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LA POSTMODERNIDAD Y EL MERCADO
La lingüística posee un procedimiento útil que, por desgracia, no se ha sometido a un análisis ideológico: se puede caracterizar a una palabra dada como «palabra» o bien como «idea», según se opte por barras o por corchetes. Así, la palabra mercado, con sus diversas pronunciaciones dialectales y sus orígenes etimológicos latinos vinculados al intercambio y al comercio, se reproduce /mercado/; por otra parte, el concepto tal y como lo han teorizado filosófos e ideólogos a través de los siglos, desde Aristóteles a Milton Friedman, se reproduciría {mercado}. Por un instante creemos que esto resuelve un sinfín de los problemas que surgen al tratar un tema de este tipo, que es a la vez una ideología y un conjunto de problemas institucionales prácticos, hasta que nos acordamos de las grandes maniobras de ataque frontal y lateral de la sección inicial de los Grundrisse (Líneas fundamentales de la crítica de la economía política). Allí, Marx desbarata las esperanzas y los anhelos de simplicidad de los proudhonianos, que pensaban que se librarían de todos los problemas de dinero aboliendo el dinero, sin advertir que es la contradicción misma del sistema de intercambio la que se objetiva y expresa en el dinero, y que seguiría objetivándose y expresándose en cualquiera de sus sustitutos más simples, como los cupones de tiempo-trabajo. En el capitalismo en curso, observa tajantemente Marx, estos últimos simplemente se volverían a convertir en dinero, y de nuevo aflorarían todas las contradicciones previas.
Lo mismo ocurre con el intento de separar ideología y realidad: por desgracia, la ideología del mercado no es un lujo o un adorno ideacional o representativo suplementario que podamos apartar del problema económico para después enviarlo a una morgue cultural o superestructural a que lo diseccionen los especialistas. Lo genera de algún modo la cosa misma como imagen derivada suya, necesariamente objetiva; de alguna forma, ambas dimensiones deben registrarse juntas, en su identidad tanto como en su diferencia. Son, por usar un lenguaje contemporáneo pero ya pasado de moda, semiautónomas; y esto significa, si es que significa algo, que aunque no sean realmente autónomas o independientes entre sí, tampoco armonizan. Siempre se supuso que el concepto marxiano de ideología respetaba, reproducía y articulaba la paradoja de la mera semiautonomía del concepto ideológico —por ejemplo, las ideologías del mercado— respecto a la cosa misma; o, en este caso, los problemas de mercado y planificación en el capitalismo tardío así como en los países socialistas de hoy. Pero el concepto marxiano clásico (incluida la propia palabra ideología, que es algo así como la ideología de la cosa, por oposición a su realidad) a menudo se derrumbaba en este preciso aspecto, volviéndose puramente autónomo y desviándose después como puro «epifenómeno» hacia el mundo de las superestructuras, mientras que la realidad permanecía en la base y era la responsabilidad real de los economistas profesionales.
Hay, por supuesto, muchos modelos profesionales de la ideología en el propio Marx. El siguiente, de los Grundrisse, se enfrenta a las falsas ilusiones de los proudhonianos y, si bien ha recabado una atención menor, es muy sustancioso y sugerente. Marx discute aquí un rasgo fundamental para el tema que nos ocupa, a saber, la relación de las ideas y valores de libertad e igualdad con el sistema de intercambio; y sostiene, al igual que Milton Friedman, que estos conceptos y valores son reales y objetivos, que los genera orgánicamente el propio mercado y que se vinculan con él dialéctica e indisolublemente. Añade a continuación —iba a decir que a diferencia de Milton Friedman, pero si me paro a pensar recuerdo que incluso estas desagradables consecuencias también las reconocen, y a veces hasta las aclaman, los neoliberales— que en la práctica esta libertad e igualdad revierten en falta de libertad y desigualdad. No obstante, también se trata de la actitud de los proudhonianos hacia esta inversión, y de cómo malinterpretan la dimensión ideológica del sistema de intercambio y su funcionamiento. Es a la vez verdadera y falsa, objetiva e ilusoria; aquello que solíamos intentar expresar con el término hegeliano de «apariencia objetiva»:
A ellos [a los proudhonianos] hay que responderles: que el valor de cambio, o aún más, el sistema monetario es en realidad el sistema de la libertad e igualdad, y que lo que se les enfrenta perturbadoramente en el desarrollo del sistema son perturbaciones inmanentes al mismo, es precisamente la realización de la igualdad y la libertad, que le acreditan como la designación y la ausencia de libertad. Es un deseo tan piadoso como tonto que el valor de cambio no se desarrolle hasta convertirse en capital, o que el trabajo productor de valor de cambio no se desarrolle hasta convertirse en trabajo asalariado. Lo que distingue a los señores socialistas de los apologistas burgueses es, por una parte, la facultad de sentir las contradicciones que el sistema incluye; por la otra, el utopismo de no comprender la diferencia necesaria entre la forma real y la ideal de la sociedad burguesa, y de querer en consecuencia acometer la empresa superflua de querer realizar la expresión ideal de la misma, ya que esta expresión no es en la práctica más que el reflejo de esa realidad[1].
Así pues, estamos ante lo que se puede considerar en gran medida una cuestión cultural (en el sentido contemporáneo de la palabra) que remite al problema mismo de la representación: los proudhonianos son de los realistas, por así decirlo, que conciben la verdad como correspondencia. Piensan (quizás junto a los actuales habermasianos) que los ideales revolucionarios del sistema burgués —libertad e igualdad— son propiedades de sociedades reales, y señalan que, si bien siguen presentes en la imagen o retrato utópico ideal de la sociedad de mercado burguesa, estos mismos rasgos están ausentes y, lamentablemente, son deficientes en la realidad que sirvió de modelo para aquel retrato ideal. Bastará entonces con cambiar y mejorar el modelo, consiguiendo que por fin aparezcan en el sistema de mercado la libertad y la igualdad verdaderas, en carne y hueso.
