III. ESTÉTICA
Sin embargo, con esta nueva experiencia de la demografía y sus inesperadas consecuencias volvemos a encontrarnos con lo espacial mismo (y con la postmodernidad como cultura, como ideología y representación). La idea del predominio del espacio en la era postcontemporánea se la debemos a Henri Lefébvre[32] (a quien, no obstante, le es ajeno el concepto de una fase o período postmoderno: su principal marco de experiencia era la modernización de Francia en la época de la postguerra, pero sobre todo en la gaullista), y ha desconcertado a muchos lectores que recuerdan la concepción kantiana del espacio y el tiempo como vacíos recipientes formales, categorías de la experiencia tan omniabarcantes que no pueden entrar en las experiencias a las que sirven de marco y de presuposición estructuralmente capacitadora.
Estas sabias restricciones, que incluyen una saludable advertencia sobre el empobrecimiento esencial de los propios temas, no impidieron que los modernistas le sacaran partido al tiempo, cuyas coordenadas vacías intentaron conjurar en la mágica sustancia de un elemento, un auténtico manantial de la experiencia. Pero ¿por qué habría de ser el paisaje menos dramático que el Acontecimiento? La premisa, en cualquier caso, es que en nuestros días la memoria se ha debilitado, y que los grandes memorialistas son una especie prácticamente extinguida: a nosotros la memoria, cuando es una experiencia fuerte y capaz de atestiguar todavía la realidad del pasado, nos sirve tan sólo para aniquilar el tiempo y, con él, ese pasado.
Sin embargo, lo que Lefébvre quería acentuar era la correlación entre esas categorías organizativas hasta entonces universales y formales —que puede suponerse que para Kant eran aplicables a toda experiencia a lo largo de la historia humana— y la especificidad y originalidad históricas de los diversos modos de producción, que viven cada uno de modo diferente y distintivo el tiempo y el espacio (si es que se puede decir así, y si, contra Kant, somos capaces de tener una experiencia directa del espacio y el tiempo). El énfasis de Lefébvre sobre el espacio hizo algo más que corregir un desequilibrio (modernista); también reconoció la participación creciente, en nuestra experiencia vital tanto como en el propio capitalismo tardío, de lo urbano y de la nueva globalidad del sistema. Lefébvre pedía un nuevo tipo de imaginación espacial capaz de enfrentarse al pasado en nuevos términos y de leer sus secretos más ocultos en la plantilla de sus estructuras espaciales —cuerpo, cosmos, ciudad, todo lo que señalaba la intangible organización de las economías y formas lingüísticas culturales y libidinales. La propuesta exige una imaginación de la diferencia radical, que proyectemos nuestras organizaciones espaciales sobre las formas exóticas y casi de ciencia ficción de los modos de producción ajenos. Pero Lefébvre considera que todos los modos de producción están no sólo organizados espacialmente, sino que además constituyen modos distintivos de la «producción del espacio»; la teoría de la postmodernidad, sin embargo, infiere cierto suplemento de espacialidad en el período contemporáneo y sugiere que, aunque otros modos de producción (u otros momentos del nuestro) sean característicamente espaciales, el nuestro se ha espacializado en un sentido único, de tal modo que para nosotros el espacio es una dominante existencial y cultural, una característica o principio estructural tematizado y destacado que presenta un sorprendente contraste con su papel relativamente subordinado y secundario (aunque, sin duda, no menos sintomático) en modos de producción más tempranos[33]. Así pues, aunque todo sea espacial, esta realidad postmoderna es de alguna forma más espacial que todo lo demás.
Es más fácil ver por qué es esto así que cómo puede serlo. La predilección de los teóricos postmodernos por el espacio se entiende con más fácilidad como reacción (generacional) predecible contra la retórica de la temporalidad oficial, canonizada desde hace mucho, que sostenían los críticos y teóricos del modernismo, mientras que lo contrario favorece versiones dramáticas y visionarias del nuevo orden y sus nuevas emociones. Pero el eje temático no era arbitrario ni gratuito, y cabe investigar sus condiciones de posibilidad.
En mi opinión, una mirada más atenta a lo moderno descubriría la raíz de su característica experiencia de la temporalidad en los procesos y en la dinámica de modernización del capitalismo del cambio de siglo, con su gloriosa maquinaria nueva (tan aclamada por futuristas y muchos otros, aunque hubo escritores a quienes también llamamos «modernistas» que la condenaron y demonizaron con idéntico dramatismo); maquinaria que, no obstante, todavía no ha colonizado por completo el espacio social en el que surge. Arno Mayer nos ha provocado un saludable shock recordándonos la persistencia del antiguo régimen[34] hasta muy entrado el siglo XX, y la naturaleza parcial del «triunfo de la burguesía» o del capitalismo industrial en el período modernista, que sigue siendo mayoritariamente rural y, al menos estadísticamente, está dominado por campesinos y terratenientes con hábitos feudales. El automóvil esporádico introduce una nota que, aunque discordante, produce emoción, al igual que la electrificación intermitente e incluso la escasa pirotecnia de la aviación de la Primera Guerra Mundial. Así pues, la principal de las grandes oposiciones que no superó el capitalismo en este período es la existente entre el pueblo y la ciudad, y los sujetos o ciudadanos del período modernista son sobre todo personas que han vivido en mundos y tiempos múltiples —un pays medieval al que regresan durante las vacaciones familiares y una aglomeración urbana cuyas élites, al menos en la mayoría de los países avanzados, intentan «vivir con su siglo» y ser tan «absolutamente modernas» como les sea posible. El propio valor de lo Nuevo y de la innovación (tal y como se reflejan en todo lo que se extiende desde las formas herméticas del Primer Mundo hasta el gran drama de lo Viejo y lo Nuevo representado de distintas formas en los países del Tercer y del Segundo Mundo) presupone claramente la excepcionalidad de lo que se siente como «moderno»; mientras que la propia memoria profunda, que registra y cicatriza en el tiempo la diferenciación de la experiencia y evoca algo así como mundos alternativos intermitentes, también parece depender del «desarrollo desigual» existencial y psíquico, tanto como económico. La naturaleza se relaciona con la memoria no por motivos metafísicos, sino porque presenta el concepto y la imagen de un viejo modo de producción agrícola que se puede reprimir, recordar vagamente o recuperar con nostalgia en momentos de peligro y vulnerabilidad.
Todo esto lleva implícito el predecible sonido sordo del siguiente paso, a saber, la desaparición en la postmodernidad de la Naturaleza y de sus agriculturas precapitalistas, la homogeneización esencial de un espacio y una experiencia sociales que se han modernizado y mecanizado uniformemente (y en los que el abismo generacional se abre entre los modelos de los productos más que entre las ecologías de sus usuarios), y el triunfo de la estandarización y la conformidad que, temidas e imaginadas en los años cincuenta, hoy ya no suponen ningún problema para la gente que ha sido cortada por ese patrón (ni siquiera las pueden reconocer ni tematizar). Por eso antes definimos el modernismo como la experiencia y el resultado de la modernización incompleta y propusimos que lo postmoderno comienza a aparecer cuando el proceso de modernización ya no tiene aspectos y obstáculos arcaicos que superar y ha impuesto triunfalmente su propia lógica autónoma (a la que, por supuesto, ya no se le puede aplicar la palabra modernización, puesto que todo es ya «moderno»).
La memoria, la temporalidad, la emoción de lo «moderno», lo Nuevo y la innovación son entonces víctimas de este proceso, en el que no sólo desaparece el ancien régime de Mayer sino que incluso se liquida la cultura burguesa clásica de la belle époque. Así pues, la propuesta de Akira Asada[35] es tristemente profunda antes que ingeniosa: la referencia habitual a las fases del capitalismo (temprano, maduro, tardío o avanzado) es inadecuada y debería invertirse. De este modo, los primeros años se denominarían ahora capitalismo senil porque siguen siendo una cuestión de aburridos tradicionalistas de un viejo mundo; el capitalismo maduro o adulto mantendría su definición, con el fin de reflejar la moderación de los grandes capitalistas y aventureros sin escrúpulos. Nuestro propio período, hasta ahora tardío, puede conocerse en lo sucesivo como «capitalismo infantil», ya que todo el mundo ha nacido en él, lo da por asumido y nunca ha conocido otra cosa; la fricción, la resistencia y el esfuerzo de momentos anteriores han dado paso al juego libre de la automatización y la fungibilidad maleable de múltiples públicos y mercados de consumo: patines y multinacionales, procesadores de textos y ciudades que crecen de la noche a la mañana.
Según esta versión, sin embargo, ni el espacio ni el tiempo son «naturales» en el sentido en que se podría presuponer metafísicamente (bien como ontología o como naturaleza humana): ambos son la consecuencia y la imagen derivada que proyecta un cierto estado o estructura de producción y apropiación, de organización social de la productividad. Así, respecto a lo moderno hemos leído cierta temporalidad a partir de su espacio característicamente desigual; pero quizás el otro sentido de la lectura no sea menos productivo, y conduzca a cierta idea más articulada del espacio postmoderno mediante la historiografía fantástica postmoderna, tal como se encuentra en las disparatadas genealogías imaginarias y novelas que mezclan figuras y nombres históricos como si fueran cartas de una baraja finita. Si tiene sentido evocar cierto «regreso a contar relatos» en el período postmoderno, al menos aquí el «regreso» se puede observar en plena aparición (junto con la emergencia de la narratividad y la narratología en la producción teórica postmoderna, que puede también identificarse como un síntoma cultural de cambios más básicos que el mero descubrimiento de una nueva verdad teórica). En ese punto, todos los precursores encuentran su lugar en la nueva genealogía: las series generacionales legendarias de los escritores del boom, como Asturias o García Márquez; las tediosas fabulaciones autorreferenciales de la efímera «nueva novela» angloamericana; el descubrimiento, a cargo de historiadores profesionales, de que «todo es ficción» (véase Nietzsche) y de que nunca puede haber una versión correcta; el final de las «narrativas maestras» en el mismo sentido, junto con la recuperación, en un momento en que las alternativas históricas están desapareciendo, de historias alternativas del pasado (grupos silenciados, trabajadores, mujeres, minorías cuyos breves registros se han quemado o eliminado sistemáticamente de todas partes excepto de los archivos policiales); y si queremos tener una historia, en lo sucesivo sólo habrá una en la que participar.
En pocas palabras, la «historiografía fantástica» postmoderna aprovecha al máximo estas «tendencias» históricas y las combina en una auténtica estética que parece conocer dos variantes o espirales en espejo. En una se inventa una crónica (generacional y genealógica) donde la grotesca sucesión y el irreal elenco, los destinos irónicos y melodramáticos y las conmovedoras (y casi cinematográficas) oportunidades perdidas imitan a los reales o, de modo más exacto, se asemejan a los anales dinásticos de reinos débiles muy distantes de nuestra propia «tradición» provinciana (la historia secreta de los mongoles, por ejemplo, o lenguajes balcánicos prácticamente extinguidos que en tiempos fueron el poder dominante de su pequeño universo). Aquí, la apariencia de verosimilitud histórica reverbera en múltiples patrones alternativos, como si se retuviese la forma o género de la historiografía (al menos en sus versiones arcaicas); pero ahora, por alguna razón, lejos de proyectar las restricciones de lo rutinario, parece ofrecer a los escritores postmodernos el movimiento más extraordinario y libre de la invención. En esta forma y este contenido peculiares (auténticos sistemas de alcantarillado donde campean a sus anchas cocodrilos imaginarios) se piensa de algún modo que las más extravagantes fantasías pynchonescas son experimentos mentales dotados de todo el poder epistemológico y de la autoridad falsable de las fábulas de Einstein, y que en cualquier caso transmiten la sensación del pasado verdadero mejor que ninguno de los «hechos» mismos.
