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EL SURREALISMO SIN EL INCONSCIENTE

Con frecuencia se ha dicho que en cada época domina una forma o género privilegiado que por su estructura parece el más adecuado para expresar sus verdades secretas; o quizá, dicho de una manera más contemporánea, que esa forma puede ser el síntoma más evidente de lo que Sartre habría llamado la «neurosis objetiva» de ese tiempo y lugar concretos. Hoy, sin embargo, ya no creo que buscásemos estos objetos característicos o sintomáticos en el mundo y en el lenguaje de las formas o de los géneros. El capitalismo, y la época moderna, es un período en el que la extinción de lo sagrado y lo «espiritual» ha provocado que la profunda materialidad subyacente de todas las cosas se manifieste, chorreando y convulsa, a la luz del día; y está claro que la cultura misma es una de esas cosas cuya materialidad fundamental nos es ahora no sólo evidente, sino absolutamente ineludible. Pero esto también ha sido una lección histórica: que la cultura se haya vuelto material nos ha permitido entender que siempre fue material, o materialista, en sus estructuras y funciones. Nosotros, los postcontemporáneos, contamos con una palabra para este descubrimiento, una palabra que ha tendido a desplazar el antiguo lenguaje de los géneros y las formas: se trata, por supuesto, de la palabra medium, y sobre todo de su plural, media, que ahora combina tres rasgos relativamente diferenciados: el de un modo artístico o forma específica de producción estética, el de una tecnología específica que se suele organizar en torno a un aparato o máquina central y, por último, el de una institución social. Estos tres significados no definen a un medio, ni a los media, sino que designan las distintas dimensiones que deben abordarse para completar o construir esta definición. Debería ser evidente que la mayoría de los conceptos estéticos tradicionales y modernos —concebidos en gran parte, pero no exclusivamente, para textos literarios— no exige que se preste esta atención simultánea a las múltiples dimensiones de lo material, lo social y lo estético.

Puesto que hemos tenido que aprender que la cultura actual es cosa de los mass media, por fin hemos empezado a entender que la cultura siempre lo fue y que las formas o géneros antiguos (incluso los antiguos ejercicios y meditaciones espirituales, los pensamientos y expresiones) también eran, cada uno a su manera, productos de los media. La intervención de la máquina, la mecanización de la cultura y la mediación de la cultura por la Industria de la Conciencia son hoy omnipresentes, y quizá sea interesante estudiar la posibilidad de que siempre lo hayan sido en el transcurso de la historia humana, incluso en modos de producción tan radicalmente diferentes como los antiguos modos precapitalistas.

No obstante, la paradoja de que una incipiente conceptualidad mediática desplace a la terminología literaria es que esto ocurre en el preciso momento en que la prioridad filosófica del propio lenguaje y de las diversas filosofías lingüísticas se ha vuelto dominante y casi universal. Así pues, el texto literario pierde su estatus privilegiado y ejemplar justo cuando las conceptualidades disponibles para analizar la enorme variedad de objetos de estudio que nos ofrece la «realidad» (todos ellos, con sus rasgos específicos, designados como «textos») han adoptado una orientación casi exclusivamente lingüística. Puede parecer, por tanto, que el análisis de los mass media en términos lingüísticos o semióticos implica un aumento imperialista del dominio del lenguaje para que incluya fenómenos no verbales (visuales o musicales, corporales, espaciales); pero, de igual manera, este análisis puede suponer un reto crítico y perturbador a los propios instrumentos conceptuales que se han empleado para completar esta operación de asimilación.

En cuanto a la prioridad emergente de los mass media hoy en día, apenas puede decirse que se haya descubierto nada nuevo. Durante unos setenta años, los más sabios profetas nos han advertido constantemente de que la forma artística dominante del siglo XX no era, en absoluto, la literatura (ni siquiera la pintura, el teatro o la sinfonía), sino el único arte nuevo e históricamente singular que se ha inventado en el período contemporáneo: el cine, es decir, la primera forma artística característicamente mediática. Lo extraño de este diagnóstico —cuya validez irrecusable es ya, pasado el tiempo, un lugar común— es que haya tenido tan pocos efectos prácticos. La literatura, reasimilando a veces con inteligencia y oportunismo las técnicas del cine a su propia sustancia, se mantuvo en el período moderno como paradigma ideológicamente dominante de lo estético, y siguió dejando abierto un espacio donde se buscaban las más ricas especies de la innovación. Sin embargo, el cine (sea cual sea su consonancia profunda con las realidades del siglo XX) mantuvo una mera relación irregular con lo moderno, sin duda debido a las dos vidas o identidades discernibles que (como el Orlando de Virginia Woolf) estaba destinado a encarnar sucesivamente: la primera, el período mudo, cuando se dio vía libre a una fusión lateral del público de masas con Jo formal o moderno (con medios y soluciones que nuestra peculiar amnesia histórica nos impide comprender hoy); la segunda, el período sonoro, que surgió como dominio de las formas de la cultura de masas (y del mercado) a las que tenía que enfrentarse el medio, hasta que consiguió reinventar las formas de lo moderno de una nueva manera, con los grandes auteurs de los años cincuenta (Hitchcock, Bergman, Kurosawa, Fellini).

Esta visión de las cosas sugiere que, por mucho que la afirmación de la prioridad del cine sobre la literatura contribuyese a sacarnos bruscamente de la cultura impresa y/o del logocentrismo, siguió siendo una formulación esencialmente moderna, aprisionada en un conjunto de valores y categorías culturales que, en plena postmodernidad, son manifiestamente anticuados e «históricos». Es evidente que hoy el cine —o al menos cierta parte del cine— se ha vuelto postmoderno, pero también lo han hecho algunas formas de producción literaria. No obstante, el argumento se centraba en la prioridad de estas formas, es decir, en su capacidad de servir de índice supremo, único y sintomático de la Zeitgeist. En un lenguaje más contemporáneo hablaríamos de su capacidad de encarnar la dominante cultural de una nueva coyuntura social y económica; y, mostrándole nuestro mejor semblante filosófico a la cuestión, diríamos que estas formas son los vehículos alegóricos y hermenéuticos más fértiles para describir el sistema. Sin embargo, el cine y la literatura ya no sirven para ello, si bien no voy a arremeter contra las pruebas, muy circunstanciales, de la dependencia cada vez mayor que ambos tienen de los materiales, las formas, la tecnología e incluso la temática que han recabado del otro arte o medio que, en mi opinión, es hoy el candidato más propicio para ostentar la hegemonía cultural.

La identidad de este candidato no es ningún secreto: se trata claramente del vídeo, en su doble manifestación de televisión comercial y de vídeo experimental, o «videoarte». No es ésta una tesis que haya que probar; más bien hay que intentar, como haré en el resto de este capítulo, demostrar el interés que tiene presuponerla y, en concreto, las múltiples consecuencias nuevas que se derivan de asignar a los procesos del vídeo una prioridad nueva y más central.

Sin embargo, debe subrayarse desde el comienzo un aspecto muy significativo de esta presuposición, ya que implica lógicamente la diferenciación radical y casi a priori entre la teoría cinematográfica y lo que se proponga como teoría, o incluso como descripción, del vídeo. La bonanza actual de la teoría cinematográfica hace que esta decisión y esta advertencia sean inevitables. Si la experiencia de la pantalla de cine y sus imágenes hipnóticas es discernible (y fundamentalmente distinta) de la experiencia del monitor de televisión (y esto podría inferirse científicamente de sus diferencias técnicas en la codificación de la información visual, pero también cabría argumentarlo fenomenológicamente), la madurez y sofisticación de los conceptos del cine oscurecerán la originalidad de su primo hermano. Por eso, los rasgos específicos del vídeo precisan una reconstrucción a partir de cero, sin importar ni extrapolar categorías. Valga aquí una parábola para apoyar esta decisión metodológica: en cierta ocasión, Kafka observó respecto a la vacilación de los escritores judíos centroeuropeos entre escribir en alemán o en yiddish que la cercanía de ambos lenguajes impedía una traducción satisfactoria del uno al otro. Podríamos afirmar algo parecido sobre la relación entre el lenguaje de la teoría cinematográfica y el de la teoría del vídeo, si es que existe algo que pueda llamarse así.

Este tipo de dudas se ha planteado a menudo, nunca con tanta viveza como en una ambiciosa conferencia sobre el tema organizada por The Kitchen en octubre de 1980. Los dignatarios desfilaron en tropel hasta el podio sólo para quejarse de que no podían comprender por qué se les había invitado, ya que carecían de opiniones concretas sobre la televisión (que algunos admitían ver); muchos añadieron, como si se tratase de una ocurrencia posterior, que entre los conceptos que sobre la televisión se habían «producido» sólo uno tenía cierta viabilidad: el «flujo total» de Raymond Williams[1].

Quizás estas dos observaciones guarden una relación más íntima de lo que imaginamos: la obstrucción del pensamiento espontáneo ante esa ventanita sólida contra la que golpeamos nuestras cabezas no se desvincula, precisamente, del flujo total o absoluto que observamos a través de ella.