Pero Marx, por así decirlo, es un moderno; y esta concreta teorización de la ideología —que, tan sólo veinte años después de la invención de la fotografía se inspiró en figuras fotográficas contemporáneas (cuando antes Marx y Engels habían favorecido la tradición pictórica, con sus diversas cámaras oscuras)— sugiere que la dimensión ideológica está inherentemente trabada con la realidad, que la oculta como característica necesaria de su propia estructura. Esa dimensión, por tanto, es profundamente imaginaria en un sentido real y positivo; es decir, existe y es real en la medida en que es una imagen cuya impronta y destino es seguir siéndolo, y lo que tiene de verdadero es su propio carácter irreal e irrealizable. Se me ocurren episodios del teatro de Sartre que pueden ser útiles alegorías de manual de este curioso proceso: por ejemplo, el deseo pasional de Electra de asesinar a su madre, que, sin embargo, no se concibió para ser realizado. Electra, después del suceso, descubre que en realidad no quería que su madre estuviese muerta ({muerta}, o sea, muerta en la realidad); lo que quería era seguir anhelando con ira y resentimiento que estuviera /muerta/. Y lo mismo sucede, como veremos, con esos dos rasgos tan contradictorios del sistema de mercado, la libertad y la igualdad: todo el mundo quiere quererlos, pero no pueden ser realizados. Lo único que puede ocurrirles es que el sistema que los genera desaparezca, aboliendo así los «ideales» junto con la realidad misma.
Pero restituirle a la «ideología» esta compleja relación con sus raíces en el seno de su propia realidad social equivaldría a reinventar la dialéctica, algo que cada generación, a su manera, es incapaz de hacer. La nuestra, de hecho, ni siquiera lo ha intentado; y el último intento, el episodio althusseriano, hace mucho que se esfumó en el horizonte junto a los huracanes de antaño. Tengo la sensación de que sólo la llamada teoría del discurso ha intentado llenar el vacío que quedó cuando el concepto de ideología fue arrojado al abismo con el resto del marxismo clásico. Se puede aprobar sin inconvenientes el programa de Stuart Hall, basado, según entiendo, en la idea de que el nivel fundamental donde se libra la batalla política es la lucha por la legitimidad de conceptos e ideologías; que la legitimación política procede de ahí y que, por ejemplo, el thatcherismo y su contrarrevolución cultural se basaron tanto en la deslegitimación de la ideología del estado de bienestar o socialdemócrata (antes decíamos «liberal») como en los problemas estructurales inherentes al propio estado del bienestar.
Esto me permite expresar mi tesis en su forma más fuerte: la retórica del mercado ha sido un componente fundamental y central de esta lucha ideológica, de esta batalla por legitimar o deslegitimar el discurso de la izquierda. La rendición a las diversas formas de la ideología de mercado —me refiero en la izquierda, por no mencionar a los demás— ha sido imperceptible, pero de una universalidad preocupante. Ahora, todo el mundo está dispuesto a farfullar (como si fuera una concesión intrascendente que se le hace de paso a la opinión pública y al saber recibido, o a las presuposiciones comunicativas compartidas) que ninguna sociedad puede funcionar eficazmente sin el mercado, y que planificar es a todas luces imposible. Éste es el segundo aspecto del más antiguo discurso de la «nacionalización», y llega unos veinte años después; del mismo modo, la postmodernidad plena (sobre todo en el terreno político) ha resultado ser la secuela, la continuación y el cumplimiento del episodio del «final de la ideología» de los lejanos años cincuenta. En todo caso, en aquella época estábamos dispuestos a musitar nuestro asentimiento a la tesis, cada vez más extendida, de que el socialismo nada tenía que ver con la nacionalización; como consecuencia, hoy nos encontramos con que hemos de aceptar la tesis de que, en realidad, el socialismo ya nada tiene que ver con el propio socialismo. No debe permitirse que la tesis de que «el mercado está en la naturaleza humana» quede incontestada; a mi juicio, es el ámbito más crucial de la lucha ideológica de nuestros días. Si se deja pasar porque parece una admisión sin importancia o, peor aún, porque realmente se ha llegado a creerla «de corazón», entonces, efectivamente, tanto el socialismo como el marxismo se habrán deslegitimado, al menos durante un tiempo. Sweezy nos recuerda que hubo muchos lugares donde el capitalismo no se impuso antes de que por fin llegara a Inglaterra; y que si los socialismos que hoy existen se van al garete, más adelante vendrán otros y serán mejores. Soy de la misma opinión, pero no tenemos por qué convertirla en una profecía que conlleva su propio cumplimiento. Con este espíritu, quisiera añadir a las formulaciones y tácticas del «análisis del discurso» el mismo tipo de calificador histórico: el nivel fundamental en que se libra la lucha política es el de la legitimidad de conceptos como planificación o el mercado —al menos ahora mismo y en la situación en que nos encontramos—. En tiempos futuros, la política extraerá de ahí formas más activistas, al igual que hizo en el pasado.
Por último, debe añadirse respecto a este punto metodológico que el marco conceptual del análisis del discurso no es más satisfactorio que las ensoñaciones de los proudhonianos (aunque nos permite practicar adecuadamente, en una época postmoderna, el análisis ideológico sin denominarlo así): dar autonomía a la dimensión del /concepto/ y llamarlo «discurso» sugiere que esta dimensión carece potencialmente de una relación con la realidad, y que se la puede dejar a la deriva, para que funde su propia subdisciplina y desarrolle sus propios especialistas. Sigo prefiriendo llamar al /mercado/ lo que es, a saber, un ideologema, y suponer sobre él lo que se les debe suponer a todas las ideologías: que, por desgracia, tenemos que hablar de las realidades tanto como de los conceptos. ¿Es el discurso del mercado una mera retórica? Sí y no (por reproducir la gran lógica formal de la identidad de la identidad y de la no identidad); y, para hacerlo bien, hay que hablar de los mercados reales tanto como de metafísica, psicología, publicidad, cultura, representaciones y aparatos libidinales.