Estas fabulaciones —como era previsible, alentadas por toda una generación de ideólogos que anunciaban de buena gana la muerte del referente, si no ya de la propia historia— muestran también con bastante claridad signos de la liberación y la euforia postmoderna que ya hemos abordado, y prácticamente por las mismas razones. A diferencia de las de otras épocas (como la novela histórica pseudoshakespeariana de comienzos del siglo XIX), estas fantasías históricas no buscan desrealizar el pasado, aligerar la carga del hecho y de la necesidad históricos, transformarlo en una charada de disfraces y en vagos entretenimientos sin consecuencias ni irrevocabilidad. Tampoco intenta la historiografía fantástica postmoderna, como en el naturalismo, reducir el acontecimiento histórico truculento y determinista a la minuciosa labor de la ley natural, contemplada desde el epiciclo de Mercurio y susceptible por tanto de recibirse con estoica resignación, con una fuerza y una concentración capaces de reducir al mínimo la angustia de la decisión y de convertir los pesimismos del fracaso en las cadencias descendentes, más gratificantes y musicales, de una visión del mundo wagneriano-schopenhaueriana. Sin embargo, es obvio que el nuevo juego libre con el pasado —el delirante monólogo continuo de su revisión postmoderna en tantas narrativas intragrupales— es igualmente alérgico a las prioridades y compromisos, por no decir a las responsabilidades, de los diversos tipos de historia partisana (tan aburridamente comprometidos).
No obstante, cabe pensar que estas narrativas sostienen una relación más activa con la praxis que la sugerida o que la que permitiría una teoría más literal y reflexiva de la historia: aquí, la invención de la historia irreal sustituye a la elaboración de la auténtica. Expresa miméticamente el intento de recuperar ese poder y esa praxis por medio del pasado y de lo que debe llamarse fantasía, más que imaginación. La fabulación —o, si se prefiere, la mitomanía y los cuentos chinos— es sin duda el síntoma de la impotencia social e histórica, del bloqueo de posibilidades que deja poco margen de opción, salvo lo imaginario. Pero su propia invención e inventiva apoya una libertad creadora ante acontecimientos que no puede controlar, mediante el mero acto de multiplicarlos; la acción se sale del registro histórico e irrumpe en el proceso de diseñarlo, concebirlo e inventarlo, y nuevas series múltiples o alternas de acontecimientos sacuden los barrotes de la tradición nacional y de los manuales de historia, cuyas limitaciones y necesidades condena su fuerza paródica. Por tanto, la implausibilidad misma de la invención narrativa es lo que la convierte en imagen de una posibilidad mayor de praxis, en su compensación pero también en su afirmación como proyección y recreación mimética.
La segunda forma de narrativa historiográfica postmoderna es en algunos aspectos la inversa de ésta. Aquí, el propósito puramente ficcional se subraya y reafirma con la producción de gente y acontecimientos imaginarios entre los que, de tarde en tarde, inesperadamente surgen y desaparecen otros que son reales: el trabajo de Doctorow en Ragtime, con sus Morgans y sus Fords, sus Houdinis, Thaws y Whites, fue mi anterior referencia[36] y se puede traer a colación ahora. Y, sin embargo, también es característica de todo un espectro de efectos de collage, en los que una imagen de periódico se pega sobre un telón de fondo pintado, o la cinta de teleimpresora con unas estadísticas se desenrolla en medio de un romance doméstico. Estos efectos no son meras repeticiones de Dos Passos, que todavía respetaba las categorías de verosimilitud cuando se trataba de los individuos de su mundo histórico, ni tampoco tiene nada que ver este tipo de historia ficcional con aquel producto postmoderno característico que he denominado cine de la nostalgia, donde el tono y estilo de toda una época se convierte en el personaje central, en el actor e «individuo histórico» (menguando de manera significativa la desenfrenada energía imaginativa de los dos tipos de fantasías historiográficas aquí en cuestión).
Lo que puede afirmarse de este segundo tipo (en el que el lugar común retoma su justo papel y se esfuma el hechizo, mientras que los jardines se tornan imaginarios) es que se trata precisamente de una especie de historiografía espacial que tiene cosas únicas que contarnos, tanto sobre la espacialidad postmoderna como, para empezar, sobre lo que le ha ocurrido al sentido postmoderno de la historia.
La espacialidad se registra aquí, por así decirlo, en una forma de segundo grado, como consecuencia de una especialización previa —una suerte de clasificación o compartimentación intensificadas que me siento tentado a describir como división del trabajo de la mente y sus modos de escanear y cartografiar el dominio—. La fragmentación psíquica clásica —por ejemplo, la separación de imaginación y conocimiento— siempre fue consecuencia de la división del trabajo en el mundo social; ahora, sin embargo, son las propias funciones racionales o cognoscitivas de la mente las que de alguna manera quedan segmentadas internamente y se asignan a diferentes pisos y bloques de oficinas.
Así, por ejemplo, podemos imaginarnos (en esta narrativa postmoderna) la visita del gran arquitecto neoclásico prusiano Schinkel a la nueva ciudad industrial de Manchester: la idea es históricamente posible, y presenta el encanto relativamente postmoderno de un episodio que cae por su propio peso (¿viajó de hecho el joven Stalin a Londres en cierta ocasión?; ¿qué hay de la inspección que hizo Marx de incógnito a la Guerra Civil Americana?): ¿Estoy despierto, o duermo? Pero lo que esto tiene de fundamentalmente postmoderno es la incongruencia de la Alemania romántica, brillando desde el interior con todo el realismo mágico de un Caspar David Friedrich que se topa con la miseria y el trabajo excedente de la incipiente gran ciudad industrial de Engels. Es una yuxtaposición de tebeo, parecida a un ejercicio escolar donde se recombina todo tipo de materiales diversos. De hecho, resulta que la visita también ocurrió en la realidad; pero a estas alturas cabe recordar un chiste de Adorno en referencia a otra cosa —que «aunque fuera un hecho, no sería verdadero»—. El regusto postmoderno del episodio regresa al «registro histórico» para desrealizarlo y desnaturalizarlo, insuflándole algo del aura fantástica de la versión de Gabriel García Márquez de la historia latinoamericana, respecto a la cual, como es de sobra conocido, Carpentier observó muy acertadamente que era «real-maravillosa»[37]. Pero ahora la cuestión es ver si lo que se solía llamar Historia no se habrá convertido precisamente en eso mismo.
Ésos son, no obstante, los efectos culturales e ideológicos de la estructura, cuyas condiciones de posibilidad residen justamente en que advertimos que cada elemento de los implicados, y combinados con tanta incongruencia, pertenece a registros completamente diferenciados y diferentes: la arquitectura y el socialismo, el arte romántico y la historia de la tecnología, la política y la imitación de la antigüedad. Aunque esos registros coinciden de una manera extraña y dialéctica (como en la cuestión del urbanismo, donde «Schinkel» es una entrada enciclopédica en la misma medida que el libro de Engels sobre Manchester), nuestras mentes preconscientes se niegan a establecer o a reconocer el vínculo, como si fuesen fichas procedentes de distintos archivos.
De hecho, la disonancia y la incompatibilidad poseen analogías «literarias», y es muy extraño redescubrirlas aquí, en el área de la propia realidad social e histórica. Este singular desajuste nos recuerda sobre todo la discordancia genérica, como cuando un escritor o un orador incorporan por error un texto incompatible o regresan a otro registro del discurso. En literatura, la historia de la desaparición de los géneros literarios como tales, junto con sus convenciones y con las distintas reglas de lectura que proyectan, es bien conocida. Lejos de haberse extinguido, podría parecer ahora que los antiguos géneros, liberados como virus de su ecosistema tradicional, se han esparcido y han colonizado la propia realidad, que dividimos y clasificamos según esquemas tipológicos; éstos ya no son los del tema, si bien la cuestión alternativa del estilo no parece adecuada para ellos. Sin duda, es algo como el «estilo» de la entrada enciclopédica «Schinkel», que simplemente no armoniza con el estilo de «Engels», a pesar de que el ordenador presentaría a ambos bajo los encabezamientos de «alemán», «siglo xix», etc. En otras palabras, las dos entradas no «se complementan» ni hacen juego en el «mundo real», esto es, el mundo del conocimiento histórico; pero sí van juntas en ese ámbito que hemos estado llamando historiografía postmoderna (un género cultural separado así genéricamente de aquel otro llamado conocimiento histórico), donde es precisamente su interesante disonancia, y el estridente realismo mágico de su inesperada yuxtaposición, lo que produce el suplemento de placer para consumir.
No se debe pensar que la narrativa postmoderna supera o trasciende en ningún sentido la extraña separación discursiva que estamos analizando: ésta no se debe entender en absoluto como una «contradicción» a la que el collage postmoderno confiere una aparente «resolución». El efecto postmoderno, por el contrario, ratifica las especializaciones y diferenciaciones sobre las que se asienta: las presupone, y así las prolonga y perpetúa (porque si surgiera un campo de conocimiento verdaderamente unificado, donde Schinkel y Engels estuvieran juntos como el cordero y el león, por así decirlo, toda la incongruencia postmoderna se esfumaría de golpe). De este modo, la estructura confirma la descripción de la postmodernidad como algo para lo que la palabra fragmentación sigue siendo un término demasiado débil y primitivo, y probablemente también demasiado «totalizador», sobre todo porque ya no se trata de la desintegración de una antigua totalidad orgánica preexistente, sino de la aparición de lo múltiple de maneras nuevas e inesperadas, flujos inconexos de acontecimientos, tipos de discurso, modos de clasificación y compartimentos de la realidad. Claramente, lo que se reproduce con la retórica del descentramiento (y lo que informa a los ataques retóricos y filosóficos oficiales a la «totalidad») es este pluralismo absoluto y absolutamente aleatorio (y quizás sea el único referente para el que debería reservarse ese término cargado de connotaciones, una suerte de realidad-pluralismo, una coexistencia no tanto de mundos múltiples y alternativos como de borrosos conjuntos inconexos y subsistemas semiautónomos que se siguen traslapando perceptualmente, como hipnóticos planos de profundidad en un espacio multidimensional). Así pues, esta diferenciación y especialización o semiautonomización de la realidad es anterior a lo que ocurre en la psique —la esquizo-fragmentación postmoderna, por oposición a las ansiedades e histerias modernas o modernistas—, que reviste la forma del mundo al que imita e intenta reproducir tanto en forma de experiencia como de conceptos, con resultados tan desastrosos como los que tendría un simple organismo natural dado al camuflaje mimético que intentara aproximarse a la dimensión láser del op art en un lejano futuro de ciencia ficción. Hemos aprendido mucho del psicoanálisis, y más recientemente de la cartografía especulativa de las posiciones del sujeto fracturadas y mútiples, pero sería una lástima atribuirlas a una nueva naturaleza humana interna inconcebiblemente compleja en vez de a las plantillas sociales que las proyectan: y es que la naturaleza humana, como nos enseñó Brecht, es capaz de asumir una variedad infinita de formas y adaptaciones y, con ella, también la propia psique.
