación de un corte radical y el entusiasmo con que se saludó la llegada de los nuevos edificios testimonian la vigencia de cierta idea de novedad o de innovación que parece haber sobrevivido a lo moderno.

Este es el marco problemático donde propongo que examinemos uno de los pocos edificios postmodernos que afirma con fuerza la espacialidad revolucionaria: la casa (o vivienda unifamiliar) que el arquitecto canadiense-americano Frank Gehry construyó (o reconstruyó) para sí mismo en Santa Mónica, California, en 1979. Sin embargo, los problemas enturbian incluso este punto de partida. Para empezar, no está claro qué opina Gehry de sí mismo en relación con la arquitectura postmoderna en general. Ciertamente, su estilo tiene poco en común con la ostentosa frivolidad decorativa y la alusión historicista de Michael Graves o Charles Moore, incluso del propio Venturi. Gehry, en efecto, ha observado que Venturi «se dedica a contar historias… A mí, lo que en realidad me interesa es el aspecto práctico, y no contar historias»[6], y esto viene a ser una descripción bastante acertada de la pasión por la periodización, de donde procede, entre otras cosas, el concepto de postmodernidad. La vivienda unifamiliar quizás sea menos característica de los proyectos postmodernos: no cabe duda de que el esplendor del palacio o de la villa cada vez tiene menor cabida en una época que comenzó con la «muerte del sujeto». Además, la familia nuclear no constituye un interés o una preocupación específicamente postmodernos. Es posible que si ganamos aquí, en realidad hayamos perdido; y cuanto más original sea la vivienda de Gehry, menos podremos extender sus características a la postmodernidad en general.

La casa se sitúa en la esquina de la calle Veintidós con la Avenida de Washington y, en rigor, no se trata de un edificio nuevo sino de la reconstrucción de una casa más antigua y muy convencional.

Diamonstein: No obstante, una de las obras de arte que sí llegó a crear fue su propia casa. Se la ha descrito como una vivienda anónima. La estructura original era una casa de tablones de madera de dos pisos. Usted empezó a levantar en torno suyo una pared de metal corrugado de un piso y medio de altura, pero desde el interior de la nueva estructura asoma por la pared la estructura original. ¿Puede decirnos cuáles eran sus intenciones?

Gehry: Tuvo que ver con mi mujer. Encontró una casa muy mona —y quiero a mi mujer—, una casita pequeña y bonita en la que había antigüedades. Una cosa muy tierna. Además, nos estaba costando mucho encontrar casa. Compramos en Santa Mónica en el momento cumbre del boom inmobiliario. Pagamos el precio más alto.

Diamonstein: Leí que ciento sesenta mil dólares.

Gehry: Ciento sesenta mil, sí.

Diamonstein: Mucho dinero.

Gehry: El año anterior costaba cuarenta. Para que luego hablen de lanzarse a la desesperada… Siempre hago lo mismo. Y podríamos haber vivido en aquella casa perfectamente. Había suficiente espacio y todo lo demás.

Diamonstein: ¿Una casa rosa con tejas verdes?

Gehry: Era de amianto rosa sobre madera blanca. Tenía varias capas. Ya estaba cubierta de capas, y hoy en día esto tiene mucha fuerza. Diamonstein: Para usted, esto era parte de su atractivo.

Gehry: En fin, decidí entablar un diálogo con la antigua casa, cosa que no se diferencia mucho, sabe, de lo que le decía sobre la casa de Ron Davis, cuyos interiores dialogan con los exteriores. Aquí lo tenía fácil, porque la antigua casa tenía una estética distinta y podía enfrentarlas. Quería explorar la relación entre ambas. Me fascinó la idea de que la antigua casa pareciera totalmente intacta desde el exterior, y que se pudiera mirar a través de la nueva casa y ver la antigua como si ahora estuviese envuelta en una nueva piel. La nueva piel y las ventanas de la nueva casa tendrían una estética completamente diferente a las ventanas de la antigua. De este modo, siempre estarían en tensión, por decirlo así. Quería que cada ventana tuviese una estética diferente, cosa que en aquel momento no pude conseguir.

Diamonstein: Así que la vieja casa era el núcleo, y la nueva la envoltura. Por supuesto, ha utilizado muchos de los materiales habituales de su propio vocabulario —metal, contrachapado, cristal y alambrada de tela metálica—, todos ellos muy baratos. Por un lado, la casa parece inacabada y tosca…

Gehry: No estoy seguro de que esté terminada.

Diamonstein: ¿No está seguro?

Gehry: No.

Diamonstein: ¿Se está seguro alguna vez?

Gehry: Es difícil de saber. El otro día me preguntaba qué efecto había tenido sobre mi familia. He notado que mi mujer deja papeles y cosas encima de la mesa, que en la organización de nuestra vida casera hay una especie de caos. Empecé a pensar que tenía algo que ver con el hecho de que ella aún no sabe si he terminado ya o no[7].

A continuación, voy a seguir de cerca Secret Life of Buildings[8], libro de Gavin Macrae-Gibson que incluye excelentes ejemplos de descripción fenomenológica y formal. Yo mismo he visitado la casa y deseo evitar la intensa aporía metodológica del Sistema de la moda de Barthes (que prefirió analizar la escritura sobre la moda antes que las propias modas físicas); pero no cabe duda de que incluso las aproximaciones de corte más físico o sensorial al texto «arquitectónico» sólo se oponen aparentemente a la expresión o a la interpretación (algo a lo que nos enfrentaremos cuando volvamos al curioso fenómeno de la fotografía arquitectónica).

Pero el libro de Macrae-Gibson encierra un interés aún mayor para nosotros debido al carácter de su marco de interpretación, que sigue siendo el de un antiguo modernismo. Así pues, cuando nos hallemos en coyunturas cruciales entre la descripción y la interpretación nos podrá decir algo tan relevante sobre la diferencia entre modernidad y postmodernidad como el propio edificio de Gehry.

