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LA DECONSTRUCCIÓN COMO NOMINALISMO
Nuestra sensación esporádica de que el postestructuralismo encuentra a todos sus enemigos en la izquierda, y de que el blanco principal de sus ataques es siempre alguna forma de pensamiento histórico, podría dejar de inquietarnos y exasperarnos si extrajésemos una conclusión muy distinta. Y es que de la infatigable e implacable tarea postestructuralista de búsqueda y derribo (que encuentra restos y contaminaciones de lo diacrónico con más precisión que ninguna otra técnica teórica o filosófica previa) no hay por qué derivar el privilegio del pensamiento sincrónico. Las deficiencias de lo diacrónico no justifican forzosamente al pensamiento sincrónico. De hecho, éste sigue siendo singularmente contradictorio e incoherente (la demostración de esto se denomina a menudo «crítica del estructuralismo»), con esta diferencia: las antinomias conceptuales de lo sincrónico son obvias e inevitables; el pensamiento «sincrónico» es una contradicción en los términos, ni siquiera puede hacerse pasar por pensamiento, y con él desaparece la última vocación tradicional de la filosofía clásica.
De aquí se sigue la paradoja de que lo diacrónico es colindante con el «pensar», y la fuerza misma de los ataques que recibe hace de él un terreno privilegiado de la filosofía. Si el «postestructuralismo» (prefiero llamarlo «discurso teórico») está de acuerdo con la demostración de la necesaria incoherencia e imposibilidad de todo pensar, entonces, en virtud de la persistencia de sus críticas a lo diacrónico, y mediante el propio mecanismo de selección de su objetivo (que sitúa coherentemente a los conceptos temporales e históricos en el centro del objetivo), el intento de pensar la «historia», por muy confuso o internamente contradictorio que resulte, se identifica a la larga con la propia vocación del pensamiento. Las burdas imágenes (Vorstellungen) del tiempo y el cambio y la torpe maquinaria de la dialéctica no son sino intentos fallidos de representación, semejantes a las ingenuas alas de los primeros hombres-pájaro comparadas con el aeroplano de los hermanos Wright. Pero en nuestro caso carecemos de un aeroplano con el que compararlas. No obstante, podemos imaginarnos a los primeros homínidos filósofos: escépticos aventajados, se quejarían de la tosquedad de las rocas que sus compañeros utilizan para golpear, romper y moler. Considerarían que estos burdos objetos se alejan mucho de su concepto, el «instrumento» o la «herramienta»; cortados por el mismo patrón que la calidad de la vida social de la población homínida, sus miembros, según nos cuentan ahora los arqueólogos, tropezaban a menudo unos con otros, estaban aturdidos, sus períodos de atención eran breves y, por lo general, vagaban sin rumbo fijo, sin propósitos o metas concretos. ¿Necesitarían nuestros filósofos homínidos un concepto más desarrollado para ejercer su crítica (por ejemplo, la idea de un mango especializado y una cabeza con una función claramente diferenciada de aquél —la brillante primera idea platónica del martillo—)? En la misma medida, ¿no podrían haber concluido que a la humanidad le era imposible lograr una auténtica dotación instrumental (y diferenciación), y que hasta la mecánica latente en el pensamiento humano más avanzado —hasta donde puede llegar la mente— está condenada a una especie de incoherencia cómica y a una insuficiencia representativa respecto a su concepto, ya se trate de cohetes espaciales o de martillos, de ordenadores o de astillas para encender el fuego? Y es que la intención siempre es, de algún modo, profundamente cómica: no necesitamos una cáscara de plátano ni que se interrumpa una acción emprendida para que el acto humano, desde esta perspectiva, siempre nos parezca ontológicamente insuficiente (risa homérica). Para ello, basta con que la propia intención se separe del acto y lo ronde de cerca, como un criterio evaluativo que ya no es del todo interno: en ese momento, el mero proyecto de caminar de un ser humano —aunque no se resbale— es bastante cómico. La consecuencia es que al menos deberíamos disipar toda ilusión ideológica respecto al progreso tecnológico; y que algo ganamos cuando restituimos a la acción y al pensamiento humanos esta dimensión ineludible de la torpeza, con sus aspectos caseros, su núcleo no especializado de mecánica popular y su desestructurada experimentación pueril. Los objetos pueden ser tan complicados como queramos, tan complejos como la propia historia de la filosofía, pero cuando se llega a los grandes actos del pensamiento y la conceptua-lización —los de Kant o Hegel, Galileo o Einstein— lo que se debe recuperar es la tosca simplicidad —cuando no la ingenuidad— con que por fin deciden golpear una roca contra otra.
Rousseau, otro de esos «grandes» homínidos, decidió inventar el concepto de «historia»: en su caso, podemos dejar de lado sin problemas el complejo asunto de sus precursores y el de sus condiciones de posibilidad, ya que, faux naïf, le gustaba pensar que la cuestión partía de cero, improvisando «una ingeniosa pieza de mobiliario de fabricación casera» (dicho con la maravillosa expresión que asignó T. S. Eliot a la filosofía de Blake, aunque creyera que la «tradición» era otra cosa distinta; y, en general, el problema de la idea del bricolage es que presupone que hay otro modo distinto y más eficaz de hacer las cosas). El interés de Rousseau, uno de los grandes epicentros y elefantes blancos de la filosofía occidental, es ofrecer el espectáculo de este nuevo pensamiento rudimentario —la historia— en el momento de su invención a partir de la nada.
Aun así, es importante añadir que la «grandeza» del más avanzado crítico y analista de Rousseau, Paul de Man, pertenece a este mismo orden. La grandiosa arquitectónica de la mitad de Alegorías de la Lectura dedicada a Rousseau (la magnífica construcción de los bloques fundamentales de la metáfora, el yo, la alegoría, la alegoría de la lectura, promesas y excusas) es una Darstellung de la que —como Marx al concluir el primer volumen de El Capital— tenía motivos para sentirse orgulloso, y constituye una «ingeniosa pieza de mobiliario de fabricación casera» en igual medida que las curiosas composiciones que acogió como objeto de estudio. La propia tosquedad de sus incipientes generalizaciones filosóficas se debe comprender ahora como una cuestión de honor y un título de gloria: partir de cero en el ámbito del pensamiento no es una hazaña asequible a cualquiera. De Man cumplió con Rousseau precisamente en esta construcción originaria del propio texto; y me parece más productivo insistir en la relación entre la dificultad de su libro y la austera sencillez de sus pensamientos recién fraguados que evocar un hipersofisticado «pensamiento del otro», tan complejo y sutil que estaría siempre fuera de nuestro alcance y provocaría los sentimientos de envidia textual que Harpham ha reconocido en los críticos de De Man. Dicho en términos más estéticos, restaurar la torpeza de un proceso inicial del pensamiento significa regresar al acto de pensar como praxis y extirpar las reificaciones que se sedimentan en torno al acto una vez convertido en objeto. Decía Gertrude Stein que «toda obra maestra ha llegado al mundo con cierto grado de fealdad… Nuestra tarea como críticos es situarnos ante ella para recuperar su fealdad»[1].
El «estatus» de De Man como crítico y pensador está tan absolutamente ligado al de Rousseau que las incertidumbres en torno a la especificidad histórica del segundo (y puesto que hay múltiples —pero no infinitas— posibilidades de abordar este asunto, evitaré la palabra indecibilidad) arrojan incertidumbre sobre el proyecto del propio De Man.
Para empezar, pocas figuras contemporáneas han vivido tan intensamente la crisis de la historia, de la historiografía y del lenguaje narrativo de lo diacrónico como De Man: la posibilidad de regresar de nuevo a esta experiencia extrema —por mucho que decidiera tratarla teóricamente— es una de las fuentes del valor y la importancia que para nosotros encierra su reflexión. El mismo nos cuenta:
Comencé a leer a Rousseau en serio cuando preparaba una reflexión histórica sobre el romanticismo y me sentí incapaz de ir más allá de las dificultades específicas de la interpretación. Al tratar de resolver este problema, me vi en la obligación de desplazarme desde la definición histórica a la problemática de la lectura. Este desplazamiento, típico de mi generación, tiene más interés por sus resultados que por sus causas[2].
Esta frase final intenta separar hábilmente sus propias «soluciones» de la perspectiva histórica que fue incapaz de adoptar para sus objetos de estudio; por tanto, si se respeta, esta advertencia conlleva su propio cumplimiento y valida las posturas subsiguientes. Obviamente, entendemos a qué se refería con las dos características de este pasaje: la vacuidad de las narrativas de los manuales de historia literaria, que son constitutivamente incapaces de afrontar los textos mismos a no ser como ejemplos, y las burdas causalidades de la historia de las ideas, como las que a veces se formula el psicoanálisis (por el que sintió aversión toda su vida), o bien (con menor frecuencia) su generalización en forma de sociología vulgar. Sería un error, sin embargo, limitar la originalidad de la experiencia que de este problema tiene De Man a un mero viraje desde la diacronía a la sincronía (forma que podría adoptar, por ejemplo, en un futuro manual de la historia de las ideas de nuestra época).
Pero el rechazo de las categorías de periodización de los manuales es complicado y dialéctico, puesto que también están retenidas en la obra de De Man. En ella siguen vigentes las ideas sobre la diferencia radical entre la Ilustración y el romanticismo, junto con cierta distinción más vacilante entre el romanticismo y el modernismo. El romanticismo es, entre otras cosas, el momento de Schiller y de la vulgarización del pensamiento del siglo XVIII(o su transformación en ideología, por decirlo con otro lenguaje). El romanticismo se convierte así en un momento peligroso, un momento de seducción (categoría ética central de De Man). Pero lo que aquí nos seduce es un sistema de pensamiento o una síntesis ideológica (cuando le damos ese nombre y la hacemos funcionar en ese nivel de generalidad, también habría que incluir la dialéctica), mientras que lo moderno señala el triunfo de una seducción más propiamente verbal y sensorial (aspecto al que habremos de volver). Fue por tanto crucial para De Man asegurar la especificidad histórica del siglo XVIII, como queda claro en su advertencia (que, por lo demás, aparentemente carece de motivos) del prefacio a The Rhetoric of Romanticism: «A excepción de algunas alusiones pasajeras, Alegorías de la lectura no es en absoluto un libro sobre el romanticismo o su herencia»[3]. Esta corrección implicaba la tendencia de algunos lectores a asimilar las descripciones de aquel libro (y los textos de Rousseau) a las lecturas que hizo De Man de los textos de otros períodos. «El problema del marxismo», observó una vez en una conversación privada, «es que no tiene manera de comprender el siglo XVIII». Poco familiarizado con la literatura sobre el tema, De Man no pudo haber sido consciente de lo incisiva que era esta observación respecto a los debates «de transición», así como a los debates sobre la «revolución burguesa» y la relación del poder estatal con el capitalismo.
En los manuales se suele considerar el siglo XVIII como el momento del nacimiento de la Historia —de la historicidad y del sentido de la historia, y de las posibilidades (si bien aún no la práctica) de la historiografía moderna—. Cómo haya de relacionarse esta caracterización con su otro seudónimo, la Edad de la Razón, depende de la singular coordinación entre el ejercicio de la razón y el surgimiento de las nuevas realidades históricas a las que nunca se había tenido que enfrentar antes (el hallazgo en las Américas y Tahití de antiguos modos de producción totalmente distintos, el conflicto de los modos de producción en la Europa prerrevolucionaria). Entonces, por un largo período, la Razón va a «dejar a un lado todos los hechos»[4] (como reza uno de los gestos más escandalosos de Rousseau) e intentará desarrollar la historia mediante la pura deducción o reducción abstractas. En otras palabras, intentará pensar el camino de regreso a los orígenes de esto o de aquello (casi la categoría central de este debate filosófico sobre la «historia») apartando de los materiales de la vida contemporánea todo lo que no sea esencial. La palabra que asignó Kant a este procedimiento, y a la que se ciñe en su propio razonamiento filosófico, la expresó con demasiada libertad un traductor temprano como «aniquilar en el pensamiento»[5]. Tras la historiografía empírica más rica que se desarrolló en el siglo XIX, el procedimiento deja de caracterizar de modo central al ejercicio de la Razón filosófica y cae en el estatus de «experimento mental» o, en la fenomenología, en la concepción de Merleau-Ponty del «miembro fantasma» (la sensación en un miembro que ha sido amputado escenifica la imposibilidad de aprehender algo de lo que nunca podemos carecer, como el Lenguaje, el Ser mismo o el cuerpo). Así pues, el privilegio epistemológico del siglo XVIII, el valor que para nosotros tiene de laboratorio conceptual único, reside en la paradójica situación de que (sobre todo en Rousseau) no sólo produjo el concepto de los «orígenes» sino también, 'casi a la vez, su crítica más devastadora. Parece que fue esto, en parte, lo que hizo de Rousseau un objeto ideal de estudio para De Man.
También se puede interpretar a Rousseau como artífice del espacio conceptual que después consolidó la propia dialéctica; pero el capítulo de De Man sobre ese texto dialéctico fundamental que es el Discurso sobre el Origen y los Fundamentos de la Desigualdad (en lo sucesivo, Segundo Discurso) no da (o no intenta dar) una imagen adecuada de la forma narrativa más amplia de este ensayo. Esto obedece en parte a que extrae su ejemplo central —el gigante como metáfora— de un fragmento secundario (borrador o secuela, nadie lo sabe con certeza) llamado «Ensayo sobre los Orígenes del Lenguaje».