También las diversas estructuras diferenciales (formalizadas por Doctorow en los modelos menores pero extraordinariamente sintomáticos de la historiografía de Ragtime) intentan con ahínco justificar la versión previa de la percepción postmoderna en términos del lema «la diferencia relaciona». Parece que los nuevos modos de percepción funcionan manteniendo sistemáticamente estos aspectos incompatibles, una especie de visión de lo inconmensurable que no fuerza a la vista a enfocar sino que mantiene provisionalmente la tensión de sus múltiples coordenadas (así pues, si se pensaba que la dialéctica tenía que ver con la producción de nuevas «síntesis» de «opuestos» preformados y preorganizados, pensados para encajar sin esfuerzo, todo esto sería sin duda «postdialéctico»).
Pero también ha de considerarse como un fenómeno espacial en el sentido más fundamental, ya que sea cual sea la procedencia de los elementos combinados en su incompatibilidad postmoderna —bien vengan de diferentes zonas del tiempo o de compartimentos inconexos del universo social y material—, es su separación espacial lo que se siente con fuerza. Los diferentes momentos del tiempo histórico o existencial se archivan en distintos lugares; el intento de combinarlos, incluso localmente, no se desliza por una escala temporal (excepto en la medida en que el carácter espacial de estas figuras venza aquí y presente su factura), sino que salta hacia adelante y hacia atrás en un tablero que concebimos en términos de distancia.
Así pues, el movimiento de una clasificación genérica a otra es absolutamente discontinuo, como el cambio de canales en un aparato de televisión por cable; y resulta adecuado describir las series de ejemplos y los compartimentos tipológicos de los géneros como «canales» en los que se organiza la nueva realidad. Cambiar de canales, que tan a menudo han considerado los teóricos de los media como epítome de una atención y un aparato perceptual postmodernos, podría ser una útil alternativa al modelo psicoanalítico de las múltiples posiciones de sujeto antes mencionadas. Por supuesto, este último se puede seguir manteniendo como código alternativo en la transcodificación, tan característica de la teoría postmoderna y que ahora cabe comprender como equivalente teórico del cambio de canales en los niveles perceptual, cultural y psíquico. «Nosotros» somos aquello en lo que estemos, lo que confrontamos y habitamos o por donde solemos movernos, siempre que se entienda que en las actuales condiciones se nos obliga a negociar, superar, transitar de nuevo todos esos espacios o canales en un vaivén incesante, en un solo día joyceano. La representación literaria de esta nueva realidad podría ser la extraordinaria «memoria» de los viejos tiempos de los seriales radiofónicos latinoamericanos que desarrolla Vargas Llosa en La Tía Julia y el Escribidor, donde los programas diurnos empiezan a contagiarse lentamente unos a otros y colonizan a sus vecinos, mezclándose de una manera preocupante (pero, como acabamos de ver, más arquetípicamente postmoderna): tal interferencia es el prototipo de lo que podemos llamar el modo postmoderno de totalizar.
También define a nuestro modo contemporáneo de comprender lo histórico y lo político en cuanto tales, y tendremos que recurrir a la concepción de Lefébvre de un nuevo tipo de dialéctica espacial para comprender que las estructuras precedentes implican algo más que meros diseños culturales o ficcionales. Y es que nuestra comprensión de los acontecimientos actuales también tiene lugar sobre el trasfondo de la compartimentación de la realidad que mencionábamos al abordar las características de la escritura postmoderna. Nunca fue fácil captar el presente como historia, puesto que casi por definición los manuales se terminan e imprimen con un año o dos de antelación, pero un colectivo políticamente consciente puede mantenerse al día mediante el continuo escrutinio múltiple (o con cabeza de Hidra) y el comentario de la última peripecia inesperada. Hoy, sin embargo, los colectivos de ese tipo se han incorporado a los media, despojándonos como individuos hasta del sentimiento de que estamos solos y somos individuales. El fogonazo esporádico de comprensión histórica que puede caer sobre la «situación actual» tendrá lugar entonces mediante el modo cuasi-postmoderno (y espacial) de recombinar columnas separadas en el periódico[38]: y es esta operación espacial la que seguimos denominando (con un lenguaje temporal más antiguo) pensamiento o análisis histórico. El vertido de petróleo en Alaska se sitúa codo a codo con el último bombardeo israelí o con una misión de búsqueda y destrucción al sur del Líbano, o le pisa los talones en la segmentación de las noticias televisivas. Ambos acontecimientos activan zonas mentales de referencia y campos asociativos absolutamente diferentes e inconexos, en gran medida porque, dentro del planetarium estereotipado del actual «espíritu objetivo», Alaska se halla al otro lado del globo físico y espiritual respecto a un «Oriente Medio desgarrado por la guerra». Ningún análisis introspectivo de nuestra historia personal, ni tampoco un estudio de las diversas historias objetivas (archivadas bajo Exxon, Alaska, Israel o Líbano) sería en sí mismo suficiente para revelar la interrelación dialéctica de todas estas cosas, cuyo legendario Ur-episodio puede localizarse en la Guerra de Suez, que por un lado determinó la construcción de tanques petrolíferos cada vez mayores para circunnavegar el Cabo de Buena Esperanza y, por otro, tuvo la secuela en 1967 de anclar la geografía política de Oriente Medio en la violencia y la miseria durante más de una generación. Lo que quiero defender es que localizar estos «orígenes» comunes —que, evidentemente, habrán de ser en lo sucesivo indispensables para desarrollar lo que solemos considerar como una comprensión histórica concreta— ya no consiste exactamente en una operación temporal o genealógica, en el sentido de las antiguas lógicas de la historicidad o de la causalidad. La «solución» a una yuxtaposición —Alaska, Líbano— que ni siquiera llega a ser un enigma hasta que no se ha resuelto —¡Nasser y Suez!— ya no abre un profundo espacio historiográfico ni una temporalidad perspectivista, del tipo de un Michelet o de un Spengler: se ilumina como un circuito nodal de una máquina tragaperras (presagiando así una historiografía del futuro de juego de ordenador, aún más inquietante).
Ahora bien, si la historia se ha vuelto espacial, también su represión y los mecanismos ideológicos con los que evitamos pensar históricamente (el ejemplo de Alaska es un modelo básico de un tipo de lectura pensada para permitirnos pasar por alto las columnas contiguas). Pero ahora me refiero a una estética más amplia de la información, donde las incompatibilidades genéricas detectadas en la ficción postmoderna adquieren una fuerza distinta en la realidad postmoderna: dictan un peculiar decoro o una gran frialdad según los cuales la obligación de ignorar artículos clasificados en otras columnas o compartimentos abre una vía para formar una falsa conciencia. Esta vía es mucho más avanzada tácticamente que las más antiguas y primitivas de la mentira y la represión, y puede prescindir de las tecnologías de la ideología clásica, hoy torpes y ptolemaicas. Se trata de una nueva manera de desactivar la información, de volver improbables las representaciones, de desacreditar posiciones políticas y sus «discursos» orgánicos y, en pocas palabras, de separar con eficacia «los hechos» de «la verdad», como dijera Adorno. La superioridad del nuevo método radica en su capacidad de coexistir perfectamente con la información y el conocimiento plenos, algo que ya estaba implícito en la separación de subsistemas y temas en zonas inconexas de la mente, que sólo se pueden activar por vía local o contextual («de modo nominalista») en momentos distintos del tiempo y mediante diversas posiciones de sujeto sin relación entre sí. De este modo, se combina aquí un tabú estilístico con la característica humana de la finitud («Sólo puedo estar en un lugar —¡un discurso!— a la vez») para excluir no sólo antiguos tipos de síntesis, sino incluso los efectos terapéuticos de distanciamiento que solían derivarse de enfrentar una prueba con otra aparentemente inconexa —como en las reconstrucciones de un crimen que inesperadamente ponen cara a cara a dos testigos.
La «postmodernidad» misma es el principal ejemplo de la conceptualidad que deriva de un sistema así, en el que la propia realidad se organiza un poco como esas redes de células políticas cuyos miembros sólo conocen a sus homólogos inmediatos. Así pues, en este «concepto», la coexistencia de representaciones distintas que ya conocemos, pero cuyas operaciones concretas aún no hemos admirado lo suficiente, es comparable a la esquizofrenia, si es que ésta es realmente lo que dice Pynchon («Cada día, Wendell es menos él mismo y se vuelve más genérico. Entra en una reunión de profesores y súbitamente la habitación se llena de gente»)[39]. La gente que llena la habitación nos aborda desde direcciones incompatibles que consideramos de una sola vez: una posición de sujeto nos asegura la notable nueva elegancia de su quehacer diario y sus formas; la otra se maravilla ante la expansión de la democracia, ante esas nuevas «voces» que resuenan desde zonas del globo hasta ahora silenciosas o desde estratos de clase inaudibles (espera un rato, estarán aquí y unirán sus voces a las demás); otras voces más quejumbrosas y «realistas» nos recuerdan las incompetencias del capitalismo tardío, sus delirantes edificaciones de papel-moneda que se alzan más allá de la vista, su Deuda, la vertiginosa desaparición de las fábricas (sólo equiparable a la proliferación de nuevas cadenas de comida-basura), la absoluta miseria de la carencia estructural de un hogar, cuya causa es estructural, por no hablar del desempleo y de algo tan conocido como la «depresión» o «descomposición» urbana que los media envuelven brillantemente con melodramas de droga y violencia porno cuando temen que el tema corra el peligro de volverse manido. No se puede decir que ninguna de estas voces contradiga a las restantes, porque esto no lo hacen los «discursos» sino sólo las proposiciones; la identidad de la identidad y la no-identidad no es muy satisfactoria para este caso, para el que el término de «coexistencia» también es demasiado tranquilizador porque implica una posibilidad última de colisión intergaláctica donde la materia y la antimateria se encuentren por fin y se den la mano. Incluso la modesta hipótesis de Brecht sobre Hollywood, que ahí Dios economizó y planeó todo excepto el establishment («el cielo: a quienes carecen de éxito y prosperidad les sirve de infierno»), es demasiado funcional, si bien la idea de una ciudad —¡y de esa ciudad concreta!— crece en la mente de modo imperioso como una de las pocas «representaciones» pensables que quedan: la postmodernidad está viva y coleando en boutiques y pequeños restaurantes de moda (en efecto, se nos dice que hoy en día la remodelación de los restaurantes ocupa un lugar significativo en los encargos del arquitecto postmoderno), mientras que las otras realidades vagan por ahí en coches antiguos o a pie. Como ideología que es también una realidad, lo «postmoderno» no se puede refutar, en la medida en que su rasgo fundamental es la separación absoluta de todos los niveles y voces y sólo podría refutarse si éstos se recombinaran en su totalidad.
Las desesperadas fases finales del juego del escondite insinúan que hay compartimentos lógicos donde todavía se puede encontrar a la Historia (que se revela como meramente espacial bajo sus disfraces diacrónicos), a pesar del sombrío y profundo silencio que nos lleva a concluir que quizás se haya agotado hasta la muerte en sus parodias. Sin embargo, puede que aún se pueda generar historia a partir del propio presente y dotar a las proyecciones fantásticas y a los deseos de hoy, si no de una realidad, sí al menos de lo que fundamenta e inaugura realidades, como le gustaba decir a Heidegger (stiften).