Macrae-Gibson clasifica la casa de Gehry según tres tipos de espacios. Si bien no voy a mantener esta diferenciación triádica, aporta un útil punto de partida: «Primero, al fondo de ambos pisos, un grupo de pequeñas habitaciones que consta de escaleras, dormitorios, cuartos de baño y armarios. Segundo, los principales espacios de la casa antigua, que se han convertido en la sala de estar de la planta baja y en el dormitorio principal del primer piso. Por último, los complejos espacios atenuados de la nueva envoltura espacial, que son los espacios de la entrada y las zonas de cocina y comedor, situados cinco escalones por debajo de la sala de estar»[9].

Recorramos de nuevo estos tres tipos de espacio. «La casa consiste en un armazón de metal corrugado que envuelve tres lados de una bonita casa rosa de los años veinte, creando nuevos espacios entre el armazón y las antiguas paredes exteriores»[10]. El antiguo armazón de madera permanece en algunos lugares como una suerte de andamiaje de la memoria, pero la zona de comer y la cocina se han extendido más allá de él y se localizan, fundamentalmente, en lo que antes era la entrada de coches y el patio (cinco escalones por debajo de la antigua planta baja). Estas nuevas zonas entre el armazón y la envoltura están, en su mayor parte, acristaladas, y por tanto se abren visualmente al antiguo «exterior» o «aire libre» y son indistinguibles de él. Sea cual sea la emoción estética que nos produzca esta innovación formal (puede ser una sensación de incomodidad o malestar, aunque, cuando desayunó aquí, Philip Johnson lo encontró muy gemütlich), claramente tendrá algo que ver con la desaparición de las categorías de interior/exterior, o con una reordenación de éstas.

El descarnado efecto del armazón de metal corrugado parece atravesar sin piedad la casa antigua y estamparle brutalmente el santo y seña del «arte moderno», pero sin disolverla del todo, como si el gesto imperioso del «arte» se hubiera interrumpido y abandonado a mitad del proceso. Además de esta dramática intervención formal (cuyo uso de materiales de desecho también debe tenerse en cuenta, como veremos en breve), el otro aspecto crítico de la casa envuelta es el acristalamiento de la zona de la entrada de coches; y, sobre todo, el nuevo tragaluz de la cocina que, visto desde el exterior de la casa, parece sobresalir hacia el espacio exterior como un enorme cubo de cristal —Gehry lo llamó «cubo en declive»— que «señala la unión de las calles con lo que durante el día es un vacío en retroceso y de noche un sólido que avanza como un faro»[11]. Este planteamiento de Macrae-Gibson es interesante, pero su interpretación del cubo, que llega hasta los cuadriláteros místicos de Malevich (Gehry diseñó una exposición de Malevich en cierta ocasión, así que la referencia no es del todo arbitraria), me parece totalmente equivocada, un intento de reinscribir la estética-basura de cierta postmodernidad en el seno de las más altas vocaciones metafísicas de un antiguo modernismo. El propio Gehry ha insistido a menudo en un hecho obvio para todo aquel que vea sus edificios, a saber, lo barato de sus materiales —«arquitectura avara», la llamó en cierta ocasión—. Además del aluminio corrugado de este edifico, siente una obvia predilección por la malla de acero, el contrachapado sin tratar, el bloque de hormigón, los postes telefónicos y similares, e incluso una vez diseñó mobiliario de cartón (asombrosamente decorado). Estos materiales, claramente, «connotan»[12]: anulan el proyecto de síntesis entre materia y forma de los grandes edificios modernos, y también inscriben en este trabajo lo que obviamente son temas económicos o infraestructurales. Así, nos recuerdan el coste de la vivienda y de la construcción; y, por extensión, la especulación del suelo, punto de confluencia entre la organización económica de la sociedad y la producción estética de su arte (espacial), que la arquitectura vive con mayor intensidad que las demás bellas artes. A excepción, quizás, del cine; pero, aun así, las cicatrices son más visibles en la arquitectura que en el cine, que ha de reprimir y ocultar sus limitaciones económicas. El cubo y el bloque (de metal corrugado): estos ostentosos indicadores, plantados en el antiguo edificio como un puntal letal que atraviesa el cuerpo de la víctima de un accidente de tráfico, derrumban sin ambages toda ilusión relativa a la forma orgánica que pudiéramos albergar ante esta construcción (y que es uno de los ideales constitutivos del antiguo modernismo). Estos dos fenómenos espaciales conforman la «envoltura»; violan el espacio antiguo, y ahora son partes de la nueva construcción a la vez que se mantienen a distancia, como cuerpos extraños. También corresponden, en mi opinión, a los dos grandes elementos constitutivos de la arquitectura que, en su manifiesto postmoderno Aprendiendo de Las Vegas, Robert Venturi desvincula de la tradición con el fin de reformular la tarea y la vocación de la nueva estética: a saber, la oposición entre la fachada que da a la calle y el cobertizo trasero, o espacio tipo granero, del propio edificio. Pero, lejos de quedarse en esta mera contradicción, Gehry no se limita a oponer cada término a los otros para producir una solución que, aunque interesante, sería provisional. Más bien, me da la impresión de que la fachada frontal de metal corrugado y el cubo en declive aluden a ambos términos de este dilema y los vinculan a algo más: a los restos de la antigua casa, a la persistencia de la historia y del pasado. Este contenido aún puede verse, literalmente, a través de los nuevos elementos, como cuando la ventana simulada de la envoltura corrugada descubre las antiguas ventanas de la casa-armazón que hay tras ellos.

Pero, si esto es así, debemos reorganizar el esquema tripartito de Macrae-Gibson. Conservaremos su primera categoría —los restos del tradicional espacio suburbano— para retomarla después. No obstante, si la envoltura —cubo y bloque— adquiere aquí vida propia como agente visible de la transformación arquitectónica, habrá que asignarle el estatus de categoría por derecho propio. A su vez, los dos últimos tipos de espacio de Macrae-Gibson —los antiguos «espacios principales» y los nuevos de la «entrada» y la cocina— se fusionan, siendo resultados combinados de la intersección de las dos primeras categorías, de la intervención de la «envoltura» en la casa tradicional.