Pero, de algún modo, esto significa bordear el vasto continente de la filosofía política como tal, que es en sí misma una especie de «mercado» ideológico, donde, como en un gigantesco sistema combinatorio, disponemos de todas las variantes y combinaciones posibles de «valores» políticos, opciones y «soluciones», a condición de que pensemos que somos libres para escoger entre ellas. En este gran emporio, por ejemplo, podemos combinar la proporción libertad-igualdad según nuestro carácter individual, como cuando el Estado interviene para oponerse a una fantasía individual o libertad personal por ser perjudiciales; o cuando se condena la igualdad porque sus valores llevan a reclamaciones sobre la corrección de los mecanismos del mercado y a la intervención de otros tipos de «valores» y prioridades. La teoría de la ideología excluye este carácter opcional de las teorías políticas, no sólo porque los «valores» como tales posean fuentes más profundas (de clase e inconscientes) que las de la mente consciente, sino también porque la teoría misma es cierta clase de forma determinada por el contenido social, y sus maneras de reflejar la realidad social son más complicadas que las maneras en que una solución «refleja» su problema. Puede observarse que lo que aquí tiene lugar es la ley dialéctica fundamental de la determinación de una forma por su contenido —algo que no ocurre en teorías o disciplinas que no distinguen entre un nivel de la «apariencia» y otro de la «esencia», y donde fenómenos como la ética o la mera opinión política como tales se pueden modificar mediante la decisión consciente o la persuasión racional—. En efecto, una observación extraordinaria de Mallarmé —«il n’existe d’ouvert á la recherche mentale que deux voies, en tout, oü bifurque notre besoin, á savoir, l’esthétique d’une part et aussi l’économie politique»[2]— sugiere que las afinidades más profundas entre una concepción marxiana de la economía política en general y el ámbito de lo estético (como, por ejemplo, en la obra de Adorno o Benjamin) deben localizarse precisamente aquí, en la percepción que ambas disciplinas comparten de este inmenso movimiento dual de un plano de la forma y un plano de la sustancia (por usar un lenguaje alternativo del lingüista Hjemslev).
Esto parecería confirmar la queja tradicional de que el marxismo carece de toda reflexión política autónoma, algo que, no obstante, nos parece que constituye su fuerza más que su debilidad. El marxismo, en efecto, no es una filosofía política del tipo Weltanscbauung, y en absoluto anda a gatas respecto al conservadurismo, el liberalismo, el radicalismo, el populismo o lo que fuere. No cabe duda de que hay una práctica marxista de la política, pero el pensamiento político del marxismo, cuando no es práctico en ese sentido, tiene que ver exclusivamente con la organización económica de la sociedad y con la forma de cooperar que tiene la gente para organizar la producción. Esto significa que el «socialismo» no es exactamente una idea política o, si se quiere, que presupone el final de cierto pensamiento político. Significa también que tenemos homólogos entre los pensadores burgueses, pero no son los fascistas (que a este respecto tienen muy poco que se pueda considerar como pensamiento, y en cualquier caso se han extinguido históricamente), sino más bien los neoliberales y las gentes del mercado: también para ellos, la filosofía política carece de valor (al menos, una vez se han librado de los argumentos del enemigo marxista, colectivista), y la «política» significa ahora tan sólo el cuidado y sustento del aparato económico (en este caso, el mercado, antes que los medios de producción poseídos y organizados colectivamente). En efecto, sostendré que tenemos mucho en común con los neoliberales; de hecho, casi todo —¡excepto lo esencial!
Pero en primer lugar hay que decir lo que es obvio, a saber, que el eslogan del mercado no sólo cubre un gran espectro de referentes o preocupaciones distintos sino que, además, casi siempre es un nombre poca apropiado. Por una parte, no existe hoy ningún mercado libre en el ámbito de los oligopolios y las multinacionales: Galbraith sugirió hace mucho que los oligopolios eran nuestro sustituto imperfecto para la planificación de corte socialista.
Mientras, en su acepción general, el mercado como concepto rara vez tiene que ver con la elección o la libertad, puesto que éstas nos llegan determinadas de antemano, ya se trate de nuevos modelos de coches, de juguetes o de programas de televisión: no cabe duda de que seleccionamos entre ellos, pero apenas puede decirse que tengamos voz ni voto cuando escogemos uno. En consecuencia, la homología con la libertad es, en el mejor de los casos, una homología con nuestra democracia parlamentaria de tipo representativo.
Así pues, podría parecer también que en los países socialistas el mercado tiene más que ver con la producción que con el consumo, puesto que es ante todo el suministro de repuestos, componentes y materias primas para otras unidades de producción lo que se antepone como problema más urgente (y es entonces cuando se fantasea que el mercado al estilo occidental es una solución). Pero es de suponer que el eslogan del mercado y toda su retórica adjunta se concibieron para asegurar un giro y un desplazamiento decisivos desde la conceptualidad de la producción a la de la distribución y el consumo: algo que, de hecho, pocas veces parece que cumpla.
Asimismo, dicho sea de paso, da la impresión de que elimina la cuestión crucial de la propiedad, con la que los conservadores han tenido una evidente dificultad intelectual: aquí, la exclusión de «la justificación de los títulos originales de propiedad»[3] se verá como un enfoque sincrónico que excluye la dimensión de la historia y el cambio histórico sistémico.
Por último, hay que señalar que, según muchos neoliberales, no sólo carecemos aún de un mercado libre sino que, además, lo que tenemos en su lugar (y lo que, por lo demás, a veces se defiende como «mercado libre» frente a la Unión Soviética)[4] —a saber, un compromiso y soborno mutuos de grupos de presión, intereses particulares y similares— es, según la Nueva Derecha, una estructura absolutamente hostil al libre mercado auténtico y a su establishment. Este tipo de análisis (a veces llamado teoría de la elección pública) es el equivalente de derechas al análisis que hacen las izquierdas de los media y el consumismo (en otras palabras, la necesaria teoría de la resistance, el informe de lo que en el área y la esfera pública suele impedir a las personas adoptar un sistema mejor y les obstaculiza su comprensión y recepción de tal sistema).