Estas proyecciones siguen caminos opuestos, aunque ambas se pueden detectar en el corpus más sustancioso de estos síntomas: la ciencia ficción contemporánea. Dudo en identificar estas direcciones con nuestros viejos amigos el pasado y el futuro, pero quizás sean sus versiones nuevas y postmodernas en una situación en la que, como hemos visto, ninguno de los dos ejerce demasiada influencia sobre nuestra atención o responsabilidad. La decadencia y la alta tecnología son las instancias y las plataformas de esta especulación, presentándose de modos y maneras antitéticos.
Y es que, mientras que la tecnología es omnipresente e inevitable, sobre todo en sus diversas manifestaciones religiosas, la decadencia se impone por su ausencia, como un mal olor que nadie menciona o un pensamiento que todos los invitados hacen esfuerzos visibles por evitar. Podríamos pensar que el mundo de los auriculares y Andy Warhol, del fundamentalismo y el sida, de las máquinas de hacer ejercicio y la MTV, de los yuppies y los libros sobre la postmodernidad, de los peinados punk o los rapados al estilo años cincuenta, de la «pérdida de la historicidad» y el éloge de la esquizofrenia, de los media y las obsesiones con el calcio y el colesterol, de la lógica del «shock del futuro» y la aparición de científicos y fuerzas de choque como nuevos tipos de grupos sociales, cumpliría todos los requisitos para pasar por oportunamente decadente a ojos de cualquier observador marciano que fuera sensato; pero resulta cursi decir esto, y otro de los logros tácticos del sistema discursivo postmoderno reside en que relega al laudator temporis acti al almacén de los personajes literarios que ya no son muy plausibles ni creíbles. Sin duda alguna, allí donde la norma anterior se ha convertido en un simple «estilo de vida» más, la categoría de lo excéntrico pierde su razón de ser; pero los modernos seguían teniendo este concepto, que a veces representaban de una manera que sólo ha sido recuperada en nuestro tiempo por el gran Satiricón de Fellini, a modo de «cine de la nostalgia» sobre el final del Imperio Romano. Ahora bien, existe una diferencia notable: la nostalgia puede ser de algún modo real, en cuyo caso debe considerarse una especie de sentimiento que hasta ahora no se había conocido ni clasificado (a no ser que se trate de una nueva versión disfrazada de La Dolce Vita, y entonces Fellini es un simple moralizador más sin interés, algo que esta película desmiente evitando triunfalmente el pathos narcisista de su homologa contemporánea). Fellini logra construir aquí una máquina del tiempo en la que aún podemos atisbar no el mundo tal y como lo viven los decadentes romanos de la edad de plata, sino el de los modernistas (al menos en su primera fase, la simbolista), que a diferencia de nosotros todavía podían pensar el concepto de decadencia en concreto y con una fuerza flaubertiana. Como señala al respecto Richard Gilman[40], los romanos carecían de este concepto, y a diferencia del personaje teatral que anuncia que se va a la Guerra de los Treinta Años, y al igual que nosotros los postmodernos, no tenían que pellizcarse a cada instante para recordarse a sí mismos que estaban viviendo «en la Decadencia».
Gilman continúa diciéndonos que dejemos de utilizar ese nocivo concepto, sin ver que todos dejaron de usarlo hace ya tiempo; pero aun así ofrece un interesante laboratorio donde observar el curioso comportamiento de ese fenómeno llamado «el sentido de la diferencia histórica». La paradoja de los problemas conceptuales enumerados por la representación de Fellini extrae su fuerza motriz paralógica de las paradojas de la diferencia: los «decadentes» son tan distintos de nosotros como son, en otro sentido, iguales, y son los vehículos de nuestra identificación simbólica disfrazada. Pero la «decadencia» en ese sentido, y en cuanto tema o ideologema, no es una mera sala del museo imaginario (que aloja una «cultura», por ejemplo, más peculiar que la de los polinesios); tampoco es, como a veces piensa Gilman, una «teoría» que incluya presuposiciones sobre la salud o el desequilibrio psíquico y racial. Es un derivado secundario de toda una teoría de la historia, y un subconjunto especial de lo que los alemanes denominan Geschichtsphilosophie. Sin embargo, por desgracia debemos partir de ahí y abrirnos paso hasta Des Esseintes o los romanos de Fellini; esta tarea supone cierta reflexión sobre la especificidad de los «tiempos modernos» y sobre cómo se define a sí misma mediante su propia diferencia frente al resto de la historia. No hace mucho, Latour ha rebautizado esto apropiadamente como «la Gran División» (¡como si no quedase ya ninguna!), pero a veces también se llama «Occidente y el resto», y también se conoce como Razón Occidental, metafísica occidental o incluso (ésta es la especial preocupación de Latour) como la propia Ciencia, de la que no hace falta señalar que es occidental (excepto a los lectores de Joseph Needham o Lévi-Strauss). Latour ha cocinado un magnífico menú con los sinónimos y disfraces de esta visión del excepcionalismo occidental, en la que también se encuentran unos cuantos viejos amigos marxistas:
el mundo moderno
secularización
racionalización
anonimato
desencanto
mercantilismo
optimización
deshumanización
mecanización
occidentalización
capitalismo
industrialización
postindustrialización
tecnificación
intelectualización
esterilización
objetivación
americanización
cientifización
sociedad de consumo
sociedad unidimensional
sociedad sin alma
locura moderna
tiempos modernos
progreso[41]
Claramente, Latour ha resumido varias fases históricas en estas posiciones, subrayando así la profunda continuidad de las situaciones de donde emanan y a las que expresan. A su vez, la «complicidad» entre la izquierda y el marxismo para perpetuar el mito del excepcionalismo occidental le queda aquí absolutamente clara a quien haya olvidado las páginas de El manifiesto comunista que celebran la dinámica nueva e históricamente única del capitalismo. Pero en mi opinión es al propio modernismo a quien se acusa (o más bien a la «modernidad», si es que no es ya la «modernización»), y la novedad reside más bien en que asocia el marxismo con todo lo restante, como un simple modernismo más.
De hecho, las fases del materialismo histórico se pueden reformular en términos poco convencionales que transforman la ruptura absoluta que, adecuadamente, suele verse que hay en el marxismo entre el capitalismo (y el socialismo) y los llamados modos de producción precapitalistas. En la tradición, un conjunto de rupturas más o menos profundas deambula por el continuum histórico, como un verso cuya métrica o relativa libertad nos hacen vacilar. El marxismo plantea un tipo de ruptura entre sociedades tribales (cazadores y recolectores, comunismo primitivo) y los modos de producción posteriores (incluido el capitalismo) que conocen el poder estatal (y la plusvalía, la escritura, la división entre trabajo mental y manual, etc.). Plantea otro tipo de ruptura entre las sociedades precapitalistas de poder y la especial dinámica del capitalismo, cuya expansión infinita («encuentra sus límites en su propia naturaleza, que en un cierto nivel de su desarrollo harán reconocer al capital mismo como el mayor obstáculo de esa tendencia y, en consecuencia, tenderá a su propia superación a través de él mismo»)[42] podemos decir que reinventa la historia en nuevos términos, y que constituye una forma incomparable y hasta ahora novedosa de imperialismo social; ésta es, por supuesto, la ruptura a la que se refiere Latour. Entretanto, quizás debamos plantear una ruptura fundamental entre el capitalismo y el socialismo, en tanto que el segundo reinventa, en un nivel nuevo y superior, formas y experiencias colectivas que permiten compararlo más bien con formaciones sociales precapitalistas, y a ese respecto diferentes de la fragmentación y el individualismo atomizado del capitalismo per se (aunque, dando un paso hegeliano, el socialismo también sostendrá que conserva la nueva riqueza de la subjetividad individual desarrollada bajo el sistema de mercado). Pero esta secuencia, expuesta en estos términos tradicionales y cuyas resonancias darwinistas (evolución unilinear o multilineal) ya no nos preocupan tanto, sigue provocando embarazosas preguntas que no se disipan del todo con la noción dialéctica de que el capitalismo inaugura ahora un nuevo tipo de historia global, cuya misma lógica es «totalizadora» en sentido estricto: con el resultado de que, aunque antes hubiera historias —muchas, y sin relación entre sí— ahora sólo hay tendencialmente una que, hasta donde alcanza la vista, se encuentra en un horizonte más homogéneo que nunca.
Aun así, una lectura cuidadosa del Manifiesto sugiere otra manera de pensar en la concepción de Marx del capitalismo como fase, ya que se puede entender como una suerte de inmensa caja negra o «mediador destinado a desaparecer», un laboratorio extraordinariamente complejo que se extiende y desarrolla en el tiempo y adonde ha de acudir la gente precapitalista para reprogramarse y reentrenarse, para transformarse y desarrollarse en su camino hacia el socialismo. Esta lectura (que, aunque estructural, sigue siendo dialéctica) redistribuye las características de la diferencia radical de la serie antigua; excluye las preguntas en torno al tipo de sociedad, el carácter colectivo y la cultura que implica el capitalismo, ya que ahora éste se ve como un proceso más que como una fase en sí misma. Por último, nos obliga a reconsiderar funcionalmente los rasgos atribuidos a la postmodernidad y verlos como formas nuevas más intensas de una tendencia estructural que Marx describió célebremente en términos de separación y disyunción, desmembramiento, despojamiento y similares.
Sin embargo, volviendo a otros aspectos de la experiencia de la modernidad, ya hemos visto que al menos armoniza con la sensación de diferencia y de cambio incesante, ya sea en la inminencia del mundo de los objetos o de la propia psique:
¡No yo, no yo, sino el viento que sopla a mi través!
Un tenue viento sopla la nueva dirección del Tiempo.
¡Si sólo yo le dejo que me porte, que me lleve, si sólo me llevara!
¡Si sólo yo soy sensible, sutil, oh delicado, un don alado!
Si sólo, el más amoroso de todos, me someto y soy cogido
Por el tenue, tenue viento que toma su rumbo por el caos del mundo
Como un cincel fino, exquisito, como una cuña-brizna insertada;
Si sólo yo soy afilado y duro como el pico transparente de una cuña
Conducida por soplos invisibles,
La roca se partirá, llegaremos a la maravilla, hallaremos las Hespérides[43].
D. H. Lawrence
Este apremio existencial se puede intercambiar por muchas expresiones de la sensación de cambio objetivo que permea lo moderno, junto al asco ante los restos de lo viejo y la sensación de que, además de ser un escape y una liberación, lo Nuevo es también una obligación: algo que cada uno debe hacerse a sí mismo para estar a la altura de las circunstancias y merecer el nuevo mundo que está surgiendo a su alrededor. Pero es un mundo cuyas reveladoras señales tienden a ser tecnológicas, aunque sus pretensiones y exigencias sean subjetivas y supongan la obligación de producir nuevas personas, formas totalmente nuevas de la subjetividad. Es también, como nos recuerda John Berger[44], un mundo cuya promesa utópica malogrará la Primera Guerra Mundial, excepto en lo que atañe al aspecto, hoy más controlado y restringido, del cambio sistémico y de la revolución social y política, cuyo epítome histórico es ahora la revolución soviética, con su extraordinaria nueva efervescencia cultural modernista. No es éste el lugar para reconmemorar aquel fermento, pero sí debemos observar no sólo que presenta una diferencia estructural fundamental respecto a lo postmoderno (donde al ser todo nuevo o, mejor dicho, puesto que ya nada es «viejo», la emoción del asunto disminuye mucho y de manera dialéctica), sino también que el punto de vista de lo postmoderno debería aportar nuevas perspectivas sobre un legado que a partir de entonces fue modernista y clásico. Lo que sí parece posible afirmar es que la modernidad es inseparable de ese sentimiento de diferencia radical que estamos abordando: los modernos se sienten como tipos de personas absolutamente distintas a las de las antiguas tradiciones precapitalistas o a las de las áreas coloniales contemporáneas con el modernismo (y con el imperialismo). Lo que esto tiene de ofensivo para otras sociedades y culturas (y no parece superfluo añadir que también para otras razas) se complicará ahora con que otras muchas sociedades interiorizan el dilema y, cada una a su modo, viven el drama de lo Viejo y lo Nuevo con ansiedad. Pero la perfección de la gran maquinaria del capitalismo (incluida su industria) no es un mérito personal de los noreuropeos blancos (y a menudo protestantes) sino un accidente de las circunstancias y estructuras históricas (o condiciones de posibilidad), y sería tautológico añadir que en éstas los «educadores» ya estaban, por definición, «reeducados», puesto que entre las otras tecnologías que produce y desarrolla el capitalismo también está la humana: la producción del «trabajo productivo».