Para nuestros propósitos, por tanto, el hecho de que el salón emerja en un espacio que ya estaba en la casa antigua, mientras que la cocina es una habitación añadida por fuera, no es tan relevante como la idea de que en cierto modo ambos son igual de nuevos, en un sentido que aún queda por valorar. En mi opinión, el salón hundido, junto con los comedores y la cocina situados entre el flexible drapeado de la envoltura externa, y también la eliminación del armazón estructural (ahora innecesario), son ahora la cosa misma: constituyen el nuevo espacio propiamente postmoderno que nuestros cuerpos habitan con malestar o con placer, a la vez que intentan despojarse de los antiguos hábitos de las categorías e impresiones relativas al binomio interior/exterior. Anhelamos aún la intimidad burguesa de las paredes sólidas (recintos como el del antiguo ego burgués centrado), pero agradecemos la novedad de la incorporación de plantas de yuca a nuestro entorno recién reconstruido, y de lo que Barthes hubiera denominado «californiedad». Debemos insistir sin tregua en las inquietantes ambigüedades que encierra este nuevo «hiperespacio». He aquí cómo insiste Macrae-Gibson:

… numerosas y contradictorias líneas de perspectiva se dirigen hacia múltiples puntos de fuga situados por encima y por debajo de una gran cantidad de horizontes… Como nada está en ángulo recto, no parece que nada se fugue hacia el mismo punto… los planos de Gehry con perspectiva distorsionada y su uso ilusionista de los elementos del armazón provocan la misma sensación en el observador [que las pinturas de Ronald Davis, donde «el espectador gravita entre las cuadrículas en perspectiva deforme y se inclina hacia ellas»]; la inclinación de los planos que esperamos que sean horizontales o verticales, y la convergencia de elementos tachonados, hacen que nos sintamos suspendidos e inclinados en varias direcciones. Para Gehry, el mundo se esfuma hacia múltiples puntos, y no presupone que ninguno se relacione con el ser humano erguido. El ojo sigue teniendo una importancia crítica en el mundo de Gehry, pero el sentido del centro ya no posee su tradicional valor simbólico[13].

Esta versión sugiere por encima de todo la alienación del antiguo cuerpo fenomenológico (con sus coordenadas de derecha/izquierda, delante/detrás, arriba/abajo) en el espacio sideral del 2001 de Kubrick, carente de la seguridad de la tierra newtoniana. La sensación también recuerda el nuevo espacio informe —ni masa, ni volumen— de los amplios vestíbulos de Portman (según mi propia versión)[14]. Ahí, los banderines y las colgaduras remitían, como remanentes espectrales, a los antiguos límites divisorios y estructurales y a las categorías de cierre, a la vez que retiraban estos límites y ofrecían la ilusión de una liberación y un juego del espacio nuevos y ampulosos. Sin duda, el espacio de Gehry es mucho más preciso y esculpido que aquellos receptáculos enormes y melodramáticos. De manera más articulada, nos enfrenta a las paradójicas imposibilidades (en gran parte, las de la representación) inherentes a la última mutación evolutiva del capitalismo tardío hacia «otra cosa» que ya no es ni la familia ni el barrio, ni la ciudad ni el Estado, ni siquiera la nación. Es, más bien, algo tan abstracto y desubicado como el no-lugar de la habitación de una cadena internacional de moteles o el espacio anónimo de las terminales de aeropuerto, todo ello agolpándose en nuestra mente.

Hay, sin embargo, otras vías para aproximarse a la naturaleza del hiperespacio, y en la entrevista citada Gehry mencionó una diferente al hablar del caos de trastos que hay en el interior de la casa. Después de todo, el «cobertizo decorado» de Venturi sugiere que los contenidos son relativamente indiferentes y que podrían estar desparramados por todas partes, tanto como apilados pulcramente en cualquier rincón. Gehry describe también el estudio reconstruible que hizo para Ron Davis diciendo que sus estructuras «crean un caparazón. Entonces llega el usuario y distribuye de cualquier manera sus trastos dentro de él. Ésta era la idea de la casa que hice para Ron. Construí el caparazón más bello que pude; después, él tenía que traer sus cosas y usarla a su modo»[15]. Pero los comentarios de Gehry sobre el desorden de su propia casa delatan un vago malestar que merece la pena examinar (sobre todo porque la continuación del diálogo introduce un nuevo tema —la fotografía— que retomaremos en breve):

Diamonstein: Quizás les haya dado otra clave a los ocupantes. La casa se fotografió con tres lilas perfectas en un sitio y dos libros en otro, había detergente para la pila en la pila de la cocina, y algunas puertas de la despensa estaban abiertas. Era un ambiente muy habitado. Parecía obvio que se trataba de una estructuración intencionada de la foto para reflejar un entorno donde unas personas reales vivían vidas reales.

Gehry: La verdad es que no se estructuró la foto.

Diamonstein: ¿Se hizo una foto de su modo de vida?

Gehry: Sí. Bueno, lo que pasa es que ya han venido muchos fotógrafos. Cada uno que entra tiene una idea diferente del aspecto que debería tener el lugar. Así que empiezan a cambiar el mobiliario de sitio. Si llego a tiempo, me pongo a colocar todo de nuevo en su sitio.[16]

Estas conversaciones implican que el espacio arquitectónico ha sufrido tal desplazamiento que la posición de sus contenidos (tanto los objetos como los cuerpos humanos) se vuelve problemática. Es una sensación que sólo se puede valorar adecuadamente en un contexto histórico y comparativo y, en mi opinión, partiendo de la siguiente tesis: si las grandes emociones negativas del movimiento modernista eran la ansiedad, el terror, el ser-para-la-muerte y el «horror» de Kurtz, lo que define las nuevas «intensidades» de lo postmoderno (que también se han descrito en términos del «mal viaje» y de la esquizofrenia) se puede formular como una existencia dispersa, el desorden existencial, la continua distracción temporal de la vida posterior a los años sesenta. Siento la tentación (y no pretendo sobrecargar un rasgo muy menor del edificio de Gehry) de evocar el contexto configurador general de una pesadilla virtual mayor: la de unos años sesenta intoxicados, transformados en un «mal viaje» histórico y contracultural que eleva la fragmentación psíquica a una potencia cualitativamente nueva, y que promueve la distracción estructural del sujeto descentrado a motor y lógica existencial del capitalismo tardío.