Los motivos del éxito de la ideología de mercado no pueden, por tanto, buscarse en el mercado mismo (incluso una vez establecidos con exactitud los fenómenos que designa la palabra). Pero lo mejor es empezar con la versión metafísica más fuerte y comprehensiva, que asocia el mercado con la naturaleza humana. Esta postura se presenta de muchas formas, a menudo imperceptibles, pero Gary Becker la ha formalizado adecuadamente con su admirable enfoque totalizador en lo que constituye todo un método: «Sostengo que el enfoque económico aporta un valioso marco unificado para entender todo comportamiento humano»[5]. Por ejemplo, cabe someter el matrimonio a un tipo de análisis de mercado:
Mi análisis implica que los iguales o los desiguales se juntan cuando esto maximiza la producción total de mercancías domésticas sobre los restantes matrimonios, con independencia de si esto sucede en el aspecto financiero (como las tarifas salariales y las rentas de propiedad), genético (como la altura y la inteligencia) o psicológico (como la agresividad y la pasividad)[6].
Pero aquí hay una nota a pie de página clarificadora y muy importante que nos permite empezar a entender lo que realmente pone en juego la interesante propuesta de Becker:
Permítanme insistir de nuevo en que la producción de mercancías no es la misma que el producto nacional como se suele medir habitualmente, sino que incluye niños, compañía, salud y una serie de bienes diversos.
Así pues, lo que salta inmediatamente a la vista es la siguiente paradoja, de absoluta relevancia sintomática para el turista teórico marxiano: que éste, el más escandaloso de todos los modelos de mercado, ¡es en realidad un modelo de producción! En él, el consumo se describe explícitamente como producción de una mercancía o de una utilidad concreta; en otras palabras, un valor de uso que puede ser cualquier cosa, desde la gratificación sexual hasta un lugar adecuado donde ocuparse de los hijos si el mundo exterior es inclemente. He aquí la descripción central de Becker:
El marco funcional de la producción doméstica subraya los servicios paralelos realizados por empresas y hogares en cuanto unidades de organización. De modo similar a la empresa típica analizada en la teoría estándar de la producción, el hogar invierte en activos fijos (ahorros), bienes de equipo (bienes duraderos) y el capital encarnado en su «fuerza de trabajo» (capital humano de los miembros de la familia). En cuanto entidad organizativa, el hogar, como la empresa, se dedica a la producción utilizando esta mano de obra y este capital. Se considera que cada uno maximiza su función objetiva sometido a las limitaciones de los recursos y la tecnología. Este modelo de producción no solamente subraya que el medio doméstico es la unidad básica de análisis adecuada en la teoría del consumo, sino que además realza la interdependencia de varias decisiones domésticas: decisiones sobre el suministro de la mano de obra familiar y los gastos de bienes mediante el análisis de un período temporal determinado, y decisiones sobre el matrimonio, el tamaño de la familia, el compromiso de la mano de obra y los gastos en bienes e inversiones en capital humano, todo ello mediante un análisis que comprende el ciclo de una vida. El reconocimiento de la importancia del tiempo como recurso escaso en el ámbito doméstico ha desempeñado un papel integral para desarrollar los usos empíricos del enfoque de la función de la producción doméstica[7].
Admito que podemos aceptar esto, y que constituye una perspectiva absolutamente realista y sensata no sólo de este mundo humano sino de todos, incluso si nos remontamos hasta los primeros homínidos. Quisiera hacer hincapié en unos cuantos rasgos cruciales del modelo de Becker: el primero es el énfasis en el propio tiempo como recurso (otro ensayo fundamental se titula «A Theory of the Allocation of Time»). Por supuesto, ésta es prácticamente la postura del propio Marx frente a la temporalidad, tal y como se desprende, tan espléndidamente, de los Grundrisse, donde todo valor termina siendo una cuestión de tiempo. También quiero sugerir la consistencia y el parentesco entre esta curiosa propuesta y gran parte de la teoría o filosofía contemporánea, que ha supuesto una prodigiosa expansión de lo que consideramos comportamiento racional o significativo. Mi impresión es que, sobre todo tras la difusión del psicoanálisis, pero también con la desaparición gradual de la «otredad» en un mundo en retroceso y en una sociedad invadida por los media, quedan muy pocas cosas que puedan considerarse «irracionales» en el sentido antiguo de «incomprensible»: las formas más viles de la toma de decisiones y el comportamiento humanos —la tortura en manos de sádicos y la intervención manifiesta o velada de líderes gubernamentales en otros países— nos son ahora comprensibles a todos (en términos, digamos, de un Verstehen diltheiano), sea cual sea nuestra opinión respecto al tema. Otra cuestión distinta, e interesante, es si tan lato concepto de Razón posee además algún valor normativo (como sigue pensando Habermas) en una situación en la que su opuesto, lo irracional, ha menguado hasta ser prácticamente inexistente. Pero los cálculos de Becker (y en su caso esta palabra no implica en absoluto al homo aeconomicus, sino toda clase de comportamientos mucho más irreflexivos, cotidianos y «preconscientes») pertenecen a esa corriente dominante; de hecho, el sistema me hace pensar más que nada en la libertad sartreana, en cuanto supone responsabilidad ante todo lo que hacemos. La elección sartreana (que también, por supuesto, tiene lugar en un nivel de comportamiento cotidiano que no es autoconsciente) significa la producción individual o colectiva en cada momento de las «mercancías» de Becker (que no tienen por qué ser hedonistas en sentido estricto, siendo el altruismo, por ejemplo, una mercancía o un placer de este tipo). Las consecuencias representacionales de una postura como ésta nos llevarán a pronunciar por vez primera (con retraso) la palabra postmodernidad. Sólo las novelas de Sartre (y son muestras; fragmentos enormes e inacabados) transmiten cierta idea de cómo sería una representación de la vida que interpretara y narrase cada gesto y acto humano, cada deseo y decisión, en términos del modelo de maximización de Becker. Esta representación revelaría un extraño mundo sin trascendencia y sin perspectiva (por ejemplo, la muerte es aquí una mera cuestión más de la maximización de la utilidad); y sin argumento en ningún sentido tradicional, puesto que todas las decisiones serían equidistantes y estarían en un mismo nivel. Sin embargo, la analogía con Sartre sugiere que este tipo de lectura —que debiera ser un desmitificador encuentro cara a cara con la vida cotidiana, sin distancias ni adornos— quizá no sea del todo postmoderno en los sentidos más descabellados de esa estética. Da la impresión de que Becker se ha saltado las formas más salvajes de consumo que ofrece lo postmoderno, que en otros lugares es capaz de perpetrar un delirio virtual del consumo de la propia idea del consumo: sin duda, en lo postmoderno es la propia idea de mercado lo que se consume con inmensa gratificación; por así decirlo, un bono o superávit del proceso de mercantilización. Los sobrios cálculos de Becker se quedan cortos, no necesariamente porque la postmodernidad sea inconsistente o incompatible con el conservadurismo político sino, sobre todo, porque el suyo es en última instancia un modelo de producción y en absoluto de consumo, como hemos insinuado antes. ¡No podemos menos que recordar la gran introducción a los Grundrisse, donde la producción se convierte ' en consumo y distribución y luego regresa recurrentemente a su forma productiva básica (en la categoría sistémica aumentada de producción, con la que Marx desea sustituir la categoría temática o análitica)! En efecto, cabría quejarse de que los actuales apologetas del mercado —los conservadores teóricos— no manifiestan demasiado placer o jouissance (como veremos, su mercado funciona básicamente a modo de policía que le impide el paso a Stalin, y cabe sospechar que Stalin es, a su vez, una palabra cifrada para referirse a Roosevelt).