Parece posible que, en una situación de flujo total donde los contenidos de la pantalla manan sin cesar ante nosotros (o en una situación donde las interrupciones —o sea, la publicidad— no son tanto intermisiones como oportunidades fugaces de ir al servicio o comerse un bocadillo), lo que solía llamarse «distancia crítica» se haya quedado obsoleto. Apagar la televisión tiene poco que ver con el intermedio de una obra teatral o de una ópera, o con el gran final de un largometraje, cuando las luces regresan lentamente y la memoria inicia su misteriosa tarea. Si todavía es posible algo así como la distancia crítica en una película, sin duda se entreteje con la propia memoria. Pero no parece que la memoria desempeñe ningún papel en la televisión, ya sea en la comercial ó en otra (se podría decir que tampoco en la postmodernidad en general): en ella, nada hechiza a la mente ni deja postimágenes como los grandes momentos del cine (que, por supuesto, no ocurren necesariamente en las «grandes» películas). Así pues, una descripción de la exclusión estructural de la memoria, y de la distancia crítica, puede muy bien conducir hasta lo imposible, a saber, una teoría del vídeo —de cómo bloquea su propia teorización convirtiéndose en una teoría por derecho propio.

No obstante, mi experiencia es que no se consigue pensar en cosas simplemente decidiéndolo, y que a las corrientes más profundas de la mente a menudo hay que sorprenderlas de modo indirecto; a veces, incluso, con traiciones y ardides, como cuando nos desviamos de una meta con el fin de conseguirla más directamente o apartamos la mirada de un objeto para registrarlo con exactitud. En este sentido, pensar algo adecuado sobre la televisión comercial puede suponer ignorarla y pensar en otra cosa; en nuestro caso, el vídeo experimental (o bien esa forma o género nuevo llamado MTV, del que no puedo ocuparme aquí). No se trata tanto de la oposición entre la cultura de masas y la alta cultura como de situaciones de laboratorio controladas: lo que en el mundo de la vida cotidiana parece aberrante o extravagante por su gran especialización —la poesía hermética, por ejemplo— a menudo puede proporcionar información crucial sobre las propiedades de un objeto de estudio (lenguaje, en este caso), cuyas familiares formas cotidianas lo oscurecen. Liberado de toda limitación convencional, el vídeo experimental nos permite presenciar la gama completa de posibilidades y potencialidades de este medio de tal modo que ilumina sus usos más restringidos, que son subconjuntos y casos especiales suyos.

Sin embargo, incluso esta aproximación a la televisión mediante el vídeo experimental necesita que se la distancie y desplace, si es que el lenguaje de la innovación formal y de las posibilidades ampliadas nos lleva a esperar que florezcan y se multipliquen las nuevas formas y lenguajes visuales: por supuesto, existen, y en un grado tan desconcertante en la breve historia del videoarte (fechada a veces desde los primeros experimentos de Nam June Paik en 1963) que podríamos preguntarnos si una descripción o teoría podrá jamás abarcar su diversidad. Me ha sido clarificador llegar hasta este tema desde una dirección muy distinta, planteando la cuestión del aburrimiento como respuesta estética y como problema fenomenológico. En las tradiciones freudiana y marxista (para la segunda, véase Lukács, pero también la reflexión de Sartre sobre la «estupidez» en sus diarios de guerra), el «aburrimiento» no sé considera una propiedad objetiva de las cosas y las obras sino una respuesta al bloqueo de energías (bien se conciban éstas en términos de deseo o de praxis). Así, el aburrimiento es interesante como reacción a situaciones de parálisis y también, sin duda, como mecanismo de defensa o comportamiento de negación. Incluso en el marco más estrecho de la recepción cultural, el aburrimiento frente a un tipo de obra, estilo o contenido concretos admite siempre un uso productivo como síntoma valioso de nuestros propios límites existenciales, ideológicos y culturales, un índice de lo que hay que rechazar de las prácticas culturales de otras personas y de la amenaza que suponen para nuestras propias racionalizaciones de la naturaleza y el valor del arte. Asimismo, no es ningún secreto que, en algunas de las obras más significativas del modernismo, a menudo lo aburrido puede ser muy interesante, y viceversa; combinación ésta que la lectura de cien frases de Raymond Roussel, por ejemplo, puede encarnar. De este modo, primero debemos intentar vaciar el concepto de lo aburrido (y su experiencia) de todo eco axiológico, y poner entre paréntesis la cuestión del valor estético. Es una paradoja a la que podemos acostumbrarnos: si un texto aburrido también puede ser bueno (o interesante, como decimos ahora), quizás los textos apasionantes, que incorporan diversión, distracción y consumo de tiempo, también puedan a veces ser «malos» (o «degradados», dicho con el lenguaje de la Escuela de Frankfurt).

En cualquier caso, imaginemos una cara en la pantalla de la televisión que, acompañada de un flujo infinito e incomprensible de gemidos y murmullos, permanece absolutamente inexpresiva e inmutable durante el desarrollo de la «obra», llegando a parecer un icono o una máscara atemporal inmóvil y flotante. Es una experiencia a la que quizás estemos dispuestos a someternos, por curiosidad, durante algunos minutos. Sin embargo, cuando empezamos a hojear distraídamente la programación y descubrimos que este videotexto dura veintiún minutos, el pánico se apodera de nosotros y nos parece preferible cualquier otra cosa. Pero veintiún minutos no es una duración tan larga en otros contextos (la inmovilidad del adepto o del místico religioso puede ser un punto de referencia); la naturaleza de esta concreta forma de aburrimiento estético se vuelve así un interesante problema, sobre todo si pensamos en la diferencia entre ver videoarte y las experiencias análogas del cine experimental (siempre podemos apagar el primero, sin tener que atender por cortesía a un ritual social e institucional). Sin embargo, como ya he sugerido, debemos rehuir la fácil conclusión de que esta cinta o texto es simplemente malo; debemos añadir, para anticiparnos a malentendidos, que hay todo tipo de videotextos divertidos y fascinantes, pero entonces también debemos evitar la conclusión de que éstos son simplemente mejores (o «buenos» en sentido axiológico).

Surge así una segunda posibilidad, un segundo intento de explicar, que implica a la intención del autor. Podemos concluir que la elección del autor del vídeo fue deliberada y consciente, y que, por tanto, los veintiún minutos de esta cinta se deben entender como una provocación, como un asalto premeditado al espectador, por no hablar de un acto de flagrante agresividad. En tal caso, nuestra respuesta fue la correcta: aburrimiento y pánico son reacciones adecuadas y suponen el reconocimiento del significado de ese acto estético concreto. Aparte de las conocidas aporías implicadas en los conceptos del propósito y la intención literarios, es casi imposible restablecer la temática de esta agresividad (estética, de clase, de género o cualquier otra) atendiendo a la cinta de vídeo aislada.

Sin embargo, quizás podamos esquivar los problemas de los motivos del sujeto individual dirigiéndonos al otro tipo de mediación implicada, a saber, la tecnología y la propia máquina. Por ejemplo, se dice que en los primeros tiempos de la fotografía o, más bien, del daguerrotipo se obligaba a los individuos a sentarse en total inmovilidad durante períodos de tiempo que, si bien en el curso cotidiano de las cosas no eran tan largos, se podían considerar como relativamente insoportables. Podemos imaginarnos las gesticulaciones incontrolables de los músculos faciales, por ejemplo, o las ansias arrolladoras de rascarse o reír. Los primeros fotógrafos inventaron algo similar a la silla eléctrica, donde las cabezas de los sujetos retratados (desde los generales más modestos y banales hasta el propio Lincoln) se sujetaban con abrazaderas y quedaban inmovilizadas por detrás durante los cinco o diez minutos obligatorios de la exposición. Roussel, a quien ya he mencionado, es algo así como un equivalente literario de este proceso: su descripción de objetos increíblemente detallada y minuciosa —un proceso infinito, sin principio ni interés temático de ningún tipo— obliga al lector a abrirse paso laboriosamente frase tras frase, en un mundo sin fin. Cabría ahora identificar los curiosos experimentos de Roussel con una suerte de anticipación de la postmodernidad en el seno del antiguo período moderno; en cualquier caso, es al menos razonable pensar que las aberraciones y los excesos que en el período moderno eran marginales o subordinados pasan a ser dominantes cuando se produce la reestructuración sistémica de la llamada postmodernidad. Aun así, es evidente que el vídeo experimental, lo fechemos desde la obra del antepasado Paik a comienzos de los años sesenta o desde la pleamar de este nuevo arte que se instala a mediados de los años setenta, es rigurosamente colindante con la postmodernidad como período histórico.

Así pues, nos encontramos con la máquina a ambos lados; la máquina como sujeto y objeto, en la misma medida y de manera indiferente: la máquina del aparato fotográfico apunta como un cañón de fusil al sujeto, cuyo cuerpo está encajado en su correlativo mecánico mediante un aparato de registro/recepción. Los espectadores indefensos ante el tiempo del vídeo están, pues, tan prisioneros, integrados y neutralizados mecánicamente como los antiguos sujetos fotográficos, que durante un tiempo se convertían en parte de la tecnología del medio. No cabe duda de que el cuarto de estar (o incluso la relajada informalidad del museo de vídeo) es un lugar inverosímil para que se produzca esta asimilación de los sujetos humanos a la tecnología: pero el flujo temporal total del videotexto exige una atención voluntaria nada relajada, y bastante distinta del cómodo recorrido visual de la pantalla de cine, por no hablar del desapego indiferente del espectador del teatro de Brecht. La teoría cinematográfica reciente ha aportado interesantes análisis (la mayoría desde una perspectiva lacaniana) de la relación entre la mediación de la máquina fílmica y la construcción de la subjetividad del espectador; esta última, aun estando despecsonalizada, tiene a la vez una fuerte motivación para restablecer las falsas homogeneidades del ego y de la representación. Intuyo que la despersonalización mecánica (o descentramiento del sujeto) llega aún más lejos en el nuevo medio, donde los propios autores se disuelven junto al espectador (aspecto este al que enseguida volveré en otro contexto).