En cualquier caso, todas estas características —la nueva sensación extraña de que el interior y el exterior están ausentes, el desconcierto y la pérdida de orientación espacial en los hoteles de Portman, el desorden de un entorno donde las cosas y las personas ya no encuentran su «lugar»— permiten útiles aproximaciones sintomáticas a la naturaleza del hiperespacio postmoderno, sin aportarnos ningún modelo o explicación de la cosa misma.

Pero este hiperespacio —el segundo y el tercer tipo de espacio de Macrae Gibson— es a su vez resultado de la tensión entre dos términos o polos, dos tipos de estructura y experiencia espaciales de los que hasta ahora sólo hemos mencionado uno (a saber, el cubo y la pared corrugada, la envoltura externa). Hemos de pasar, por tanto, a las partes más antiguas de la casa —las escaleras que sobrevivieron, los dormitorios, los cuartos de baño y los armarios— para ver no sólo lo que tuvo que transformarse incluso parcialmente, sino también si esa sintaxis y esa gramática tradicionales pueden sufrir una transformación utópica.

De hecho, esas habitaciones se preservan como en un museo: intactas, pero en cierto sentido «citadas» y vaciadas de su vida concreta, sin la más mínima modificación, como cuando algo se transforma en una imagen de sí mismo, como una Disneylandia que los marcianos hubieran conservado y perpetuado para su propio deleite y para la investigación histórica. Al subir las escaleras —todavía anticuadas— de la casa Gehry, se llega a una puerta anticuada que da paso a una anticuada alcoba para la doncella (aunque también podría ser el dormitorio de un adolescente). La puerta es un mecanismo para viajar en el tiempo; cuando se cierra, se regresa a los suburbios estadounidenses del siglo XX: al viejo concepto de habitación, que incluye mi intimidad, mis tesoros, mis cosas kitsch y vulgares, mis ositos de trapo y mis viejos elepés. Pero esta evocación de un viaje en el tiempo es engañosa. Por un lado, nos encontramos aquí con la praxis y la reconstrucción en términos muy similares al Wash-36[17] de Philip K. Dick, esa reconstrucción adorablemente auténtica que hizo el autor del Washington de su niñez en 1936 poniéndola en boca de un millionario de trescientos años que vive en un planeta satélite (o, si se prefiere una referencia rápida, en términos parecidos a Disneylandia o EPCOT). Por otro lado, en absoluto se trata de una reconstrucción del pasado, puesto que este enclave es nuestro presente y reproduce los espacios habitados reales de las otras casas de esta calle o de cualquier otro lugar actual de Los Angeles. Pero, al tratarse de una realidad presente que se ha transformado en simulacro mediante el proceso de la envoltura, o de la cita, no se ha vuelto histórica sino historicista —una alusión a un presente fuera de la historia real que lo mismo podría ser un pasado apartado de la historia real—. Así pues, la habitación citada también guarda afinidades con lo que en el cine se ha llamado «moda retro», o cine de la nostalgia: el pasado como desfile de modas e imagen rutilante. Y por eso, de pronto, esta zona conservada y protegida frente a la antigua casa con la que Gehry sostiene un «diálogo» resuena como fenómeno estético, al lado de un amplio espectro de fenómenos muy distintos y no arquitectónicos de la teoría y el arte postmodernos: la transformación en imagen o simulacro, el historicismo como sustituto de la historia, la cita, enclaves de la esfera cultural, etc. Incluso me atrevería a replantear aquí el problema de la referencia, tan paradójico cuando tenemos que vérnoslas con edificios; como se les supone una mayor «realidad» que al contenido de la literatura, la pintura o el cine, ellos mismos son en cierto modo su propio referente. Pero el problema teórico de cómo podría un edificio tener un referente (por oposición a algún tipo de significado o un sentido) pierde su capacidad de distanciamiento y su valor de choque cuando se desliza hacia la cuestión más débil de a qué podría referirse el edificio. Menciono esto porque constituye otro paso de la interpretación «modernizante» que hace Macrae-Gibson de la casa, y deriva en un brillante ensayo sobre cómo la casa alude a su propia posición en Santa Mónica con múltiples alusiones e imágenes marinas. Los análisis sobre la obra de Le Corbusier o de Frank Lloyd Wright nos han acostumbrado a esta clase de lecturas, en las que este tipo de alusiones es perfectamente consistente no sólo con la estética moderna de los edificios sino también con su espacio social y su situación histórica concreta. No obstante, esta exégesis resultará insensata o irrelevante si pensamos que el espacio urbano de los años ochenta ha perdido (por razones múltiples y demasiado condicionadas) su materialidad concreta y la cualidad de ubicado o situado (esto es, si ya no consideramos Santa Mónica como un sitio con lugares que sostienen determinadas relaciones con la playa o la autopista, etc.). Pero la exégesis no es necesariamente incorrecta, ya que estas estructuras pueden ser los vestigios de un antiguo lenguaje modernista que el nuevo ha subsumido y, casi, cancelado. A pesar de todo, este lenguaje persiste débilmente, y un lector crítico brillante, tenaz y retrógrado lo puede descifrar.