Las reflexiones de Rousseau sobre el lenguaje en el Segundo Discurso son muy interesantes, tanto por su función y su enfoque narrativo como por su contenido. Pueden servir como una demostración fundamental de esa «reducción en el pensamiento» que acabamos de mencionar, y de cómo Rousseau necesariamente «aparta todos los datos» para llegar a lo que es, como poco, un concepto negativo del «estado de naturaleza»: retirando de la realidad humana las capas sucesivas de todo lo que es artificial e «innecesario», social, lujoso y, por ello, inmoral, con el fin de ver qué queda cuando se extirpa todo lo que no es esencial. Será entonces cuando Rousseau invierta el proceso para reconstruir la historia por la que estos suplementos degradados llegaron a existir y surgió la sociedad humana tal como hoy la conocemos. De este modo, el suyo es prácticamente el primer ejemplo de ese «método progresivo-regresivo» que Sartre atribuyó a Henri Lefébvre, pero que éste asignó al propio Marx (en el prefacio de 1857 a los Grundrisse)[6].
Pero esta inversión no carece de problemas en Rousseau. Esto es obvio en sus comentarios sobre el lenguaje, que es precisamente uno de esos añadidos y auxiliares sociales «no esenciales» que la reducción de la Razón por el pensamiento se siente capaz de eliminar de la vida humana esencial. El problema es que Rousseau está tan convencido de la prueba de que el lenguaje nunca podría haber surgido, que tiene que callarse avergonzado, pues es obvio que sí lo hizo. El «Ensayo» regresa entonces a este acertijo y lo aborda de diversas maneras, ninguna concluyente.
No obstante, es evidente que su narrativa exige un nuevo tipo de concepto causal —un detonador— para invertirse a sí misma y explicar los orígenes de la Historia como tal, en el sentido del dinamismo de las «sociedades calientes» de Lévi-Strauss o de los orígenes del poder estatal en sentido marxiano. Es claramente incorrecto atribuirle a Rousseau una visión unívoca (y por tanto casi religiosa) de esta Caída, o cualquier forma única de causalidad o determinación. El Segundo Discurso, en efecto, plantea o hipotetiza diversos puntos de partida locales, que en varios momentos incluyen la sexualidad (que estimula luchas entre hombres a través del amor y los celos, instituyendo así no sólo la desigualdad sino generando también la necesidad del lenguaje [RSD 252, 254]) y, lo que es más conocido, la propiedad privada («el primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío»… [RSD 248]). Lo que, sin embargo, es dialéctico —o al menos protodialéctico— en Rousseau[7] es la doble valencia de la «perfectibilidad» misma, que define todo lo que distingue a los seres humanos como tales y determina asimismo la fatalidad, casi inevitable, de su caída a la degradación, la corrupción y la civilización (RSD 220-221).
Lo que justifica la lectura «lingüística» de De Man es que Rousseau siempre describe este proceso en términos de diferenciación: la experiencia de la clase en el siglo XVIII fue, ante todo, una experiencia de las intolerables distinciones de casta, del rango, del soberbio orgullo de los poderosos y de la obsesión con el «grado» y el prestigio, todo ello concentrado en la palabra epónima desigualdad en un sentido feudal y social más que en uno económico. Pero Rousseau también describe explícitamente esta diferenciación en términos protolingüísticos y la identifica con el significado profundo del origen del propio lenguaje, como veremos en breve.
Debemos mencionar aquí un último viraje narrativo, ya que constituye el clímax del Segundo Discurso y equivale a algo así como un refuerzo o intensificación dialéctica de las primeras «desigualdades»; a saber, el origen del propio Estado y del poder estatal, cuyo falso contrato, según Rousseau, es una enorme estafa y un engaño (lo cual motiva, en un primer momento, su propia versión de un auténtico «contrato social», que analizaremos más adelante).
De las afinidades más personales de De Man con Rousseau apenas sabemos nada, y sólo podemos especular (por ejemplo, que un belga se interesase por la marginalidad de Suiza respecto al gran núcleo parisino parece bastante obvio). Pero hay unos cuantos lapsus; estoy pensando en el momento de las Mitológicas en que Barthes, habiendo evocado la función desmitificadora de éstas, admite que en varias ocasiones se ha permitido buscar alivio en descripciones bachelardianas más ontológicas. Del mismo modo, De Man se rinde a la tentación seductora de un tipo muy distinto de crítica (que casi siempre rechaza explícitamente) cuando observa, sobre La Nouvelle Heloise, que
Las pasiones, por lo tanto, son concebidas como necesidades patológicas, por lo que asimismo son afectivamente valorizadas en términos de placer y dolor. La alegoría se desplaza inevitablemente hacia un vocabulario eudemónico. En sus versiones más domésticas, este vocabulario genera la mezcla de dulzura erótica y de engaño eróticos, de doux modéle (2:13) con acres baisers, que se cierne sobre muchas de las ficciones de Rousseau. El mismo compara a Julie con el soave licor (Tasso) que recubre la amargura del enunciado real y este olor un tanto nauseabundo contagia el aroma quintaesencial del por fuerza «mal» gusto de Rousseau. Siempre es posible consolarse del empacho que producen estos olores con el higiénicamente efervescente Contrato Social (AL 240).
Aun así, cabe concluir que esta dimensión corporal o fenomenológica concreta de los textos de Rousseau es lo bastante repulsiva como para quedar asegurada contra toda «seducción». La dimensión epistemológica es más reveladora: «para una mente como la de Rousseau, tan poco inclinada a dar fe a una voz cualquiera, incluida la propia, parece difícil que esta cadena de desplazamientos pueda ser dominada sin ulteriores complicaciones» (AL 259). La paranoia y el autodesprecio, que podrían haber tentado a otro crítico a realizar algún tipo de psicoanálisis existencial, se vuelven aquí una «caída feliz» y un «accidente afortunado» que definen el privilegio epistemológico del pensamiento y la escritura de Rousseau. Esto nos permite ahora (de modo excepcional) observar cómo se fraguó una conceptualidad histórica ex nihilo, así como su desmantelamiento simultáneo debido a la sospecha y la desconfianza —construcción seguida inmediatamente en el mismo texto de su deconstrucción—. Si bien una retórica algo más general de la «deconstrucción» (como ideología) sugiere que todos los «grandes» textos se deconstruyen a sí mismos de esta manera, o que el lenguaje literario como tal siempre lo hace, estas afirmaciones no pueden generalizarse sobre la base del análisis de Rousseau; mientras, las posteriores «explicaciones» del posible privilegio epistemológico de Rousseau a este respecto —su «paranoia» o su situación social e histórica— ya se han bloqueado estratégicamente en De Man («más interés por sus resultados que por sus causas»).
El asunto crucial del análisis de De Man será, pues, cómo construyó Rousseau el llamado estado de naturaleza: no sólo el pasado en general, o cualquier pasado histórico, sino el pasado histórico necesario —aquello que debe haber estado ahí, lo que permanece cuando apartamos el artificio, la frivolidad y el lujo decadentes de la «civilización», tal como se había identificado y denunciado en el Primer Discurso—. En este punto, es fundamental distinguir la perspectiva de De Man ante el Segundo Discurso («Sobre la Desigualdad del Género Humano») de la de Derrida (en De la Gramatología). En efecto, me parece una útil hipótesis de trabajo (al menos por ahora, y considerando que sus nombres a menudo se evocan juntos y se subsumen bajo la rúbrica de la «deconstrucción») suponer desde el comienzo que estos dos cuerpos de teoría «firmada» no tienen absolutamente nada que ver. Sin duda, esta hipótesis de trabajo terapéutica se justificará con mayor firmeza en la imagen que aquí quiero desarrollar de la metafísica de De Man, cuyo semblante será muy diferente a las posturas que se suelen asociar con Derrida.
Sin embargo, en este caso concreto —la cuestión del «estado de naturaleza»— cabe señalar claramente ciertas diferencias iniciales de énfasis. De Man describe el estado de naturaleza como una «ficción» (AL 162), al igual que considera la filosofía política de Rousseau (incluidas las constituciones concebidas por el philosophe) como un conjunto de «promesas», y su narración de su propio pasado como un conjunto de «excusas». Estos términos descalifican de forma extraña a lo que está más allá del presente como conjunto de proyecciones subjetivas; o, más bien, puesto que ya hemos tenido ocasión de señalar la hostilidad de De Man hacia lo «subjetivo» (y volveremos a hacerlo), como un conjunto de convenciones de un tipo social relativamente endeble. Considerar, por ejemplo, la Constitución de Estados Unidos como una «promesa» (por mucha extrañeza que produzca esta descripción) equivale, en cierto sentido, a enfocarla desde una perspectiva que imprime una rara invisibilidad a la fuerza de las instituciones (y del Aparato Ideológico Estatal de Althusser). La culpa existencial también se convertirá en una suerte de «exigencia del dispositivo», en el sentido formalista ruso, un efecto secundario de la estructura oracional (AL 337). En cuanto a la «ficción», resulta una categoría extrañamente anticuada y «estética» en la actual atmósfera de la teoría del simulacro y de la sociedad de la imagen, de la extensión de las corrientes contemporáneas del psicoanálisis, donde a menudo la «fantasía» y lo imaginario parecen poseer una mayor eficacia que la realidad o la razón; y también de la teoría historiográfica, en la que a veces los diversos pasados empíricos de la historia no son mucho más persuasivos ideológicamente que la «ficción» concreta de Rousseau. Si hoy la teoría narrativa ha conseguido algo sustancial, es haber desplazado con firmeza la vieja categoría de lo «ficticio» (junto con la del «lenguaje literario» que, con todas las transformaciones pertinentes, es igual de importante para De Man). Por el momento, y en cualquier caso, basta con señalar la presencia operativa en los textos de De Man de categorías más antiguas como «ficción» o «ironía», que el texto derridiano no parece respetar o reconocer en especial. El interés de Derrida (resumido apresuradamente) no afecta al carácter ficticio de la «experiencia» del pasado que parece presuponer la versión de Rousseau, sino a las contradicciones internas de su formulación. Abrirnos mentalmente un camino de retorno a una situación que alguna vez debió existir (érase una vez en la que el lenguaje tuvo que aparecer entre los homínidos; tuvo que haber un tiempo en que no había excedentes, cuando poco a poco aparecieron las instituciones sociales y tribales) nos exige postular, bien sea con el lenguaje o con la escritura, una condición en la que ambas «propiedades» están ausentes. Condición cuyas muchas incoherencias y contradicciones pueden expresarse a través de ésta: la dificultad que le supone a un ser que «posee» habla/escritura imaginarse lo que podría suponer la ausencia de éstas. Esta cuestión concreta afecta así a toda concepción del cambio o de la diferencia radicales, y plantea el problema de cómo un ser constituido en el presente por un sistema podría reconocer una condición radicalmente distinta —ya que, por definición, la tesis de la diferencia y el cambio significa justo eso, que el pasado es inaccesible e inimaginable—. Pero la fuerza del argumento de Derrida requiere la precondición política e intelectual de que continuemos «creyendo» en la diferencia del pasado, a pesar de lo incoherente de esta concepción; no parece que el efecto de la ficción en de De Man ponga en escena también ese agonizante dilema. El estado de naturaleza desciende a una posición optativa; o, más bien, su contenido histórico se desplaza a causa de un interés filosófico de muy distinto tipo que sería equívoco considerar epistemológico, y donde el problema de los orígenes de algún modo también se transforma. Se trata del problema del nacimiento de la abstracción y, en efecto, de la conceptualidad filosófica como tal, e insistir en él producirá una lectura muy distinta de este texto de Rousseau y del resto de su obra.
El análisis se desarrolla bajo el signo de la metáfora, palabra y concepto que ha de abordarse con cuidado en la escritura de De Man, ya que siempre excluye sin piedad la función tradicionalmente celebratoria que le asigna la reflexión literaria y estética (la metáfora como distintivo del genio o como esencia misma del lenguaje poético). En efecto, se da la paradoja de que la metáfora «es esencialmente antipoética» (AL 60); paradoja aún mayor si pensamos que, lejos de ser la patria de lo figurativo y el espacio donde el lenguaje se libera de lo literal y lo referencial (punto de vista habitual de las estéticas románticas y modernistas, al menos cuando se convierten en ideologías de lo estético y se transmiten sin rigor como ideas generales), la metáfora es para De Man algo así como la fuente y el origen, la causa profunda, de las propias ilusiones literales y referenciales: «La metáfora pasa por alto el elemento textual, ficcional, que hay en la naturaleza del ente que connota. Supone un mundo en el que puedan distinguirse los acontecimientos intra y extratextuales, las formas literal y figurada del lenguaje; un mundo en el cual lo figurado y lo literal son propiedades que pueden ser aisladas y, en consecuencia, intercambiadas y sustituidas la una por la otra» (AL 177). «Esto es un error», añade, «aunque puede decirse que ningún lenguaje sería posible sin este error». Así pues, queda claro que, sea cual sea el estatuto de los tropos en De Man, no debemos suponer que se destrona a la metáfora con el fin de promover otra figura (la metonimia, por ejemplo, o la catacresis) a la posición central de una supuesta estructura poética. Retomaremos esta cuestión de la retórica en un instante, y en concreto el curioso problema que encierra: su dependencia de una diferenciación entre lo literal y lo figurativo que, a la vez, intenta socavar. Baste por ahora este pasaje para ilustrar lo más complicado y desconcertante de la argumentación de De Man, y quizás también lo más «dialéctico»: precisamente este giro de la estructura al acontecimiento, de plantear una relación estructural dentro de un momento textual a atender a sus efectos posteriores, que descomponen la estructura inicial. Es éste el sentido en que la metáfora es y no es un «error»; genera ilusiones pero, en la medida en que es ineludible y forma parte del propio tejido del lenguaje, «error» no parece ser una palabra especialmente adecuada para ella, ya que carecemos de un espacio disponible que pudiera permitirnos salir del lenguaje y hacer estas valoraciones. (Tal fue, no obstante, el procedimiento de Rousseau y su ilusión epistemológica; y hay un sentido en el que, como veremos, el extraordinario esfuerzo de De Man repite el de Rousseau en un nivel teóricamente más sofisticado, con lo que se puede decir también que constituye una forma tardía del racionalismo del siglo XVIII).