Como descripción, entonces, el modelo Becker me parece impecable y sin duda muy fiel a los hechos de la vida tal como la conocemos; por supuesto, cuando se vuelve prescriptivo nos hallamos ante las formas de reacción más insidiosas (mis dos consecuencias prácticas favoritas son, primero, que si las minorías oprimidas contraatacan sólo consiguen empeorar su situación; y, segundo, que la productividad de la «producción doméstica», en el especial sentido de Becker [ver arriba], decae significativamente cuando la esposa tiene un empleo). Es fácil ver por qué esto es así. El modelo Becker es postmoderno en su estructura en cuanto transcodificación; aquí se combinan dos sistemas explicativos, diferentes mediante la afirmación de la identidad fundamental (siempre se protesta que ésta es no metafórica, siendo éste el signo más seguro de un intento de metaforizar): por un lado, el comportamiento humano (en lugar destacado, la familia o el oikos), y por otro la firma o empresa. La reescritura de fenómenos como tiempo libre y rasgos de personalidad en términos de materias primas potenciales genera así mucha fuerza y claridad. No se sigue, sin embargo, que se puedan quitar los corchetes figurales de la misma manera que se le arrancaría triunfalmente el velo a una estatua, permitiéndonos entonces razonar sobre los asuntos domésticos en términos de dinero o de lo económico como tal. Pero es precisamente así como Becker «deduce» sus conclusiones práctico-políticas. Así pues, Becker tampoco presenta aquí una postmodernidad absoluta, donde la consecuencia del proceso de transcodificación sea suspender todo lo que solía ser «literal». Becker quiere combinar el equipamiento de la metáfora y la identificación figural, y termina regresando, en un movimiento final, al nivel literal (que en el capitalismo tardío, entretanto, se ha esfumado bajo sus pies).
¿Por qué no me resulta especialmente escandaloso nada de esto, y cuál podría ser su «uso correcto»? Como en el caso de Sartre, según Becker, la elección ocurre en un entorno previamente asignado; Sartre lo teoriza (lo llama «situación»), pero Becker lo descuida. En ambos encontramos una feliz reducción del sujeto a la antigua usanza (o individuo, o ego), que ahora es poco más que un punto de consciencia dirigido al cúmulo de materiales disponibles que ofrece el mundo externo, y que toma decisiones respecto a esa información que son «racionales» en el nuevo y más amplio sentido de aquello que cualquier otro ser humano podría comprender (en el sentido de Dilthey, o en el de Rousseau, todo aquello con lo que cualquier otro ser humano podría «simpatizar»). Eso significa que se nos libera de todo tipo de mitos más propiamente «irracionales» sobre la subjetividad, y que podemos dirigir nuestra atención hacia la propia situación, ese inventario accesible de recursos que es el propio mundo externo y que ahora debe, en efecto, llamarse Historia. El concepto sartreano de la situación es un nuevo modo de pensar la historia como tal; Becker evita todo movimiento comparable, y tiene buenas razones. He sugerido que incluso en el socialismo (y en modos de producción más tempranos) podemos imaginarnos al individuo funcionando bajo el modelo Becker. Lo que variará, entonces, es la propia situación: la naturaleza del «ámbito doméstico», la reserva de materias primas; en efecto, la forma y la figura mismas de las «mercancías» que ahí vayan a producirse. El mercado de Becker, por tanto, de ninguna manera termina como una simple loa más del sistema de mercado, sino que reconduce nuestra atención hacia la propia historia y las diversas situaciones alternativas que ofrece.
Debemos sospechar, pues, que las defensas esencialistas del mercado encierran en realidad otras cuestiones: los placeres del consumo son poco más que las fantasiosas consecuencias ideológicas de las que pueden disponer los consumidores ideológicos que participan de la teoría del mercado, de la que ellos mismos no forman parte. De hecho, una de las grandes crisis de la nueva revolución cultural conservadora —y, por el mismo rasero, una de sus grandes contradicciones internas— la encarnaron estos mismos ideólogos, cuando surgió cierto nerviosismo ante el éxito con que la América del consumo había superado la ética protestante y podía desparramar sus ahorros (e ingresos futuros) ejerciendo su nueva naturaleza, como un comprador profesional a tiempo completo. Pero está claro que no se puede tener las dos cosas; no existe un mercado floreciente y activo cuya sección de compradores la integren calvinistas y tradicionalistas muy trabajadores que conocen el valor del dólar.