Al ser el vídeo un arte temporal, es posible observar en la propia experiencia del tiempo los efectos más paradójicos de esta apropiación tecnológica de la subjetividad. Aunque siempre lo olvidemos, todos sabemos que las escenas y las conversaciones ficticias de la pantalla de cine escorzan drásticamente la realidad según avanza el reloj, y que, debido a los misterios (hoy ya codificados) de las técnicas de narración cinematográfica, nunca coinciden con la supuesta duración de tales momentos en la vida real, o en «tiempo real». Un director de cine siempre puede provocar en nosotros este incómodo recuerdo, regresando de vez en cuando al tiempo real en un episodio cualquiera que, de esta manera, amenaza con proyectar el mismo malestar insoportable que antes atribuimos a ciertas cintas de vídeo. ¿Es posible que sea la «ficción» lo que aquí se cuestiona y que podamos definirla esencialmente como la construcción de estas temporalidades ficticias y escorzadas (bien del cine o de la lectura), que pasan a Sustituirse por un tiempo real al que, de este modo, conseguimos olvidar por el momento? De esta manera, el problema de la ficción y lo ficticio se disociaría radicalmente de las cuestiones relativas a la narrativa y la narración de relatos (aunque mantendría un papel y una función centrales en la práctica de ciertas formas de narración): muchas de las confusiones del llamado debate de la representación (a menudo se asimila a un debate sobre el realismo) se disipan justamente con esta distinción analítica entre los efectos de la ficción y sus temporalidades ficticias, por un lado, y las estructuras narrativas, por otro.

En cualquier caso, si esto es así cabría afirmar que el vídeo experimental no es, en este sentido, ficticio; no proyecta un tiempo ficticio ni se ocupa de la ficción o de las ficciones (aunque puede tratar con estructuras narrativas). Esta primera distinción posibilita otras, y plantea interesantes problemas nuevos. El cine, por ejemplo, se acerca en su forma documental al estatus de lo no ficticio; pero varias razones me llevan a sospechar que casi todo el cine documental (y el vídeo documental) sigue proyectando una suerte de ficción residual, una especie de tiempo documental construido, desde el seno de su ideología estética y de sus ritmos y efectos secuenciales. Mientras tanto, junto a los procesos no ficticios del vídeo experimental, hay al menos una forma de vídeo que aspira claramente a una ficción de tipo cinematográfico. Se trata de la televisión comercial, cuyas características peculiares (tanto si las deploramos como si las celebramos) quizá se comprendan mejor mediante una descripción del vídeo experimental. En otras palabras, describir series de televisión, obras dramáticas y similares en términos de la imitación que este medio hace de otras artes y medios (sobre todo de la narrativa cinematográfica) probablemente nos condene a pasar por alto el aspecto más interesante de su situación de producción: es decir, cómo consigue producir la televisión comercial el simulacro del tiempo ficticio a partir de los lenguajes rigurosamente no ficticios del vídeo.

En cuanto a la temporalidad, el movimiento moderno la concibió, en el mejor de los casos, como una experiencia, y en el peor como un tema, si bien la realidad que atisbaron los primeros modernos del siglo XIX (a la que remite el término ennui) es ya, sin duda, la temporalidad del aburrimiento que hemos localizado en el proceso del vídeo, el transcurso del tiempo real minuto a minuto, la aterradora realidad irrevocable que subyace al contador en marcha. Pero quizás la participación de la máquina en todo esto nos permita esquivar ahora a la fenomenología y a la retórica de la conciencia y de la experiencia, para enfrentarnos a esta temporalidad aparentemente subjetiva de una manera nueva y materialista que, a su vez, también es un nuevo tipo de materialismo, no de la materia sino de la maquinaria. Reformulando nuestras observaciones iniciales en torno al efecto retroactivo de los nuevos géneros, podríamos decir que es como si la llegada de la máquina (tan central en la organización de Marx del Capital) descubriera de modo inesperado la materialidad producida de la vida y el tiempo humanos. En efecto, junto a las diversas versiones fenomenológicas de la temporalidad y a las filosofías e ideologías del tiempo, hemos llegado a recabar un amplio espectro de estudios históricos sobre la construcción social del pro-pio tiempo, siendo sin duda el más influyente el ensayo clásico de E. P. Thompson[2] sobre los efectos de introducir el cronómetro en el ámbito laboral. El tiempo real es, en este sentido, tiempo objetivo; esto es, el tiempo de los objetos, un tiempo sometido a las mediciones a que se someten los objetos. El tiempo mensurable se convierte en una realidad con la llegada de la propia medición, o sea, de la racionalización y la reificación tal como las entendieron Weber y Lukács; el tiempo del reloj presupone una peculiar máquina espacial —es el tiempo de una máquina o, mejor aún, el tiempo de la máquina misma.

He intentado sugerir que el vídeo es algo único, y en este sentido, algo históricamente privilegiado o sintomático, porque es el único arte o medio de comunicación donde el lugar preciso de la forma es esta costura fundamental entre el espacio y el tiempo; también, porque su maquinaria domina y despersonaliza específicamente tanto al sujeto como al objeto, transformando al primero en un mecanismo de registro casi material del tiempo mecánico del segundo y de la imagen videográfica o «flujo total». Si aceptamos la hipótesis de que se puede periodizar el capitalismo atendiendo a los saltos cuánticos o mutaciones tecnológicas con los que responde a sus más profundas crisis sistémicas, quizás quede un poco más claro por qué el vídeo, tan relacionado con la tecnología dominante del ordenador y de la información de la etapa tardía, o tercera, del capitalismo, tiene tantas probabilidades de erigirse en la forma artística por excelencia del capitalismo tardío.

Estas observaciones nos permiten volver al concepto del flujo total y abordar su relación con el análisis de la televisión comercial (o de ficción) de una forma distinta. El tiempo material o de la máquina interrumpe el flujo de la televisión comercial con ciclos de programación de una hora y de media hora, salpicados por esas sombras espectrales que son los breves ritmos de los anuncios. He insinuado que estos cortes regulares y periódicos nada tienen que ver con los tipos de clausura de las demás artes, incluso del cine, pero aun así permiten simular esta clausura y, por tanto, la producción de una suerte de tiempo de la ficción. El simulacro de lo ficticio usa esas interrupciones materiales, de forma similar al aprovechamiento que hace un sueño de estímulos corporales externos para reinsertarlos dentro de sí y convertirlos en comienzos y finales aparentes; o, en otras palabras, es la ilusión de una ilusión, la simulación de segundo orden de algo que, en otras formas artísticas, es una ficción o temporalidad ilusoria de primer orden. Pero sólo una perspectiva dialéctica que postule presencias y ausencias, apariencias y realidades, o esencias, puede revelar estos procesos constitutivos.

Por ejemplo, para una semiótica unidimensional o positivista que sólo puede operar con las puras presencias y los datos existentes de segmentos de vídeo, ya sea comercial o experimental, estas dos formas afines aunque dialécticamente tan distintas se reducen a cortes y duraciones de un material idéntico, al que se aplican entonces idénticos instrumentos de análisis. La televisión comercial no es un objeto autónomo de estudio; para comprenderla tal y como es hay que situarla dialécticamente frente a ese otro sistema significante que hemos llamado vídeo experimental, o videoarte[3].

La hipótesis de que el medio del vídeo posee una mayor materialidad sugiere que quizás sea mejor buscar analogías en otros lugares, y no en las obvias referencias dobles de la televisión comercial, del cine de ficción o incluso del cine documental. Debemos considerar la posibilidad de que el precursor más sugerente de esta nueva forma se halle en la animación o en el dibujo animado, cuya singularidad materialista (y no ficticia, paradójicamente) presenta al menos dos facetas: por un lado, una correspondencia o ajuste constitutivo entre un lenguaje musical y uno visual (dos sistemas plenamente elaborados que ya no se subordinan uno a otro, como en el cine de ficción), y, por otro, la obvia elaboración de las imágenes animadas que, en su incesante metamorfosis, obedecen a las leyes «textuales» de la escritura y el dibujo antes que a las «realistas» de la verosimilitud, fuerza de gravedad, etc. La animación fue la primera gran escuela que enseñó a leer los significantes materiales (en lugar del aprendizaje narrativo de los objetos de la representación: personajes, acciones y similares). Pero en la animación, como después en el vídeo experimental, las resonancias lacanianas de este lenguaje de significantes materiales se ven inevitablemente acompañadas por la fuerza omnipresente de la praxis humana, sugiriendo un materialismo activo de la producción más que un materialismo estático o mecánico de la propia materialidad como soporte inerte.

Ciertamente, el flujo total tiene importantes consecuencias metodológicas para el análisis del vídeo experimental, y en concreto para la constitución del objeto o unidad de estudio que este medio presenta. Por supuesto, no es ninguna casualidad que hoy, en plena postmodernidad, el antiguo lenguaje de la «obra» —la obra de arte, la obra maestra— haya sido desplazado en todas partes por el muy distinto lenguaje del «texto», los textos y la textualidad, un lenguaje del que se excluye estratégicamente la consecución de la forma orgánica o monumental. En este sentido, todo puede ser un texto (la vida cotidiana, el cuerpo, las representaciones políticas), y los objetos que antes eran «obras» se pueden releer ahora como inmensos conjuntos o sistemas de textos de diverso tipo superpuestos a través de las distintas intertextualidades, fragmentos sucesivos o, nuevamente, el simple proceso (que en lo sucesivo se llamará producción textual o textualización). Por tanto, la obra de arte autónoma (así como el antiguo sujeto autónomo o ego) parece haberse esfumado, volatilizado.