El Segundo Discurso se expondrá entonces —usando las propias categorías de Rousseau— como tensión entre nombres y metáforas o, si se prefiere, como un deslizamiento ejemplar desde los nombres a las metáforas. Aquí, el «nombre» se considera (siguiendo a Rousseau) de modo relativamente aproblemático, como un uso del lenguaje que aísla lo particular, en su sentido fuerte de lo absolutamente único e individual; dicho con terminología contemporánea, lo «heterogéneo», aquello que no puede subsumirse bajo lo general o lo universal: una intersección entre el lenguaje humano y la «diferencia» radical de las cosas entre sí y respecto a nosotros. Expresarlo en estos términos es suscitar cierta idea de la peculiaridad, y sin duda de la perversión y de la imposibilidad, inherentes al acto mismo de la nominación: ya no parece que «árbol» sea un «nombre» para la «planta de grandes raíces» concreta que veo a través de la ventana; y, si bien hay gente capaz de ponerle nombre a su coche favorito, no solemos nombrar a nuestro sillón, peine o cepillo de dientes favorito. En cuanto a esos otros nombres, los «propios», Lévi-Strauss en especial nos ha enseñado profusamente las maneras en que los nombres forman parte de sistemas de clasificación, algo que subvierte al instante la aspiración del nombre individual a la singularidad (en otras lingüísticas, esta función particularizante la desempeña la operación —casi sin palabras— del deíctico, el «esto» o «aquello», que señalan la especificidad, por lo demás inefable, del objeto único aquí y ahora). Pero los argumentos de De Man no están particularmente viciados por estas consideraciones, que sólo hacen que la segunda operación metafórica retroceda un estadio en el tiempo; y confirman la vanidad del lenguaje en general, cuyas «propiedades» necesariamente generalizadoras y conceptualizantes, unlversalizantes, se deslizan por la superficie de un mundo de cosas únicas que no admiten la generalización. Pensar esto en tales términos perfila de modo inevitable una imagen ontológica (o metafísica) del mundo y del lenguaje (a la que regresaremos después).
Pero el lenguaje emerge; nombramos y hablamos de cosas, estemos o no en el error. Los procedimientos de racionalización del siglo XVIII llevaron a Rousseau a intentar «comprender» (o «explicar») esta situación mediante la deducción genética o histórica de una etapa en la que el lenguaje aún no estaba presente: «Los contactos repetidos entre los hombres y los distintos entes, y entre los entes entre sí, necesariamente deben engendrar en la mente del hombre la percepción de relaciones» (Rousseau, citado en AL 180). Estas relaciones —primero, comparaciones («grande, pequeño, fuerte, débil»), y después el número mismo— señalan el nacimiento de la verdadera conceptualización y abstracción; o, si se prefiere, de una abstracción que se aprehende a sí misma como tal (a diferencia de la nominación, que todavía pretende respetar lo particular, y no comparar). Parece entonces que la mera relación conceptual envuelve a lo particular y lo convierte en una serie de equivalencias o identidades: no se puede, en otras palabras, evocar las diferencias cuantitativas entre dos entidades (este árbol es mayor que aquél) sin haber planteado de algún modo su equivalencia (o su parecido), al menos a ese respecto. En ese punto, pues, finaliza el reino del nombre y comienza el de la palabra, el concepto, la abstracción, el universal. De Man, por supuesto, ahora identificará crucialmente esta transformación como operación de la metáfora. El concepto implica una decisión preliminar sobre el parecido de un grupo específico de entidades entre sí (de aquí en adelante las llamaremos hombres, árboles, sillones o lo que sea). Pero en este nivel de decisión preliminar las entidades no tienen nada en común; son, todas ellas, existentes diferenciados, con lo cual, en ese momento casi prelingüístico, «comparar» dos «plantas» distintas es un acto lingüístico tan extravagante como describir «mi amor» como una «rosa roja, roja». Por supuesto, identificar el surgimiento de la abstracción con una operación metafórica constituye mucho más que una mera glosa a este pasaje concreto de Rousseau; como veremos, es también un acto estratégico que hace posible que surja el singular sistema «retórico» de De Man. Una pausa en este punto del proceso de la «construcción retórica» nos permitirá distinguir con un poco más de claridad lo que la obra de De Man, por lo demás aparentemente única e inclasificable, comparte con ciertos corpus de pensamiento contemporáneo.
Adorno es el más próximo de aquellos cuya visión de la tiranía del concepto —la llamada teoría de la identidad, la violencia impuesta a lo heterogéneo por las entidades abstractas de la Razón (las semejanzas de Rousseau, las metáforas de De Man)— encierra una función diagnóstica afín (algo que se puede detectar de nuevo en las frecuentes tentaciones de comparar su «dialéctica negativa» con alguna forma de «deconstrucción» derridiana). Poner entre paréntesis la diferencia entre una filosofía que describe estos fenómenos en el nivel del concepto y una teoría que los trata de descubrir en el esquema de los propios acontecimientos lingüísticos, supone suspender la pregunta (quizás metafísica) por la prioridad ontológica del lenguaje sobre la conciencia; pero nos exige observar de paso la mayor narratividad interna de la versión de De Man, en contraste con algo así como la narratividad externa de la «dialéctica de la Ilustración». En De Man, como veremos, el hecho estructural de la metaforización encierra consecuencias, casi acontecimientos, para el texto y su contenido, consecuencias que finalmente se organizan y tipifican en las diversas clases de alegorías. En Adorno, la tiranía del concepto, lo abstracto o la «identidad» se puede burlar de varias maneras. Entre ellas, la propuesta de una «dialéctica negativa» constituye algo así como una codificación y todo un programa estratégico. No obstante, al igual que ocurre con la metáfora en De Man, el concepto sigue siendo vinculante en Adorno y es un componente inextirpable del pensamiento (de tal modo que aquí el «error» también es una caracterización a la vez adecuada e inadecuada). Pero Adorno —al igual en esto que Rousseau, y con una gran diferencia respecto a De Man— se siente capaz de reconstruir una narrativa histórica externa que pueda explicar cómo surge la abstracción (semejanza en Rousseau, razón o «dominio» ilustrado de la naturaleza en Adorno y Horkheimer). Esta narrativa gira centralmente en ambas versiones en torno al temor y la vulnerabilidad de los homínidos a una naturaleza desmesuradamente amenazadora, frente a la cual sólo el pensamiento aporta un instrumento duradero de protección y control. De Man, de quien cabe pensar que sufrió una experiencia histórica de temor y vulnerabilidad mayor que la mayoría de los norteamericanos, excluye explicaciones de este cariz, que, sin duda, le habrían parecido «menos interesantes».
Las afinidades más hondas con esta problemática de De Man se hallan en el propio Marx, y en concreto en su versión de las cuatro etapas del valor (por supuesto, esta versión puede también leerse como una narrativa de su aparición, aunque no es necesario). De Man no vivió lo suficiente para explorar y articular el encuentro con el marxismo que nos prometió en sus últimos años. Aun así, Alegorías de la lectura incluye ya una pista sustancial, que desplaza el encuentro con el marxismo desde lo antropológico (necesidades, naturaleza humana, etc.) a lo que él llama «conceptualización lingüística»:
Pero el fundamento económico de la teoría política en Rousseau no se encuentra en una teoría de las necesidades, los apetitos y los intereses que llevan a los principios éticos sobre lo que está bien y lo que está mal; es el correlato de la conceptualización lingüística que, por lo tanto, no es ni materialista, ni idealista, ni tan siquiera dialéctica, puesto que el lenguaje ha sido privado tanto de autoridad representativa como trascendental. La relación compleja que se establece entre el determinismo económico de Rousseau y el de Marx sólo puede y debe ser considerada desde este punto de vista (AL 183).
Al igual que ocurre con Derrida, los encuentros teóricos de De Man con el marxismo parecen haber estado mediados fundamentalmente por Althusser, cuyo trabajo sobre Rousseau admiraba De Man (parece que lo consideró [AL 258] una malinterpretación interesante y más útil que las banales malinterpretaciones de los enfoques psicoanalíticos, biográficos, temáticos y disciplinares). Hay que confesar que, por lo general, Rousseau ha resultado embarazoso para el marxismo (como para casi todo el mundo); la absorción del materialismo mecanicista del siglo XVIII por la tradición marxiana no ha ido acompañada de una mayor benevolencia hacia el «idealismo», el «sentimentalismo», etc. de Rousseau. Pero releer El Contrato Social equivale a toparse con la Convención ascendiendo vividamente ante nuestros ojos, mientras que, por lo general, los debates sobre la corriente jacobina (que tan proféticamente articula aquí Rousseau) en la historia subsiguiente de las formaciones políticas de izquierda o marxistas no han abordado adecuadamente la relevancia vigente de El Contrato Social para los problemas del partido y del Estado, de la «dictadura del proletariado» y la necesidad de proyectar una visión de una democracia socialista más avanzada allende las formas de la representación parlamentaria burguesa. Aun así, la penetrante y valiosa sugerencia de De Man nos advierte de que posterguemos estas generalidades comparativas de la filosofía política y abordemos, primero, la más difícil operación de revisar la trama lingüística de estas ideas o «valores». En efecto, veremos en unos instantes que El Contrato Social no sólo pide a gritos una lectura así, sino que además resulta prácticamente incomprensible sin ella.
No obstante, la problemática más inmediata, en la que coinciden el marxismo y la deconstrucción de De Man, se puede identificar desde la perspectiva marxista como «teoría del valor». Esta yuxtaposición será menos desconcertante si se recuerda que en Marx «todo el misterio de la forma del valor late oculto»[8] en el fenómeno aún más misterioso de la equivalencia, donde de algún modo se fundamentan el valor de cambio y la posibilidad misma de intercambiar un objeto por otro diferente. (Para evitar la confusión terminológica, el lector debe recordar que el «valor de uso» abandona inmediatamente la escena en la primera página de El Capital: señala nuestra relación existencial con las cosas únicas, algo a lo que he de regresar en un momento, pero no se somete en ese sentido a la ley del valor o de la equivalencia. Con terminología contemporánea, podemos decir que el «valor de uso» es el ámbito de la diferencia y la diferenciación como tales, mientras que el «valor de cambio» constituye, como veremos, el ámbito de las identidades. Pero lo que este uso terminológico significa en Marx es que de ahí en adelante el valor como tal y el «valor de cambio» son sinónimos).
La discusión de las cuatro etapas del valor en El Capital[9] también debería distinguirse de la «construcción» de la llamada teoría del valor-trabajo que, siguiendo a Adam Smith, equipara el valor de una mercancía producida con la cantidad de tiempo de trabajo que contiene. Si esta teoría implica o equivale a una antropología (en el sentido que Althusser o el propio De Man podrían denunciar) es una cuestión muy interesante; pero el tema de la producción es la otra cara, o la otra dimensión, del fenómeno de la «forma del valor» que aquí nos ocupa; es el fundamento del mercado y el cambio y culmina en la aparición de esa cosa tan extraña llamada dinero.
Desde un enfoque lingüístico o «retórico», el análisis de Marx proyecta el estudio de la «identificación metafórica» mucho más lejos, hacia nuevas espesuras y complejidades, que el de Rousseau (o que el de De Man, para quien la metáfora tan sólo es aquí el punto de partida y el acto que permite su interpretación). Marx intenta desnaturalizar —«extrañar», si se prefiere— el entramado aparentemente natural con el que comparamos objetos de distinta clase, incluso a veces intercambiándolos como si de algún modo fueran iguales. El misterio consiste en intentar comprender qué pueden tener en común una libra de sal y tres martillos, y cómo tiene sentido afirmar que son, en cierto sentido, «lo mismo». Marx agudiza el problema concretando dos objetos que en principio están estrechamente vinculados, a saber, «veinte yardas de lienzo» y «una levita», supuestamente aquélla en la que se ha convertido el lienzo. Obviamente, escoge este caso para situar el muy distinto problema de la producción del nuevo valor, que habrá de ser su preocupación central en el Capital.
De nuevo, aquí nos hallamos claramente en el ámbito de la metáfora, que sin duda es como hemos de llamar a esta clase de identificación entre dos objetos distintos si la identificación no es pensable, si sigue siendo un misterio o si no puede justificarse por la razón conceptual. Tengo la impresión de que, también para Marx, plantear una equivalencia sigue siendo en ese sentido impensable, a pesar de que también pueda explicarse (teoría del valor-trabajo) con argumentos estructurales e históricos diferentes, y sin duda superiores, a las «explicaciones» tan míticas en términos de puro temor y debilidad que ofrecen Rousseau o Adorno. Así pues, hay un sentido en el que el análisis marxiano de la equivalencia es absolutamente compatible con la versión retórica de De Man: sin duda, contemplar esta violencia metafórica primigenia —por la que dos mercancías están destinadas a ser «lo mismo»— en términos del funcionamiento lingüístico del tropo mismo enriquece gratamente el esquema de Marx. Pero, a su vez, Marx añade algo más a la postura lingüística en su «explicación», en su narrativa del proceso de aparición del valor (y sólo cabe determinar la posición que esa «otra cosa» puede ocupar en el esquema de De Man comparando la «narrativa» de Marx con la «narración» que hace De Man del «nacimiento de la alegoría a partir de la metáfora primigenia», que aún no hemos esbozado aquí).
Aun así, hay también un sentido en el que la exposición que hace Marx del «misterio» y la naturaleza de los objetos implicados prolonga y modifica en gran medida el punto de arranque de Rousseau. Éste atendía a dos situaciones relativamente simples: la «identidad» de los objetos y la aprehensión del otro ser humano como, en cierto modo, «lo mismo» que yo (compasión, simpatía).