Pero incluso esta descripción, que no implica ya ningún tipo de eurocentrismo, plantea y presupone la diferencia absoluta del capitalismo. Lo que cabe observar entonces respecto a una postmodernidad global donde las diferencias de ese tipo se rechazan teóricamente es que su propia condición de posibilidad plantea una modernización de otros segmentos del globo mucho mayor que en la era moderna (o del imperialismo clásico).
¿De dónde procede, entonces, esta extraña sombra interior u opacidad de lo moderno que es la decadencia? ¿Por qué los orgullosos modernos —o modernistas— sienten, como mucho, una mera aprensión ante su insuficiente modernidad? ¿Por qué albergan la secreta fantasía de una diferencia lánguida, neurasténica, que impugnan a las más antiguas provincias de su imperio, por no mencionar a sus propios artistas e intelectuales culturales «más avanzados»? La decadencia se resiste a la modernidad y a la vez llega tras ella, como un destino futuro en el que todas las promesas de lo moderno flaquean y se deshacen. El concepto fantasea el regreso de sectas religiosas y comidas extrañas, después del triunfo de lo secular, del homo economicus y del utilitarismo: por tanto, es el fantasma de la superestructura, de la propia autonomía cultural, el que acecha a la omnipotencia de la base. La «decadencia», de algún modo, es la premonición de lo postmoderno, pero en condiciones que hacen imposible predecir las secuelas con exactitud sociológica o cultural, desviando así el vago sentido de un futuro hacia formas más fantásticas, todas ellas recabadas de los inadaptados y excéntricos, de los pervertidos y los Otros, o extraños, del sistema actual (moderno). En la historia, por último, o más bien en el inconsciente histórico, la «decadencia» se presenta ante nosotros como la otredad inextirpable del pasado y de otros modos de producción —una otredad planteada por el capitalismo pero que ahora, por así decirlo, éste se prueba como si fuera un traje viejo, ya que estos antiguos decadentes (que carecen de todo concepto de decadencia) son los otros de un otro, la diferencia de una diferencia: observan sus propios entornos con nuestros ojos y no ven nada más que el morbo exótico, pero son sus cómplices y acaba por infectarlos—. De este modo, los papeles se invierten poco a poco y somos nosotros los modernos quienes nos volvemos «decadentes» ante el telón de fondo de las realidades más naturales del paisaje precapitalista.
Aun así, allí donde Ja naturaleza se ha esfumado, y con ella la «otredad» que nos puede parecer ofensiva de la hubris y de la ideología excepcionalista de la modernidad, el concepto de decadencia debe desvanecerse, al no estar ya disponible para definir y expresar nuestras reacciones a lo postmoderno. Por otro lado, parece que persiste el escenario historiográfico de todos esos «fines del mundo» que confieren al momento decadente su peculiar resonancia y, por así decirlo, su timbre dorado. En ese sentido, el término «capitalismo tardío» es incorrecto, porque «tardío» ya no emite ninguno de los armónicos fin-de-siécle o tardorromanos que solemos asociarle, ni tampoco nos imaginamos a sus sujetos como seres débiles y lánguidos debido a un exceso de experiencia e historia, de jouissance y de operaciones intelectuales y científicas extrañas y ocultas. Aunque todo esto está ahí, después nos hemos sacudido para refrescar el organismo, y los ordenadores nos alivian de la terrible obligación de dilatar la memoria como si fuera una vejiga hinchada que retiene todas estas referencias enciclopédicas.
Pero la imaginación de la catástrofe aún conserva las formas categoriales de un futuro cercano y de uno lejano; aunque la amenaza atómica queda ya lejos, el efecto invernadero y la contaminación ecológica son, para compensar, más intensos que nunca. Lo que hemos de preguntarnos es si tales ansiedades y las narrativas en que se encarnan «intienden» realmente el futuro (en el sentido técnico de Husserl de constituir un objeto auténtico), o si de algún modo se repliegan y se alimentan de nuestro propio momento. La visión paradigmática de todo esto, la película australiana Road Warrior (que parece heredar una tradición local derivada de On the Beach y de la sensación geográfica de que Australia es el último de la fila ante la nube atómica), describe lo que los rusos llaman un «tiempo de problemas», un desmoronamiento de la civilización, una anarquía y una regresión universal a la barbarie que, al igual que las jeremiadas más simplistas de la decadencia, podrían simplemente considerarse como un comentario poco original y una sátira del estado actual de las cosas, desde la crisis del petróleo hasta los atracos callejeros y la cultura del tatuaje.
Sin embargo, Freud nos ha enseñado que la totalidad manifiesta de una fantasía o de un sueño (algo que podemos ampliar para que incluya la fascinación de este tipo de artefacto cultural) no es una guía fiable —a no ser por inversión y negación— en cuanto al significado del contenido latente: los sueños donde aparecen seres queridos muertos son alegres cumplimientos de deseos de algo absolutamente distinto. Sugerí en cierta ocasión[45] que podría concebirse una especie de suposición estructural mucho más ajustada y lógica que ésta, en la que los rasgos mórbidos del contenido manifiesto desempeñaran un papel más inmediato y funcional, desviándonos de aquello que en lo latente pudiera ofender a nuestra autoestima (o a nuestros modelos de rol internalizados). La ocasión la aportaba una película de ciencia ficción hecha para la televisión, donde un grupo de espeleólogos evitaba por casualidad la catástrofe universal (debida a los efluvios nocivos de los meteoros o a una nube de gas venenosa a corto plazo, no recuerdo bien). Por comodidad de los creadores de la película, tanto los cuerpos de las víctimas como el resto de material orgánico muerto se volatilizaban in situ, sin dejar siquiera un revelador montoncito de polvo. Las últimas personas sobre la faz de la tierra irrumpían en un paisaje inhóspito donde podían llenar gratis el depósito de gasolina y coger latas de comida de los estantes de los ultramarinos abandonados; para ellos, California regresaba a una etapa de paisajes paradisíacos sin superpoblación, los supervivientes se establecían en idílicas existencias agrícolas y comunales, muy parecidas (a mi modo de ver) a las consecuencias utópicas de los apocalipsis de John Wyndham. El espectáculo ofrecía terror existencial y dolor melodramático, junto a las ventajas que hay en la reducción de la competencia y en un modo de vida más humano. Llamaré a este tipo de película una realización del deseo utópico disfrazada con una piel de lobo distópica; me parece justo y prudente, en lo que atañe a los aspectos más desagradables de la naturaleza humana, escudriñar las pesadillas de este tipo en pos de rastros del impulso egoísta de autosatisfacción individual y colectiva que Freud encontró, insaciable, en nuestro Inconsciente.
Por supuesto, Road Warrior posee características que la separan de una ingenua narrativa postatómica (del tipo de Un niño y su peno o Glenn y Rhonda): en concreto, su perspectiva temporal convierte su narrativa del futuro próximo en una narrativa del futuro lejano, dotando al presente de dimensiones legendarias de corte casi mítico o religioso (algo que termina completándose y finalizándose, con todos los puntos sobre las íes, en la mucho más cristalógica Terminator). Pero, después, fantasías más urbanas descubren el pastel; y no es solamente el esplendor visual de Blade Runner lo que sugiere un consumo más familiar de imágenes (pero no menos suntuoso y grato), que poco tiene que ver con futuros, fantaseados o no, y mucho con el capitalismo tardío y algunos de sus mercados favoritos.
En mi opinión, este tipo de películas no «significa» (quizás no sea ésta la mejor palabra) el desplome de la alta tecnología en un difícil tiempo futuro, sino su conquista. Como representaciones, las películas distópicas postmodernas parecen darnos pensamientos e hipótesis sobre el futuro; y sin duda son muy plausibles, excepto por lo que respecta a lo que ahora podemos llamar el «principio Adorno», activado instantáneamente por el futuro en la misma medida que por el presente: a saber, que aunque resulten ser hechos, quizá no sean necesariamente verdaderos. Pero lo que nos dan a consumir estas películas no son los endebles pronósticos y boletines meteorológicos distópicos, sino más bien la alta tecnología y sus efectos especiales. J. G. Ballard, uno de los principales distópicos postcontemporáneos, tiene en su haber una sorprendente formulación para estas proyecciones estéticas: han alcanzado, nos dice, un nivel de tecnología lo bastante alto como para describir el declive de la tecnología avanzada. La verdadera alta tecnología significa conseguir la capacidad de mostrar la historicidad de la propia alta tecnología: Wesen ist was gewesen ist (la negación es determinación); no se puede decir lo que es una cosa hasta que se convierte en otra; no el final del arte sino el final de la electricidad y la avería de todos los ordenadores. Esta idea imprime un nuevo y ejemplar significado a un inquietante momento de La Règle du Jeu, de Renoir. En el clímax del baile de disfraces del château, donde se han infiltrado unos esqueletos que hacen oscilar sus lámparas y celebran la mortalidad al ritmo de la Danse macabre de Saint-Saëns, se ve a la pianista gorda, con las manos sobre el regazo, fijando una embelesada mirada melancólica sobre la autonomía esquelética del teclado, tras el cual los rollos del piano se hacen cargo vengativamente de la situación. Es una fábula sobre cómo la obra de arte, en esa fase concreta de su reproductibilidad mecánica, observa su propio poder alienado con mórbida fascinación. Lo postmoderno, sin embargo, está en una fase posterior; a diferencia del placer que siente lo moderno ante su proyección en la maquinaria milagrosa, el placer de lo postmoderno respecto al colapso de esa maquinaria en el momento crítico puede sufrir un malentendido más serio si no nos damos cuenta de que es precisamente así como la tecnología postmoderna se consume y celebra a sí misma.