Pero hay otras maneras de enmarcar el asunto teórico de la referencia: entre ellas, destaca la perspectiva de que la habitación (característica de la sociedad y el espacio social norteamericanos donde está la casa de Gehry) representa un mínimo resto final de aquel viejo espacio que el nuevo sistema ha cancelado, recargado, volatilizado, sublimado o transformado. En tal caso, la habitación tradicional podría considerarse como una referencia débil, última y poco fundada, o como el tenaz núcleo final y truncado de un referente que atraviesa un proceso de total disolución y liquidación. No creo que se pueda mostrar nada similar respecto al espacio del Bonaventure de Portman, a no ser el aparato marginado del hotel tradicional: las alas y los pisos de dormitorios claustrofóbicos e incómodos que se ocultan en las torres, un tradicional espacio hotelero habitable cuyas decoraciones eran tan ostentosas que se han alterado varias veces desde la inauguración del edificio (y que, obviamente, eran la cuestión menos urgente de la agenda del arquitecto). Con Portman, por tanto, la referencia —la habitación, el lenguaje y la categoría tradicionales— se disocia tajantemente del nuevo espacio postmoderno del eufórico vestíbulo central, y queda languideciendo y meciéndose suavemente en el aire. La fuerza de la estructura de Gehry proviene así de la dialéctica activa que mantiene y exacerba la tensión entre ambos tipos de espacio (si esto es un «diálogo», poco tiene entonces de la complacencia de un Gadamer o de las «conversaciones» de Richard Rorty).

Quisiera añadir que este concepto de la referencia, social y espacial a un mismo tiempo, posee un contenido real y se puede desarrollar en direcciones muy concretas. Por ejemplo, el enclave que hemos descrito antes es, de hecho, una habitación para la doncella; por tanto, recibe el contenido de varios tipos de subalternidad social, los vestigios de una vieja jerarquía familiar y las divisiones sexuales y étnicas del trabajo.

En líneas esenciales, hemos reescrito la división espacial tripartita de Macrae-Gibson (habitaciones tradicionales, espacios habitables ' más recientes y el cubo y la pared corrugada) en términos de un modelo dinámico donde se cruzan dos espacios muy diferentes —el dormitorio y las formas arquitectónicas abstractas que abren la casa antigua— para producir nuevos tipos de espacio (la cocina y la zona del comedor, el salón). Este espacio incluye lo viejo y lo nuevo, el interior y el exterior, las plataformas de la casa antigua y las zonas reconstituidas, pero extrañamente amorfas, que se extienden entre el marco y la envoltura. Sólo este último tipo de espacio, fruto de una relación dialéctica entre los otros dos, se puede definir como postmoderno: esto es, se trata de una espacialidad totalmente nueva que está más allá tanto de lo tradicional como de lo moderno, y que tiene un derecho histórico a arrogarse la diferencia radical y la originalidad. El problema de la interpretación surge cuando intentamos valorar esta reivindicación y proponer hipótesis respecto a su posible «significado». Dicho en otros términos, estas hipótesis constituyen necesariamente operaciones de transcodificación en las que formulamos equivalentes de este fenómeno arquitectónico y espacial con otros códigos o lenguajes teóricos; o, dicho con otro lenguaje distinto, constituyen la proyección alegórica de la estructura de los modelos de análisis. Por ejemplo, aquí es evidente desde el inicio que se está contando una alegoría según la cual, partiendo de un momento que es o bien tradicional o bien realista, el rayo de la «modernidad» genera lo postmoderno «propiamente dicho» (aunque quizás sea el realismo de Hollywood más que el de Balzac). (La propia alegorización privada de Gehry parece adaptar o reconstruir el judaismo para que cumpla una nueva función —por no decir simplemente para sobrevivir— en el mundo moderno, o incluso en el postmoderno. El abuelo de Gehry «era el presidente de su sinagoga, un pequeño edificio remodelado de corte casero, como recordaba después su nieto, parecido en algunos aspectos a la casa de Santa Mónica que él mismo remodeló en los años setenta. “Mi casa me recuerda aquel viejo edificio”, confesó Gehry, “y a menudo pienso en él cuando estoy aquí”»)[18]. Aunque, como para Kant, este tipo de narrativas reside exclusivamente en el ojo del observador, requieren una explicación histórica y un examen de sus condiciones de posibilidad y de las razones de que las consideremos como una secuencia lógica, por no decir una historia o narrativa completa. Pero también son posibles otros constructos alegóricos, y analizarlos nos obligará a dar un largo rodeo atravesando de nuevo el sistema interpretativo de Macrae-Gibson que, como señalé antes, es esencialmente un sistema modernista.

He abordado varios pasos interpretativos del artículo de Macrae-Gibson, sin dejar constancia de las formulaciones básicas en las que enmarca su interpretación del nuevo tipo de edificio. Son las siguientes: «La ilusión de la perspectiva y la contradicción de la perspectiva se usan en la casa de Gehry, y en muchos otros proyectos suyos, para impedir que se forme una imagen intelectual que podría destruir la continua inmediatez del shock perceptivo… Tales ilusiones y contradicciones nos obligan a cuestionarnos incesantemente la naturaleza de lo que se ve, a alterar, finalmente, la definición de la realidad desde la memoria de una cosa a la percepción de esa cosa»[19]. Estos planteamientos familiares, que enfatizan la vocación del arte como reestimulante de la percepción y como recuperación de la frescura de la experiencia a partir del entumecimiento habitual y reificado de la vida cotidiana en un mundo abandonado, nos conducen al corazón mismo de la modernidad esencial de la estética de Macrae-Gibson. Por supuesto, ya los formalistas rusos habían codificado de modo incisivo y duradero estos puntos de vista, pero también hay algo parecido en todas las teorías modernas, desde Pound al surrealismo y la fenomenología, y en todas las artes, desde la arquitectura a la música y la literatura (e incluso el cine). Creo, por muchas razones, que esta notable estética carece de sentido en la actualidad, y que debemos admirarla en tanto que es uno de los logros históricos más intensos del pasado cultural (junto con el Renacimiento, los griegos o la dinastía Tang). La utopía de una renovación de la percepción no tiene cabida en el universo totalmente edificado y construido del capitalismo tardío, del que por fin se ha abolido eficazmente la naturaleza y donde la praxis humana —en su forma degradada de información, manipulación y reificación— ha penetrado en la antigua esfera autónoma de la cultura, e incluso en el propio Inconsciente. Por decirlo de modo rudimentario y sucinto, no está claro por qué, en un entorno de puros simulacros e imágenes publicitarias, habríamos de desear que se agudizase y renovara nuestra percepción de estas cosas. ¿Puede, entonces, concebirse alguna otra función para la cultura en nuestro tiempo? La pregunta aporta, al menos, un criterio para valorar la reivindicación de la postmodernidad contemporánea de una auténtica originalidad formal y espacial: lo hace por vía negativa, exponiendo abiertamente los restos de una modernidad inaceptable que continúa activa en diversos manifiestos postmodernos, como el concepto de ironía en Venturi o el de desfamiliarización en el libro de Macrae-Gibson. Se apela in extremis a estos temas modernos más antiguos cuando las nuevas teorías necesitan algún fundamento conceptual último que no pueden generar a partir de sus propias economías internas (y esto obedece, en no menor grado, a que en primer lugar la propia lógica de la teoría postmoderna es inconsistente y hostil con la fundamentación, también tachada a veces de esencialismo o fundacionalismo). Asimismo, añadiré que, desde una base más empírica, rechazo la versión de Macrae-Gibson, ya que, según mi experiencia, no puede decirse que la casa Gehry se corresponda con la descripción de la desfamiliarización y la renovación perceptiva.