La pasión por el mercado siempre fue política, como nos ha enseñado el gran libro de Albert O. Hirschman The Passions and the Interests. El mercado (por fin, en lugar de la «ideología de mercado») tiene menos que ver con el consumo que con la intervención del gobierno, e incluso con los males de la libertad y de la propia naturaleza humana. Barry aporta una descripción representativa del famoso «mecanismo» del mercado:
Con «proceso natural» Smith se refería a lo que ocurriría, o al curso de acontecimientos que surgirían de la interacción individual en ausencia de una intervención humana específica, bien de tipo político, bien desde la violencia. El comportamiento de un mercado es un obvio ejemplo de estos fenómenos naturales. Las propiedades autorregulativas del sistema de mercado no son fruto de una mente maquinadora, sino un resultado espontáneo del mecanismo de los precios. Ahora bien, a partir de ciertas uniformidades de la naturaleza humana, incluido, por supuesto, el deseo natural de «mejorarnos», puede deducirse lo que ocurrirá cuando el gobierno altere este proceso autorregulador. Así, Smith muestra cómo las leyes de aprendizaje, las restricciones al comercio internacional, los privilegios corporativos, etc., perturban, pero no pueden suprimirlas del todo, las tendencias económicas naturales. El orden espontáneo del mercado tiene lugar mediante la interdependencia de sus partes constitutivas, y toda intervención en este orden es simplemente contraproducente: «Ninguna regulación del comercio puede incrementar la cantidad de la industria en cualquier parte de la sociedad más allá de lo que su capital pueda mantener. Sólo puede desviar una parte de él por una dirección que, de otro modo, no hubiera seguido». Con la expresión «libertad natural» Smith se refería al sistema en que cada hombre, siempre que no viole las leyes (negativas) de la justicia, es absolutamente libre para procurar su propio interés a su manera y entablar una competición entre su industria y capital con los de cualquier otro hombre[8].
Así pues, la fuerza del concepto de mercado reside, como dicen hoy, en su estructura «totalizadora»; esto es, en su capacidad de proporcionar un modelo de una totalidad social. Es otra manera de desplazar el modelo marxiano: distinto del ya conocido giro weberiano y postweberiano desde la economía a la política, desde la producción al poder y al dominio. Pero el desplazamiento desde la producción a la circulación no es menos profundo e ideológico, y tiene la ventaja de sustituir las fantasiosas representaciones antediluvianas —narrativas muy cómicas en la nueva época postmoderna— que acompañaban al modelo de «dominación», desde 1984 y Oriental Despotism hasta Foucault, por representaciones de un orden completamente diferente. (Enseguida defenderé que éstas no son principalmente consumistas).
No obstante, lo que primero hemos de comprender son las condiciones de posibilidad de este concepto alternativo de la totalidad social. Marx sugiere (de nuevo, en los Grundrisse) que el modelo de la circulación o del mercado precederá histórica y epistemológicamente a otras formas de cartografía y constituirá la primera representación que permite captar la totalidad social:
La circulación es el movimiento en el que la venta general se presenta como alienación general, y la apropiación general como venta general. A pesar de que ahora la totalidad de este movimiento se presenta como un proceso social, y a pesar de que los momentos aislados de este movimiento parten de la voluntad consciente y de los fines aislados de los individuos, a pesar de ello, la totalidad del proceso se presenta como una conexión objetiva, que surge naturalmente; ciertamente procede de la acción recíproca de los individuos conscientes, pero no descansa en su consciencia ni, en cuanto totalidad, está sometido a ella. El mismo choque recíproco entre los individuos produce una poder social extraño a ellos y que está por encima de ellos; su actuación recíproca se presenta como un poder y un proceso independiente de ellos. La circulación, puesto que constituye una totalidad del proceso social, es también la forma en la que no sólo la relación social se presenta como algo independiente de los individuos —como algo existente, por ejemplo, en un pedazo de dinero o en un valor de cambio—, sino en la que la totalidad del movimiento social mismo se presenta de tal forma[9].
Lo sorprendente de estas reflexiones es que parecen identificar dos cosas que casi siempre se han considerado como conceptos muy distintos: el «bellum omnium contra omnes» de Hobbes y la «mano invisible» de Adam Smith (que aquí se presenta disfrazada de «estrategia de la razón» hegeliana). Yo sostendría que el concepto de Marx de «sociedad civil» es parecido a lo que ocurre cuando ambos conceptos (como materia y antimateria) se combinan inesperadamente. Aquí, sin embargo, lo relevante es que lo que Hobbes teme es, en cierto sentido, lo mismo que inspira confianza a Smith (en cualquier caso, la naturaleza más profunda del terror hobessiano se ilumina curiosamente con la complacencia de la definición de Milton Friedman: «Un liberal teme fundamentalmente al poder concentrado»[10]). La concepción de una violencia feroz inherente a la naturaleza humana y escenificada en la Revolución Inglesa, de donde procede la teorización («temerosa») de Hobbes, no se modifica ni mejora con la «douceurdu commerce» de Hirschman[11]; es rigurosamente idéntica (en Marx) a la competencia de mercado. La diferencia no es político-ideológica sino histórica: Hobbes necesita el poder estatal para domar y controlar la violencia de la naturaleza humana y la competición; en Adam Smith (y en Hegel, en otro plano metafísico) el sistema competitivo, el mercado, realiza la doma y el control por sí mismo, sin necesitar ya del Estado absoluto. Pero lo que queda claro a lo largo de la tradición conservadora es que la motivan el miedo y las ansiedades, siendo la guerra civil o el crimen urbano meras figuras de la lucha de clases. El mercado es, entonces, el Leviatán con piel de oveja: su función no es fomentar y perpetuar la libertad (y mucho menos una libertad de cariz político) sino reprimirla; y en relación con esta imagen podemos recuperar los eslóganes de los años del existencialismo —el miedo a la libertad, la huida de la libertad—. La ideología del mercado nos asegura que los seres humanos son un desastre cuando intentan controlar sus destinos («el socialismo es imposible»), y que somos afortunados por poseer un mecanismo interpersonal —el mercado— que puede sustituir a la hubris humana y a la planificación y reemplazar por completo las decisiones humanas. Sólo tenemos que mantenerlo limpio y engrasado, y —como el monarca hace ya tantos siglos— se ocupará de nosotros y nos tendrá a raya.