En efecto, la interesante discusión de De Man sobre la segunda de estas zonas del acto metafórico (el Otro, el gigante, «hombre») tiene la desventaja de que descuida a la primera, incluso de que mezcla de algún modo nuestras relaciones con objetos y nuestras relaciones con otras personas. En Marx, sin embargo, la cuestión no es ya comprender cómo un árbol se puede yuxtaponer con otro muy distinto para que emerjan así el «nombre» y el «concepto» árbol; más bien, se trata de comprender cómo objetos completamente distintos (sal, martillos, lienzo, levita) pueden de algún modo considerarse equivalencias. El más apasionante trabajo epistemológico marxiano sigue entonces la lección metodológica anticartesiana y dialéctica de Marx; a saber, que no construimos ideas complejas a partir de ideas simples, sino que, a la inversa, es la intuición de la forma compleja la que nos ofrece la clave para aprehender la más simple. De la ley del valor, o misterio de la equivalencia de cosas radicalmente diferentes, podemos regresar entonces por un nuevo camino al problema más simple de los universales y los particulares; o, si se prefiere, la propia abstracción y el pensamiento conceptual (la «conceptualización lingüística» de De Man) han de localizarse primero en el ámbito más amplio de la operación de la ley del valor, antes de que se puedan comprender sus efectos filosóficos y lingüísticos más especializados. O, por último, dicho desde un enfoque más «vulgar» (esto es, más ontológico), la propia abstracción filosófica y lingüística es un efecto y un subproducto del intercambio.
En la descripción de Marx sobre cómo uno de los dos términos de la equivalencia viene a servir de expresión del otro («El valor de la mercancía lienzo se expresa, por consiguiente, en la materialidad corpórea de la mercancía levita». El Capital 19), encontramos una anticipación dialéctica más rica de la doctrina de la metáfora como tema y vehículo. A la vez, la propia irreversibilidad de la ecuación por la que ambos objetos se afirman como «lo mismo» en cuanto al valor introduce en esta estructura un proceso «temporal», de manera compatible con los planteamientos de De Man sobre la génesis de la «narrativa» a partir de la metáfora y sobre las formas «alegóricas» resultantes de esa tendencia estructural. Pero no debemos pensar que la palabra temporal involucra la participación del tiempo vivido o existencial «real», ni tampoco del tiempo histórico. Tal y como sugerí, cabe leer la interpretación de Marx de las cuatro formas de valor de un modo genealógico, narrativo, «continuista» o histórico: las primeras equivalencias se forman en la intersección entre dos sistemas autónomos o formaciones sociales autosuficientes: la sal no posee ningún «valor de cambio» en nuestra tribu, pero, como carecemos de metales y los vecinos demuestran interés por la sal y están dispuestos a intercambiar objetos metálicos por ella, surge una forma de equivalencia «accidental». Cuando este modo de comparar diferentes objetos y plantear sus equivalencias se establece en el seno de una formación social autárquica, surge un nuevo tipo de movimiento por el cual una gran cantidad de equivalencias, ahora provisionales, aprovecha una multitud de objetos: los momentos «metafóricos» brotan intermitentemente en intercambios puntuales y luego desaparecen, resurgiendo tan sólo en puntos distantes del entramado social. Ésta es, entonces, la «forma de valor total o expandida», una especie de cadena de equivalencias infinita, e infinitamente provisional, que recorre el mundo de los objetos de una formación social, y en la que los objetos intercambian sin cesar sus lugares en ambos polos de la ecuación del valor (que, como hemos dicho, no es reversible). La gente intercambia continuamente, en un proceso sin estabilidad alguna:
En primer lugar, la expresión relativa del valor de la mercancía es siempre incompleta, pues la serie en que toma cuerpo no se acaba nunca. La cadena en que cada ecuación de valor se articula con las otras puede alargarse constantemente, empalmándose a ellas nuevas y nuevas clases de mercancías, que suministran los materiales para nuevas y nuevas expresiones de valor (El Capital 30).
Por supuesto, también es posible describir este momento desde otra perspectiva diferente que subraya la provisionalidad de los momentos y la disolución incesante del valor que los sigue: la propia «ley» del valor, que todavía no se ha institucionalizado y solidificado en un medio, se consume en todos los momentos y se esfuma en cada transacción. Tal descripción corresponde a lo que Baudrillard llama «intercambio simbólico» (el momento utópico de su propia concepción de la historia, cuyo nombre ha modificado significativamente el de Mauss. El sistema kula de Malinowski se ha considerado a veces como una proyección formalizada de este momento, aunque podría considerarse igualmente como su reificación y transformación en otra cosa; y la relación de la lectura de Baudrillard con la celebración antropológica de Bataille del exceso, la destrucción y el potlatch también debiera ser evidente).
Dado que esta cadena infinita e interminable de intercambios no se puede tolerar, aparece la «forma general del valor» para sellar la uniformidad del proceso, produciendo, por decirlo así, su concepto de sí misma (el «valor» como idea general o propiedad universal) y encarnándolo después en un objeto único concebido para que sirva de «estándar» a todos los demás. Pero esta operación es muy extraña y contradictoria: «La forma general del valor, forma que presenta los productos del trabajo como simples cristalizaciones del trabajo humano indistinto, demuestra por su propia estructura que es la expresión social del mundo de las mercancías» (El Capital 33). El objeto así escogido tiene un papel imposible de cumplir, porque es a la vez una cosa en el mundo, cuyo valor potencial es igual al de todas las demás, y algo que está apartado del mundo de los objetos y a lo que se apela, desde el exterior, para que medie el nuevo sistema del valor del mundo de los objetos. No es muy sorprendente encontrarnos con vacas seleccionadas de esta guisa (la clásica descripción que de los Nuer hace Evans-Pritchard): al menos, las vacas pueden acompañarnos por su propio pie e impulso. Pero la horrorosa torpeza del proceso también es obvia. Gayatri Spivak ha propuesto que volvamos a pensar la formación del canon literario en términos de esta dialéctica de las etapas del valor —idea, ciertamente, muy atractiva[10]—. Pero yo me atrevería a correlacionar esta curiosa tercera etapa, en la que un objeto intramundano ejerce una doble tarea como incipiente equivalente universal, con el símbolo y el momento simbólico del pensamiento: culturalmente, en los diversos esfuerzos modernistas por dotar de una suerte de fuerza universal a una representación sensorial de una concepción del mundo (los nuevos «mitos» universales cuya aparición en Joyce creyó ver el Sr. Eliot); pero, filosóficamente, en el cariz unlversalizante del pensée sauvage cuando alcanza la abstracción conceptual, como en los presocráticos, que postulan un único elemento intramundano («todo es agua; todo es fuego») como fundamento del ser.
Lo que viene después, por tanto, no será solamente abstracción; será alegoría, y un denodado esfuerzo por alcanzar el «concepto», que fracasa necesariamente y acto seguido se define a sí mismo como fracaso para salir victorioso, a pesar de sí mismo. Ésta es en Marx, por supuesto, la forma del dinero, y las famosas páginas siguientes sobre la fetichización de la mercancía son la dramática exposición de Marx de este preciso éxito y fracaso de las peculiares consecuencias que derivan de ella. Para nuestros propósitos actuales, nos será útil transcodificar la «fetichización de la mercancía» a un amplío proceso de abstracción que bulle por todo el orden social. Si recordamos la admirable formulación de Guy Debord de la imagen como «forma final de la reificación de la mercancía» (en La sociedad del espectáculo), la relevancia de la teoría para la sociedad contemporánea, los media y la propia postmodernidad queda inmediatamente asegurada. Asimismo, de ser plausible mi sugerencia de que hay afinidades más hondas entre la reflexión de De Man sobre las consecuencias del momento metafórico inaugural y la descripción que hace Marx de la aparición del valor, esta afinidad también abre una posible relación entre las ideas de De Man sobre la textualidad y las inquietudes más postmodernas en torno a la singular dinámica de la significación en los media que, en principio, parecen serle tan lejanas.
En cualquier caso, repetir el relato de las «etapas» de la noción de valor también debería permitimos afirmar que la Darstellung tampoco es exactamente una narrativa: porque las primeras etapas, por así decirlo, quedan fuera de la narrativa y sólo se reconstruyen genealógicamente. En esto, el «valor» tiene una dinámica comparable a la que Lévi-Strauss atribuyó al lenguaje; puesto que, para él, el lenguaje es un sistema, no puede llegar a existir poco a poco. O bien existe de una vez o no existe en absoluto, y esto equivale a decir que es abusivo (pero inevitable) transferir términos que sólo son significativos para un sistema lingüístico a los fragmentos aleatorios, gruñidos y gestos, que a posteriori parecen haberlo preparado.
Es una lástima que De Man no insista con más fuerza en la reproducción de este drama de lo universal y lo particular del Segundo Discurso en la arena «política» más amplia de El contrato social (parece que temía que la palabra metafórico, tan característica de De Man en estos contextos, degenerase ahí en un estereotipo «orgánico» más débil que reforzara las malinterpretaciones estándar de este texto). Pero la situación es totalmente comparable, como sugiere de pasada su interesante descripción de la «estructura metafórica del sistema numérico» (AL 293) (el Uno del estado, el Muchos del pueblo). En esta fase posterior de su propia Darstellung, sin embargo, De Man ha pasado a lo que podemos llamar la «indeterminación» del lenguaje legal, esto es, su capacidad para funcionar de modo significativo en nuevos contextos totalmente imprevisibles; algo que se caracteriza, por un lado, como una «promesa», y por otro como tensión entre dos funciones del lenguaje, la constativa y la performativa («la lógica gramatical sólo puede funcionar si no se tienen en cuenta sus consecuencias referenciales» [AL 306]).
Pero, sin duda, ningún caso de la aparición artificial de la abstracción metafórica y el universal conceptual a partir del ámbito de lo particular y lo heterogéneo es tan dramático como el surgimiento de la propia voluntad general (para Rousseau, se trata más bien de su desvelamiento, porque, para empezar, el acto primigenio siempre había sido lo que aseguraba la existencia de la «sociedad»). De Man insiste con gran acierto en que las consecuencias estructurales de este acto primigenio, o unificación a escala social, son textualmente muy diferentes de lo que hallamos en el Segundo Discurso. Aquí el dilema es, si acaso, más agudo, ya que en Rousseau es muy difícil volver a descender desde la universalidad de la ley a escala de la voluntad general hasta las decisiones contingentes en virtud de las cuales la ley se ajusta, de algún modo, a conflictos específicos o, como él diría, a circunstancias referenciales. Pero éste es otro punto en el que el cruce con el marxismo podría haber sido fructífero: las quejas sobre el subdesarrollo de la dimensión política en el marxismo deben conducir finalmente a que se preste una nueva atención a la relación entre la abstracción «económica» (valor) y ese otro caso abstracto o universal que es el Estado o la voluntad general.
Para terminar de exponer esta amplia confluencia entre Alegorías de la lectura y la problemática marxista, debemos detenernos un instante en estos códigos en cuanto instrumentos terminológicos que permiten o excluyen ciertos tipos de trabajo. La ventaja del código marxista del «valor» —por oposición a la «retórica» de De Man o a la noción de Adorno de la «identidad» o el «concepto»— es que desplaza o transforma el problema filosófico del «error», que nos viene incomodando a lo largo de nuestra exposición. Sería demasiado simplista, pero no incorrecto, sugerir que las concepciones del error tal y como configuran las posturas de Adorno y De Man presuponen lógicamente una fantasía respecto a la «verdad» (la adecuación del lenguaje o del concepto a sus respectivos objetos), que, como sucede en el amor no correspondido, se prolonga en sus conclusiones desengañadas y escépticas. Nada de esto puede suceder en el campo terminológico regido por la palabra valor. La terminología del error siempre sugiere, a pesar de sí misma, que mediante un último esfuerzo de la mente podríamos librarnos de él. De hecho, el carácter sinuoso de la prosa de De Man y de Adorno deriva en gran medida de la necesidad de evitar esta implicación no deseada y de insistir una y otra vez en la «objetividad» de tales errores o ilusiones, que forman parte del lenguaje o del pensamiento y, en ese sentido, no se pueden rectificar, al menos aquí y ahora. En este punto, De Man parece alejarse más que nunca no sólo de Adorno sino también del propio Derrida, en quien abundan insinuaciones de que una transformación radical del sistema social y de la propia historia podrían abrir la posibilidad de pensar nuevos tipos de pensamientos y conceptos: algo inconcebible con la perspectiva que ante el lenguaje sostiene De Man. Sin embargo, muy convenientemente, la idea de valor ya no implica ni supone todas estas cuestiones relativas al error o a la verdad: sus casos pueden juzgarse de diversas maneras (así, tanto para Lukács como para Gramsci el propósito central de la revolución era abolir la ley del valor), pero sus abstracciones son objetivas, históricas e institucionales, y por tanto reconducen nuestras críticas de la abstracción por nuevas direcciones.
Otro modo de decir todo esto es comprender las maneras en que el aparato conceptual de De Man —a veces llamado «retórica»— posee asimismo una función mediadora. Nuestra discusión sobre el peculiar uso que asigna De Man al término metáfora, para referirse a la conceptualización en general, insinúa que aquí entra en juego algo un poco más complicado que la simple (o convenientemente elaborada) reescritura de materiales textuales en términos de tropología; esto caracterizaría mejor la obra de Hayden White o Lotman, o la del grupo mu (de quienes De Man siempre procuró, estratégicamente, distanciarse). Más bien, el uso mediador más amplio de la noción de metáfora permite vincular terminológicamente la tropología al abanico de otros objetos y materiales (políticos, filosóficos, literarios, psicológicos, autobiográficos), en los que cierta versión de los tropos y su movimiento se vuelve autónoma. La metáfora es, así, el lugar crucial de lo que hemos denominado transcodificación en De Man: al principio no es un concepto estrechamente tropológico sino, más bien, el lugar donde se declara que la dinámica de los tropos es «la misma» que un ámbito de fenómenos identificados por otros códigos o discursos teóricos en modos absolutamente ajenos e imposibles de relacionar (la abstracción es el lenguaje que hemos empleado aquí). Así pues, en De Man la propia metáfora es un acto metafórico y una violenta fusión de objetos distintos y heterogéneos.