Por lo tanto, hemos de postular la existencia de una especie de prima de placer suplementaria en el excedente de la imagen tecnológica: porque aquí se puede identificar la alta tecnología no sólo en el contenido (las cosas supuestamente futuras que se filman y después se proyectan ante un público cansado), sino en el proceso mismo, en la naturaleza del stock y el equipo, en las cualidades de la imagen material y el éxito de los «efectos especiales». Como en las paradojas de la «suspensión de la incredulidad», la negación de la negación lleva a considerar que estos efectos guardan cierto parecido con la vida, y por tanto se valoran en virtud de los millones de dólares invertidos en su elaboración (es de sobra conocido que hoy los grandes éxitos de taquilla se logran sobre todo con «efectos especiales» nuevos y sorprendentes, y cada nuevo constructo viene acompañado de toda una publicidad secundaria sobre su modo de manufactura, sus ingenieros, sus novedades, etc.). Los «efectos especiales» son aquí, por tanto, una suerte de caricatura burda y emblemática de la lógica más profunda de la producción contemporánea de la imagen, donde distinguir entre nuestra atención al contenido y nuestra apreciación de la forma se ha vuelto una cuestión extremadamente sutil. Sin lugar a dudas, la «forma cara» —más que la antigua «forma significativa»— es hoy la consigna de estas peculiares mercancías, cuyo valor de cambio se ha convertido, siguiendo una compleja espiral suplementaria, en una mercancía por derecho propio. (Éste es un modo muy distinto, y más clásico, de referirse al tipo de connotación de estatus que anatomizó por vez primera Veblen, que después codificó la sociología académica y que finalmente, en nuestro días, Pierre Bourdieu ha reinventado con nuevos y fértiles medios: en una sociedad cuyas jerarquías se desmoronan hacia adentro, la idea del estatus parece incierta; pero la universalización de los efectos formales que analizamos antes —lo que se ha llamado «prima de alta tecnología»— explica por qué estas ideas han vuelto a ser atractivas).
La abstracción de este proceso —en el que la mercantilización alcanza nuevos niveles de segundo grado y parece extenderse sobre sus etapas anteriores— sugiere paralelismos con el sistema crediticio y las construcciones en valores de papel de las actuales prácticas bursátiles. Y si no queremos recaer en el determinismo tecnológico, habría que analizar la estructura de la nueva tecnología para ver su capacidad de admitir este tipo de inversión libidinal: un júbilo ante los nuevos poderes protésicos, que se distinguen de la antigua maquinaria (motor de combustión, electricidad, etc.) por su carácter no antropomórfico, dando pie a formas de idealismo absolutamente distintas de las clásicas. Puede que también haya que establecer paralelismos estructurales entre estas nuevas maquinarias «informacionales» que no son ni vilmente físicas ni espirituales en ningún sentido decimonónico, y el propio lenguaje, cuyo modelo se ha vuelto tan importante en el período postmoderno. Desde este punto de vista, no sería el carácter informacional de la nueva tecnología lo que inspira una reflexión sobre el lenguaje y estimula a la gente a construir nuevas ideologías en torno a ella, sino más bien los paralelismos estructurales entre dos fenómenos igual de materiales que eluden en la misma medida el antiguo tipo de representación. Como la religión siempre ha sido uno de los principios por los que la modernidad ha intentado reconocerse a sí misma y especificar su propia diferencia, quizás convenga investigar su estatus en la nueva organización postmoderna, donde —al igual que la carencia de historicidad ha generado aparentemente una serie de «regresos a la historia»— los revivals religiosos también parecen endémicos, sin que a menudo importe creerlos a pies juntillas. Pero ya en Weber la religión era la señal de la diferencia, y algunas religiones parecían guardar más afinidades con el modernismo que estaba a punto de erradicarlas que otras cuyo marco mental era tenazmente conservador e implacablemente tradicionalista. En efecto, se puede afirmar sobre estas últimas tanto que las campañas modernistas de laicización e ilustración las reafirmaron y fortalecieron, como que lograron un mundo de la vida y de los objetos donde se privó más que nunca a estos tradicionalismos religiosos de toda legitimación. Pero en la atmósfera más suave de una postmodernidad incuestionable, tan secular como hubiese podido desear cualquier modernismo, estos tradicionalismos religiosos parecen haberse esfumado sin dejar rastro, como el clericalismo autoritario de un antiguo Quebec durante la paradigmática Revolución Silenciosa. A la vez, florecen las formas más salvajes e inesperadas de lo que hoy a veces se llama «fundamentalismo», casi al azar y obedeciendo en apariencia a otros climaterios y leyes ecológicas.
Sería grosero o sentimental dar cuenta de estas nuevas formaciones «religiosas» apelando a un apetito humano universal de lo espiritual, en un momento en el que casi por definición ya no existe la espiritualidad: de hecho, la definición en cuestión es la de la propia postmodernidad. Uno de los logros supremos de la postmodernidad es la total erradicación de las formas de lo que en las sociedades burguesas o incluso en las precapitalistas se solía denominar idealismo. De paso, diremos que esto significa que de nada sirve preocuparse por el materialismo, que nació como terapia y correctivo del idealismo y que ya no tiene mucho que hacer. Tampoco merece la pena acusar directamente alas postmodernidades de «materialismo» en el sentido norteamericano y consumista, porque en un mundo plenamente mercantilizado no cabe ya imaginar ninguna conducta de contraste. Mientras, los problemas que el antiguo concepto marxiano de la ideología ha tenido que confrontar en años recientes surgen sin duda de su afinidad con las diversas formas de idealismo que solía denunciar, que a su vez se han extinguido. Respecto a los fundamentalismos religiosos, Marvin Harris ha dedicado parte de su incongruentemente apasionada acusación a los tiempos postmodernos[46] a denunciar el énfasis que ponen los fundamentalismos sobre todo tipo de éxito (vida, libertad o búsqueda de la felicidad —sobre todo financiera), recordándonos que ninguna religión humana sobre la faz de la tierra ha valorado jamás estas cosas, ni mucho menos las ha prometido. Pero la cuestión más «fundamental» es, en mi opinión, la de la tradición y el pasado, y cómo las nuevas religiones compensan su insustituible ausencia en la superficialidad del nuevo orden social.
Y es que considero un axioma que lo que ahora se llama fundamentalismo es también un fenómeno postmoderno, por mucho que le guste pensar que tiene que ver con un pasado más puro y auténtico. La revolución iraní, que se volvió islámica y clerical, arremetía contra el Shah como agente de modernización —en esto, era tan anti-moderna como es postmoderna al insistir en todos los rasgos básicos de un Estado moderno industrializado y burocrático—. Pero la paradoja de la repetición freudiana es válida, a la inversa, para el tradicionalismo en cuanto programa postmoderno (o incluso moderno) —al igual que con el uno no puede haber realmente una «primera» vez, con el otro no cabe imaginar ninguna restauración que realmente pueda considerarse tradicional o auténtica—. Las restauraciones modernistas parecen haber producido una forma modernista de tradición que se clasificaba de forma más precisa bajo los epígrafes de los distintos fascismos; las modalidades postmodernas parecen tener mucho en común con lo que la izquierda llama «nuevos movimientos sociales»; en efecto, constituyen formas y variedades de aquéllos, y no todos son reaccionarios —véase la teología de la liberación.
Lo que hace difícil discutir la «religión» en términos postmodernos, así como localizar conceptos afines de experiencia («lo estético» o «lo político»), es la problematización de conceptos de creencia en el universo social postmoderno, y el desafío teórico a estas doctrinas irracionales (peculiarmente autoconfirmantes) en el ámbito conceptual, donde parece como si la «otredad» inherente a la doctrina de la creencia las distinguiera para erradicarlas. La creencia (junto a la ideología clásica) siempre remitía a una retórica de la profundidad, y se resistía a la persuasión o al razonamiento; creo que su postura ontológica en el ámbito intelectual enmascaraba la característica más extraña y básica de este pseudoconcepto, que siempre se atribuye a los demás (incluso como creyente, en realidad «yo» mismo nunca creo lo suficiente, o eso nos dice Pascal)[47]. Así, el propio concepto de creencia cae víctima de un período en el que la otredad como tal —la diferencia valorada que otorga un carácter excepcional al presente y considera subalternos al pasado y a otras culturas— se concibe críticamente como piedra angular de lo moderno, siendo además la más apreciada superstición que alberga sobre sí mismo. Por supuesto, la conciencia tranquila que a este respecto tiene lo postmoderno no se ha pagado renunciando por principios a la infraestructura tecnológica y científica en que se basaba el derecho a la diferencia de la modernidad. Más bien, se ha comprado a crédito y se ha ocultado con la transformación representativa de esa infraestructura que, para el ojo colectivo de la mente, ha sustituido la cadena de montaje por el procesador de textos.
Aun así, las postmodernidades religiosas suponen un retroceso tan grande ante la concepción moderna de la diferencia social y cultural (pagada a alto precio y muy sentida) como las postmodernidades sociales y culturales. Si el «género», la distinción burguesa y el razonamiento científico occidental son formas de la diferencia que nuestros antepasados del Primer Mundo consideraban logros únicos (pero los hemos heredado con no poco asco y los hemos desmantelado), así también la modernidad religiosa ofrece el espectáculo de una hermenéutica teológica muy refinada, cuyas casuísticas minuciosas y ágiles no son muy atractivas en una época que desprecia a la hermenéutica y necesita poco de la casuística.
Y es que la modernidad teológica parece compartir con otras modernidades su sentido constitutivo de esa radical otredad o diferencia del pasado que nos constituye como gente moderna: la idea de que todos los que nos precedieron no eran, por tanto, modernos sino tradicionales, y en esa medida absolutamente distintos en sus modos de pensar y comportarse. Todos los mundos antiguos mueren y se vuelven completamente otros respecto a nosotros en el momento en que nace la verdadera modernidad. Los modernos, con su religión de lo nuevo, creían que se distinguían de algún modo de todos los seres humanos que habían vivido en el pasado —y también de aquellos seres humanos no-modernos aún vivos en el presente, como la gente colonial, las culturas atrasadas, las sociedades no-occidentales y los enclaves «subdesarrollados»—. (Para lo postmoderno, pues, la ruptura se sostiene o se produce con una supuesta apertura a estas formas de otredad psíquica, social y cultural, lo cual plantea el tema de un tercermundismo político a una nueva luz, como también el desmoronamiento del «canon» occidental y la posibilidad de una nueva recepción de otras culturas globales).
La tarea hermenéutica de la modernidad teológica nace de la desesperada necesidad de preservar o de reescribir el significado de un antiguo texto precapitalista dentro de una situación de modernización triunfante, que amenaza a las escrituras religiosas y a las demás reliquias de un pasado agrario en plena disolución. Los campesinos de los tiempos de la Revolución Inglesa tenían una experiencia vital de la tierra y de las estaciones que probablemente no era muy distinta de la de los personajes del Antiguo Testamento (o los del Nuevo); no es ninguna sorpresa que todavía les fuera posible representar su revolución en términos bíblicos y que la conceptualizasen en categorías teológicas. No le queda ya esa posibilidad a un burgués del siglo XIX en un mundo de la vida de fábricas y alumbrado urbano artifical, trenes y contratos, instituciones políticas representativas y telégrafos: ¿qué significado pueden encerrar los relatos sobre gentes pastorales con trajes exóticos para estos hombres y mujeres modernos de Occidente? Una hermenéutica moderna interviene en este punto para resolver el apuro: las narrativas bíblicas, incluido el propio evangelio, ya no deben entenderse de modo literal (¡y así es como miente Hollywood!). Deben tomarse figurativa o alegóricamente y deshacerse de su contenido arcaico o exótico, y traducirse a experiencias existenciales u ontológicas cuyo lenguaje e imágenes abstractos (ansiedad, culpa, redención, la «cuestión del ser») pueden ahora, de modo similar a las «obras abiertas» de la modernidad estética, ofrecerse al público diferenciado de los ciudadanos occidentales para que los recodifiquen en términos de sus propias situaciones privadas. La dificultad hermenéutica central la plantea entonces claramente el antropomorfismo del carácter narrativo de un Jesús histórico; sólo un esfuerzo intensamente intelectual puede convertir a este personaje en una abstracción cristológica. En lo que respecta a los mandamientos y a la doctrina ética, hace mucho que la casuística ha resuelto el asunto; tampoco deben seguir entendiéndose literalmente, y los teólogos y eclesiásticos modernos, al confrontarse con formas propiamente modernas de la injusticia, la guerra burocrática, la desigualdad sistémica o económica, etc., pueden acomodar de manera persuasiva las formas de represión de las complejas sociedades modernas, y aportar excelentes razones para que el bombardeo de poblaciones civiles o la ejecución de criminales no impidan a los ejecutores mantener su estatus cristiano.