No obstante, me interesa su descripción desde el ángulo algo distinto de su posibilidad vigente en un marco postmoderno. La descripción sigue siendo plausible, aunque ya no debiera serlo más, y creo que también necesitamos explicar por qué. Contemplemos de nuevo los detalles, que sugieren que la primera función estética del edificio es subvertir (o bloquear) «la formación de una imagen intelectual que podría destruir la inmediatez continua del shock perceptivo». Unas cuantas frases después, esta «imagen intelectual» (a la que hay que resistirse, subvertirla o bloquearla) se asimila a la «memoria de una cosa» (a diferencia del valor positivo de la «percepción de esa cosa»). Aquí, podemos detectar una ligera modificación del antiguo paradigma modernista en el hecho de que se reafirma y crece la importancia del término negativo (aquello que ha de ser fragmentado, socavado, impedido). En los antiguos modernismos, ese término negativo seguía poseyendo un carácter relativamente general y evocaba la naturaleza de la vida social en una especie de manera global. Éste es el caso, por ejemplo, de la concepción formalista de la habituación como condición de la vida moderna, o de la concepción marxista de la reificación cuando se utiliza en su antiguo sentido sistémico, e incluso de los conceptos del estereotipo, como los bêtise y lieux communs de Flaubert, cuando se adoptan para caracterizar la «conciencia» cada vez más estandarizada de la persona moderna o burguesa. Mi impresión es que en años recientes, si bien la estructura binaria general de la estética moderna permanece intacta en muchas teorías (que, por lo demás, parecen más avanzadas), el contenido de este término negativo se modifica y abre direcciones históricamente interesantes y sintomáticas: en concreto, a partir de una descripción general de la vida social o de la conciencia, el término negativo se reconstituye ahora como un sistema de signos específico. Por tanto, ya no es la vida social degradada lo que se opone a la brutal frescura de la renovación estética de la percepción, sino que los que ahora se oponen son, por así decirlo, dos tipos de percepción, dos tipos de sistemas de signos. Es un desarrollo que cabe documentar dramáticamente con la nueva teoría cinematográfica y, en concreto, con el llamado «debate sobre la representación». En éste, a pesar del molde esencialmente modernista de la trama y de sus prioridades y soluciones estéticas, el eslogan «representación» designa ahora algo mucho más organizado y semiotico que los viejos conceptos del hábito o incluso que los estereotipos de Flaubert (que siguen siendo, a pesar de su precisión novelística, características generales de la conciencia burguesa). La «representación» es a la vez una vaga concepción burguesa de la realidad y un sistema específico de signos (en la película-acontecimiento de Hollywood), y hay que desfamiliarizarla no mediante la intervención del gran arte o del arte auténtico sino con otro arte, con una práctica de signos totalmente distinta.

Si esto es cierto, sería interesante detener otra vez las formulaciones modernistas de Macrae-Gibson para cuestionarlas con una mayor insistencia. ¿Qué sería, para él, esta «imagen intelectual» que bloquea los verdaderos procesos perceptuales del arte? Creo que aquí hay más cosas en juego que la mera oposición tradicional entre lo abstracto y lo concreto —la diferencia entre intelectualizar y ver, entre la razón o el pensar y la percepción concreta—. Aun así, sería paradójico tematizar este concepto de la imagen intelectual en términos de la memoria (la oposición entre la memoria de una cosa y la percepción de una cosa), cuando tanto la memoria personal como la colectiva son hoy funciones en crisis a las que cada vez es más problemático apelar. Proust, se «recordará», lo hizo justo a la inversa e intentó mostrar que sólo a través de la memoria se puede reconstruir una percepción auténtica y genuina de la cosa. Pero la referencia al cine de la nostalgia sugiere que a la formulación contemporánea de Macrae-Gibson no le falta razón si suponemos, frente a Proust, que es la propia memoria la que se ha convertido en un depósito degradado de imágenes y simulacros, de tal modo que la imagen de la cosa recordada inserta eficazmente lo reificado y lo estereotípico entre el sujeto y la realidad, o el pasado mismo.

Pero creo que ya estamos en condiciones de identificar la «imagen intelectual» de Macrae-Gibson de modo más preciso y concreto: en mi opinión, se trata simplemente de la propia fotografía y de la representación fotográfica, la percepción por la máquina —formulación ésta que intenta ser un poco más fuerte que la idea más aceptable de la percepción mediada por la máquina—. Y es que la percepción corporal es ya una percepción realizada por la máquina física y orgánica, pero durante una larga tradición la hemos considerado como un asunto de la conciencia —la mente que se enfrenta a la realidad visible o el cuerpo espiritual de la fenomenología que explora al propio Ser—. Pero supongamos, como dice Derrida en algún lugar, que no hay tal cosa como la percepción en ese sentido; supongamos que es una ilusión imaginarnos a nosotros mismos ante un edificio en el proceso de captar sus unidades de perspectiva como si fuera una imagen-cosa gloriosa: la fotografía y los diversos mecanismos de registro y proyección revelan ahora súbitamente, o descubren, la materialidad fundamental de aquel acto de visión que antes era espiritual. Debemos, por tanto, desplazar la cuestión arquitectónica de la unidad de un edificio de modo muy parecido a lo ocurrido en la teoría cinematográfica reciente. Ahí, las reflexiones sobre el aparato fílmico, introducidas en una reescritura de la historia de la perspectiva pictórica y reforzadas por las ideas de Lacan sobre la construcción y la posición del sujeto y la relación de éstas con lo especular, han desplazado en el debate sobre el objeto cinematográfico a las anteriores cuestiones psicológicas relativas a la identificación y similares.