Sin embargo, el motivo de que este reconfortante sustituto de la divinidad posea hoy un atractivo tan universal es una cuestión histórica de distinta índole. Atribuir el nuevo abrazo de la libertad de mercado al miedo al estalinismo y a Stalin es conmovedor aunque comporte un ligero error temporal, pero no hay duda de que la actual Industria del Gulag ha sido un elemento crucial para la «legitimación» de estas representaciones ideológicas (junto con la Industria del Holocausto, cuyas peculiares relaciones con la retórica del Gulag requieren un estudio cultural e ideológico más detallado).
La crítica más inteligente que he recibido a un extenso análisis de los años sesenta que publiqué en cierta ocasión[12] se la debo a Wlad Godzich, quien manifestó su asombro socrático ante la ausencia, en mi modelo global, del Segundo Mundo, y en concreto de la Unión Soviética. Nuestra experiencia de la perestroika ha revelado dimensiones de la historia soviética que apoyan con fuerza la postura de Godzich y hacen aún más lamentable mi propio lapsus; así que haré un desagravio exagerando en la otra dirección. De hecho, he llegado a tener la impresión de que el fracaso del experimento Khrushchev no sólo fue desastroso para la Unión Soviética, sino que de algún modo fue crucial para el resto de la historia global, y en no menor medida para el futuro del propio socialismo. En efecto, en la Unión Soviética se nos da a entender que la generación Khrushchev fue la última que creyó en la posibilidad de una renovación del marxismo, por no hablar del socialismo; o más bien, a la inversa, que fue su fracaso lo que ahora determina la indiferencia radical ante el marxismo y el socialismo de varias generaciones de intelectuales más jóvenes. Pero pienso que este fracaso fue también determinante en los desarrollos más básicos de otros países; y, si bien no es de desear que los camaradas rusos carguen con toda la responsabilidad de la historia global, sí veo cierta semejanza entre lo que la revolución soviética significó para el resto del mundo en términos positivos y los efectos negativos de esta última oportunidad fallida de restaurar aquella revolución y transformar el partido en el proceso. Tanto la anarquía de los años sesenta en Occidente como la Revolución Cultural china deben atribuirse a aquel fracaso, cuya prolongación, mucho después de la muerte de ambas, explica el triunfo universal de lo que Sloterdijk denomina «razón cínica» en el actual consumo omnipresente de lo postmoderno. Por tanto, no es de extrañar que esta profunda desilusión respecto a la praxis política desembocase en la popularidad de la retórica de la renuncia del mercado y en la rendición de la libertad humana a una mano invisible que ahora es pródiga.
En cualquier caso, nada de esto (que sin embargo compromete al pensamiento y al análisis racional) contribuye demasiado a explicar la característica más sorprendente del desarrollo discursivo; a saber, cómo la monotonía de los negocios y de la propiedad privada, lo grisáceo de la actividad empresarial y el aroma casi dickensiano del título y la apropiación, los tipos de interés, las fusiones, la banca de inversiones y otras transacciones afines (ya lejana la fase heroica de los negocios, o capitalismo sin escrúpulos) han resultado ser tan sexys en nuestros días. A mi juicio, lo excitante de la tediosa representación de los años cincuenta del mercado libre deriva de su asociación metafórica ilegítima con una representación de corte muy distinto: a saber, los propios media en su más amplio sentido contemporáneo y global (incluida la infraestructura de los más recientes artilugios y alta tecnología de los media). La operación es la operación postmoderna que ya mencionamos antes, en la que dos sistemas de códigos se identifican de tal manera que permiten que las energías libidinales del uno invadan al otro sin producir, no obstante (como en momentos anteriores de nuestra historia cultural e intelectual), una síntesis, una nueva combinación un nuevo lenguaje combinado o lo que fuere.
Horkheimer y Adorno observaron hace mucho, en la época de la radio, la peculiaridad de la estructura de una «industria cultural» comercial cuyos productos eran gratuitos[13]. De hecho, la analogía entre los media y el mercado se fortalece con este mecanismo: que ambas cosas sean comparables no se debe a que los media sean como el mercado; más bien, si son comparables es porque el «mercado» es tan diferente de su «concepto» (o idea platónica) como los media lo son de su propio concepto. Los media ofrecen programas gratis y, si bien el consumidor no escoge en absoluto su contenido y su surtido, la selección se bautiza después nuevamente como «elección libre».
En la desaparición gradual del lugar físico del mercado, y en la tendencia a la identificación de la mercancía con su imagen (o marca o logo), tiene lugar otra simbiosis más íntima entre el mercado y los media. Las fronteras se borran (de maneras profundamente definitorias de lo postmoderno) y una indiferenciación de niveles va ocupando paulatinamente el lugar de la antigua separación entre la cosa y el concepto (o también, ciertamente, entre la economía y la cultura, la base y la superestructura). Para empezar, los productos que se venden en el mercado se convierten en el contenido mismo de la imagen de los media, de modo que, por así decirlo, parece que el mismo referente se aplica a ambos dominios. Esto es muy distinto de una situación más primitiva en la que a una serie de señales informacionales (noticias, folletines, artículos) se le añadía una recomendación que promocionaba un producto comercial sin relación alguna. Hoy los productos se difunden, por decirlo así, a través del espacio y el tiempo de los segmentos de entretenimiento (incluso de las noticias) como parte de su contenido, con lo que en casos muy bien publicitados (destaca la serie Dinastía)[14] a veces no está claro cuándo ha concluído el segmento narrativo y empieza el anuncio (ya que los mismos actores aparecen también en el segmento publicitario).