Ésta es, entonces, la situación moderna que permite pensar que alguien como el teólogo «fundamentalista» norteamericano John Howard Yoder[48] no es sólo antimoderno sino también postmoderno, en virtud de su afirmación de que hoy, en una sociedad plenamente modernizada, las enseñanzas de Jesús tal y como se vertebran en la Escritura (incluida específicamente la reafirmación del Sexto Mandamiento) nos apelan de forma literal. En un contexto en el que esta reafirmación doctrinal no es residual (como en la ideología tradicional de los grupos sociales a punto de disolverse y de racionalizarse, en sentido weberiano), sino que surge en el ambiente postmoderno de la modernización y la racionalización completadas, se puede considerar (sin ser irrespetuosos) que sostiene una relación simulada con el pasado más que conmemorativa, y que posee características de otras simulaciones históricas postmodernas de este tipo. En nuestro contexto actual, el sorprendente rasgo de esta simulación es que niega toda diferencia social o cultural fundamental entre los sujetos postmodernos del capitalismo tardío y los sujetos de Oriente Medio a comienzos del Imperio Romano: así, este fundamentalismo rechaza absolutamente lo que Latour llamó la Gran División, sobre todo en tanto que la creencia en esa distinción autorizaba y legitimaba la modernidad, como experiencia tanto como ideología.
El ejemplo de Yoder, un pacifista amish que blandía sus argumentos contra la guerra del Vietnam, puede servir como oportuno recordatorio de que el título de «postmodernidad» no conlleva automáticamente ningún juicio de valor prefabricado: doy por sentado que muchos lectores recibirán esta expresión concreta del fundamentalismo postmoderno (como la teología de la liberación en el catolicismo romano contemporáneo) con un talante mucho más positivo que las expresiones políticamente más reaccionarias del mismo fenómeno histórico, bien los evangélicos o la «revolución islámica» en Irán. No obstante, estos dos últimos son movimientos de pequeños grupos en un sentido auténticamente postmoderno[49]; de hecho, el caso iraní plantea el muy interesante problema de hasta qué punto es consistente una política postmoderna (incluidas las formas más modernas de los media, como los cassettes de los discursos del Ayatollah que entraron de contrabando en el Irán del Shah) con la toma totalizante y modernista del poder estatal. Pero el gran problema teórico que suscitan estas formas de religión postmoderna reside en cómo se distribuyen por el nuevo sistema mundial al que corresponde lo postmoderno: nunca fue un problema comprender cómo podía nacer una modernidad sobre la base de un rechazo y hostilidad fundamentales hacia la modernización. No obstante, aquí, en un Tercer Mundo contemporáneo situado dentro del sistema postmoderno, nos asalta la tentación de adaptar la fórmula de Jencks y hablar de un «anti-modernismo tardío», aunque pueda suponerse que fueron la extensión y el cumplimiento del proceso de modernización los que hicieron posible la revolución iraní (y también los movimientos evangélicos antirrevolucionarios organizados por la CIA en Latinoamérica).
A lo largo de estas páginas he insistido en caracterizar el pensamiento postmoderno —ya que esto es lo que solíamos llamar «teoría» en el heroico período de descubrimiento del postestructuralismo— en términos de los rasgos singulares de su lenguaje, más que como mutaciones del pensamiento o de la conciencia (y, al ser unas veces inefable y otras lingüístico, al final tendría que representarse mediante una descripción social y estilística más amplia, del tipo de la crítica cultural). Una estética de este nuevo «discurso teórico» probablemente incluiría los siguientes rasgos: no debe emitir proposiciones o enunciados primarios o con contenido positivo (o «afirmativo»). Esto refleja la extendida sensación de que, en la medida en que todo lo que pronunciamos es un momento de una cadena o contexto más amplios, todos los enunciados que parecen primarios son, de hecho, tan sólo eslabones de un «texto» mayor. (Creemos que caminamos sobre tierra firme, pero el planeta gira en el espacio exterior). Esta sensación conlleva otra que quizás sea una mera versión temporal de la intuición anterior; a saber, que por mucho que retrocedamos nunca podremos realizar enunciados primarios, que no hay comienzos conceptuales (sólo representacionales), y que la doctrina de las presuposiciones o de los fundamentos es de algún modo insostenible como testimonio de las insuficiencias de la mente humana (que debe fundamentarse en algo que, a su vez, no es más que ficción, creencia religiosa o, lo más intolerable de todo, alguna filosofía del «como si»). Este tema se puede enriquecer o matizar con otros muchos, como la idea de la naturaleza y lo natural en cuanto contenido o referente último, cuyo olvido histórico en una «era humana» postnatural define de manera central a lo postmoderno. Pero el aspecto clave de lo que hemos llamado una estética teórica reside en su organización en torno a este tabú concreto, que excluye la proposición filosófica y, por tanto, enunciados sobre el ser así como juicios de verdad. El tan censurado rechazo postestructuralista de juicios y categorías de verdad —muy comprensible como reacción social a un mundo ya superpoblado con estas cosas— es entonces un efecto de segundo grado de una exigencia más primaria del lenguaje, que ya no tiene que estructurar enunciados de tal forma que esas categorías resulten adecuadas.
Sin duda, es una estética exigente: el teórico camina sobre la cuerda floja, y el mínimo fallo precipita las oraciones hacia la opinión pura o anticuada (sistema, ontología, metafísica). Para qué utilizamos el lenguaje se convierte en un asunto de vida o muerte, sobre todo porque la opción —modernista— del silencio también se excluye. Yo pienso que el discurso teórico cotidiano, vulgar y corriente, persigue una tarea que termina por no distinguirse demasiado de la de la filosofía del lenguaje ordinario (¡aunque, ciertamente, no lo parece!): a saber, excluir el error siguiéndole atentamente la pista a las ilusiones ideológicas (tal y como las transmite el lenguaje). El lenguaje, en otras palabras, ya no puede ser verdadero; pero sin duda puede ser falso, y la misión del discurso teórico se convierte así en una suerte de operación de búsqueda y destrucción en la que los errores lingüísticos se identifican y estigmatizan sin piedad, con la esperanza de que un discurso teórico negativo lo bastante negativo y crítico no se convertirá, a su vez, en diana de esta desmistificación lingüística. Por supuesto, es una esperanza vana en la medida en que, nos guste o no, todo enunciado negativo, toda operación puramente crítica, puede no obstante generar la ilusión o el espejismo ideológico de una posición, un sistema, un conjunto de valores positivos.
En última instancia, esta ilusión es el objeto de una crítica teórica (que se convierte así en un bellum omnium contra omnes), pero esta última posee idéntica capacidad —quizás algo más productiva— de montar guardia celosamente ante la incompletud estructural de la oración, en virtud de la cual decir algo significa dejar otra cosa fuera. También se puede organizar una revolución permanente en torno a estas omisiones; y la naturaleza de los debates teóricos desde los años sesenta muestra que el carácter implacable de las viejas disputas ideológicas marxianas era tan sólo un anuncio y una grosera imagen de la universalización de esta concepción concreta de la «crítica ideológica», que apunta a la connotación engañosa de los términos, el desequilibrio de la exposición y las implicaciones metafísicas del propio acto de expresión.
Todo esto tiende a reducir la expresión lingüística a una función de comentario, esto es, a una relación —siempre de segundo grado— con oraciones que ya han sido formadas. El comentario constituye el campo específico de la práctica lingüística postmoderna, y también su originalidad, al menos en lo relativo a las pretensiones e ilusiones de la filosofía del período anterior, el de la filosofía «burguesa» que, con cierto orgullo y confianza seculares, se propuso decir lo que realmente eran las cosas tras la larga noche de superstición y sacralidad. No obstante, también el comentario —en ese curioso juego de identidad y diferencia histórica antes mencionado— constata el parentesco de lo postmoderno (al menos a este respecto) con otros períodos de pensamiento y trabajo intelectual (hasta ahora considerados más arcaicos), como los copistas y escribas medievales o las interminables exégesis de las grandes filosofías de los textos sagrados orientales.
Ahora bien, sigue habiendo una solución lingüística en esta situación desesperadamente repetitiva (que es al pensamiento filosófico lo que el regreso de lo convencional a las ambiciones de la gran narrativa burguesa moderna) que carece de lo esencial (o sea, el texto sagrado que pudiera dar alguna finalidad a la vida lingüística de la forma del comentario). Apunta a lo que hasta ahora se ha llamado transcodificación. Junto a la perspectiva en la que mi lenguaje comenta el de otro, hay otra más amplia en la que ambos lenguajes derivan de familias mayores que solían llamarse Weltanschauungen, o concepciones del mundo, pero que hoy han pasado a reconocerse como «códigos». Allí donde solíamos «creer» en cierta visión del mundo, filosofía política, sistema filosófico o religión, hablamos hoy de un idiolecto específico o código ideológico —el emblema de la adhesión grupal, vista desde una perspectiva diferente y más sociológica— que presenta muchos de los aspectos de un lenguaje oficialmente «extranjero» (por ejemplo, tenemos que aprender a hablarlo; hay cosas que podemos decir con más fuerza en un lenguaje extranjero que en otro, y viceversa; no hay ningún Ur-lenguaje o lenguaje ideal del que los imperfectos lenguajes terrenales, con su multiplicidad, sean refracciones; la sintaxis es más importante que el vocabulario, pero casi todo el mundo piensa lo contrario; nuestra percepción de la dinámica lingüística es el resultado de un nuevo sistema global o de un cierto «pluralismo» demográfico).
En estas circunstancias, podemos acometer varios tipos nuevos de operaciones. Podemos transcodificar, esto es, medir lo que es decible y «pensable» en cada uno de estos códigos o idiolectos y compararlo con las posibilidades conceptuales de sus competidores: ésta es hoy, en mi opinión, la actividad más productiva y responsable para estudiantes y críticos teóricos o filosóficos, pero tiene la desventaja de ser retrospectiva e incluso potencialmente tradicionalista o nostálgica, en la medida en que la proliferación de nuevos códigos es un proceso sin fin que, en el mejor de los casos, canibaliza a los precedentes y, en el peor, los relega a la condición de un montón de polvo histórico.
Surge así una posibilidad algo diferente, que guarda cierta afinidad con lo que llamaré producción del discurso teórico por excelencia, la actividad de generar nuevos códigos, entendiéndose que, en una situación que excluye por definición nuevos modos de pensar y nuevos sistemas filosóficos, esta actividad no es en absoluto tradicional y exige que se inventen nuevas técnicas.