También cabe afirmar algo parecido de los otros tipos de instrumentos retóricos o lingüísticos a los que a veces se recurre en Alegorías de la lectura. En concreto, a menudo se ha observado que el término omniabarcante retórica (o el término alternativo de lectura) no salva del todo la incompatibilidad entre la terminología de los tropos y esa otra tan diferente de J. Austin, que distingue entre diversos tipos de actos de habla performativos y constatativos. Pero, sin duda, la extraordinaria suerte que ha corrido Austin en la teoría posterior se debe, al menos en parte, a los límites estructurales de la propia lingüística, que tiene que constituirse a sí misma excluyendo todo lo que resida fuera de la oración (acción, «realidad», etc.); de pronto, Austin inventa un modo de hablar en términos «lingüísticos» de esa realidad no lingüística, como una especie de nuevo «otro» dentro de la filosofía del lenguaje que, pareciendo asegurarle un lugar a la acción dentro de la nueva terminología lingüística, justifica que esa terminología se extienda ahora a «todo». Hemos visto cómo reproduce De Man la oposición austiniana en términos de «gramática» y «retórica»: esta terminología reconoce la tensión, pero la reincorpora al lenguaje sin «resolverla» (no obstante, no quisiera dar a entender que sugiero que puede resolverse). También aquí, entonces, nos encontramos con una especie de transcodificación estratégica, si bien de corte algo distinto: la incorporación del otro estructural, o de lo excluido de un sistema dado, asignándole un nombre extraído del ámbito terminológico del sistema.
Por último, ¿qué ocurre con el argumento ontológico que tan a menudo se utiliza para respaldar la primacía de un código sobre otro (¿qué está antes, el lenguaje o la producción?)? Podemos admitir que el lenguaje es único y sui generis, pero es difícil ver cómo esos seres esencialmente lingüísticos que somos pueden siquiera tener la posibilidad de alcanzar esta limitada idea; y también es evidente que De Man fue más allá que la mayoría de la gente en su empeño incansable y masoquista de comprender la mecánica del lenguaje en el mismo momento de su operación. Pero esto no asegura la primacía de un código lingüístico o hermenéutica, aunque sólo sea por el motivo nietzscheano de que nunca se puede asegurar la primacía de un código. «Si todo lenguaje habla acerca del lenguaje» (AL 178), o sea, si «todo el lenguaje es lenguaje de la denominación, o sea, es un metalenguaje conceptual, figurado, metafórico» (AL 178), de ningún modo se sigue que un código teórico organizado en torno al tema o tópico del lenguaje tenga una primacía fundamental. En ese sentido, todo lenguaje puede ser «acerca del lenguaje», pero en última instancia hablar sobre el lenguaje no es algo distinto de hablar sobre cualquier otra cosa. O, como diría Stanley Fish, no se sigue ninguna consecuencia práctica de estos «descubrimientos» sobre la disfuncionalidad más profunda de todos los usos de las palabras. Pero no todas las contradicciones de la obra de De Man (ni siquiera las más interesantes) brotan de su intento de transformar el análisis en método y de generalizar una ideología de trabajo (e incluso una metafísica) a partir de sus extraordinarias lecturas de textos y de oraciones individuales.
Por ejemplo, estas preguntas esencialmente filosóficas sobre la primacía del lenguaje deben distinguirse netamente de las metodológicas, en las que se defiende una determinada aproximación al lenguaje de diversos tipos de textos. A diferencia de lo dicho sobre el Nuevo Historicismo, y también de ciertos momentos esporádicos en Derrida (sobre todo aquellos que flirtean con motivos psicoanalíticos), las homologías no desempeñan ningún papel en De Man porque implican analogías entre los objetos, el contenido o las materias primas del discurso; mientras que en De Man observamos, por así decirlo, la aparición misma del discurso, de modo que ni siquiera cabe decir aún que tal contenido esté presente para que lo analicemos (y cuando aparece, a la manera de la «exigencia del dispositivo» de los formalistas rusos, nuestra singular perspectiva nos exigirá que lo comprendamos más bien como el pretexto del discurso en cuestión y su proyección: la «culpa» es el espejismo producido por el discurso de la confesión). Tampoco sería del todo correcto afirmar que los diversos modos en que aparece el discurso son homólogos entre sí, aunque hay una fuerte tentación de leer las diversas alegorías de De Man como otras tantas variaciones sobre una estructura. Más bien, como en la evolución multilineal de la tradición marxista, se nos anima a que consideremos las muchas maneras singulares que tiene el lenguaje de forcejear con su problema irresoluble de la denominación como si fuesen nudos y hebras provisionales, formaciones textuales locales distintas y específicas que no se pueden teorizar y ordenar según una ley (aunque a veces De Man haga precisamente esto).
La función de la teoría —y lo que le da el aspecto de método transportable de un tipo de objeto verbal a otro— reside más bien en su esfuerzo por desacreditar la autonomía de las disciplinas académicas y, por tanto, la clasificación de los textos que éstas perpetúan en filosofías políticas, especulación histórica y social, novelas y obras teatrales, filosofía y escritura autobiográfica, cada una reclamada por una tradición distinta. He aquí, por fin, la otra razón profunda de que Rousseau se convierta en un objeto de estudio privilegiado: como pocos escritores más, no sólo practicó diversos géneros y formas discursivas (pero en ese caso el propio «siglo XVIII» es un siglo privilegiado, ya que todos esos géneros se reúnen bajo la categoría de «belles lettres» y los intelectuales los practican indistintamente) sino que, al ser una especie de autodidacta, parece que creyó que los había reinventado todos ex nihilo. De esta forma, sus extraordinarias producciones parecen darnos acceso a los orígenes mismos del género. El imperialismo que lleva a vincular aquí de nuevo los textos políticos y filosóficos al estudio literario (o, más bien, a la clase muy especial de lectura retórica que De Man tenía en mente), así como la cortés manifestación de su desprecio por la dejadez con que otras disciplinas han convertido las estructuras verbales en ideas vagas y generales (AL 259-260), tendrá otro aspecto si recordamos que De Man también opinaba lo mismo de la mayoría de los análisis «literarios». Estas lecciones son terapéuticas, y su utilidad variará según el estado de la disciplina en cuestión; la más oportuna y sorprendente no está concebida tanto para un área como para una tendencia, a saber, lo psicológico y lo psicoanalítico. El capítulo de Pygmalion desmantela rotundamente toda idea en torno al «yo» (AL 199), y el capítulo Julie se libra con eficacia del «autor». La demolición ha sido tan completa que, paradójicamente, cuando llegamos a las Confesiones poco queda por realizar de este programa concreto, con lo que De Man se permite su propia versión de una lectura psicoanalítica (la lectura —sin duda, sólo posible u opcional— del deseo más profundo de exposición que tiene Rousseau [AL 324]). Aquí está en juego, sobre todo, la transformación de lo existencial —sentimiento, emoción, instintos, impulsos— en un «efecto» del texto: puesto que este objetivo también lo comparte Lacan (y, de otra manera, Althusser), el capítulo final emite extraños ecos e interferencias, hasta que la introducción inesperada de la máquina (AL 332) produce una ilusión óptica casi deleuziana (aunque la máquina no es la de Deleuze sino, como veremos enseguida, la del materialismo mecanicista del siglo XVIII). En efecto, parece haber una enorme distancia entre la discusión inicial del Segundo Discurso y esta última, y sugiere dos interpretaciones opuestas: por un lado, postular el transcurso del tiempo entre la composición de ambos capítulos, con la aparición gradual de todo un nuevo conjunto de intereses; por otro, identificar aquí algo semejante a una progresión dialéctica, donde el contenido determina modificaciones radicales de la forma y el método. Pero sería más consistente adoptar el modo en que De Man mismo utiliza la narrativa. Volvamos entonces al capítulo de Pigmalión, donde la tesis sobre la existencia o no existencia de un yo estable (y de un otro estable) se pone a prueba frente a un cuento, cuyo principal problema para el lector (o espectador) es si realmente ocurre algo en él o no (es decir, si tiene lugar el cambio). De Man concluye que no, y que lo que parece una progresión es poco más que una iteración o repetición: esto mismo supondremos nosotros respecto a su propia exposición de Rousseau.
No estamos diciendo que esto ocurra en cada capítulo, ya que todos cuentan, de distinta manera y con distinto resultado, el nacimiento de la alegoría a partir del dilema metafórico primario. Sería un error asumir que sólo cabe extraer del libro una única teoría coherente de la alegoría (a pesar de que lo subtienda una única teoría coherente de la metáfora): como mínimo, De Man es postcontemporáneo en lo que respecta a su creencia de que una teoría trascendente es indeseada e indeseable; no es una meta en sí misma, sino una distancia conceptual que permite al lector aprehender un lenguaje que la teoría ya ha transformado (por eso ésta, en gran medida, es aquí aquel esfuerzo por «quedarse fuera» del texto, e incluso fuera del lenguaje mismo, que lamentaban Knapp y Michaels; pero sólo lo es por un momento).
Esta tesis se puede demostrar con el hecho de que, al llegar a las consecuencias de la metáfora, éstas no se especifican como alegoría, sino que se designan, de modo mucho más general, como narrativa: «Si, en principio, el yo no es una categoría privilegiada, la secuela de toda teoría de la metáfora será una teoría de la narración centrada en la cuestión del significado referencial» (AL 219). El acto metafórico implica constitutivamente el olvido o represión de sí mismo: los conceptos generados por la metáfora ocultan inmediatamente sus orígenes y se presentan como verdaderos o referenciales; reivindican su condición de lenguaje literal. Lo metafórico y lo literal, por tanto, coinciden, al menos en la medida en que son los inevitables momentos gemelos del mismo proceso. Este proceso genera entonces varias ilusiones, entre las que merece destacarse (volveremos a ella) la eudemónica (placer y dolor), así como la noción de lo práctico o lo útil («La progresión o regresión del amor a la dependencia económica es una característica constante de todos los sistemas morales o sociales basados en la autoridad de sistemas metafóricos incontestados» [AL 273]).
Pero, respecto a la siguiente fase del proceso —la propia narrativa—, todo aquel que tenga una mínima familiaridad mediática con la «deconstrucción» habrá adivinado que de algún modo esta fase supondrá «deshacer» ese primer momento ilusorio. Surgen las complicaciones cuando nos acercamos a sus casos concretos, y también cuando intentamos aceptar la tentación manifiesta de De Man —a la que también se resiste— de forjar una nueva tipología y diseñar una teoría «semiótica» del tipo que ya denunciara sin tregua en los capítulos anteriores de Alegorías de la lectura.
Si tal «teoría» existe (si no es, dicho con otras palabras, una mera oposición útil y transferible), consistirá en postular dos momentos distintos de la narrativa deconstructiva: el segundo sigue al primero y lo incorpora en un nivel dialéctico de complejidad superior. Primero se deshace la metáfora inicial —una profunda sospecha ante este acto lingüístico concreto la socava tan pronto como ha sido planteada—. Pero, en un segundo momento, esa misma sospecha recubre a la primera y se generaliza: lo que en un principio sólo era una profunda duda respecto a la viabilidad de este parecido concreto y de este concepto concreto —una duda sobre hablar y pensar— es ahora un escepticismo más hondo frente al lenguaje en general, sobre el proceso lingüístico, o sobre lo que De Man denomina lectura, término que excluye convenientemente ideas generales sobre el Lenguaje:
El paradigma para todos los textos consiste en una figura (o un sistema de figuras) y su deconstrucción. Pero como no se puede clausurar este modelo con una lectura final, engendra, a su vez, una superposición figural suplementaria que narra la ilegibilidad de la narración previa. En tanto que se distinguen de las narrativas deconstructivas primarias, podemos llamar a estas narrativas de segundo (o tercer) grado alegorías. Las narrativas alegóricas cuentan la historia del incumplimiento del leer, mientras que las narrativas tropológicas, como el Segundo Discurso, cuentan la historia del incumplimiento del denominar. La diferencia es sólo una diferencia de grado, y la alegoría no borra la figura. Las alegorías son siempre alegorías de la metáfora y, como tales, son siempre alegorías de la imposibilidad de leer —oración ésta en la que el genitivo «de» se debe «leer», a su vez, como una metáfora (AL 235).
La terminología es a veces incierta: estas alegorías ¿son iguales que aquélla que después, en relación con las Confesiones, «puede ser llamada alegoría de la figura» (AL 338)? ¿Qué ocurre cuando el proceso alegórico se contiene o se reprime? El mérito de estas preguntas es que nos obligan a llegar a la obvia conclusión de que, como el problema inicial no puede resolverse (no hay ninguna «solución» al dilema metafórico), tampoco admite un único desenlace, sino que produce diversas soluciones tentativas cuyo modo de incumplimiento, aunque es lógico a posteriori, no se puede predecir ni teorizar por adelantado. Nuevamente, puesto que no puede completarse, la teoría de la alegoría nos devuelve aquí a los textos individuales, cuya «lectura» interminable se limita a reconfirmar la descripción inicial a la vez que se centra en el incumplimiento estructural único de cada texto concreto. De ahí, por ejemplo, la productiva confusión respecto a la naturaleza del Contrato Social:
¿Es el propio Rousseau el «legislador» del Contrato Social y su tratado el Deuteronomio del Estado moderno? De ser así, El Contrato Social se convertiría en un enunciado referencial monológico. No podría llamarse alegoría… en cambio, al elogiar la sospecha de que el Sermón de la Montaña quizá sea la invención maquiavélica de un político experto, [Rousseau] claramente socava la autoridad de su propio discurso legislativo. ¿Tendríamos que concluir entonces que el Contrato Social es una narrativa deconstructiva como el Segundo Discurso? Pero tampoco se trata de esto, porque el Contrato Social es claramente productivo y generativo, así como deconstructivo de una manera en que no lo es el Segundo Discurso. En la medida en que nunca cesa de propugnar la necesidad de una legislación política y de elaborar los principios sobre los que se basaría tal legislación, recurre a los principios de autoridad a los que desautoriza. Sabemos que esta estructura es característica de lo que hemos llamado alegorías de la ilegibilidad. Tal alegoría es metafigural: es una alegoría de una figura (por ejemplo, la metáfora) que vuelve a caer dentro de la figura a la que deconstruye. En la medida en que cae bajo este rótulo, el Contrato Social se estructura, en efecto, como una aporía: insiste en hacer lo que ha demostrado que es imposible hacer. En cuanto tal, podemos llamarlo alegoría. Pero ¿es la alegoría de una figura? Esta pregunta se puede responder preguntando qué es lo que hace el Contrato Social, qué sigue haciendo a pesar de haber demostrado que era imposible hacerlo (AL 313).