No hay nada mejor para demostrar todo esto materialmente que los «textos» del vídeo experimental. Y, sin embargo, esta situación enfrenta al analista a varios problemas nuevos e insólitos que, si bien de un modo u otro son característicos de todas las postmodernidades, aquí se agudizan. Si las antiguas formas modernizantes y monumentales, esos conjuntos totalizadores como el Libro del Mundo, las «montañas mágicas» de los estilos modernistas de arquitectura, el ciclo central de la ópera mítica de un Bayreuth o el propio Museo como centro de todas las posibilidades de la pintura, ya no son los marcos organizativos fundamentales de análisis e intepretación; si, en otras palabras, no hay ya obras maestras, por no decir un canon, ni «grandes» libros (e incluso es problemático el concepto de buenos libros), y si nos enfrentamos a partir de ahora a «textos» (esto es, lo efímero), obras desechables que inmediatamente desean sumirse en el detritus acumulativo del tiempo histórico, es difícil y hasta contradictorio organizar un análisis y una interpretación en torno a uno solo de estos fragmentos al vuelo. Seleccionar —incluso a modo de «ejemplo»— un único videotexto y comentarlo a solas equivale fatalmente a restaurar la ilusión de la obra maestra o del texto canónico, reificando así la experiencia del flujo total de donde se extrajo por un momento. Ver un vídeo implica sumergirse en su flujo total, preferentemente una especie de sucesión aleatoria de tres o cuatro horas de cintas a intervalos regulares. En este sentido (y debido a la comercialización de la televisión pública y de la televisión por cable) el vídeo es un fenómeno urbano que pide la presencia de bancos o museos de vídeo en el barrio, para que los visitemos con los mismos hábitos institucionalizados y relajada informalidad con que solíamos ir al teatro o a la ópera (incluso a las salas de cine). Lo que está fuera de toda cuestión es que contemplemos una sola «obra de vídeo» por sí misma; en ese sentido, cabría decir que no hay obras maestras del vídeo, que nunca podrá haber un canon del vídeo y que hasta una teoría del vídeo de autor encierra graves problemas (por mucho que la firma aún tenga en éste una presencia evidente). El texto «interesante» debe destacar entre un flujo indiferenciado y aleatorio de otros textos. Surge así una suerte de principio de Heisenberg para el análisis del vídeo: los lectores y analistas están condenados al examen de textos específicos e individuales, uno tras otro; o, si se prefiere, se les condena a una suerte de Darstellung lineal en la que tienen que hablar de cada texto individual por separado. Pero esta misma forma de percepción y crítica enseguida interfiere con la realidad de la cosa percibida y la intercepta a medio camino, distorsionando los hallazgos hasta tal punto que se vuelven irreconocibles. La discusión, la indispensable selección preliminar y el aislamiento de un único «texto», lo vuelve a transformar automáticamente en una obra, reconvierte al anónimo realizador del vídeo[4] en un artista o auteur con nombre propio, y abre el camino de regreso para todos aquellos aspectos de una antigua estética modernista que la naturaleza revolucionaria del nuevo medio debía, precisamente, borrar y disipar.

A pesar de todas estas restricciones y reservas, no parece que podamos avanzar este estudio de las posibilidades del vídeo sin examinar un texto concreto: AlienNATION, una «obra» de veintinueve minutos de duración que realizaron en la Escuela del Art Institute of Chicago en 1979 Edward Rankus, John Manning y Barbara Latham. Evidentemente, para el lector será un texto imaginario, pero no debe «imaginar» que el espectador se halla en una situación muy distinta. Describir este río de imágenes de todo tipo después de verlas equivale a violar el presente perpetuo de la imagen y reorganizar los escasos fragmentos que permanecen en la memoria, según esquemas que probablemente revelen más cosas sobre la mente lectora que sobre el propio texto: ¿intentamos acaso reconvertirlo en algún tipo de historia? (Un libro muy interesante de Jacques Leenhardt y Pierre Józsa, Lire la lecture [París, 1982] muestra el funcionamiento de este proceso incluso en la lectura de «novelas sin argumento»; la memoria del lector inventa «protagonistas», viola la experiencia de la lectura con el fin de reordenarla en escenas reconocibles y secuencias narrativas, etc.). O bien, situándonos en un nivel crítico más sofisticado: ¿Intentamos, al menos, organizar el material en bloques y ritmos temáticos y puntuarlo de nuevo con comienzos y finales, con gráficos que reflejan el ascenso y la bajada de la emotividad, los clímax, los fragmentos muertos, las transiciones, recapitulaciones y similares? Sin duda, pero la reconstrucción de estos movimientos formales globales es diferente cada vez que miramos la cinta. Por una parte, veintinueve minutos de vídeo son mucho más que el segmento temporal equivalente de un largometraje; y no exageramos al decir que existe una contradicción auténtica y muy acusada entre la experiencia casi alucinógena del presente de la imagen del vídeo, y cualquier tipo de memoria textual donde pudieran insertarse los sucesivos presentes (incluso el regreso y el reconocimiento de viejas imágenes se aprovecha, por así decirlo, de pasada, y casi demasiado tarde para que nos sirva de algo). Si el contraste con las estructuras de la memoria de las películas de ficción al estilo de Hollywood es absoluto y obvio, parece —y esto es más difícil de documentar o de argumentar— que la brecha entre esta experiencia temporal y la del cine experimental no es menor. Estos trucos de op art y los minuciosos montajes visuales recuerdan sobre todo a los clásicos de antaño, como Ballet mechanique; pero intuyo que, más allá de nuestra diferente situación institucional (sala de cine de arte y ensayo, pantalla de televisión en casa o bien en un museo del videotexto), son experiencias muy dispares. Concretamente, los bloques de material son mayores en el cine y se perciben de manera más exagerada y tangible (incluso cuando se suceden a toda velocidad), determinando un sentido de las combinaciones más lento que el que permiten los atenuados datos visuales de la pantalla de televisión.

Así pues, sólo podemos enumerar unos cuantos materiales de vídeo que no son temas (en su mayoría, son citas materiales procedentes de algún almacén semi-comercial), pero que sin duda no presentan la densidad de la puesta en escena de Bazin, pues incluso los segmentos que no se han extraído de secuencias ya existentes, sino que obviamente se han filmado para esta cinta, presentan un aspecto de productos desgastados y descoloridos que los vuelve «ficticios» y los escenifica, frente a la realidad manifiesta de las otras imágenes-en-el-mundo, de los objetos-imágenes. Hay así un sentido en el que la palabra collage todavía puede denotar esta yuxtaposición de lo que quisiéramos llamar materiales «naturales» (las secuencias fílmicas nuevas o directas) y los materiales artificiales (las imágenes precocinadas que la máquina misma ha «mezclado»). Pero la jerarquía ontológica del antiguo collage pictórico sí sería errónea: en esta cinta de vídeo, lo «natural» es peor y ha sufrido una mayor degradación que lo artificial, que ya no connota la segura vida cotidiana de una nueva sociedad construida humanamente (como ocurría con los objetos del cubismo) sino el ruido y las señales embrolladas, la inconcebible basura informativa de la nueva sociedad de los media.

Hay primero un pequeño chiste existencial sobre un «punto» de tiempo extirpado de una «cultura» temporal parecida a una crêpe; después aparecen ratones de laboratorio, mientras una voz recita informes pseudocientíficos y programas terapéuticos (cómo enfrentarse al estrés, el cuidado de la belleza, hipnosis para adelgazar, etc.); sigue un metraje de ciencia ficción (con música de monstruos y diálogos camp), procedente en su mayor parte de una película japonesa de 1965, MonsterZero. A estas alturas, el aluvión de materiales/imágenes se vuelve demasiado denso como para enumerarlo: efectos ópticos, juegos de construcción y grúas infantiles, reproducciones de pintura clásica, maniquíes, imágenes publicitarias, impresos de ordenador, ilustraciones de libros de texto, figuras de cómic que se levantan y caen (incluido un maravilloso sombrero de Magritte que se hunde lentamente en el Lago Michigan), relámpagos difusos, una mujer acostada y quizás hipnotizada (a menos que, como en la novela de Robbe-Grillet, se trate tan sólo de la fotografía de una mujer acostada y quizás hipnotizada); y también vestíbulos ultramodernos de hoteles u oficinas, con escaleras mecánicas que suben en todas direcciones y a distintos ángulos; tomas de una esquina callejera con poco tráfico, un niño subido a una gran rueda y unos cuantos peatones con la compra; un inquietante primer plano de detritus y bloques de construcción infantiles a la orilla de un lago (en uno de los bloques reaparece el sombrero de Magritte en la realidad: suspendido sobre un palo en la arena); sonatas de Beethoven, los Planetas de Holst, música disco, órganos funerarios, efectos de sonido del espacio exterior, el tema de Lawrence de Arabia acompañando la llegada de platillos volantes al horizonte de Chicago; una grotesca secuencia donde se disecciona con escalpelos unos rectángulos naranja parecidos a los bollitos Hostess Twinkies, y luego se los estruja con un torno y se destrozan a puñetazos; un recipiente de leche que gotea; bailones de discoteca en su habitat; imágenes de planetas; primeros planos de diversos tipos de pinceladas, anuncios para cocinas de los años cincuenta, y muchas cosas más. A veces, parecen combinarse en secuencias más largas, como cuando el relámpago difuso se sobrecarga con toda una serie de juegos ópticos, anuncios, figuras de cómic, música de cine y diálogos radiofónicos inconexos. Otras, como en la transición desde un acompañamiento relativamente meditabundo de «música clásica» a la estridencia de un ritmo propio de la cultura de masas, el principio de la variación es obvio y torpe. Y hay aún otras en las que el flujo acelerado de imágenes mezcladas presenta una cierta urgencia temporal unificada, el tempo del delirio, por así decirlo, o del ataque experimental directo al espectador-sujeto. Mientras, el conjunto se puntúa al azar con señales formales: el «prepárese a desconectar», aparentemente concebido para advertir al espectador del inminente final, y la toma final de la playa, que usa un lenguaje connotativo más característicamente cinematográfico: un mundo de objetos se dispersa en fragmentos, pero también se toca una especie de límite o de borde último (como en la secuencia final de La Dolce Vita de Fellini). Todo esto es, sin duda, un elaborado juego visual o una broma (si es que se esperaba algo más «serio»): si se quiere, un ejercicio de prácticas de un estudiante, pero el tempo de la historia del vídeo experimental es tal que sus protagonistas o los expertos son capaces de ver esta producción de 1979 con cierta nostalgia, y recordar que en aquellos tiempos la gente hacía ese tipo de cosas pero que hoy se ocupa de cosas distintas.