Se produce un nuevo discurso teórico al poner en equivalencia activa dos códigos preexistentes que, como si se tratase de un intercambio iónico molecular, se convierten en uno nuevo. Lo que debemos comprender es que de ningún modo puede considerarse que el nuevo código (o metacódigo) sea una síntesis entre el par previo: no se trata del tipo de operaciones que participaron en la construcción de los sistemas filosóficos clásicos. El antiguo intento de crear un freudo-marxismo puede dar cierta idea de las dificultades de mezclar ambos sistemas; son dificultades que se disipan y revelan un paisaje conceptual extraño y nuevo, cuando más bien se trata de vincular dos conjuntos de términos de tal manera que cada uno pueda expresar e incluso interpretar al otro (en el sentido fuerte del interpretante de Peirce). Por lo que respecta a sus condiciones de posibilidad, esto tiene que ver con el cambio de canales que antes describimos, y también depende de la mutua división y colonización de la «realidad» a través de zonas y códigos lingüísticos diversos; sólo que aquí se extrae una consecuencia más activa que en la cultura, y la relación entre dos canales, por así decirlo, se vuelve una solución más que un problema, maximizándose hasta volverse un instrumento en sí misma. Aquí, la hegemonía significa la posibilidad de recodificar enormes cantidades de discurso preexistente (en otros lenguajes) en el nuevo código; los dos códigos así identificados mantienen una cierta relación de base y superestructura, no porque se le asigne una prioridad ontológica al uno sobre el otro (más bien, la nueva estructura sirve para anular este tipo de preguntas en torno a la prioridad, por lo demás inevitables y «naturales») sino, más concretamente, debido a los armónicos culturales o semióticos de un código por oposición al otro.
En un gesto que casi es paradigmático del nuevo proceso de producción, Jean Baudrillard vincula la fórmula del valor de cambio y de uso (reescrita como fracción) con la fracción del propio signo (significante y significado), desencadenando una reacción semiótica en cadena cuya secuela parece haber durado hasta hoy. Su propio acto de equivalencia se modelaba sobre la genial intuición de los grandes predecesores del «estructuralismo», sobre todo Lacan, cuya identificación de la fracción semiótica con la «fracción» producida por la franja que separa el consciente del inconsciente es bien cono-cida, incluso más influyente que la de Baudrillard. Más recientemente, Bruno Latour ha combinado un código semiotico con un mapa de las relaciones sociales y de poder para «transcodificar» el hecho —e incluso el descubrimiento— científico. En efecto, nada impide que la cadena de ecuaciones se extienda a más códigos. Tampoco son éstos ejemplos aislados, como se vio en los capítulos teóricos; más bien, son los que más se manifiestan, debido al uso explícito del código semiótico, que es el último y más visible de los idiolectos postmodernos seculares.
Que se puedan derivar efectos ideológicos del nuevo mecanismo es algo que intenté mostrar arriba en el ejemplo de la popular identificación actual entre el «mercado» y los «media». Pero toda teoría de la producción del discurso teórico (y estos comentarios son meros prolegómenos y notas) habrá de desarrollarse en dos direcciones distintas. Una implica el reordenamiento de la ecuación semiótica —la transcodificación de dos terminologías conceptuales distintas, su proyección sobre un eje de equivalencia (por utilizar el modelo jakobsoniano de Laclau y Mouffe, a quienes cabe leer como si ofrecieran una descripción formal ejemplar de la producción del discurso teórico)— en una relación jerárquica o fracción fuerte (de tipo lacaniano) que se organiza en algo así como nuestros viejos amigos la base y la superestructura, con la diferencia de que en el discurso teórico siempre es la estructura la que está determinada. Esa superestructura también es siempre, de uno u otro modo, comunicacional o mediática. Las chispas que lanza la disposición «teórica» de dos códigos en equivalencia entre sí exigen siempre que un código tenga afinidades más profundas con los propios media (algo que ilustraré de modo más concreto en mi discusión final de la cartografía cognitiva, que a este respecto se puede entender como una suerte de forma reflexiva del «discurso teórico»).
La otra proposición que debemos analizar es la generación, a partir de los procesos de transcodificación, de abstracciones ambivalentes extrañas y nuevas que, si bien parecen universales filosóficos tradicionales, en realidad son tan específicas o particulares como el papel sobre el que se imprimen, y tienden a convertirse sin cesar unas en otras (esto es, en sus propios opuestos lógicos). Ya nos hemos encontrado con algunos de estos pares de abstracciones: la Identidad y la Diferencia, pero también la peculiar indistinción postmoderna o tardocapitalista entre la uniformidad o estandarización y la diferenciación, o entre la separación y la unificación (que en este modo de producción resultan ser lo mismo). En su mayoría, sin embargo, los espejismos ideológicos concretos se producen, por así decirlo, a pesar del aparato más que debido a él. En la huida desesperada ante todo lo que de ontologico o de fundacional tiene el viejo «sistema» filosófico, se invoca una especie de doctrina anti-sustancialista sobre el puro proceso, y surge un impulso (pensado como operación más que como conceptualización) que, no obstante, produce la vieja ilusión del sistema y la ontología en las pausas que hay entre las operaciones y la apariencia reificada del discurso que presenta la página. La reificación (por no decir la mercantilización) aportaría otro «código» con el que caracterizar la misma suerte o destino general del discurso teórico, tal y como se tematiza y se transforma en la filosofía o sistema personal de alguien.
En realidad, el proceso de deslegitimación ideológica se consigue más a menudo de una forma muy diferente a esta incesante guerra discursiva que, como mucho, perpetúa los derechos de todos los jugadores. Como ocurre con cualquier otra economía o lógica, a los mecanismos que impulsan el proceso se les deben añadir mecanismos que le impiden relajarse o recaer en hábitos y procedimientos del pasado. La transcodificación y la producción del discurso teórico son una huida hacia adelante, como dicen los franceses, y su impulso lo mantiene algo que quema todos los puentes e impide la retirada, como es el envejecimiento de los códigos, la obsolescencia de la antigua maquinaria conceptual. Una notable observación de Richard Rorty, cuya modesta sequedad socrática nos quiere confundir para que la tomemos por sentido común, servirá para este nuevo punto de partida. Rorty habla de la originalidad de Derrida (aunque en su lugar podemos poner cualquier forma distintiva del pensamiento postmoderno); la paradoja reside en la dificultad de distinguir aquello que en el sistema moderno constituía lo nuevo y original, lo innovador, de una organización postmoderna donde la «originalidad» se ha vuelto un concepto sospechoso, pero en la que muchos rasgos postmodernos básicos —autoconciencia, antihumanismo, descentramiento, reflexividad, textualización— son sospechosamente indistinguibles de los modernistas. «¿Qué diferencia hay?» —una pregunta a lo De Man a la que responde ahora Rorty:
Es un error pensar que Derrida, u otra persona, «reconociera» problemas sobre la naturaleza de la textualidad o de la escritura que la tradición había pasado por alto. Lo que hizo fue pensar modos de hablar que volvían optativos a los antiguos modos de hablar y, por tanto, más o menos dudosos[50].
Esto casi se puede entender como el rasgo constitutivo de lo que Stuart Hall denomina «lucha discursiva» por la deslegitimación de ideologías opuestas (o «discurso»): peor que incorrecta, inmoral, malvada o peligrosa es la comprensión de que un código dado es un simple código entre otros, un código «más antiguo» que, por tanto, y casi por definición, se ha vuelto «optativo». Además, se puede ver que la estrategia provoca los temores frente al consenso que describimos antes.
En efecto, si un código intenta afirmar su no-optatividad —esto es, su autoridad privilegiada como articulación de algo similar a una verdad— se lo considerará no sólo como usurpador y represivo, sino también (ya que los códigos se identifican ahora con grupos, en cuanto emblema de su observancia y contenido de su expresión) como el intento ilegítimo de un grupo de tratar con prepotencia a todos los demás. Pero si, en el espíritu del pluralismo, ejerce su autocrítica y admite humildemente su mera «optatividad», la emoción mediática se disipa, todo el mundo pierde interés y se puede observar que, en poco tiempo, el código en cuestión, con el rabo entre las piernas, busca salir de la esfera o escena pública de ese momento concreto de la Historia o de la lucha discursiva.
En este caso, el acertijo —si todo el mundo pierde, ¿quién gana?— se puede aclarar, si no resolver, pensando que las ideologías en el sentido de códigos y sistemas discursivos ya no son especialmente determinantes. Como ocurre con tantas otras cosas, aquel viejo conocido de los años cincuenta que es el «final de la ideología» ha regresado en lo postmoderno con una plausibilidad nueva e inesperada. Pero la ideología ya se ha terminado, no porque la lucha de clases haya concluido y nadie encuentre en su ideología de clase ningún motivo por el que luchar, sino porque cabe entender que el destino de la «ideología», en este sentido, significa que las ideologías conscientes y las opiniones políticas, los sistemas de pensamiento particulares y los sistemas filosóficos oficiales que reivindicaban una mayor universalidad —todo el ámbito de la conciencia, de la argumentación y de la apariencia misma de la persuasión (o del disenso razonado)— no son ya funcionales para perpetuar y reproducir el sistema. Que la ideología clásica sí lo hiciera, en las fases tempranas del capitalismo, se puede medir por la relevancia de los intelectuales —profesores y periodistas, ideólogos de toda condición—, a quienes se asignaba un papel estratégico en la invención de formas de legitimación y legitimidad para el statu quo y sus tendencias. En aquellos tiempos, la ideología era un poco más significativa que el mero discurso, y las ideas, aunque no determinaban nada en lo relativo a las diversas teorías idealistas de la historia, seguían proporcionando el principio de «las formas en que la gente se hacía consciente del conflicto de clases y lo combatía» (Marx). La razón de que esto se haya modificado de modo tan fundamental, y de que el papel de los intelectuales haya menguado tanto en nuestros días, puede tener varias explicaciones que finalmente se reducen a lo mismo. Por un lado, podemos observar cierto debilitamiento de los conceptos, de los mensajes, de la información y de los discursos individuales hasta límites que nunca antes habíamos sospechado; por otro, nos podemos preguntar, como Adorno, si «en nuestro tiempo la mercancía no se habrá convertido en su propia ideología» —es decir, si las prácticas no habrán sustituido al raciocinio (o racionalización), y, en concreto, si la práctica del consumo no habrá sustituido a la resuelta toma de postura y a la adhesión plena a una opinión política—. También aquí, por tanto, los media se encuentran con el mercado y estrechan sus manos sobre el cuerpo de una cultura intelectual de tipo más antiguo.
Sería una pérdida de tiempo lamentarse de esto, pero es en las autopsias donde se aprenden las nuevas lecciones de anatomía. En el caso actual, la estrategia ideológica o discursiva que Rorty delata se puede ver como una extensión inesperada de la imagen fundamental que ofrece Marx del desarrollo y la dinámica sociales (imagen que recorre los Grundrisse y vincula los manuscritos de 1844 a través de una línea continua con el propio Capital): se trata de la noción fundamental de separación (como cuando Marx describe la producción del proletariado en términos de su separación de los medios de producción). No creo que haya habido aún un marxismo basado en esta imagen concreta[51], a pesar de su afinidad con otras figuras como la alienación, la reificación y la mercantilización, que han dado paso a tendencias ideológicas específicas (por no decir escuelas) en el seno del propio marxismo. Pero quizás la lógica de la separación se haya vuelto aún más importante en nuestro propio período y para el diagnóstico de la postmodernidad. En la postmodernidad, la fragmentación física y la resistencia a las totalidades, la interrelación mediante la diferencia y el presente esquizofrénico y, por encima de todo, la deslegitimación sistemática aquí descrita, ejemplifican de uno u otro modo la naturaleza proteiforme y les efectos de este singular proceso disyuntivo.