Esta interpenetración a través del contenido se intensifica de una manera algo distinta debido a la naturaleza de los productos mismos; la impresión que se tiene, sobre todo al tratar con extranjeros a quienes ha enardecido el consumismo americano, es que los productos forman una suerte de jerarquía cuyo clímax reside precisamente en la propia tecnología de la reproducción que, por supuesto, se extiende hoy mucho más allá del clásico aparato de televisión y, en general, ha llegado a encarnarse en la nueva tecnología informática o de los ordenadores de la tercera etapa del capitalismo. Por lo tanto, debemos plantear otro tipo de consumo: el consumo del propio proceso de consumo, por encima y más allá de su contenido y de los productos comerciales inmediatos. Es necesario hablar de cómo la nueva maquinaria ofrece una especie de prima tecnológica de placer que, por decirlo así, se recrea simbólicamente y es devorada de modo ritual en cada sesión de consumo mediático oficial. No es una mera casualidad que la retórica conservadora que a menudo acompañaba a la retórica de mercado (y que, a mi modo de ver, representaba una estrategia algo distinta de deslegitimación) tuviera que ver con el fin de las clases sociales —conclusión ésta que la presencia de la televisión en las viviendas de los trabajadores siempre demuestra y «prueba»—. Gran parte de la euforia de la postmodernidad deriva de esta celebración del proceso de la informatización de alta tecnología (y la prevalencia de las teorías actuales de la comunicación, del lenguaje o de los signos es, así, un derivado ideológico de esta «concepción del mundo» más general). Como hubiera dicho Marx, éste es un segundo momento en el que —como el «capital en general», por oposición a los «muchos capitales»— los media «en general», en cuanto proceso unificado, de alguna manera se ponen en primer plano y se experimentan (a diferencia del contenido de las proyecciones de los media individuales); y cabría pensar que es esta «totalización» la que permite tender un puente hasta las imágenes de fantasía del «mercado en general» o «mercado como proceso unificado».
La tercera característica de la compleja red de analogías entre los media y el mercado que subyace a la fuerza de la actual retórica de este último se puede localizar entonces en la propia forma. Es aquí donde debemos regresar a la teoría de la imagen, recordando la admirable derivación teórica de Guy Debord (la imagen como forma final de la reificación de la mercancía)[15]. En este punto se invierte el proceso, y no son los productos comerciales del mercado los que en la publicidad se convierten en imágenes sino que, más bien, son los propios procesos narrativos y de entretenimiento de la televisión pública los que, a su vez, se reifican y convierten en mercancías: desde la propia narrativa del serial, con sus segmentos y cortes formulaicos y rígidos, hasta lo que las tomas de la cámara le hacen al espacio, el argumento, los personajes y la moda; y también un nuevo proceso de creación de estrellas y famosos que parece distinto de la experiencia histórica más antigua y conocida de estas cuestiones, y que hoy converge con los fenómenos hasta ahora «seculares» de la anterior esfera pública (gente y acontecimientos auténticos que salen en el telediario nocturno, la transformación de nombres propios en algo así como logos de noticias, etc.). Muchos análisis han demostrado que los telediarios se estructuran exactamente como seriales narrativos; mientras, algunos de los que nos encontramos en ese otro recinto de la cultura oficial o «alta» hemos intentado mostrar el declive y la obsolescencia de categorías como «ficción» (en el sentido de algo que se opone bien a lo «literal», bien a lo «fáctico»). Pero pienso que aquí hay que teorizar una profunda modificación de la esfera pública: el surgimiento del nuevo ámbito de la realidad de la imagen, a la vez ficcional (narrativo) y fáctico (hasta los personajes de los seriales se perciben como estrellas auténticas «nombradas» con historias externas que pueden leerse). Como la anterior «esfera de la cultura» clásica, ahora se ha vuelto semiautónomo y flota por encima de la realidad, con la diferencia histórica fundamental de que en el período clásico la realidad persistía independientemente de esta «esfera cultural» sentimental y romántica, mientras que hoy parece haber perdido ese modo separado de existencia. Hoy, la cultura afecta a su vez a la realidad de tal manera que toda forma suya independiente y, por así decirlo, no cultural o extra-cultural, se vuelve problemática (con una especie de principio heisenbergiano de la cultura de masas que interviene entre el ojo y la cosa misma). De este modo, los teóricos terminan aunando sus voces en la nueva doxa de que el «referente» ya no existe.
En todo caso, en este tercer momento los contenidos de los media se han convertido en mercancías, que después se dispersan en una versión más salvaje del mercado a la que se asocian hasta que ambas cosas resultan indistinguibles. Así pues, ahora los media —en cuanto aquello que se imaginó que era el mercado— regresan al mercado y, volviéndose parte de él, sellan y certifican que la identificación que antes era metafórica o analógica es una realidad «literal».
Por último, lo que queda por añadir a estas discusiones abstractas sobre el mercado es un calificador pragmático, una funcionalidad secreta que a veces arroja toda una nueva luz —que ilumina a una desvaída altura media— sobre el discurso visible. Esto es lo que, desesperado o fuera de quicio, espeta Barry en la conclusión de su útil libro: que el examen filosófico de las diversas teorías neoliberales sólo puede aplicarse a una situación fundamental que podemos llamar (no sin ironía) «la transición desde el socialismo al capitalismo»[16]. Las teorías del mercado, en otras palabras, siguen siendo utópicas en la medida en que no se pueden aplicar a este proceso fundamental de la «derregulación» sistémica. El propio Barry había ilustrado ya la importancia de este veredicto en un capítulo anterior, donde, al analizar a los teóricos de la elección racional, señalaba que para éstos la situación ideal del mercado es tan utópica e irrealizable en las condiciones actuales como lo es hoy para la izquierda la revolución o la transformación socialista en los países capitalistas avanzados. Quisiera añadir que aquí el referente presenta dos caras: no sólo los procesos de varios países del Este que se han entendido como intentos de restaurar el mercado de algún modo, sino también los esfuerzos que ha habido en Occidente, sobre todo con Reagan y Thatcher, para librarse de las «regulaciones» del estado del bienestar y regresar a una forma más pura de condiciones de mercado. Hemos de tener en cuenta la posiblidad de que ambos esfuerzos puedan fracasar por motivos estructurales; pero también debe destacarse una y otra vez el interesante curso de los acontecimientos, donde resulta que el «mercado» es, al final, tan utópico como hace poco se decía del socialismo. En estas circunstancias, de nada sirve sustituir una estructura institucional inerte (planificación burocrática) por otra estructura institucional inerte (a saber, el propio mercado). Lo que se necesita es un gran proyecto colectivo en el que participe una mayoría activa de la población, algo que le pertenezca y construya con sus propias energías. El planteamiento de las prioridades sociales —conocido también en la literatura socialista como planificación— tendría que ser parte de este proyecto colectivo. Aun así, debería quedar claro que, casi por definición, el mercado no puede ser en absoluto un proyecto.