Las preguntas más interesantes que plantea un videotexto de este tipo siguen siendo preguntas relativas al valor y a la interpretación —y espero que quede claro que, sea cual sea su valor o su significado, el texto funciona, puede verse una y otra vez (debido, en parte, a su sobrecarga informativa, que el espectador nunca conseguirá dominar)—. Debe entenderse, claro está, que quizás la ausencia de toda respuesta posible sea la cuestión históricamente interesante. Pero mi intento de contar o resumir este texto deja claro que incluso antes de llegar a la pregunta interpretativa —«¿qué quiere decir?» o, en su versión pequeño-burguesa, «¿qué se supone que representa?»— debemos enfrentarnos a las cuestiones preliminares de la forma y la lectura. No es evidente que un espectador llegue a alcanzar jamás un momento de conocimiento y memoria saturada del que lentamente se desprenda una lectura formal de este texto en el tiempo: comienzos y temas incipientes, combinaciones y desarrollos, resistencias y luchas por el dominio, resoluciones parciales, formas de clausura que conducen a uno u otro punto final. Si se pudiera establecer un gráfico global del tiempo formal de la obra, por muy tosco y general que fuera, nuestra descripción necesariamente seguiría siendo tan vacía y abstracta como la terminología de la forma musical, cuyos problemas actuales, en la música aleatoria y postdodecafónica, son análogos (aunque las dimensiones matemáticas del sonido y de la notación musical aportan soluciones que parecen más tangibles). Tengo la impresión, sin embargo, de que incluso las escasas marcas formales que hemos sido capaces de aislar —la orilla del lago, los bloques de edificios, el «sentido de un final»— son engañosos; ya no son aspectos o elementos de una forma, sino signos y huellas de antiguas formas. Hemos de recordar que esas formas aún se incluyen dentro de los retazos, del material bricolado, de este texto; la sonata de Beethoven es tan sólo un componente de este bricolaje, como una tubería rota que se recupera y encaja en una escultura, o una página de periódico rasgada y pegada a un lienzo. Pero en el segmento musical de la obra tardía de Beethoven, la «forma» en el sentido tradicional persiste y se puede nombrar —la «cadencia descendente», por ejemplo, o la «reaparición del primer tema»—. Lo mismo puede decirse de los fragmentos de la película japonesa de monstruos: incluyen citas de la propia forma de la ciencia ficción como «descubrimiento», «amenaza», «huida tentativa», etc. (aquí, la terminología formal disponible, por analogía con la nomenclatura musical, probablemente se reduciría a Aristóteles, Propp y sus sucesores o Eisenstein, que casi son las únicas fuentes de un lenguaje neutral del movimiento de la forma narrativa). Así pues, la pregunta que surge es si las propiedades formales de estos segmentos y trozos citados se transfieren a alguna parte del propio vídeo, al bricolaje del que son partes y componentes. Pero esta pregunta se debe plantear primero respecto al micronivel de los episodios y momentos individuales. En lo que respecta a las propiedades formales más globales del texto considerado como una «obra» y como una organización temporal, la imagen de la orilla del lago sugiere que la poderosa forma de la vieja clausura temporal o musical sólo está presente aquí como un residuo formal: fuera lo que fuese aquello que en el final de Fellini aún conservaba las huellas de un residuo mítico —el mar como elemento primordial, como lugar donde lo humano y lo social confrontan la otredad de la naturaleza—, es algo borrado y olvidado desde hace tiempo. Ese contenido se ha esfumado, dejando tan sólo un tenue vestigio de su connotación formal originaria, esto es, de su función sintáctica como clausura. En este punto más atenuado del sistema de signos, el significante se ha vuelto poco más que un débil recuerdo de un signo anterior y, en efecto, de la función formal de ese signo ahora extinto.

El lenguaje de la connotación que comenzó a imponerse en el párrafo anterior exige a su vez una relectura del más importante análisis que existe de este concepto, el de Roland Barthes. Siguiendo a Hjemslev, Barthes lo desarrolló en sus Mitológicas, pero en su posterior trabajo «textual» rechazó la diferenciación implícita entre lenguajes de primer y segundo grado (denotación y connotación). Éstos debieron de llegar a parecerle una réplica de las antiguas divisiones entre lo estético y lo social, entre el libre juego artístico y la referencialidad histórica —divisiones éstas que ensayos como El placer del texto procuraron eludir—. No importa que la teoría anterior (que aún hoy ejerce una enorme influencia en los estudios de los media) invirtiera ingeniosamente las prioridades de esta oposición, asignando autenticidad (y por tanto valor estético) al valor denotativo de la imagen fotográfica y una culpable funcionalidad social o ideológica a su prolongación más «artificial» en textos publicitarios. Éstos, apropiándose del texto denotativo originario para convertirlo en su nuevo contenido, fuerzan a las imágenes ya existentes a servir a cierto juego ampliado de pensamientos degradados y mensajes comerciales. Cualesquiera que sean los intereses e implicaciones de este debate, es obvio que la clásica concepción temprana de Barthes sobre el funcionamiento de la connotación sólo puede resultarnos interesante si la complicamos de modo adecuado, quizás hasta volverla irreconocible. Y es que aquí la situación es la inversa de la publicitaria, donde los signos «más puros» y, en cierto sentido, más materiales fueron apropiados y readaptados para servir de vehículos a toda una gama de señales ideológicas. Aquí, por el contrario, las señales ideológicas están ya insertadas en los textos primarios, que a su vez son profundamente culturales e ideológicos: la música de Beethoven incluye el connotador de «música clásica» en general, la película de ciencia ficción incluye muchos temores y mensajes políticos (una forma de Guerra Fría norteamericana readaptada a la política antinuclear japonesa, uniéndose después las dos en el nuevo connotador cultural de lo «camp»). Sin embargo, en una esfera cultural cuyos «productos» tienen funciones que trascienden ampliamente las estrechas funciones comerciales de las imágenes publicitarias (aunque, cierto es, siguen incluyendo algunas, y repiten sus estructuras de otra manera), la connotación es un proceso polisémico donde coexisten diversos «mensajes». Así, la alternancia de Beethoven y la música disco emite sin lugar a dudas un mensaje relativo a la clase —lo culto versus lo popular o la cultura de masas, privilegio y educación versus diversiones más populares y corpóreas—, pero también sigue transmitiendo el antiguo contenido de cierta solemnidad trágica, el sentido formal del tiempo de la forma sonata, la «alta seriedad» con que la más rigurosa estética burguesa se enfrenta al tiempo, la contradicción y la muerte. Esta seriedad se enfrenta ahora a la incesante distracción temporal de la música comercial metropolitana de la época postmoderna, que llena espacio y tiempo implacablemente, hasta el punto de que las antiguas cuestiones «trágicas» parecen irrelevantes. Todas estas connotaciones entran en juego de modo simultáneo. En la medida en que parece fácil reducirlas a algunas oposiciones binarias que acabamos de mencionar (alta cultura y cultura de masas), y sólo en esa medida, nos hallamos en presencia de una suerte de «tema» que, en su límite externo, nos permite que ejerzamos un acto interpretativo y sugerir que el videotexto es «sobre» esta oposición concreta. Regresaremos a estas posibilidades u opciones interpretativas más adelante.

Debe excluirse, sin embargo, que en este videotexto concreto funcione algo así como un proceso de desmitificación: todos sus materiales están degradados, tanto Beethoven como la música disco.