Estos desplazamientos funcionan ya en toda la crítica arquitectónica contemporánea, donde hace tiempo que se ha establecido una clara tensión entre el edificio concreto o ya construido y aquella representación del edificio a construir que es el proyecto del arquitecto, los bocetos de la «obra» futura. Y esto, hasta tal punto que la obra de algunos interesantísimos arquitectos contemporáneos o postcontemporáneos consiste exclusivamente en dibujos de edificios imaginarios que nunca arrojarán una sombra real a la luz del día. Así pues, el proyecto, el dibujo, es un sustituto reificado del edificio verdadero, pero un sustituto «bueno», que hace posible una infinita libertad utópica. La fotografía del edificio ya existente es otro sustituto, pero digamos que se trata de una «mala» reificación —de una sustitución ilegítima de un orden de cosas por otro, la transformación del edificio en la imagen de sí mismo, es más, en una imagen espuria—. Resulta entonces que en nuestras historias y revistas de arquitectura consumimos tantas imágenes fotográficas de los edificios clásicos o modernos que, a la larga, llegamos a creer que éstos son, en cierto modo, las cosas mismas. Al menos desde las imágenes de Proust de Venecia, todos intentamos conservar nuestra sensibilidad ante el engaño visual inherente a la fotografía, cuyo encuadre y ángulo siempre aportan algo que, por comparación, hacen del edificio algo diferenciado, algo ligeramente distinto. Esto es aún más cierto en lo que atañe a la fotografía en color, donde entra en juego un nuevo conjunto de fuerzas libidinales de tal modo que ahora ni siquiera es ya el edificio lo que se consume, al haberse convertido en un mero pretexto para las intensidades del repertorio de colores y el brillo del papel couché. «La imagen», dijo Debord en un célebre paso teórico, «es la forma final de la reificación de la mercancía»; pero debería haber añadido «la imagen material», la reproducción fotográfica. En ese punto, entonces, y con estas salvedades, podemos aceptar la formulación de Macrae-Gibson de que la peculiar estructura de la casa Gehry se propone «impedir la formación de una imagen intelectual que pudiera destruir la inmediatez constante del shock perceptivo». Esto lo consigue bloqueando la elección del punto de vista fotográfico, eludiendo el imperialismo de la imagen fotográfica, afianzando una posición en la que ninguna fotografía de la casa será nunca correcta del todo, puesto que es la mera foto la que posibilita una «imagen intelectual» en este sentido.

Pero esta curiosa expresión de la «imagen intelectual» admite otros significados posibles si la extraemos completamente de su contexto: hay, por ejemplo, mapas que son a la vez pictóricos y cognitivos, pero en un sentido muy diferente al de las abstracciones visuales de la fotografía. Este nuevo enfoque nos conducirá hasta mis últimas reflexiones sobre la interpretación, y a interpretaciones alternativas a la interpretación moderna que ya hemos discutido y rechazado. En sus libros recientes sobre el cine, Gilles Deleuze argumenta que el cine es una forma de pensar, esto es, que es también una forma de hacer filosofía pero en términos puramente fílmicos: su filosofar concreto nada tiene que ver con el modo en que una película podría ilustrar un concepto filosófico, porque los conceptos filosóficos del cine son, precisamente, conceptos cinematográficos, y no ideacionales o lingüísticos. En términos similares, quisiera sostener que el espacio arquitectónico es también una manera de pensar y filosofar, de intentar resolver problemas filosóficos o cognitivos. Sin duda, todo el mundo está de acuerdo en que la arquitectura es un modo de resolver problemas arquitectónicos, al igual que la novela es una manera de resolver problemas narrativos y la pintura una manera de resolver problemas visuales. Presupondremos que ese nivel de la historia de cada arte es un conjunto de problemas y soluciones, para plantear, más allá de esto, un tipo muy diferente de perplejidad u objeto de pensamiento (o pensée sauvage).

Pero esta transcodificación alegórica todavía debe comenzar con el espacio; porque si la casa de Gehry es la meditación sobre un problema, ese problema debe ser en un principio un problema espacial, o al menos susceptible de formularse y encarnarse en términos propiamente espaciales. De hecho, ya hemos desarrollado los elementos para aportar una explicación a este problema: de algún modo, implicará la inconmensurabilidad entre el espacio de la habitación tradicional y las viviendas uniformes, por un lado, y aquel otro espacio señalado por la pared corrugada y el cubo en declive, por otro. ¿A qué tipo de problema podría corresponder esta tensión e inconmensurabilidad? ¿Cómo podemos inventar una mediación que permita reescribir, con lenguajes y códigos no arquitectónicos, el lenguaje espacial que utilizamos para describir esta contradicción puramente arquitectónica?

Macrae-Gibson, como sabemos, quiere inscribir el cubo inclinado dentro de la tradición de la modernidad utópica y mística, concretamente en Malevich. Esta lectura nos obligaría a reescribir la contradicción fundamental de la casa en términos de una contradicción entre la vida norteamericana tradicional y el utopismo moderno. Considerémoslo más de cerca:

Lo que parece un cubo difícilmente podría ser más engañoso. La superficie aplastada contra el plano de la pared exterior es rectangular más que cuadrada, y la cara trasera del cubo se ha empujado a un lado y recortado hacia arriba, de modo que ningún elemento del encuadre forma un ángulo recto con otro, excepto en el cristal frontal. Como resultado, mientras que los paneles de cristal del plano frontal pueden ser rectangulares, los de las restantes caras son todos paralelogramos[20].