Tal y como indica el título del capítulo («Promesas»), esa nueva cosa imposible que sigue haciendo El Contrato Social es prometer: de modo que aquí la aparente heterogeneidad de los capítulos finales de De Man se puede justificar de nuevo en términos de la gama más amplia de «soluciones» imposibles al dilema textual. La disparidad entre la terminología de los actos de habla (promesas, excusas) y la de las alegorías y figuras se puede entender ahora como un ambicioso esfuerzo último por abrir un código mediador más amplio que, por fin, englobe la vida personal y la propia Historia («las alegorías textuales, en este nivel de complejidad retórica, generan historia» [AL 314]: esta frase final parece señalar una conclusión provisional a la búsqueda del propio De Man de la historicidad, tal y como ésta se describió antes).
Podríamos decir, pues, que las múltiples versiones que de la alegoría ofrece De Man caen bajo la rúbrica general de lo que en otro lugar he llamado «narrativas dialécticas»; es decir, narrativas que, mediante mecanismos reflexivos, se desplazan sin cesar a niveles superiores de complejidad. En el proceso, transforman todos sus términos y puntos de partida, y aunque los cancelan siguen incluyéndolos (como él mismo señala). El problema crucial de tales narrativas (sobre todo en la situación intelectual contemporánea, donde se han problematizado con nitidez las ideas fenomenológicas de la conciencia y el «yo») reside sin duda en el momento de la propia «reflexividad» y en el modo como se representa este momento (cuyo problema eludí antes al designarlo neutralmente como un mecanismo): hoy, sólo será convincente si excluimos la tentación, aparentemente inevitable, de reconvertirlo en una u otra forma de la «auto-conciencia». Al margen de que el impacto del psicoanálisis y la lingüística, por un lado, o el final del individualismo, por otro, sean explicaciones satisfactorias, lo cierto es que la idea de «autoconciencia» está hoy en crisis y ya no parece desempeñar la tarea para la que se le suponía capaz en el pasado; nadie la considera ya un fundamento adecuado de aquello a lo que solía fundamentar o completar. Aún está abierta la cuestión de si la propia dialéctica sigue inextricablemente vinculada a esta valoración, hoy tradicional, de la autoconciencia (algo que a menudo quieren decir quienes rechazan a Hegel a la ligera, cuando pasan por alto pasajes en los que se dice algo muy distinto); tampoco la pérdida del concepto de autoconciencia (ni el de conciencia) es necesariamente fatal para la concepción misma de la acción. No obstante, me da la impresión de que en la obra de De Man está fatalmente amenazada en todos sus aspectos por el resurgimiento de una concepción de autoconciencia que su lenguaje intenta conjurar celosamente. Sin duda, la narrativa deconstructiva siempre se arriesga a recaer en aquel relato más simple en el que la figura inicial, habiendo creado la ilusión, adquiere una conciencia más aguda de su propia actividad; mientras que la alegoría de la lectura, o de la ilegibilidad, se presenta ante nosotros en esta obra con una carga más intensa de renovada conciencia de sus propios procesos, y la conciencia se vuelve consciente de sí misma, «al segundo (o tercer) grado», en infinita progresión. Todo esto transcurre de muy distinto modo en Derrida, cuyo énfasis en la interminabilidad y en lo que Gayatri Spivak ha llamado «imposibilidad de un deshacer absoluto»[11] se topa de frente con el problema de la autoconciencia, al reconocerla como una meta y un impulso necesariamente frustrados. En De Man, sin embargo, la autoconciencia subsiste como algo similar a un fantasmagórico «retorno de lo reprimido», malinterpretación ésta tan intensa que incluso su negación la resucita; y, en el «desarrollo desigual» del sistema profundamente postcontemporáneo de De Man, éste no es el único superviviente peculiar de una conceptualidad más antigua.
Lo que llamaré la metafísica de De Man es, desde una perspectiva, esta precisa supervivencia (la más dramática, pero quizá no la más significativa); aunque, en otro sentido, si sustituimos la palabra metafísica por ideología, resultará menos asombrosa la afirmación de que un pensador laico contemporáneo que a menudo calificó sus propias posturas de «materialistas» también «tenía» una ideología. Pero, por supuesto, no se trata exactamente de «tener» una ideología; más bien, cada «sistema» de pensamiento (por muy científico que sea) es susceptible de representación (De Man hubiera dicho «tematización», con uno de sus pasos terminológicos más perspicaces). De este modo se puede aprehender como una «visión del mundo» ideológica: es bien sabido, pongamos por caso, que hasta los existencialismos o nihilismos más prolijos —que afirman que la vida y el mundo carecen de significado y que las preguntas por el «significado» son un sinsentido— también acaban proyectando su propia visión significativa del mundo considerándolo como algo carente de significado.
En De Man, sin embargo, esta susceptibilidad de representación ideológica es correlativa a su propia imagen rigurosa del funcionamiento, o la disfuncionalidad sistemática, del lenguaje como tal: a pesar de sí mismo y contra su propia voluntad, la atención al aparato lingüístico y su enfoque termina por conjurar una imagen imposible de lo que queda fuera del lenguaje y de aquello que el lenguaje no puede asimilar, absorber o tratar. Ese ámbito, inaccesible por definición (esto es, inaccesible al lenguaje, que sigue siendo el elemento más allá del cual no podemos pensar), no aparece por ningún lado en los textos de De Man, aunque sí en Rousseau, sobre todo en sus escritos más «religiosos» y «filosóficos» como la Profession de foi du vicaire savoyard, que, por tanto, casi se convierte en la prueba crucial para la lectura de De Man. Pero es el correlativo dialéctico de lo que está ahí presente y, por así decirlo (y usando otro lenguaje), su non-dit, su impensé. La afirmación de esta metafísica ausente está, pues, implícita en nuestros comentarios anteriores sobre cómo la pretensión práctica de descubrir el truco del funcionamiento del lenguaje sigue reproduciendo, en general (y de otro modo), el procedimiento más racionalista del siglo XVIII de deducir una etapa en la que el lenguaje aún no existía y usar esto como punto de partida. Ni siquiera el teórico más suspicaz y atento podría tomar suficientes precauciones frente a este deslizamiento hacia la ideología y la metafísica. De Man tenía que saber esto bastante bien, como reflejan sus frecuentes advertencias sobre lo inevitable de la ilusión referencial (y sobre su tontería: «la tontería está profundamente asociada con la referencia» [AL 239]); por otro lado, como veremos, su definición estratégica del «texto» sí procura conjurar la escritura ideológica como tal; a mi juicio, no del todo satisfactoriamente.
Desde esta perspectiva, De Man era un materialista mecanicista del siglo XVIII, y gran parte de lo que al lector postcontemporáneo le parece peculiar e idiosincrático de su obra se aclara yuxtaponiéndola con la política cultural de las grandes filosofías de la Ilustración: su horror a la religion, su campaña contra la superstición y el error (o «metafísica»). En ese sentido la deconstrucción, tan estrecha o lejanamente relacionada con el análisis ideológico marxiano como el Islam con la Cristiandad, se puede entender como una estrategia filosófica esencialmente dieciochesca. Lo que de ahí se sigue, como «visión» mecanicista-materialista del mundo, es una representación tan delirante que —contradicción en los términos— sólo puede alcanzar la figuración lingüística por vía de la revelación, como en el célebre sueño de d’Alembert: «Le monde commence et finit sans cesse; il est à chaque instant à son commencement et à sa fin; il n’en a jamais eu d’autre et n’en aura jamais d’autre. Dans cet immense océan de matière, pas une molécule qui ressemble à une molécule, pas une molécule qui se ressemble à elle-même un instant»[12]. Pero hasta Diderot hizo trampas, como señala De Man, ya que rescató su visión de la heterogeneidad absoluta postulando la totalidad de la materia como una especie de enorme ser orgánico. Rousseau fue más consecuente: «Sin embargo, este universo visible consta de materia, materia dispersa y muerta, que, como un todo, carece de la cohesión, la organización o el sentimiento común de las partes de un cuerpo vivo, porque es cierto que nosotros, que somos partes, no tenemos sentimiento alguno de nosotros mismos en el todo» (Profession, citado en AL 264). Obviamente, esto es inconsistente respecto a la idea de un Rousseau pío y teísta que suele asociarse con el autor de la Profession y otros escritos: deshacerse de esta inconsistencia es el tour de force del capítulo de De Man dedicado a este texto. Esto lo hace desplazando el lugar de lo que se ha considerado como una creencia teísta, y en concreto la idea de Dios, desde el ámbito de las proposiciones ontológicas a la «facultad» misma del juicio (AL 262). Así pues, «Dios» y la conceptualidad que lo acompaña no se deben ver como solución a la intolerable visión de la materia evocada arriba, ni tampoco como una intervención posterior en ella que sustituye su escándalo por una visión del mundo más tranquilizadora (llamada, en los manuales de historia intelectual, «teísmo»). Más bien, la idea llamada «Dios» y las otras cuestiones asociadas con el «asentimiento interno» se transfieren, mediante una especie de paréntesis, a la función de la mente o, mejor aún, a la del lenguaje mismo y su capacidad de realizar lo que se llama epistemológicamente «un acto de juicio». Desplazar y reorganizar así el problema (De Man afirma, con toda plausibilidad, que es Rousseau mismo quien lo hace y no su lector deconstructivo) es reconocer a nuestro viejo amigo el acto metafórico, la afirmación lingüística del parecido y la identidad. Ahora bien, estas «creencias religiosas» ya no son exactamente las de Rousseau; son formas lingüísticas y conceptuales que flotan por su mente con toda la objetividad incorpórea de los «conceptos» genéricos y universales del lenguaje; la Profession ya no argumenta a su favor sino que sólo intenta examinar algo así como sus condiciones operativas de posibilidad (algo que hace que esta obra no sea un texto neocartesiano sino prekantiano [AL 263]).
Pero, en tal caso, se deja que la conceptualidad «religiosa» flote sobre el ámbito prelingüístico de la materia sin sentido con tanta eficacia como el concepto metafórico flota sobre los particulares o entidades individuales que, se supone, debe subsumir, o la voluntad general sobre las pasiones únicas y las particularidades violentas que habitan su dominio, en tanto sujetos individuales. El «teísmo» de Rousseau es indecidible (AL 280) exactamente en el mismo sentido, ya que, lejos de tender un puente entre el ámbito de lo particular y el de los universales y el lenguaje, toda la operación de Rousseau consiste en problematizar esa relación y poner en tela de juicio su propia posibilidad, a la vez que sigue «utilizando» los universales, los conceptos, el lenguaje e incluso el «teísmo».
Me inclino a pensar que esta visión materialista o «pesimista» (lo que a algunos les gusta llamar «nihilismo») puede transferirse, de hecho, al propio De Man con la intermediación del otro gran alter ego, Kant (cuyas afinidades con De Man —además del vínculo mutuo con Rousseau— se asientan precisamente, creo, sobre esta misma visión dual). Un pasaje como el siguiente transmite sólo de modo superficial el horror de la «concepción del mundo» kantiana:
Por todas partes vemos una cadena de causas y efectos, de fines y medios, así como una regularidad en el nacimiento y la desaparición. Como nada pasa por sí mismo al estado en que se encuentra, éste remite siempre a otra cosa como causa suya, la cual nos obliga a su vez, a formular de nuevo la cuestión. Así, pues, el universo entero tendría que caer en el abismo de la nada si no supusiéramos algo independiente y originario que existiera por sí mismo, fuera de esta infinita cadena de contingentes, algo que sostuviera esta misma cadena y que, como causa de su nacimiento, le asegurara, a la vez, su perduración[13].