Y a pesar de que, como aclararé ahora, hay aquí una complejísima interacción entre varios niveles y componentes del texto, o varios lenguajes (imagen versus sonido, música versus diálogo), el uso político de uno de estos niveles frente a otro (como en Godard), el intento de purificar en cierto modo la imagen contrastándola con lo escrito o hablado ya no se tiene en cuenta aquí (si es que aún cabe concebirlo). Esto puede quedar más claro si consideramos los diversos elementos y componentes citados (piezas rotas de todo un espectro de textos primarios del panorama cultural contemporáneo) como logotipos, es decir, como una nueva forma de lenguaje publicitario mucho más avanzada y complicada estructural e históricamente que las imágenes publicitarias de las que se ocupaban las teorías de Barthes. Un logo es algo así como la síntesis de una imagen publicitaria y un nombre de marca; mejor aún, es un nombre de marca que ha sido transformado en imagen, un signo o emblema que porta la memoria de toda una tradición de anuncios publicitarios anteriores de manera casi intertextual. Estos logos pueden ser visuales o bien auditivos y musicales (como en el tema de Pepsi), y esta ampliación nos permite incluir en esta categoría los materiales de la banda sonora, junto con los segmentos de logo más inmediatamente identificables de las escaleras mecánicas de oficina, los maniquíes, los cortos de asesoramiento psicológico, la esquina callejera, el frente del lago, MonsterZero y demás. Así pues, «logo» significa la transformación de cada uno de estos fragmentos en una especie de signo por derecho propio; pero aún no está claro de qué puedan ser signos estos nuevos signos, porque no parece que seamos capaces de identificar ningún producto, ni siquiera la gama de productos genéricos estrictamente designados por el logo en su sentido originario de distintivo de una empresa multinacional diversificada. Aun así, el término genérico resulta sugerente si consideramos sus implicaciones literarias con más amplitud que las antiguas tablas estáticas de los «géneros» o tipos fijos. El consumo cultural genérico que proyectan estos fragmentos es más dinámico, y debe asociarse a la narrativa (que, a su vez, se concibe ahora en el sentido más amplio de un tipo de consumo textual). En esta línea, los experimentos científicos son narrativas en la misma medida que Lawrence de Arabia; la imagen de oficinistas y burócratas que suben por escaleras mecánicas no es menos narrativa que los clips cinematográficos de ciencia ficción (o que la música de terror); incluso la foto fija de los relámpagos sugiere un conjunto múltiple de marcos narrativos (Ansel Adams, el terror de la gran tormenta, el «logo» del paisaje de los westerns al estilo Remington, lo sublime dieciochesco, la respuesta divina a la ceremonia de petición de lluvias o el comienzo del final del mundo).

No obstante, el asunto se complica aún más cuando advertimos que ninguno de estos elementos o nuevos signos o logos culturales existe aisladamente; el propio videotexto es, en casi todo momento, un proceso de interacción continua y aparentemente aleatoria entre ellos. Ésta es sin duda la estructura que precisa descripción y análisis, pero es una relación entre signos para la cual sólo contamos con modelos teóricos muy aproximativos. La cuestión, en efecto, consiste en aprehender una corriente constante o «flujo total» de materiales múltiples, pudiendo verse cada uno como algo similar a una señal tipográfica de una narrativa de distinto tipo o de un proceso narrativo específico. Pero nuestras preguntas inmediatas no serán diacrónicas sino sincrónicas: ¿cómo se entrecruzan estas diversas señales narrativas o logos? ¿Hay que imaginar una compartimentación mental en la que cada una se recibe de forma aislada, o acaso establece la mente algún tipo de conexiones? Y, en tal caso, ¿cómo podemos describir esas conexiones? ¿Cómo se conectan entre sí, si es que lo hacen? ¿No será que simplemente nos enfrentamos a una simultaneidad de distintas corrientes de elementos que los sentidos captan de manera conjunta, como un caleidoscopio? Aquí, la inedi-da de nuestra debilidad conceptual consiste en que queremos partir de la decisión metodológica menos satisfactoria —el punto de partida cartesiano—, reduciendo primero el fenómeno a su forma más simple, es decir, la interacción de dos elementos o señales (mientras que el pensamiento dialéctico nos pide que comencemos con la forma más compleja, siendo las más simples derivadas suyas).

Sin embargo, incluso para el caso de dos elementos existen pocos modelos teóricos sugerentes. El más antiguo, por supuesto, es el modelo lógico de sujeto y predicado que, despojado de su lógica proposicional —con sus oraciones afirmativas y asunciones de verdad—, se ha reescrito en tiempos recientes como relación entre un tema y un comentario. La teoría literaria se ha visto obligada, en su mayor parte, a abordar esta estructura sólo en el análisis de la metáfora, para el que resulta sugerente la distinción de I. A. Richards entre un tema y un vehículo. Sin embargo, la semiótica de Peirce, que insiste en aprehender el proceso de interpretación —o semiosis— en el tiempo, reformula útilmente todas estas distinciones en términos de un signo inicial respecto al que un segundo signo es un interpretante. Y, por último, la teoría narrativa contemporánea, con su distinción operativa entre la fábula (la anécdota, las materias primas de la narración básica) y la propia puesta en escena, el modo de narrar o representar esos materiales; en otras palabras, su focalización.

Lo que se debe retener de estas formulaciones es que plantean dos signos de idéntico valor y naturaleza, y hay que observar que en el momento de su intersección se establece inmediatamente una nueva jerarquía en la que un signo se convierte en algo así como el material al que el otro se aplica, o en el que el primer signo establece un contenido y un centro al que se conecta el segundo para desempeñar funciones auxiliares y subordinadas (y aquí las prioridades de la relación jerárquica parecen reversibles). Pero la terminología y la nomenclatura de los modelos tradicionales no contemplan lo que, sin duda, se convierte en una propiedad fundamental del torrente de signos de nuestro contexto de vídeo: que intercambian lugares; que ningún signo único mantiene un carácter prioritario como tema de la operación; que la situación en que un signo funciona como interpretante de otro es más que provisional, siendo susceptible de cambiar sin aviso, y que en el impulso de rotación incesante que tenemos ante nosotros ambos signos intercambian sus posiciones de una manera desconcertante y casi permanente. Esto es similar a la «distracción» benjaminiana, elevada a una potencia nueva e históricamente original: de hecho, me atrevería a sugerir que esta formulación nos confiere al menos una caracterización adecuada de cierta temporalidad propiamente postmoderna, cuyas consecuencias debemos extraer ahora.

Y es que aún no hemos descrito bastante la naturaleza del proceso a través del cual, aun considerando los desplazamientos continuos que hemos subrayado, un elemento —o signo, o logo— «comenta» en cierto modo al otro o funciona como su «interpretante». El contenido de ese proceso, sin embargo, estaba ya implícito en el propio logo, que hemos descrito como señal o taquigrafía de un cierto tipo de narrativa. Por tanto, el intercambio microscópico atómico o isotópico que aquí se analiza no puede ser sino la captura de una señal narrativa por otra: la reescritura de una forma de narrativización en términos de otra diferente que, por ahora, tiene más fuerza, la incesante renarrativización mutua de elementos narrativos ya existentes. Así pues, y partiendo de los ejemplos más simples, no parece improbable que imágenes como las secuencias de la modelo o maniquí se reescriban de una forma directa y simple cuando se cruzan con el campo de fuerzas de la película de ciencia ficción y sus diversos logos (visual, musical, verbal): en momentos así, el familiar mundo humano de la publicidad y la moda se vuelve «extraño» (concepto al que volveremos), y los grandes almacenes contemporáneos se vuelven tan raros y glaciales como las instituciones sociales de una sociedad extraterrestre de un lejano planeta. De modo muy parecido, algo le ocurre a la fotografía del sujeto femenino yacente cuando se la recubre de relámpagos: ¿sub specie aetemitatis, quizá? ¿Cultura versus naturaleza? Sea como sea, estos dos signos no pueden evitar entablar una relación en la que las señales genéricas de uno comienzan a predominar (por ejemplo, es más difícil imaginar cómo la imagen de la mujer hipnotizada podría atraer el relámpago hacia su órbita temática). Por último, es evidente que a medida que la imagen de los ratones se cruza con los textos sobre experimentos conductistas y sobre orientación psicológica y profesional, esta combinación va produciendo mensajes predecibles sobre los mecanismos ocultos de programación y condicionamiento de la sociedad burocrática. Pero estas tres formas de influencia o renarrativización —extrañamiento genérico, oposición de naturaleza y cultura y crítica cultural psicológica y «existencial» para consumo masivo— son tan sólo algunos de los efectos provisionales dentro de un repertorio de interacciones mucho más complejo cuya tabulación sería sumamente aburrida, si no ya imposible (aun así, hay quienes incluirían la oposición entre la alta cultura y la cultura de masas antes descrita, y también la alternancia más diacrónica entre las escenas callejeras desastradas y «naturales» filmadas directamente y el flujo de estereotipos de los media en el que se insertan).

Cabe plantear ahora las cuestiones relativas a la prioridad o a la influencia desigual en nuevos términos, que no tienen por qué limitarse a la cuestión, sin duda central, de la prioridad relativa del sonido y la imagen. Los psicólogos distinguen entre formas de reconocimiento auditivas y visuales. Según parece, las primeras son más instantáneas y funcionan mediante gestalts auditivas o musicales plenamente formadas, mientras que las segundas se someten a un análisis por niveles que quizá nunca cristalice en algo adecuadamente «reconocible». En otras palabras, reconocemos al instante una sintonía, pero los platillos volantes que debieran permitirnos identificar la clase genérica de un fragmento cinematográfico pueden seguir siendo objeto de una vaga mirada geométrica que no se molesta en encasillarlos en su obvia posición cultural y connotativa. En tal caso, está claro que los logos auditivos tenderían a dominar y reescribir a los visuales, y no a la inversa (aunque hubiéramos querido pensar que las fotografías de los maniquíes, por ejemplo, ejercen un «extrañamiento» sobre la música de ciencia-ficción, reconvirtiéndola en un tipo de basura cultural de finales del siglo XX de su misma clase).