Podemos retener de esta descripción la sensación de que un espacio existe a la vez en dos dimensiones distintas; en una lleva una existencia rectangular, mientras que en ese otro mundo simultáneo y sin relación alguna se trata de un paralelogramo. No cabe siquiera pensar en unir ambos mundos, o espacios, o fusionarlos en una síntesis orgánica; como mucho, la extraña figura encarna la tarea imposible de esta representación, indicando todo el rato su imposibilidad (y, por tanto, quizás en un curioso nivel de segundo orden lo represente todo de una vez).

Así que el problema —cualquiera que sea— tendrá dos caras: planteará su propio contenido interno como problema o dilema, y también suscitará el problema secundario (pero que supuestamente armoniza y «es lo mismo» que aquél) de representarse en primer lugar a sí mismo como problema. Permítaseme ahora manifestar, a priori, de manera dogmática y alegórica, cuál considero yo que es ese problema espacial. Hemos rechazado la versión de Macrae-Gibson del modo simbólico en que la casa se ancla en su espacio, que es Santa Mónica y su relación con el mar y la ciudad al fondo, con las colinas y con las demás prolongaciones urbanas que recorren la costa[21]. Nuestro rechazo teórico se basaba en la convicción de que, en el sentido fenomenológico o topológico más simple, el lugar ya no existe hoy en Estados Unidos; o, dicho con mayor precisión, existe a una escala mucho más débil, recargado con todo tipo de espacios más poderosos pero también más abstractos. Con estos últimos no me refiero tan sólo a Los Angeles como nueva configuración hiperurbana, sino también a las redes cada vez más abstractas (y comunicacionales) de la realidad norteamericana que hay más allá, y cuya forma extrema es la red de poder del llamado capitalismo multinacional. En tanto individuos, siempre estamos dentro y fuera de todas estas dimensiones yuxtapuestas, algo que vuelve enormemente problemática nuestra antigua posición existencial en el Ser (el cuerpo humano en el paisaje natural, el individuo en la antigua aldea o comunidad orgánica, incluso el ciudadano en la nación-Estado). Me ha parecido útil referirme, para una fase temprana de esta disolución histórica del lugar, a una serie de novelas que fueron populares en su momento y que hoy apenas se leen. En ellas, John O’Hara traza (sobre todo para el período del New Deal) las progresivas extensiones del poder en torno a la pequeña ciudad (pero también lejos de ella), a medida que emigran a los niveles dialécticos superiores del estado y, por último, del gobierno federal. Si hoy pudiéramos imaginar esta migración proyectada e intensificada a una nueva escala global, obtendríamos una idea más intensa de los problemas de la «cartografía» contemporánea y del posicionamiento en este sistema del antiguo individuo. El problema sigue siendo un problema de representación, y también de representabilidad: sabemos que estamos atrapados entre estas complejas redes globales, porque sufrimos por doquier de modo palpable las prolongaciones del espacio corporativo en nuestras vidas cotidianas. Pero carecemos de un modo de pensar en ellas, de modelarlas (por muy abstractamente que sea) con el ojo de nuestra mente. Así pues, este «problema» cognitivo es la cosa que debemos pensar, el rompecabezas mental imposible o la paradoja que ejemplifica el cubo en declive. Y si se observa que el cubo no es la única intervención espacial nueva que hay aquí, y que aún no hemos considerado con fines interpretativos la pared o valla de metal corrugado, diré que ambos rasgos caracterizan, efectivamente, el problema de pensar sobre la América contemporánea. Cabría pensar que el aluminio corrugado y el balcón de tela metálica de la parte superior son la basura o el aspecto tercermundista de la vida norteamericana actual —la producción de pobreza y miseria, gente que no sólo carece de trabajo sino también de un lugar donde vivir, mendigos, residuos y polución industrial, porquería y una maquinaria obsoleta—. Todo esto es, sin duda, una verdad muy realista, y es un hecho ineludible de los años más recientes del superestado. El problema cognitivo y representacional surge cuando intentamos combinar la realidad palpable con la otra representación, también incuestionable, que reside en un compartimento distinto y ajeno de nuestra mente colectiva: a saber, los Estados Unidos de los extraordinarios logros tecnológicos y científicos; el país más «avanzado» del mundo (en todos los sentidos y connotaciones de ciencia-ficción que posee esta imagen), acompañado de un inconcebible sistema financiero y de una combinación de riqueza abstracta y poder real en la que todos creemos, sin que muchos de nosotros sepamos realmente de qué se trata o a qué se parece. Éstos son hoy los dos rasgos antitéticos e inconmensurables del espacio norteamericano abstracto, del superestado o capitalismo multinacional, que nos señalan el cubo y la pared (sin proponer otras representaciones alternativas).

El problema, pues, que intenta pensar la casa de Gehry es la relación que guardan ese conocimiento abstracto y la convicción o creencia sobre el superestado con la vida existencial diaria de la gente en sus habitaciones tradicionales y casas uniformes. Tiene que haber una relación entre estos dos ámbitos o dimensiones de la realidad, o si no estaremos totalmente inmersos en la ciencia-ficción sin darnos cuenta. Pero la naturaleza de esa relación se escapa a la mente. El edificio intenta considerar detenidamente este problema espacial en términos espaciales. ¿Cuál sería la marca o signo, el índice, de una solución satisfactoria a este problema cognitivo, pero también espacial? Cabe pensar que podría detectarse en la cualidad del nuevo espacio intermediario —el nuevo espacio habitable producido mediante la interacción de los otros polos—. Si ese espacio es significativo, si se puede vivir en él, si es de alguna manera cómodo pero en un nuevo sentido, si abre modos de vivir históricamente nuevos y originales —y genera, por así decirlo, un nuevo lenguaje utópico espacial, un nuevo tipo de frase, una nueva clase de sintaxis, palabras radicalmente nuevas más allá de nuestra propia gramática— entonces se podría pensar que el dilema, la aporía, se ha resuelto, aunque sólo sea en el nivel del propio espacio. No voy a decidir esto, ni tampoco me atrevo a valorar sus resultados. Lo que no me plantea la menor duda es la tesis más modesta de que la casa de Frank Gehry debe considerarse como el intento de pensar un pensamiento material.