Pero este fragmento sigue describiendo el mundo de los fenómenos, el mundo empírico de nuestra propia experiencia. Es más bien el mundo de los nóumena, y de las cosas-en-sí-mismas, lo que en Kant constituye el verdadero ámbito de lo extraño y se corresponde más con las visiones atomistas o materialistas de la filosofía anterior, con ciertos nuevos giros fundamentales. La cosa-en-sí-mis-ma no es, por ejemplo, representable a la manera de Diderot, porque por definición no es en absoluto representable; es una especie de concepto vacío que no puede corresponder a ninguna forma de la experiencia. A pesar de todo, a veces me da la impresión de que le sacamos cierta ventaja a nuestra tradición, no tanto porque poseamos nuevas terminologías y conceptualidades (como pensaron Lacan y Althusser sobre su propia reescritura de Freud y Marx), sino más bien porque tenemos nuevas tecnologías. En concreto, el cine nos puede permitir cuadrar este particular círculo de otro modo, y representar algo mejor aquello que solía definirse como lo que escapa a la representación. Si el significado filosófico del cine, según la gran observación de Stanley Cavell[14], realmente nos enseña cómo podría ser el mundo en nuestra ausencia —«la nature sans les hommes», como solía decir Sartre—, entonces quizás el noumenon pueda presentarse hoy ante nosotros con una Únheimlichkeit propiamente fílmica, como un truculento conjunto de volúmenes inquietantemente iluminados que proyectan una especie de visibilidad interna desde sí mismos, como una luz infrarroja: el elemento de las películas de terror y la fotografía trucada, del vuelo a través de las dimensiones de 2001 de Kubrick, por no decir lo repugnante del campo visual de un Otro oculto. Éste podría ser, con todas sus malas trazas habituales, un modo contemporáneo de igualar el mareo que sentían los materialistas clásicos al mirar los poros de la materia que subyacía sin sentido al ámbito de la apariencia del mundo humano ordinario. Y es que el ámbito nouménico de Kant nada tiene que ver con ese nivel más profundo de la esencia hegeliana, esa dimensión más verdadera que yace bajo la apariencia fenoménica y a la que nos invita Marx al salir del mercado:
Por eso, ahora, hemos de abandonar esta ruidosa escena, situada en la superficie y a la vista de todos, para trasladarnos, siguiendo los pasos del poseedor del dinero y del poseedor de la fuerza del trabajo, al taller oculto de la producción, en cuya puerta hay un cartel que dice: «No admittance except on business» (El Capital 128).
Las cosas-en-sí de Kant, junto con el universo material del Vicario rousseauniano y también, quizás, del propio De Man, no se pueden transitar de esta manera, ya que corresponden a lo que está más allá del antropomorfismo, más allá de las categorías y los sentidos humanos —lo que está aquí ante nosotros sin nosotros, ni visto ni tocado, independiente de la centralización fenomenológica del cuerpo humano y, sobre todo, más allá de las categorías de la mente humana (o, en De Man, de las operaciones del lenguaje y los tropos)—. En cuanto a la «libertad» como noúmeno, señala la misma «falta de perspectiva» que se adopta frente al yo, la conciencia humana y la identidad: algo monstruoso que no podemos imaginarnos ver desde fuera —ese alienígena sin nombre al que domesticamos con los banales conceptos antropomórficos de razones, elecciones, motivos, saltos de fe, compulsiones irresistibles, etc.—. Entender que Kant plantea un mundo insuperablemente dualista donde la apariencia humana coexiste y se sobreimpone de modo imposible con un mundo de cosas-en-sí, impensable y no humano (incluyendo nuestros propios «yoes»), es comprender un poco mejor por qué las coordenadas de Kant habrían de ser tan útiles para De Man, cuyas «categorías» lingüísticas sustituyen a las categorías cognitivas de Kant y descartan eficazmente el compromiso ético de éste, a la vez que le cierran la puerta (con cierto escepticismo glacial) a la solución «teísta» de Rousseau, que apenas es ya teísmo en el tradicional sentido «religioso».
Así pues, a diferencia de Rousseau, De Man ni siquiera intentó tender tal puente entre lo universal y lo particular (si bien reconoció que era inevitable asumir que existía, esto es, seguir usando el lenguaje). ¿Debemos, pues, identificar la tarea de De Man —como se ha hecho sin rigor, sobre todo en los últimos años— con un «nihilismo»? De Man se describió a sí mismo, coherentemente, como materialista, pero sin duda no es la misma cosa. El nihilismo evoca una especie de ideología global o concepción «pesimista» del mundo a la que De Man era en general alérgico. La definición más precisa de su postura «filosófica» se halla en otro lugar y conduce a una problemática aún más arcaica e intempestiva que se encuentra tras la problemática, a primera vista ya anticuada, del materialismo del siglo XVIII. Indudablemente, De Man no era un nihilista sino un nominalista, y la recepción escandalizada que sufrieron sus puntos de vista sobre el lenguaje (cuando por fin quedaron claros a sus lectores) difícilmente encuentra mejor parangón que la agitación de los clérigos tomistas cuando de pronto se enfrentaron a la enormidad nominalista. Investigar estas afinidades filosóficas, tarea que no podemos emprender aquí[15], podría producir otro De Man, uno cuya ideología ya no fuera la del materialismo del siglo XVIII. Lo que más interés tiene para nuestro contexto es cómo podemos reinscribir su nominalismo en la lógica misma del pensamiento y la cultura contemporáneos, de los que, por lo demás, se mantuvo distante, único e inclasificable. Adorno ya ha estudiado los modos en que el arte moderno afronta fundamentalmente una lógica del nominalismo, en tanto situación y dilema propios; tomó prestada la palabra de Croce, que en general la utilizaba para desacreditar los tipos del pensamiento genérico que presidían la apreciación del arte de su tiempo; consideraba que estas generalidades y clasificaciones genéricas eran incoherentes con la experiencia de la obra de arte individual. En Adorno, el nominalismo irrumpe en la producción misma de la obra moderna a modo de destino; y su diagnóstico formal también se halla implícito en su trabajo sobre la historia de los conceptos filosóficos modernos, que hoy se han extraído fatalmente de las posibilidades unlversalizantes de la filosofía tradicional (por la que no sentía ninguna nostalgia).
Se hace necesario ahora un diagnóstico social y cultural más extenso del imperativo nominalista en los tiempos contemporáneos: la tendencia hacia la inmanencia, la huida de la trascendencia que describimos en la sección inicial, se convierte a esta luz en un fenómeno privado o negativo, y sólo la hipótesis del «nominalismo» como fuerza social y existencial por derecho propio puede revelar su aspecto positivo (también la política postmoderna y la inflexión postmoderna del antiguo concepto de «democracia» se pueden interpretar así, como el sentimiento creciente de que la realidad de los particulares y los individuos sociales es, de alguna manera, inconsistente con modos antiguos de pensar sobre la sociedad y lo social, incluida la propia ideología del «individualismo»). En este contexto, la obra de De Man asume una resonancia algo distinta y menos excepcional, como lugar donde una cierta experiencia del nominalismo, en el ámbito especializado de la producción lingüística, se vivía plenamente y se teorizaba con una pureza severa y rigurosa, por decirlo así.
Pero nuestra exposición del teísmo de Rousseau sigue siendo incompleta, porque todavía no hemos mencionado cómo la concep-tualidad «teísta» —que, claramente, no «asumió» el ámbito de la propia materia— adquirió aun así cierta autonomía propia mediante una fijación libidinal. (El muy distinto lenguaje de De Man describe este momento como un «giro hacia la valorización eudemónica» [AL 277], la transformación del locus del juicio en una suerte de «espectáculo» [AL 276] que, en lo sucesivo, se vuelve susceptible de un lenguaje de placer y dolor; y, más allá, la transformación en esas poses eróticas y sentimentales que asociamos con el siglo XVIII[16]. Pero lo que haya de hacerse con este resurgimiento de la cuestión del placer inaugura los temas y los problemas de lo estético como tal (más en la obra de De Man que en la de Rousseau).
Ciertamente, cabe ver la forma de la deconstrucción de De Man como una operación rescate de última hora y como un salvamento de lo estético justo cuando parecía estar a punto de desaparecer sin dejar ni rastro (incluso puede verse como defensa y valoración del estudio literario y como un intento de privilegiar el lenguaje específicamente literario). Esto lo garantizó, primero, mediante una redefinición estratégica del concepto de texto, cuya aplicación limitó a aquellos escritos que «se deconstruyen a sí mismos», hablando en términos generales. «El paradigma de todos los textos consiste en una figura (o un sistema de figuras) y en su deconstrucción» (AL 235); también se puede entender ahora que esta formulación, con la que ya nos hemos topado cuando intentábamos comprender el inicial momento metafórico del lenguaje, ejerce la muy distinta función de la valoración estética. Quedan expulsados de ella vulgarizadores e ideólogos —Herder y Schiller, por ejemplo—, que consideran a Rousseau un mero filósofo cuyas «ideas» se pueden recoger y adaptar, desarrollar y aumentar; carecen tranquilamente de la «sospecha» más profunda que informa a los dos tipos básicos de escritura —alegorías de la figura y alegorías de la lectura— comprendidas en la designación más amplia de «texto». Sin duda, se trata de una afirmación de valor (por no decir una especie de canonicidad); pero cabe objetar que no se trata exactamente de una afirmación del valor estético. Es posible categorizar y clasificar así los textos porque son lingüísticamente reflexivos, se deconstruyen a sí mismos y, de algún modo, son autoconscientes respecto a sus propias operaciones. ¿No sería mejor restringir estos juicios —como a menudo parece hacer De Man— a la retórica en vez de a la estética? Pero aquí hay una última vuelta de tuerca, puesto que el texto en De Man también se convierte en la definición misma del «lenguaje literario» como tal; y, en este punto, queda triunfalmente reestablecido algo que guarda una semejanza sospechosa con la valoración estética y el estudio literario.
No obstante, sería incorrecto concluir a partir de aquí que la operación de De Man es, al fin y al cabo, tranquilizadoramente tradicional; porque aún hay una pieza más en este rompecabezas, a saber, la inesperada intervención de lo que Geoffrey Galt Harpham ha llamado «imperativo ascético»[17]. En efecto, a menudo hemos observado que De Man utiliza un vocabulario de «tentaciones» y «seducciones»; sobre todo, pero no solamente, en relación con opciones interpretativas. Ya es hora de decir que no es una mera pauta estilística, sino que se corresponden con un rasgo más fundamental de la concepción filosófica que De Man tiene del lenguaje, así como de su estética. Éste es también el punto en el que su trabajo parece cruzarse con el debate actual en torno a la modernidad y la postmodernidad, términos que De Man no hubiera precisamente aprobado, sobre todo con el carácter periodizante que yo voy a imprimirles. Si pusiésemos en pie de guerra a quienes plantean una continuidad profunda entre el romanticismo y la modernidad, y los que se empeñan en acentuar un corte radical entre ambos, De Man habría pertenecido sin duda al primer grupo; no obstante, y para desacreditar a los conceptos más amplios, interviene la diferencia radical del texto individual (o, más bien, del auteur individual, puesto que hasta en la problematización misma de la autoría De Man sigue comprometido con la teoría del auteur).
Sin embargo, es como si de algún modo la poesía romántica siguiera estando más cerca de las fuentes de la sospecha rousseauniana del lenguaje (las afinidades electivas de De Man entre los teóricos, como es bien sabido, tienden, después de Nietzsche, a Friedrich Schlegel): el carácter del lenguaje de los modernos es, por tanto, más rico en mentiras y engaños, en seducciones, y por eso es lógico que la deconstrucción más extraordinaria que hace De Man del lenguaje poético haya de ejercerse sobre Rilke. Por el momento, entonces, la deconstrucción de la seducción del lenguaje poético es lo mismo que la deconstrucción de la propia «modernidad».
Con todo, es habitual que se admita que las seducciones de valor son toleradas (e incluso admiradas) en los llamados textos literarios de un modo que no cumpliría los requisitos de los escritos «filosóficos», dado que el valor de estos valores está a su vez vinculado a la posibilidad de distinguir los textos filosóficos de los textos literarios (AL 119).
Las «seducciones» de Rilke (AL 34) se articulan en una versión de cuatro pasos, y cada paso tiene ecos en otros lugares de la escritura de De Man. El primero, el despertar de la complicidad del lector, se considera a menudo paradigmático de lo moderno en general («hypocrite lecteur! mon semblable, mon frére!»); en un segundo momento, cabe identificar una completud de los objetos y una fascinación por sus superficies, que en Rilke reviste una forma temática específica pero que también es, de uno u otro modo, paradigmática de una significativa intensificación de lo sensorial en lo moderno en general. El tercer paso convierte estos logros en lo que podemos llamar una puesta en práctica ideológica: ahora, van a «afirmar y prometer, como pocas [obras] más, una forma de salvación existencial»: «Hiersein ist herrlich!» [«¡Estar aquí es maravilloso!»]. No sorprenderá el hecho de que esta operación ponga inmediatamente en guardia a De Man: en efecto, al final de este estudio monográfico (escrito a modo de introducción a una selección francesa de Rilke, y esto explicará quizás su accesibilidad —cosa poco frecuente en De Man— y su carácter sistemático como estudio general y análisis totalizante), los grandes poemas filosóficos, las Elegías a Duino y los Sonetos a Orfeo, se han desplazado y reducido a una posición más marginal y humilde del canon rilkeano. Ahí los han destronado los fragmentos más escasos y fragmentarios —casi minimalistas— que parecen anunciar a Celan y encarnar, en su rechazo de la plenitud, algo así como una estética «deconstructiva» (tal minimalismo no es un accidente estructural: «esta “teoría liberadora del Significante” implica también un completo agotamiento de las posibilidades temáticas» [AL 61]).
Pero las restantes características de la seductora estrategia de Rilke acaban siendo tan sospechosas como ésta; no lo es menos el momento final, o cuarto, en el que los tres pasos anteriores cristalizan en el lenguaje poético como tal. Se trata de la aparición de un único canal sensorial: la eufonía, que hace que el «lenguaje cante como un violín» (AL 52), prácticamente un «dios-oído fonocéntrico en el que Rilke, desde el comienzo, ha fundado el resultado de todo su éxito poético» (AL 68):
Las posibilidades de representación y de expresión son eliminadas en el marco de una ascesis que no tolera ningún otro referente que no sean los atributos formales del vehículo. Puesto que el sonido es la única propiedad del lenguaje que en verdad inmanente a él, y que no guarda ninguna relación con cualquier cosa ajena al mismo lenguaje, el sonido quedará como el único recurso disponible (AL 45).