Más allá de este caso tan simple de la influencia relativa de signos procedentes de sentidos y medios diferentes, persiste el problema más general del peso relativo que tienen en nuestra cultura los diversos sistemas genéricos: íes la ciencia-ficción más poderosa a priori que el género que llamamos publicidad, o que el discurso que ofrece imágenes de la sociedad burocrática (la competitividad, la oficina, la rutina), o que el listado informático, o que ese «género» sin nombre de imágenes visuales que hemos llamado efectos op art (que probablemente connoten mucho más que la nueva tecnología de los gráficos)? En mi opinión, la obra de Godard atiende a este tema o, al menos, lo plantea explícitamente de diversas maneras parciales; cierto videoarte político —como el de Martha Rosler— también le da vueltas a estas influencias desiguales de los lenguajes culturales, con el fin de problematizar conocidas prioridades culturales. Pero el videotexto que aquí analizamos no nos permite formular estos temas como si fuesen problemas, ya que su propia lógica formal —lo que hemos llamado el impulso de rotación incesante de su constelación provisional de signos— depende de hacer desaparecer estos problemas: esta tesis y esta hipótesis nos conducirán a las cuestiones relativas a la interpretación y el valor estético que hasta ahora hemos postergado.

La pregunta interpretativa —«¿sobre qué trata el texto u obra?»— suele alentar una respuesta temática, como sucede, en efecto, en el feliz título de la cinta que nos ocupa, AlienNATION. Ahí está, y ahora nos enteramos: se trata de la alienación de toda una nación, o quizás de un nuevo tipo de nación organizada en torno a la alienación misma. El concepto de alienación era riguroso cuando se utilizaba específicamente para enunciar las privaciones concretas de la vida de la clase obrera (como en los manuscritos de París de Marx), y también desempeñó una función específica en un momento histórico (la apertura de Kruchev) que tanto los radicales del Este (Polonia, Yugoslavia) como los del Oeste (Sartre) creyeron que podría inaugurar una nueva tradición en el pensamiento y la práctica marxistas. Ciertamente, esto no nos sirve de mucho como designación general para el malestar espiritual (burgués). Pero no es ésta la única razón del descontento que se siente cuando, en medio de espléndidas performances postmodernas como USA de Laurie Anderson, la repetición de la palabra alienación (susurrada al público como de pasada) hacía difícil evitar la conclusión de que aquello también debía de ser algo «sobre» lo que trataba la obra. Se siguen entonces dos conclusiones casi idénticas: así que esto era lo que se suponía que significaba; así que sólo era esto lo que se suponía que significaba. El problema ofrece dos caras: la alienación, en primer lugar, no es meramente un concepto moderno sino también una experiencia moderna (aunque no puedo desarrollar aquí este punto, sí diré que la «fragmentación psíquica» es un término más adecuado para lo que nos aqueja hoy en día, si es que necesitamos darle un nombre). Pero la segunda ramificación del problema es la decisiva: sea cual sea ese significado y su aceptabilidad (qué significado), se tiene la sensación más profunda de que «textos» como USA o AlienNATION no debieran tener absolutamente ningún «significado» en ese sentido temático. Esto es algo que todos pueden comprobar observándose a sí mismos y atendiendo más de cerca a esos momentos en que sentimos por un momento la desilusión que yo sentí en los momentos explícitamente temáticos de USA. Los momentos del vídeo de Rankus-Manning-Latham que permiten sentir algo similar ya se han enumerado en otro contexto. Son, exactamente, aquellos en los que la intersección de signo e interpretante parece producir un mensaje fugaz: alta cultura versus baja cultura, en el mundo moderno todos estamos programados como ratones de laboratorio, naturaleza versus cultura, etc. La sabiduría vernácula nos dice que estos temas son cursis, tanto como la propia alienación (si bien no son lo bastante anticuados como para ser camp). Pero sería un error simplificar esta interesante situación reduciéndola a una pregunta sobre la naturaleza y la cualidad, la sustancia intelectual, de los propios temas; de hecho, nuestro análisis anterior puede proporcionar una explicación mucho mejor de tales períodos.

En efecto, hemos intentado mostrar que lo que caracteriza a este concreto proceso de vídeo (o flujo total «experimental») es una rotación incesante de elementos tales que cambian de lugar a cada momento, con el resultado de que un solo elemento no puede ocupar ni por un instante la posición de «interpretante» (o de signo primario), sino que debe ser desplazado al instante siguiente (la terminología cinematográfica de «encuadres» y «tomas» no parece adecuada para este tipo de sucesión). De este modo, cae a su vez en la posición subordinada, donde será «interpretado» o narrativizado por un tipo radicalmente distinto de logo o de contenido visual. Ahora bien, de ser ésta una versión correcta del proceso, se sigue lógicamente que todo aquello que lo detenga o interrumpa se percibirá como defecto estético. Los momentos temáticos de los que nos hemos quejado antes son justo esos momentos de interrupción o de una especie de obstrucción en el proceso: en tales puntos, una «narrativización» —el dominio provisional de un signo o logo sobre otro, al que interpreta y reescribe según su propia lógica narrativa— se esparce por la secuencia rápidamente, como una quemadura en la película, que en ese punto se «mantiene» lo bastante como para generar y emitir un mensaje temático muy inconsistente con la lógica textual de la cosa misma. Estos momentos implican una peculiar forma de reificación, que también podríamos definir como tematización —palabra de Paul de Man, que usaba para caracterizar la mala interpretación de Derrida como «filósofo» con un «sistema filosófico» «sobré» la escritura—. Así pues, la tematización es el momento en que a un elemento, a un componente de un texto, se lo eleva al rango de tema oficial, convirtiéndose en candidato al honor aún mayor de ser el «significado» de la obra. Pero esta reificación temática no es necesariamente una función de la cualidad filosófica o intelectual del propio «tema»: sea cual sea el interés y la viabilidad filosófica de la idea de la alienación de la vida burocrática contemporánea, su aparición aquí como «tema» se considera un defecto debido a razones ante todo formales. Esta tesis se podría defender a la inversa, identificando otro posible desliz de nuestro texto en la dependencia excesiva de los «efectos de extrañamiento» de los fragmentos de ciencia-ficción japonesa (al verse repetidamente, sin embargo, queda claro que no eran tan frecuentes como recordábamos). Si esto es cierto, estamos ante una tematización de tipo narrativo o genérico más que ante una degradación fruto de una filosofía pop y una doxa estereotípica.

Podemos extraer ahora algunas consecuencias inesperadas de este análisis, que no sólo afectan a la polémica cuestión de la interpretación en la postmodernidad sino también al asunto del valor estético que hemos aplazado provisionalmente al inicio de este debate. Si la interpretación se entiende, en sentido temático, como separación de un tema o significado fundamental, parece evidente que el texto postmoderno (hemos escogido esta cinta de vídeo como ejemplar privilegiado) se define desde esta perspectiva como una estructura o flujo de signos que se resiste al significado. Su lógica interna fundamental consiste en excluir la aparición de temas como tales, y por tanto se propone sistemáticamente minar las tentaciones interpretativas tradicionales (algo que recoge la intuición profética de Susan Sontag en su tan bien titulada obra Contra la interpretación, en los albores de lo que aún no se llamaba época postmoder-na). A partir de esta tesis surgen entonces, de modo inesperado, nuevos criterios de valor estético: sea lo que sea un buen —por no decir un gran— videotexto, será malo o defectuoso siempre que tal interpretación sea posible, siempre que el texto abra paso negligentemente a estos lugares y zonas de la tematización.

No obstante, la interpretación temática —la búsqueda del «significado» de la obra— no es la única operación hermenéutica concebible a la que pueden someterse los textos (incluido éste). Quisiera describir otras dos opciones interpretativas antes de concluir. La primera nos devuelve sin previo aviso a la cuestión del referente, a través de ese otro conjunto de materiales componentes al que, hasta ahora, hemos prestado menor atención que a los citados soportes inscritos y grabados de basura cultural envasada que aquí se entretejen: aquellos materiales (considerados «naturales») eran los segmentos del metraje filmado en directo que, más allá de la secuencia de la orilla del lago, se integraban en tres grupos fundamentales. Para empezar, el cruce de calles urbano es una suerte de espacio degradado (pariente lejano y pobre, en este aspecto, de la sorprendente secuencia final de Eclipse, de Antonioni) que comienza a proyectar débilmente la abstracción de un escenario vacío; es un lugar para el Acontecimiento, un espacio acotado donde puede ocurrir algo y ante el cual se espera con una expectación formal. En Eclipse, por supuesto, cuando el acontecimiento no se materializa y ninguno de los amantes se presenta a la cita, el lugar —ahora olvidado— vuelve a desvanecerse paulatinamente en el espacio: es el espacio reificado de la ciudad moderna, cuantificado y mensurable, donde el terreno y la tierra se dividen en mercancías y parcelas en venta. Tampoco aquí ocurre nada; lo único extraño de esta cinta es la simple sensación de que es posible que algo ocurra y de que aparezca tenuemente la categoría del Acontecimiento (los acontecimientos y ansiedades amenazados de los clips de ciencia-ficción son tan sólo «imágenes» de acontecimientos o, si se prefiere, acontecimientos-espectáculo sin temporalidad propia).

La segunda secuencia es la del cartón de leche perforado, que perpetúa y confirma la peculiar lógica de la primera porque, en cierto sentido, nos encontramos aquí con el acontecimiento puro del que no cabe lamentarse, lo irrevocable. El dedo debe renunciar a cerrar la brecha, la leche debe derramarse sobre la mesa y el borde, ejerciendo toda la fascinación visual de esta sustancia absolutamente blanca. Mi impresión de que esta maravillosa imagen remite (aunque sea de lejos) a un estatus más propiamente cinematográfico se debe también en parte, sin duda, a mi propia asociación aberrante y estrictamente personal de esta imagen con una famosa escena de The Manchurian Candidate. En cuanto al tercer segmento, el más estrambótico y falto de sentido, ya he descrito el absurdo experimento de laboratorio ejercido con herramientas de ferretería sobre objetos naranja de un tamaño indeterminado que recuerdan a los bollitos Hostess Twinkies. Lo escandaloso y de algún modo inquietante de este pedazo de dadá casero es la evidente ausencia de motivos: intentamos, sin demasiado éxito, verlo como una parodia a lo Ernie Kovacs de la secuencia del animal de laboratorio; en cualquier caso, no hay nada más en la cinta que repita este particular modo o chifladura de la «voz». Los tres grupos de imágenes, pero en concreto esta autopsia de un Twinkie, recuerdan vagamente una hebra de material orgánico entretejida con una textura orgánica, como la grasa de ballena de la escultura de Joseph Beuys.

Aun así, se me ocurrió una primera aproximación situada al nivel de la ansiedad inconsciente. Según ésta, el agujero del cartón de leche —siguiendo la escena del asesinato en The Manchurian Candidate, donde se sorprende a la víctima tomándose un piscolabis de medianoche frente a la nevera abierta— se lee ahora explícitamente como un agujero de bala. Pero no he aportado otra prueba, a saber, la X de ordenador que recorre el cruce de calles vacío como la mira de un rifle de largo alcance. Faltaba sólo que un público perspicaz de una versión anterior de este capítulo estableciera la conexión y señalara algo que, en lo sucesivo, será obvio e irrebatible: para el público norteamericano de los media, la combinación de ambos elementos, leche y Twinkie, es demasiado singular como para no encerrar motivos. En efecto, el 27 de noviembre de 1978 (el año anterior a la realización de esta cinta de vídeo), el alcalde de San Francisco, George Moscone y el concejal Harvey Milk murieron tiroteados por un antiguo concejal, que alegó en su inolvidable declaración de inocencia una locura debida al consumo excesivo de bollitos Hostess Twinkies.

Aquí, pues, se revela por fin el referente: el hecho bruto, el acontecimiento histórico, el auténtico sapo de este peculiar jardín imaginario. Encontrar este referente equivale a realizar un acto de interpretación o revelación hermenéutica de muy distinto talante al que hemos debatido: ya que, si decimos que AlienNATION es «sobre» esto, esta expresión ha de tener un sentido muy distinto al que recibe cuando decimos que el texto trata «sobre» la alienación misma.

El problema de la referencia ha sufrido un desplazamiento y una estigmatización excepcionales en él seno de los diversos discursos postestructuralistas hegemónicos que caracterizan al momento actual (y, junto a este problema, todo lo que suene a «realidad», «representación», «realismo» y similares; incluso la palabra historia contiene una r). Tan sólo Lacan ha seguido hablando sin pudor de «lo Real» (definiéndolo, sin embargo, como una ausencia). Todas las respetables soluciones filosóficas al problema de un mundo externo real e independiente de la conciencia son tradicionales, y esto significa que, por muy lógicamente satisfactorias que sean (y la verdad es que ninguna lo fue demasiado), no son candidatas adecuadas para participar en la polémica contemporánea. La hegemonía de las teorías de la textualidad y la textualización significa, entre otras cosas, que el billete de acceso a la esfera pública donde se debaten estas cuestiones es un acuerdo —tácito o no— con las presuposiciones básicas de un campo general de problemas, algo que las posturas tradicionales ante estos asuntos rechazan de antemano. Mi propia impresión es que el historicismo ofrece una escapatoria peculiarmente inesperada a este círculo vicioso o dilema irresoluble.

Plantear el tema, por ejemplo, del destino del «referente» en la cultura y el pensamiento contemporáneos no es afirmar una antigua teoría de la referencia ni rechazar de antemano los nuevos problemas teóricos. Por el contrario, estos problemas se retienen y refrendan, con la condición de que no sólo sean problemas interesantes en sí mismos sino también, y al mismo tiempo, síntomas de una transformación histórica.

En el caso concreto que nos ocupa, he defendido la presencia y existencia de lo que considero un referente palpable, a saber, la muerte y el hecho histórico, que en última instancia no se pueden textualizar y se abren paso por la elaboración textual, por la combinación y el juego libre («lo Real», nos dice Lacan, «es lo que se resiste a la simbolización absolutamente»). Debo añadir enseguida que esto no supone ninguna victoria filosófica especialmente triunfal de un supuesto realismo frente a las diversas concepciones textualizantes del mundo. Y es que la afirmación de un referente enterrado —como en nuestro ejemplo— es una calle de dos sentidos cuyas direcciones antitéticas pueden nombrarse emblemáticamente «represión» y Aufhebung, o negación dialéctica: la imagen no puede decirnos si estamos mirando un sol naciente o uno poniente. Nuestro descubrimiento ¿documenta la persistente, pertinaz, omnipresente y gravitatoria imputación de la referencia? O, por el contrario, ¿muestra el proceso histórico tendencial por el que la referencia es sistemáticamente procesada, desmantelada, textualizada y volatilizada, dejando poco más que un resto indigerible?

Sea cual sea el modo de ocuparse de esta ambigüedad, queda la cuestión de la lógica estructural de la propia cinta, de la que esta secuencia filmada directamente es tan sólo una hebra entre muchas y, además, singularmente menor (aunque sus propiedades acaparen cierta atención). Incluso si su valor referencial pudiera demostrarse de modo satisfactorio, la lógica de la conjunción y la disyunción rotatorias antes descrita funciona claramente para disolver este valor, que se tolera tan poco como la aparición de temas individuales. Tampoco está claro cómo podría desarrollarse un sistema axiológico, en cuyo nombre pudiéramos entonces afirmar que estas extrañas secuencias son, en cierto modo, mejores que la «irresponsabilidad» aleatoria y sin metas de los collages de estereotipos mediáticos.

No obstante, hay otro modo de interpretar esta cinta, una interpretación que intentaría poner de relieve el propio proceso de producción más que sus supuestos mensajes, significados o contenido. En esta lectura podría invocarse una consonancia distante entre las fantasías y ansiedades suscitadas por la idea del asesinato, y el sistema global de los media y la tecnología reproductiva. La analogía estructural entre estas dos esferas sin aparente relación se asegura en el inconsciente colectivo mediante la idea de la conspiración, mientras que el asesinato de Kennedy, inseparable ya de su cobertura informativa, marcó en la memoria histórica la coyuntura histórica entre ambas. El problema que plantea esta interpretación autorreferencial no es el de su plausibilidad; querríamos defender la tesis de que el «tema» más profundo de todo videoarte, e incluso de la postmodernidad, es precisamente la propia tecnología reproductiva. La dificultad metodológica consiste más bien en cómo un «significado» tan global —aunque su tipo y estatus sea más reciente que los significados interpretativos que hemos mencionado antes— disuelve de nuevo el texto individual en una indistinción aún más desastrosa que la antinomia flujo total-obra individual antes evocada: si todos los videotextos designan simplemente el proceso de producción-reproducción, cabe suponer que todos son «lo mismo» en un sentido singularmente inútil.

No intentaré resolver ninguno de estos problemas, sino que voy a retomar las aproximaciones y perspectivas del historicismo que he reivindicado mediante un tipo de mito que considero útil para definir la naturaleza de la producción cultural contemporánea (postmoderna), así como para situar sus diversas proyecciones teóricas.

Erase una vez, en los albores del capitalismo y de la sociedad de clase media, una cosa llamada signo, que parecía sostener relaciones fluidas con su referente. Este auge inicial del signo —el momento del lenguaje literal o referencial, o de las pretensiones aproblemáticas del llamado discurso científico— fue fruto de la disolución corrosiva de las viejas formas del lenguaje mágico, a causa de una fuerza que llamaré fuerza de reificación. Su lógica es la de una cruel separación y disyunción, la de la especialización y la racionalización, la de una división tayloriana del trabajo en todos los campos. Por desgracia, esa fuerza —creadora de la referencia tradicional— continuó sin tregua, y era la lógica del propio capitalismo. Así las cosas, este primer momento de descodificación o de realismo no puede durar mucho; mediante una inversión dialéctica se convierte a su vez en el objeto de la fuerza corrosiva de la reificación, que irrumpe en el ámbito del lenguaje para separar el signo del referente. Esta disyunción no abole del todo al referente, o al mundo objetivo o a la realidad, que mantienen una débil existencia en el horizonte como si fueran una estrella consumida o enana roja. Pero su enorme distancia respecto al signo le permite a éste iniciar ahora un momento de autonomía, una existencia utópica relativamente auto-suficiente frente a sus objetos anteriores. Esta autonomía de la cultura, esta semiautonomía del lenguaje, es el momento del modernismo y de un ámbito de lo estético que reduplica el mundo sin pertenecer del todo a él; adquiere así un cierto poder negativo o crítico, pero también una cierta futilidad ultramundana. Pero la fuerza de la reificación, que fue responsable de este nuevo momento, tampoco se detiene ahí: en otra fase, aumentada y como si se produjese una suerte de conversión de la cantidad en calidad, la reificación penetra al signo mismo y desvincula el significante del significado. Ahora la referencia y la realidad desaparecen del todo, e incluso el significado —lo significado— se pone en entredicho. Nos quedamos con ese juego puro y aleatorio de significantes que llamamos postmodernidad, que ya no produce obras monumentales del tipo moderno sino que reorganiza sin cesar los fragmentos de textos preexistentes, los bloques de construcción de la antigua producción cultural y social, en un bricolaje nuevo y dignificado: metalibros que canibalizan a otros libros, metatextos que recopilan trozos de otros textos. Tal es la lógica de la postmodernidad en general, una de cuyas formas más intensas, originales y auténticas es el nuevo arte del vídeo experimental.