Es extraño que esta extraordinaria musicalidad, que todo lector adicto a Rilke conoce, se describa como ascesis. La finalidad de esta palabra es mediar entre esta singularidad formal y la temática religiosa de Rilke. Aquí ambos elementos, en efecto, se justifican y representan mediante la renuncia de todos los sentidos restantes, que a Rilke le gusta a veces considerar como santidad. Asimismo, la descripción también atraviesa profundamente el fenómeno histórico de la reificación y separación de los sentidos en los tiempos modernos, y la consiguiente transustanciación de cada uno, que, así, adquiere también una extraordinaria intensidad nueva en la pintura moderna. Han sido, fundamentalmente, aquellos lectores (y escritores) que han llegado a tener cierto sentido histórico de la novedad del nuevo sensorium corporal quienes lo han celebrado: la fenomenología y las ideologías más contemporáneas del deseo sitúan su punto de partida en esta fragmentación acaecida al cuerpo en los tiempos modernos. Así pues, la peculiar perspectiva de De Man produce extrañamiento en un sentido del que sólo podemos felicitarnos: suspendiendo fríamente la tentadora riqueza del nuevo sentido (eufonía), De Man insiste en su precio y en todo aquello a lo que debemos renunciar para que los sonidos del lenguaje se vuelvan autónomos.
Pero, sin duda, esto también se debe describir como una ascesis por su parte; y en ningún otro sitio es tan feroz Alegorías de la lectura como en la burla que le hace a la apología de Nietzsche del poder supremo de la música:
¿Quién de nosotros osaría reconocer, después de este pasaje, que no es uno de los pocos y felices «músicos auténticos»? Esta página sólo podría haber sido escrita con convicción, si la identificación personal de Nietzsche lo hubiese convertido en el mismo centro nuclear de una relación triangular. Está cargado de todas las afirmaciones propias de una afirmación de mala fe: preguntas retóricas paralelas, abundancia de clichés, lisonjas evidentes para su público. El poder «mortífero» de la música es un mito que no puede soportar el ridículo de la descripción literal, a pesar de que Nietzsche se ve obligado, por el modo retórico de su texto, a presentarlo en el absurdo de su facticidad (AL 120)[18].
Quisiera subrayar, más allá de la identificación y el desenmascaramiento puntuales de una seducción lingüística concreta (que, de un modo u otro, vuelven a reproducir las ilusiones referenciales generadas por el acto metafórico inicial, incluido el deseo), hasta qué punto es única la obra de De Man entre los críticos y teóricos modernos por su rechazo ascético del placer, del deseo y de la embriaguez de los sentidos.
Pero tras estas cuestiones tan contemporáneas hay otras aún más cruciales. En concreto, la gran preocupación tradicional de la estética filosófica desde Platón hasta el idealismo alemán; a saber, la cuestión del estatuto del Schein, o la apariencia estética (reducida, en los debates postcontemporáneos, al tema algo más limitado de la representación). La postura de cada uno ante la culpa del arte y el estatus del intelectual cultural (por no hablar del esteta) depende mucho, como Adorno no cejó en enseñarnos, de la actitud mantenida ante la apariencia estética, que puede rechazarse por razones políticas en cuanto lujo o privilegio social, o bien celebrarse o racionalizarse de diversas maneras ideológicas (a su vez, modificadas desde que surgió la cultura de los media). De Man combinó excepcionalmente ambas posiciones en una síntesis idiosincrática, dotando al Schein y a la apariencia sensorial del estatus negativo de ideología estética y falsedad o mala fe, a la vez que mantenía el propio arte (o al menos la literatura) como ámbito privilegiado donde el lenguaje se deconstruye a sí mismo y donde, por tanto, todavía puede estar disponible una versión muy tardía de la «verdad». Así, la experiencia estética se valoriza de nuevo, pero sin esos tentadores placeres estéticos que solían parecer su propia esencia, como si el arte fuese una píldora que hubiera que tragarse a pesar de su capa de azúcar; o, en términos más tradicionales, un valle casi wagneriano donde hay una necesaria fantasmagoría mágica.
En contraste con alguien como Roland Barthes, el puritanismo de De Man asume proporciones casi platónicas (a excepción de los planes sociales que Platón tenía para el arte). A su lado, Barthes parece el epítome mismo de la autoindulgencia irresponsable y de la sumisión al engaño. Personalmente, me temo que soy incapaz de tomarme en serio las sugerencias éticas que acompañan al texto de De Man (sin duda, es problema mío); pero Alegorías de la lectura parece profético de los años ochenta, no tanto por una supuesta «nueva moralidad» como por el veredicto de bancarrota que pronuncia respecto a la prolija celebración de la emancipación, el cuerpo, el deseo y los sentidos que en los años sesenta fue uno de los principales «logros» y campos de batalla.
No obstante, como hemos visto, este diagnóstico admirable y devastador de lo moderno y de su retórica de los sentidos (no podemos recapitular la minuciosa deconstrucción que desarrolla de las figuras de Rilke) viene seguido casi inmediatamente de la restauración de la primacía del lenguaje literario y poético. Esto resulta verosímil, ya que, si el objetivo es deshacer las ilusiones sensoriales del lenguaje, entonces éstas han debido de ser despertadas en grado extremo para que haya un enfrentamiento tan definitivo contra ellas.
Así pues, hemos de leer la estética de De Man con el telón de fondo de un contexto histórico más amplio. Es ahí donde ofrece el espectáculo de una modernidad que no se ha liquidado por completo: las posturas y los argumentos son entonces «postmodernos», aunque las conclusiones no lo sean. El porqué de que no se extraigan estas consecuencias últimas es nuestra pregunta final, y no se puede responder por completo. En términos muy generales, sin embargo (tal como se afirmó en capítulos anteriores), parece que una postmodernidad plenamente autónoma que se justifique a sí misma es imposible como ideología. Para quien desee utilizar un lenguaje antifundacionalista (pero éste es tan sólo uno de los códigos o temas en que se representa el drama), esto equivale a afirmar que la postura antifundacionalista siempre es susceptible de caer en un nuevo tipo de papel fundacional por derecho propio. Pero la supervivencia de valores propiamente modernos en De Man (ante todo, el privilegio y el valor supremo de lo estético y del lenguaje poético) es demasiado autoritaria y sonora —sobre todo si se compara con la crítica tan minuciosa a casi todos los rasgos formales de la estética moderna— para que sólo se explique en estos términos.
Supongo que lo que en este punto se recibe es la impresión que a veces tenemos, desde una cierta distancia y con cierto cambio de perspectiva, de que histórica y culturalmente De Man era una figura muy anticuada, con valores más característicos de una intelligentsia europea anterior a la Segunda Guerra Mundial (algo que, en su mayor parte, se disimula cara a los norteamericanos contemporáneos). Así pues, lo que debemos explicar no es tanto la imperfecta liquidación del legado moderno en De Man como, para empezar, el proyecto mismo de liquidarlo.
Hasta este momento no he querido pronunciarme sobre las hoy famosas «revelaciones», el descubrimiento de la labor de De Man como periodista cultural en los primeros años de la ocupación alemana de Bélgica. Me temo que gran parte del debate que han provocado estos materiales me ha parecido lo que a Walter Benn Michaels le gusta llamar un «retorcerse de manos». En primer lugar, no pienso que los intelectuales norteamericanos hayan tenido, en general, una experiencia de la historia tal que les pueda facultar para juzgar las acciones y elecciones de aquellas personas que han sufrido una ocupación militar (a no ser que se considere la situación de Vietnam como una analogía cercana). Además, el énfasis exclusivo sobre el antisemitismo pasa por alto y neutraliza políticamente su otro rasgo constitutivo durante el período nazi: el anticomunismo. Que la mera posibilidad del judeocidio concordase absolutamente con la misión anticomunista y de extrema derecha del Nacionalsocialismo y fuera inseparable de ella es la carga que soporta la decisiva nueva historia de Arno J. Mayer, Why Did the Heavens Not Darken? Pero, dicho así, queda claro al instante que De Man no era ni anticomunista, ni de derechas: de haber asumido estas posturas en sus días de estudiante (en una época en que los movimientos estudiantiles de Europa eran abrumadoramente conservadores o reaccionarios), hubiera sido de dominio público, ya que era sobrino de una de las más célebres figuras del socialismo europeo. (Mientras, en estos textos —absolutamente carentes de toda originalidad o de rasgos distintivos—, una cierta ideología política de trasfondo se limita a repetir el corporativismo general del período que, más allá de las fronteras, compartían el nazismo y el fascismo italiano, pasando por el New Deal y la socialdemocracia marxiana de Henrik de Man, hasta llegar el estalinismo[19]).
Más bien, tal y como reflejan los artículos, cabe pensar que Paul de Man era claramente un especimen poco destacable del esteta modernista convencional por aquel entonces, incluso del esteta apolítico. No cabe duda de que es un asunto muy diferente al de Heidegger (aunque parece incuestionable que los «escándalos» gemelos Heidegger y De Man se han orquestado con cuidado para deslegitimar la deconstrucción derridiana). Puede que Heidegger fuera «políticamente naif», como dicen algunos, pero lo cierto es que tenía una actitud política, y durante un tiempo creyó que la toma de poder hitleriana era una revolución genuinamente nacional que abocaría en una reconstrucción moral y social de la nación[20]. Como rector de la Universidad de Friburgo, y en el mejor espíritu reaccionario y macartista, se dedicó a purgar aquel lugar de sus miembros dudosos (aunque debe recordarse que en el sistema universitario alemán de los años veinte escaseaban los «elementos» verdaderamente radicales o izquierdistas, en comparación con el Hollywood de los años cuarenta o la República Federal de los setenta). La enorme decepción que sintió con Hitler fue compartida por numerosas personas de la izquierda revolucionaria (anticapitalista) en el seno del nacionalsocialismo, que por un tiempo no comprendieron ni la postura pragmática de Hitler como moderado o centrista ni su relación crucial con los grandes negocios. Sé que se me malinterpretará si añado que siento cierta admiración secreta por el intento de Heidegger de comprometerse políticamente, y el mero intento me parece preferible moral y estéticamente al liberalismo apolítico (siempre que sus ideales no se lleguen a realizar).
Nada de esto es relevante respecto a De Man, para quien aquello que se llamaba tan dramáticamente «colaboración» era un mero trabajo[21], en una Europa que en lo sucesivo estaría previsiblemente unida y sería alemana. De Man, durante el tiempo en que le conocí personalmente, era simplemente un buen liberal (y, además, no era anticomunista). Aun así, ¿podemos seguir uno de los argumentos clásicos de la Ideologiekritik y sostener que la evolución de toda una compleja línea posterior de pensamiento estaba determinada, de algún modo, por un trauma inicial que intentaba eliminar? Por supuesto, se puede sustituir este lenguaje terapéutico por uno más táctico, como en la discusión magistral de Bourdieu de cómo la famosa Kehre de Heidegger (el giro de su existencialismo hacia cuestiones del ser) es una clara desvinculación retórica de la anterior afirmación política de la «revolución» Nazi[22]; pero (a diferencia de Blanchot) De Man no tenía, para empezar, tales simpatías. Aun así, también es verosímil estudiar estas desconversiones en términos del propio trauma, como experiencia de la violencia y del miedo radical: por ejemplo, en Conversación en la Catedral (tan curiosamente profética de su posterior apostasia de la izquierda), Vargas Llosa muestra cómo la experiencia misma de ser quemado por la historia (en este caso, ser molido a palos tras una manifestación estudiantil, pero en casos más serios la tortura misma) impone una atroz estructura de autocensura y evita de modo casi pavloviano el futuro compromiso político (una especie de peculiar inversión del liberador acto de violencia fanoniano).
Parece absurdo sugerir que los complejos procedimientos de la deconstrucción de De Man surgieran en cierto sentido para expiar o deshacer un «pasado nazi» que, para empezar, jamás existió. Sin duda, deshicieron con eficacia sus valores estéticos acriticamente modernos (mientras, como hemos visto, «salvaba el texto» de otra manera). En cuanto al célebre artículo «antisemita»[23], creo que ha sufrido una malinterpretación sistemática: lo considero el ingenioso intento de resistirse por parte de un joven que era demasiado listo para su propio bien. Y es que el mensaje de esta «intervención» es el siguiente: «vosotros, vulgares antisemitas e intelectuales (dejaremos al margen el altanero antisemitismo “religioso” del Tercer Reich) le hacéis un flaco favor a vuestra propia causa. No habéis comprendido que si la “literatura judía” es tan peligrosa y virulenta como alegáis, entonces la literatura aria no es gran cosa, y en concreto carece del vigor necesario para resistirse a una cultura judía que, según otras versiones “antisemitas” canónicas, se supone que carece de valor. Por tanto, en estas circunstancias el mejor consejo sería que dejarais de hablar de los judíos por completo y que cultivarais vuestro propio jardín».
Es irónico, aunque absolutamente característico de la ironía como tal, que esta ironía haya sido objeto de una comprensión y una lectura tan desastrosas (De Man parece haber entendido inmediatamente que la pieza se leía con más facilidad como expresión de antisemitismo que como su desautorización). Quizás los rigores de la lectura deconstructiva —que con tanta pasión se ha ejercido y enseñado en los últimos años— estén calculados para «deshacer» este desastre, en el sentido de formar a lectores capaces de resistirse a este tipo de error interpretativo elemental. Pero, de todos modos, parece que la mayoría de sus discípulos han incurrido en él al enfrentarse por vez primera a este «texto»; y, en cualquier caso, hay cierta «ironía» añadida en el hecho de que la pedagogía de De Man, tan admirable en otros aspectos, dejara a sus estudiantes particularmente mal preparados para enfrentarse a este tipo de tema político e histórico, que desde el inicio se pone entre paréntesis.
La mayor ironía, sin embargo, reside en la supervivencia de la Ironía misma (concepto y valor teórico supremo del modernismo tradicional, y lugar por excelencia de la idea de autoconciencia y de lo reflexivo[24]) en la debacle, por lo demás completa, del repertorio del modernismo en la obra de madurez de De Man. Resurge con serenidad como clímax del modernismo en la página final de Alegorías de la lectura.